L U N A Á R A B E
de Antonio García Montes
Y es que, mientras yo no
aprenda a distinguir con ma-
yor seguridad lo accidental
y lo necesario, ¿qué podría
pedirle a mi pluma, sin exac-
titud y rigor?
ANDRE GIDE
Entre la idea
y la realidad
entre el movimiento
y el acto
cae la sombra.
T.S.ELIOT
"Y el verbo se hizo carne..." ¿Quién podrá agotar
toda la escabrosidad contenida en esta frase?
WITOLD GOMBROWICZ
Capítulo primero
A una hora deslumbradora -que aún no vocea el pescadero su mercancía ¡boquerones y jureles! y la calle está totalmente desértica, como la de un pueblo cualquiera del sur, cuando las chicharras comienzan a engarzar su exasperante chicharreo al canto alegre del jilguero y éste se envalentona para aturdir al monótono grillo- apareció la figura diminuta y negra de Presenta, desnortada, dando alaridos ante el portalón verdusco del cuartelillo, de donde surgió a trompicones el Comandante de Puesto, ciñéndose el correaje amarillo brillante con la mano izquierda y con la derecha, enguantada en algodón nieve, ajustándose el acharolado tricornio. Una fuerza parecía retenerle y a la vez arrastrarle hacia donde ya Presenta, a punto de perder los nervios, intentaba articular acompañándose de un florido manoteo:
-¡Mi cabo, mi cabo! ¡Ay, mi cabo, qué desgracia! -y quedó muda y terrosa al tirar de las dos puntas del pañuelo a la cabeza. A sus ojos aguanosos y enrojecidos acudía el terror, la sospecha, la certeza, otra vez la sospecha. Mientras tanto, la nuez en la garganta de la autoridad, como pompa de hervor de gachas, se dislocó al ritmo zumbón del mostacho retinto. Antes de que la línea amoratada de la boca se moviera como siempre al hablar: primero plegándose en remolino a la vez que su mirada voletera adquiría la verdadera importancia de su rango, luego extendiéndose con la primera consonante para lucir ¡por fin! sus cuatro colmillos de oro, se caló, más aún, el tricornio:
-¡Presenta, pordió! ¡paese mentira...! Un poco más de miramiento muhé -Su voz acabó en trino, y Presenta tuvo que restregarse las comisuras de la boca con los dedos índice y pulgar de la mano derecha para no arrojar una trágica carcajada a la altura de la panza trémula donde se rebullía viva el arma esmeradamente abrillantada.
Pero ya del final de la calle subían los primeros barullos de la chiquillería; hasta entonces presa entre las aspidistras y geranios, a la sombrita fresca de los patios.
Las dos figuras azotadas por el sol, una pequeña y desmadejada, la otra grande y temblona, se vieron cercadas por la zaragalla que no cesaba de brincar y chillar. De pronto el estruendo sordo y elegante de un aldabonazo acalló a la multitud. Era de la gran puerta de madera noble -arrancada de cuajo de la calle El Agua, de Lucena, cuando ¡sabe Dios por qué! el matrimonio decidió recluirse en esta aldea- que competía en señorío frente por frente con la del cuartel. Un cadencioso chirrido dio paso al taconeo resuelto de Angustias, el pelo negro azulado recogido en una cola sandunguera que, con preciso y vivaz meneo de cabeza, apoyaba sobre la pechera a volantes. Resoplando con brío al ritmo de su poderoso trasero -dividido en dos partes perfectamente diferenciadas y enfundado en una falda negra de tubo muy estrecha y garbosamente rajada hasta medio muslo- se fue acercando al escandaloso corro cuando ya las mujeres de la vecindad se disponían a subir la calle en manojos de a cuatro. Antes de que alguna tomase cartas en el asunto, ella cortó la rueda y se introdujo en el centro. Empinada sobre sus altos tacones de charol fresa oteó el redondel a la busca de su íntima y gemela en desparpajo. Al percatarse de su presencia, palmeó tras secarse las manos sudadas en los flancos del muslamen:
-¡Isabé, ven-acá-pacá! -A su frente de nácar, repentinamente perlada, se prendió la tragedia. Tambaleante fue al encuentro de su amiga, separando escrupulosamente las cabezas pelonas de los niños y empapando el pico del delantal en el sudor frío de su frente a la par que exclamaba a gritos:
-¡Qué horror, nena! ¡Qué horror! ¡Uf...! ¡Virgen de las Angustias!
Súbitamente serenas, circunspectas, como un requiebro en el cante o un desplante en el baile, se engancharon del brazo y se esfumaron tras el lustrado portalón, ajenas a lamentos, a las órdenes atenoradas del guardia, y hasta al estupor y envidia solapada que su marcha producía. Y no sólo en esta ocasión, sino siempre que altivas y orgullosas se escurrían de cualquier revuelo, después de ejecutar a dúo su último y más concluyente ademán, que Isabé copiaba de su íntima, y ésta ¡sabe Dios!: Algunas rumorean "que es tan presuntuosa y arrogante que se le puede haber pegado de alguna película". Las más contundentes afirman "que un manoteo de esa guisa no puede ser de cualquier película". "La Angustias -sentenció una vez el cura, fuera de sí desde el púlpito- es capaz de imitar, si se lo propone, hasta a la misma Rita Haiworth". Pero otras más enteradillas, por haber visto en Lucena una centenar de peliculones, replicaban que esta pantomima se la vieron hacer a Frank Sinatra, mientras cantaba una de sus boberías, precisamente a la Haiworth, en una película que echaron por televisión. El caso es que ese ademán se ha convertido para toda la aldea en ¡el colmo! de los desplantes: Los antebrazos muy prietos al prominente busto de la Angustias y al puntiagudo, como dos pitones de toro bravío, de la Isabé; las manos yertas hacia abajo, manteniendo un instante helado el gesto displicente, después acompañadas de un guiño liviano, abaten las muñecas enérgicamente y bufan a coro.
Aunque calmados un poco los ánimos y aplacada aparentemente la ira de las más dominantes, siguió el revoloteo. El guardia y Presenta, muy serios, se dispusieron a encerrarse en el cuartelillo a plasmar en un papel oficial el espeluznante suceso... no sin antes, frente a la puerta de la iglesia, proferir Presenta una maldición:
-¡Don Plinio...! ¡Ojalá le pase a ubté lo mismo que a esos dos desgracíaos!
La piña de mujeres, la mayoría de negro, vacilaba, de un lado a otro de la calle, como un pelotón de hormigas disputándose un grano, sin determinar cuál sería el patio más fresquito donde reunirse y poner de una vez las cosas claras. Los chiquillos, en parejas, se desplomaban de golpe contra el empedrado o sobre algún zócalo para ponerse las culeras perdidas de alcaparrosa, como si desde el campanario un loco les acertara en la nuca con un rifle de repetición.
En el cuartucho a oscuras, donde un cuchillo de sol hería al Cristo de bronce sumido en una pulida piedra veteada, comenzaron a perfilarse los adornos que cubrían las paredes. Un olor a cuero caliente mezclado con el dulzón del veneno para ratas trababa el ambiente. Presenta, posada la mirada piadosa en un busto mugriento y de mueca canalla sobre el que se apoyaban unos libros en la vitrina desvencijada, no bajó la vista hasta que el Comandante de Puesto, en su majestuoso sillón de madera torneada, con la estilográfica apuntando hacia una cuartilla timbrada, le preguntó sin miramientos:
-¡Dime Presenta! ...Cuéntame con pelos y señales todo lo que sepas- Se introdujo el capuchón de la pluma delicadamente entre los labios y, bizqueando, comenzó a mamar como un niño chico.
Presenta se rebullía al borde de la silla, las manos sobre el regazo temblón, los pies inquietos repiqueteando en el suelo de madera; preguntándose ante el mismo Dios, cómo no habría hecho ella cualquier disparate... ¡pegarse también un tiro allí mismo! Al fin pudo desencallar la mandíbula, castañetear con la dentadura postiza y carraspear unas cuantas veces; luego se volcó hacia la mesa, sin descomponer la figura, sujetándose con el antebrazo derecho al filo de mármol de la mesa, y suspiró profundamente:
-¡Ay, Jesússs! ¡...Mire que no quería! A mí, la verdad, nunca me gustó Sebastián... Bueno, si quiere que le sea franca, ni su padre... Bueno, si es por decir ¡la verdad! nadie de la familia ¡porque anda que su tía..! ¡Pues mira lo que le digo!: hace años estuvo a punto de ocurrir otra desgracia en el mismo cortijo... ¡Tiene mu mala follá...! Y eso que pasa el río, y que abundan ciruelos y cerezos, y tó lo habío y por haber. Pero, si quiere que le diga una cosa ¡la verdad! no me gusta... No, no me gusta lo más mínimo y... ¡sanseacabó! A mí las cosas claras -Sus ojos delataban inteligencia; sus manos, ahora sobre el mármol, renegridas y enjoyadas, no cesaban de moverse- Pues, a lo que íbamos... como le iba diciendo... esa casa tiene mal sino... tan sola, tan grande... -Al abrir desmesuradamente los brazos estuvo a punto de dar una guantada al guardia- ¿Cómo decirle? ¡...Tan destartalá!.
El guardia, después de colocar con sumo cuidado la pluma enfundada sobre el papel todavía en blanco, se asió al borde de la mesa con las dos manos y se reclinó arrogante en el respaldo del sillón. Con la intriga en el ceño, preguntó:
-Pero usted ¿conocía bien a la familia...?
Presenta, en vilo, el culo a punto de despegarse del asiento, no le dejó acabar:
-Bueno, ...y a tos sus parientes. Pero si esos, por más que digan son de aquí ¡lo que le digo! Son más de aquí que ubté y que yo... ¡dónde va a pará! -Y giró la cabeza hacia la puerta donde dos mujeres, una delgada y morena, como una tijereta, la otra risueña y rubia, escuchaban apoyadas en las jambas con la boca abierta.
Cuando la morena y la rubia, sin despegarse del brazo, llegaron al patio del recinto militar -en exceso adornado de macetas en todas las paredes-, se mantuvieron en silencio al borde de la amenazante raya de sol: una prendada de ciertas clavellinas alunaradas que con múltiples injertos había conseguido la del cabo Pérez; y la otra sin poder desprender sus ojos verdes de un punto indefinido, inconsistente, pero luminoso, que estaba ubicado en el centro atmosférico del patio... con tal ardid que la obligaba a bizquear del ojo izquierdo. De súbito, el vertido de un plato de agua sucia desde la ventana, que se hallaba sobre sus cabezas, las hizo volver en sí y levantar al unísono sus ojos de ira hacia los geranios rojos:
-¡Siempre tiene, esta maldita mujer, que tirar por la ventana el agua del bacalado..., pero sin mirar!
Estas dos mujeres, tanto una como otra, procuran en la pronunciación cierto refinamiento, quizá ponderado... pues en contraste con el hablar de estas gentes -las cuales, según ellas, dejan los vocablos casi sin letras- procuran no sólo pronunciar enteras cada palabra; si fuese menester aún les añaden alguna otra, aunque sea una barbaridad.
-¡Mira! -replicó la morena cuando estuvo segura de su intención- ...no nos vamos a ofenderss por tan poca cosa... ¡ocurriendo tanta desgracia y tanto disssparete! ...Sin ir más lejos, esta zona ¡no sé qué pensarás tú!, pero no sólo es el núcleo de España donde más suicidios se contabilizan, según advierten las revistas; también... ¡eso te lo digo yo! es el lugar donde hay más putañeros, viciosos, locos, afeminados y sinvergüenzas...
-Bueno... -sentenció al punto la rubia, desprendiéndose de la morena para ahuecarse, con la punta de los dedos ateridos, la batita verde de lunares negros que con el sudor se le había pegado tanto a la pechera como la piel de un lenguado al propio cuerpo- tampoco hay que exagerar; en todos los pucheros cuecen habas.
En la salida al patio, bajo el gran emparrado de racimos de exposición, el marido de Josefa, un manitas la mar de apañao, había echado sobre el empedrado unas lechaditas de cemento para que a su mujer no se le volcase la mecedora. Bajo los penachos, tan bonitos que parecían de papel, se arrejuntaron las mujeres que, escasos momentos, se habían desprendido del grupo capitaneado por el Comandante de Puesto.
-Estoy por juras ¡y podéis estar seguras de que no me equivoco! que to este asunto no me huele nada bien -Carmen se colocó las horquillas tras las orejas y se ahuecó la permanente; sofocada levantó los pies del cemento regado y se balanceó en la mecedora mirando hacia los enormes racimos acosados por millares de tábanos, que pendían del centro del emparrado. Las demás: Justa, la Rosilla, Encarna y Josefa, miraban al suelo a la espera de sus sentencias. Inmediatamente fueron satisfechas:
-¡Vamos! ...esos, qué van a ser padre e hijo ¿que me lo cuenten a mí! ¡que se lo digan a mi coño! ¡...Sabe Dios! Pero, si queréis que sea clara... -Y escudriñó en sus caras, ahora todas contemplándola- Bien, pues lo digo: eso es un asunto mucho más oscuro y muchísimo más sucio. ¡Y esperemos que no esté metía la Iglesia o algo por el estilo! ...Esa carta tan misteriosa que llegó el otro día de Madrid... aunque Presenta dijese que era la segunda ¡la verdad! me dio muy mala espina. Cuando me enteré que dos hombres solos estaban en el cortijo, me dije: ¡Malo! ...no me gusta... chiquillas, me quedé como la paré.
La Rosilla espurreó la risa, después se enmascaró con las manos, se pellizcó la boca prieta, y, desorbitando la mirada, dijo entrecortadamente:
-Pero... la carta vino a nombre de Presenta... y a renglón seguío y con toas las letras, se leía: "Para entregar al hijo de Sebastián".
Carmen se plantó de un brinco frente a ella; la cara blanca como el papel de fumar:
-¡Vamos, mujer! No seas de tu pueblo. No iba a decir para el novio de Sebastián.
Rosilla se levantó también bruscamente para contestar, manoteándole casi en las narices:
-Eso es sacar las cosas de quissio. Por más que digan en la televisión, estas barbaridades pasan sólo de higos a brevas y siempre con alguna maricona, pero ¡vamos! ...dos hombres hechos y derechos...
-¡Lo que tú digas! -Arremetió de nuevo Carmen, de camino a la mecedora, sin abandonar su quehacer perenne con las manos: el pulgar húmedo, dispuesto a pasar hojas de un libro, palpando los ribetes del peto del delantal almidonado- ¿Qué me dices de aquella pareja de vareaores que descubrieron en una zanja, dándose pichasos...? Puede ser otra cosa ¡no digo yo que no! Pero ¡vamos! ...cosas más raras se han visto. Sin ir más lejos ¿qué hizo tu cuñada con la barriga? Las muy tunas, tu suegra y ella... a la mañana siguiente... después de estar toda la noche cavando en el patio... ¡lo mala que estaba su Leonor! ¡Claro! ¿cómo no iba a estar? ...si acababa de parir y habían matao al chiquillo ¡sabe Dios con qué! Y lo habían enterrao en el patio.
Mientras escuchaba, Rosilla se deshacía el moño localizando a tientas las horquillas para metérselas una a una entre los dientes y con la otra mano se atarascaba la melena pardusca, las cuerdas del cuello como un cabrito desollado. Después, con los dedos se retorció el cabello, hizo un rodete y lo claveteó de nuevo con las horquillas. En el momento de incrustarse la última, fuera de sí, chilló:
-¡Mira...! tú cállate, que no puedes hablar ni en la bulla la feria... ¡vamos! ...si tu hermana lleva siglos desbaratando barrigas...
-Una cosa es desbaratar una barriga y otra muy distinta es matar a un muchacho después de que haya escandalizao a lloros a toa la vecindad. Pero a lo que íbamos: Una cosa muy gorda ha tenío que pasar para terminar el romance del cortijo como el rosario la aurora.
-También la criatura -Habló pausada Encarna, sin dejar de mirar bobona y ausente a unas y otras- qué iba a hacer, si la habían preñao a la pobrecilla en esos andurriales sin dejar rastro... ¡las cosas como son!
Josefa, que había permanecido en silencio salvo su arrear al final de cada frase con un mohín resabiado, se levantó resuelta, las manos nervudas a la cadera, y voceó desencajada:
-¡Sois el colmo! ¡Vamos, el acabóse! ...Yo, más bien creo que tós nos hemos vuelto locos... en cuarto creciente el mundo pierde la chola.
La niña de Carmen, Aracelitas, se chupaba el dedo apoyada del costado derecho en una esquina de la calle, la espalda muy curva, como un junco al viento, las caderas huesudas sobresaliendo bajo el vestidillo de percal a flores, las piernas negrillas cayendo disparadas desde las bajeras deshilachadas hasta las chanclas de plástico. Con los ojos arrobados miraba a los niños caer apiñados unos encima de otros... cañaveral atacado por la guadaña del juego. Lamiendo el silencio, con el vaivén de la falda que agitaba con un torpe balanceo de caderas, maquinaba cómo atraerles a una nueva travesura. Un grito desgarrado la sacó de sus oscuras pretensiones:
-¡El pescaero! -El Frito subía la calle en su vieja bicicleta, con la caja del pescado amarrada en el sillín de atrás. Arrebatado y sudoroso, como siempre, bajo la gorrilla mugrienta. En mitad de la calle, asombrado al encontrarla vacía, se apeó parsimonioso y rastreó con la vista las puertas cerradas. Del llanete bajaban en oleadas los gritos de los niños incomprensiblemente presos, sin percatarse de su presencia. Una risa le atacó por sorpresa, le atravesó la panza y en sus entrañas hizo de las suyas hasta dejarle baldado. La madre de Encarna, una viejecilla diminuta y oronda... como una aceituna manzanilla, los ojos vivos y brillantes resaltando en su cara de luna como cabezas de alfiler, le observaba tras el cortinón de lona gris. Al verle rendido sentenció:
-¡Así revientes, maldita-madre! ¡...Mar tiro te den! ¡Mira, mira! ...lo mismo que un cerdo. ¡Ojalá se te pudra tó el pescao!
Aracelitas, recuperada de su distracción, reptó, restregando por la pared sus paletillas enclenques como las de un gatico, hacia donde retozaban Rafaelito y José María. Ya a su lado, juntó los muslos, se chupó el rabillo de la trenza hasta el lazo rojo y les miró descarada:
-¡Anda que no sois sinvergüenzas!
Rafaelito, a caballo sobre José María tumbado boca arriba, arrancó del suelo un puñado de tierra y lo sembró entre las piernas de la niña, mirándola a los ojos con maldad:
-¡Si rechistas, te dejo ciega!
Aracelitas les sacó la lengua impregnada en saliva espumosa, después, simulando indiferencia, se agachó abriendo exageradamente las piernas. José María, tristón, le miraba las bragas perdidas de tierra. Al percatarse, su opresor, hizo amago de cegarle con los dedos embarrados aquella mirada ribeteada de frondosas pestañas negras:
-¿Si vuelves a mirar a esa guarra te arranco la picha!
La niña, radiante por el triunfo, reía enloquecida. Luego, de sopetón, se abalanzó como un torbellino y los tres, hechos una madeja y embadurnados en polvo, rieron perrunos, pesados, ciegos de rabia, de cosquillas, de sudor... hasta que el azar puso frente a Aracelitas los ojos tristes de José María. Igual que en un sueño, aquellos ojos fueron, mucho más grandes y sobrecogedores que la fachada de la Iglesia. La niña, asustada, se deshizo del ovillo para mirar al fondo de la calle deslumbrante donde permanecía solitaria la figura como muerta del pescadero... embelesado con las aldabas relucientes, con los fuertes contrastes del blanco y el verde. La cría se despreocupó de las lágrimas que le corrían por las mejillas sucias, de los niños, del sol, del mundo circundante; su mente se eclipsó en las imágenes soñadas del horrible crimen y su mirada quedó a la intemperie.
Bajo un toldo anaranjado, estampado en su envés con grandes pájaros de plumaje multicolor, el bochorno aquietaba las frondas de las aspidistras en sus altas jardineras. Un arriate en redondel arrancaba de sus bases plagado de geranios, albahaca y dompedros, para remontarse, justo a unos pasos frente a la puerta, en un arco construido por dos jazmines entrelazados en las guías... bajo este arco, muchas tardes de verano y una vez colocada en el vértice de su pechera o, prendida al pelo, la moña de jazmines, la dueña de la casa se quedaba extasiada mirando al infinito.
Ahora, en el centro de la placita de grava, ante un velador adornado con una esparraguera fina sobre la piedra lavada y una jarra de agua con su pañito de encaje, se balanceaban, en dos hermosas mecedoras, Angustias e Isabé, agitando sin parar sus abanicos: negro brillante el de Angustias y primorosamente bordado con un pavo real; el de Isabé estampado de rosas y claveles con doradillos en los bordes... imitando a los mantones de Manila que adornan las gradas en las tardes de toros.
-¡Ay nena -exclamó Angustias- qué agradable es la vida si se sabe aprovechar!
-¡Y que lo digas! -Concluyó Isabé, radiante.
-¡A mí los tontos siempre me han dao por culo...! Mira, sin exagerar... yo huelo a un panoli a kilómetros.
-A mí me dan alergia ¡no te digo más! -Volvió a sentenciar Isabé entre risas.
Angustias, dejando el abanico sobre el velador, asió la jarra y, con mesurada brusquedad, escanció agua en su vaso y el de su amiga. Después, mirando al cielo dijo:
-¡Oye Isabé! ¿sabes lo que te digo? ...A mí los muy hombres sólo me sirven como mulos de carga ¡con eso te lo digo tó! ...Yo soy una señora, como debe ser, y siempre me ha repugnao ese olor a sobaco ¡Tú ya me entiendes!
-¿Qué me vas a decir? ¡Si tienes un marido que vale un Imperio! Yo, cuando chivatilla, creía que ataban a los perros con longanisa y... ¡ya ves...! ¡aquí me tienes! con la vida destrozá por un hombre que, a la más mínima, me torteaba para dejar bien claro que era muy macho. ¡Y es que yo he sío siempre mu tonta! ¡Vamos, a estas alturas me iban a venir con pamplinas! -La alegría se le tornó de súbito en amargura y, antes de continuar entre sollozos, se empapó las lágrimas con un pañolito muy calado y de seda fina que sacó del escote:
-¡Menos mal que se fue a Barcelona y me dejó tranquila!
-¡Para muhé! que vas a coger una berrenchín ¿no te digo lo que hay? ...Ahora no te puedes quejar: te manda dinerito y vives más tranquila que el mundo. ¿A dónde ibas a ir por otra breva? -Dicho esto con sincero sentimiento, ofreciendo con la mirada su alma en bandeja, se chupó un dedo y alzando la pierna recta y escultural, fue dibujándose en la pantorrilla la línea soñada de la costura de la media.
-¡No es que me queje! -Contestó, repentinamente serena, bizca en la lejanía y ajena a las ensoñaciones de su amiga ahora con ojos de circunstancia- Pero me da rabia tó lo que he perdío ¡los años que he pasao! ...sufriendo en silencio. Atemorisá. Sin estar ni un segundo tranquila -Se incorporó erguida, bien plantá y absorta; procurando atrapar algunos de los pensamientos que atolondraban su cerebro. Luego continuó, retrepada de nuevo en la mecedora- ...Pensando en la desgracia de esos hombres, me vino una ventolera a la cabeza: ¿Por qué es a veces Dios tan canalla? Dos hombres tan buenos... ¡y terminar así!
Angustias, el ceño preocupado contrastando con un mohín obsceno en los labios, la pechera trémula y la piel de gallina, esperó para contestar:
-¡Las cosas de la vida! ¡La injusticia del mundo! ¡La locura de los seres humanos! ¡...A lo mejó es mejó así! Yo estoy segura de que les cegó la incertidumbre. Después de haber hecho cualquier tontería ¡al fin y al cabo, lo que les saliera de allí! ...se les saturó la cabeza. ¡Se ahogaban por dentro y salieron hacia el aire, buscando la paz! ...Como cuando estás en un cuarto lleno de humo y buscas desesperá una salida, aunque sea la puerta del Infierno.
La bicicleta, con su rig-rag triste, desapareció como en un sueño, engullida por el tiempo. Los niños fueron perdiéndose en el blanco centelleante y la calle quedó de nuevo vacía y blanca, como un espejismo.
Capítulo segundo
Anastasio mantuvo, en todo el recorrido en tren desde Madrid a Lucena, la vista perdida en la ilusoria pantalla donde se proyectaba un cambiante paisaje: a veces, explanadas gigantescas de viñedos cargados de racimos todavía verdes, otras, como si al adormilarse la vista se impresionara ante un terreno de rastrojos y así permaneciese durante el duermevela, por la ventanilla se deslizaba una alfombra interminable de pelo amarillento. No sólo fue insensible a los múltiples estímulos que el panorama rectangular le provocaba, también se mantuvo hermético ante las miles de historias que el padre relataba al hilo de cualquier accidente del terreno o de algún recuerdo a medida que se acercaban más a la tierra de donde era oriundo; hasta tal punto que el último tramo lo pasó durmiendo con la mejilla apoyada sobre el cristal tibio.
Cuando, en terco silencio, los dos forasteros esperaban el coche de línea, sentados a la sombra en la ancha acera de baldosines y de espaldas a la reja de un solitario café, al de rostro más ajado parecía faltarle el aire -abría y cerraba la boca igual que un guácharo ante el pico repleto de la madre-, mientras el joven dormitaba acodado en la mesa de donde aún no habían retirado las dos tazas del café con leche.
En la acera de enfrente, a pleno sol de mediodía y sobre el blanco de una tapia recién encalada, se escurrían infinitas figuras desdibujadas: quien osara en revelarse como la de un vejete tieso y enlutado, el bastón de mango plateado colgado al brazo, saludó levantando ceremonioso el sombrero negro de alaancha; luego, no sin antes brindar una pícara sonrisa, continuó hacia la sombra con un cojeo estrafalario... recordaba a una cucaracha agonizante que intentara ascender al borde de la tinaja de cal donde cayó por azar. Y de nuevo al blanco inmaculado acudieron dos mujeres poderosas, de vivos ademanes y ropas de colores fortísimos, que al parar en seco ante la tapia -los brazos ahuecados como si les hubiese picado un tábano en los sobacos-, sobre el suelo abandonaron sus canasto de mimbre a rebosar de paquetes de estraza repletos de viandas. Sin miramiento alguno se enfrascaron en una discusión interrumpida tan sólo para mirar, descaradas, a los dos forasteros. Al momento acudió una tercera, aún más vivaracha, que, con ademanes ampulosos, tomó las riendas contagiándose automáticamente del descaro que hacían gala sus amigas al escudriñar a los forasteros en cada tregua de la cháchara.
Cuando las tres mujeres estaban a punto de perder la compostura -dándose codazos, cabeceando como yeguas tordas y carcajeándose hasta de su sombra- quedaron ocultas por un autocar cochambroso. Tras el tremendo quejido de los frenos, por la puerta delantera bajó con dificultad un obeso y pringoso conductor que, manteniendo la sonrisa fría y las cutículas de los párpados entornadas, voceó al frente: "!Venga¡ ...los de Rute y Zambra !que hay prisa¡". Sin justificación alguna soltó una sonora carcajada a la par que se ceñía el cinturón con las dos manos abotagadas, bajo la panza temblona.
Como pájaros de mal agüero las tres mujeres resurgieron ante el autobús, sin canastos. Pálidas y ojerosas desanudaban unos pañolitos blancos donde al parecer escondían dinero. Después, con urgencia clandestina, una a una fue mostrando el billete que caprichosamente había elegido para la adquisición del recibo. Pero el viento levantado por el deportivo que en ese instante cruzaba como un rayo rojo, embistiendo a su paso al conductor del autobús, les arrebañó los tres billetes de entre los dedos provocándoles, también, una mueca de espanto que todavía les perduraba cuando el conductor, agonizante, alcanzó con la yema de los dedos de su mano izquierda -la derecha, descoyuntada, le servía de almohadón- la pierna que el guardabarros del deportivo le había arrancado de cuajo. Hasta ese momento nadie se movió; tampoco los espectadores de las últimas filas donde se hallaban los dos forasteros. En el tiempo que duró la agonía -quizá demasiado larga por la gordura de la víctima- tan sólo el vejete, con el bastón asido por el extremo contrario, hizo ademán de enganchar uno de los zapatos que había salido despedido en el momento del choque; los demás parecían calcinados troncos plantados allí por un escultor demente.
Igual que una manada de camellos -dirigiéndose, repletos de bultos, a un arroyuelo que manara de repente entre las dunas del desierto- unos personajillos de diferente ralea acudieron al siniestro, renqueando: una pareja de casienanos jornaleros; uno regordete y con boina, el otro enjuto y postrado por el peso de la azada al hombro. También diversas mujeres enlutadas -la mayoría empañoladas- que sujetaban con fuerza sus canastos de mimbre llenos de animales vivos. Y Sebastián que, contagiado del impulso, se adelantó con paso elástico y sonrisa muerta...
Anastasio, mientras tanto, esperaba con una mueca fría y pegada a los dientes a que el padre -hierático ante la muchedumbre- se informase de los difíciles pormenores para seguir adelante. Pero milagrosamente surgió un moreno de pelo rebelde y frontín, mirada huidiza y mueca tramposa, que dio unas estruendosas palmadas.
Roto el remolino, la gente se doblegó en hilera hasta alcanzar la puerta delantera del viejo autocar. Allí, el moreno de dedos ágiles, les esperaba contando billetes... de vez en cuando paraba el diestro manejo para trapichear con la mano izquierda -la otra sostenía fuertemente la recolecta- en el bolsillo de atrás y sacudir el correspondiente pie en vilo; esto parecía un repetitivo y estudiado paso de baile para incitar a los viajeros hacia adentro.
Al final de una pendiente torcida, umbrosa y ahoyada, el autocar, que emprendiera su renqueante viaje hacía apenas media hora, despidió su último y cansino suspiro... y la gallinería, que amortiguara en todo el trayecto los comentarios a gritos de los campesinos -cacareando como loca-, quedó un instante en silencio; parecían una almáciga de periscopios de submarinos de guerra, con sus cabecillas asomando vivaces por los agujeros de las cestas de mimbre. Al momento, y sin esperar a que los dos forasteros bajasen, continuaron, aunque más recelosas, prolongando en exceso las primeras notas de su cacareo.
Estático entre las maletas y con sonrisa dormida y mirada hipnótica, Anastasio, a unos pasos del tubo humeante, no torció la cabeza hacia su padre -ya en mitad de un campo recién arado y donde el sol adiamantaba crestas de surcos de bronce- hasta que el autocar no desapareció por la siguiente curva con las curtidas caras de mejillas turgentes apiñadas en el ovalado cristal de atrás. Sin embargo Sebastián, ajeno, gritaba al hijo -firme, las botas brillantes todavía por la caña- si desde allí divisaba la casa. Anastasio, como respuesta, remontó la vista; la mano izquierda a la cintura, la otra aviserada en la frente: en ese instante un pájaro revoloteaba torpe de un olivo a otro, rayando un momento al sol recostado hacia el oeste. Al final de la estela que el pájaro desprendía el muchacho descubrió un caserío inhóspito: en la entrada cuatro troncos formando cuadrado trepaban, retorcidos, para construir un toldo de penachos endebles y enfermos bajo el balcón principal... de barrotes deformes y enmohecidos a los cuales se engarzaban múltiples e inútiles arandelas también carcomidas, a un palmo unas de otras. El pájaro, una paloma blanca y gris, quedó deslumbrado mirando al crepúsculo sobre el alero que había entre el emparrado y una reja desvencijada, recién pintada de verde oscuro.
El padre, al ver en el hijo un atisbo de gusto contemplativo, resopló satisfecho; fijo hacia donde éste miraba. Allí pendían antaño guirnaldas de flores de varios colores que, desde cada tiesto -sujetos por arandelas a los barrotes- surgían, para después enredarse con la yedra frondosa que caía en melena, parra abajo desde el balcón... como si a un pelo espeso y ondulante se prendieran ramilletes de florecillas espinosas. La frente perlada y las oreras asoplilladas le daban a Sebastían un aire místico. Parecía un monje despojado del hábito al fin de un día de trabajo: sus ojos, difusos al fondo de una ilusoria neblina -el sol oculto tras su espalda- chispeaban mendigando del acompañante -frente a la ambarina luz y sobre una piedra cuadrada, a tres palmos del suelo- una exclamación o al menos un gesto de simple aprobación. Pero éste, como respuesta, tan sólo armó el rostro de crueldad vana: helada la perenne sonrisa y las pestañas aleteando como torpes murciélagos.
La tarde pintaba la fachada de amarillo y a brochazos rosados los cristales del ventanal. El aire caliente movía los visillos de encaje y a veces descubría el temblor de un ramo de alhelíes. Anastasio, la escopeta terciada al hombro, miró entre los colores: su cara reflejada se tiñó de blanco y morado. Satisfecho, permaneció un tiempo sin dejar de atisbar entre los destellos hasta que, y tras un tamiz a ganchillo de hojas, pétalos alicaídos y racimos apiñados, surgió una habitación destartalada y triste. A medida que los objetos cobraban nitidez, su ánimo fue decayendo paulatinamente; aunque de forma tan sutil que, al preguntarse, no pudo precisar de dónde y cuándo provenía aquella absurda congoja. A pesar de ello persistía en reconstruir su aplomo... Sin embargo no lo consiguió porque, sin saber cómo, intuía que algo jadeante se aproximaba y que si daba un respingo quizá topara con ello.
El patio recién regado humedecía el bochorno y las corrientes refrigeradas que entraban por las ranuras azotaron la cara de Sebastián produciéndole un escalofrío placentero. De pie entre las maletas, mientras rotaba los hombros al compás de la respiración, fue revisando el pasamanos de la escalera de madera bruñida y su prolongación por el pasillo -a modo de balconada- de la planta alta. Allí, tras los balaustres -de la misma madera torneada-, seguía el espejo... demasiado inclinado... con sus gárgolas infernales acusando siempre a la vanidad. Sin controlar los brazos -péndulos de trapo- corrió a mirarse y, frente a la gran luna, se humedeció dos dedos para alisarse las cejas; después observó ceñudo cómo desde otro tiempo su figura lacertosa, rejuvenecida y moteada con alas de mosca -esas arabescas formas que el tiempo va incrustrando entre la plata del espejo-, le observaba con una mirada fantasmal.
Anastasio en aspa, apuntalando así las cuatro esquinas de la entrada, vigilaba sonriente y con ojos de diablo impostor cada uno de los movimientos del padre reflejados en el espejo. Este, al percatarse, se turbó -poseído por diversas sensaciones: miedos y vergüenzas entrelazados a modo de rodete- y a trompicones se dirigió escalera abajo. Pero en el último peldaño se irguió y su porte de campesino de buena casta -pulido por las maneras cosmopolitas de la capital- resurgió con brío:
-!Antes de anochecer tenemos que colocar el equipaje!
Las palabras de Sebastián retumbaron enérgicas mientras se aproximaba con paso firme y pausado. Sin embargo al hijo, que permanecía inmóvil, le pareció una frase aprendida... con el tono cuidadosamente estudiado para un momento cumbre. Por consiguiente él, tras una pausa bien calculada, contestó igualmente seguro:
-Toda la casa está impecable. Presenta debió salir escasos momentos antes de nuestra llegada ¿verdad...?
...Y descompuso su estrambótica postura. Primero abandonando los brazos... como si los clavos imaginarios, que lo sujetaran a las esquinas superiores de la entrada, se hubiesen vencido por el peso y las muñecas se desplomasen hacia adelante violentamente... dando dos palmadas sincronizadas sobre los muslos tensos. No obstante los pies se mantuvieron un momento firmes contra las esquinas inferiores del marco de la puerta.
Capítulo tercero
En la primera noche, sentado a la mesa bajo el ventanal del cuerpo_casa, Sebastián, pulcramente aseado -el pelo húmedo alisado con tirantez- arrugaba cuartillas para estamparlas violentamente en el cristal de la ventana entornada. Un folio se mantenía a salvo, sobre el barniz pegajoso, en el extremo izquierdo más cerca a la calle y donde un haz de brisa provocaba su aleteo armónico. La escritura azul apenas se entendía debido a los abigarrados renglones y tachaduras en rojo y verde. Y sin embargo él la miraba; a veces como a un lienzo anónimo; otras como a un pájaro agonizando en una trampa; y otras como a una langosta que se estremeciera en la olla. Luego, aparentemente absorto, seguía en su afanosa tarea: sacar punta al lápiz que tan sólo utilizaba para emborronar las cuartillas condenadas al exterminio, desdoblar un inmaculado pañuelo que extraía de uno de los bolsillos traseros del pantalón y abrillantar con él las gafas de sol que, previamente, sacaba del cajoncito de la izquierda. También, aunque de manera más esporádica, con el índice manchado de azul se hurgaba en la nariz aguileña. Mientras tanto se iba esparciendo, en oleadas, cada melodía que brotaba de la vieja radio... y con ella -trenzados con las cintas de luz que despiden las lámparas- aromas dulces de alhelíes, de estiércol húmedo, del perfume empalagoso del hijo... que inconscientemente dejaba sonar las tachuelas de sus botas oculto en la densa oscuridad.
Entre frondas, de camino hacia la ventana, Anastasio observaba cómo se las componía el padre para espiar -fuera del cono de luz que le bañaba- la identidad de cualquier objeto que se precipitase en la noche... cómo, y a pesar de su concentración en la escritura, aún se sobresaltaba: parecía, más que sumergido en la poesía, al acecho de un presentimiento... Y puesto que aún no era objeto de sus miradas -ya bajo la parra, los pies fijos al empedrado tibio y el cuello del Lacoste blanco subido-, hasta podía afirmar que dicho presentimiento no era si no la incertidumbre de que él -su hijo- pudiera desaparecer en cualquier momento sin dejar siquiera una pista. Cuando tuvo necesidad de fumar, no se acercó derecho a la reja sino que merodeó regodeándose: con los puños en los bolsillos del pantalón ajustado y cierta armonía silbando al compás de las tristes notas radiofónicas. Pero al ser consciente de su falta de caridad sintió lástima:
-¿Me acercas un pitillo...?
Lanzada la pregunta a bocajarro, empujó con brío la ventana produciendo un estruendo. Sebastián, distraído en sus papeles, reflejaba un profundo cansancio que trató de simular con tímidas sonrisas y las cejas arqueadas. Pero de repente quedó dubitativo y, como quien anhela un tesoro y mágicamente éste florece ante sus narices, sacó un cigarro de la cajetilla que tenía delante. Tras grandes carcajadas y una mueca aviesa, se lo ofreció al hijo por los barrotes. Éste, apenas pudo responder con una mueca irónica al morderse el labio inferior; por la comisura pidió fuego afectadamente... guiñando el ojo izquierdo al exhalar.
Sebastián atisbó cada detalle mientras intentaba formular algo adecuado; no obstante dejó marchar al hijo. Al menos así lo contemplaría mientras recorriera el cerco que proyectaba el farol de la entrada... remontando anillos de humo en la noche. Anastasio continuó hacia la oscuridad aunque confuso al notar una mirada pegada a la nuca. Ya bajo el nogal, miró de soslayo para comprobar si, oculto entre las hojas, aún lo espiaba el padre. Pero nada lo disuadía; más bien, cada sospecha acrecentaba el ritmo con que distraídamente se palpaba los músculos del pecho, premeditadamente tensos. Este ritual voluptuoso -según palabras de la madre- lo realizaba como terapia a sus repentinos y caprichosos ataques de cólera: comenzaba con la palma de las manos, muy lentamente, a frotarse el torso, luego los muslos, bíceps... hasta conseguir sedarse. Y si aún no era suficiente practicaba algún ejercicio gimnástico duro o alguna proeza... o extravagancia.
"El rayo de luz, parcialmente atenuado por el cedazo de tela metálica que revestía la ventana, dañaba la cabeza aleonada del recluso, postrado ante unos folios en blanco. Con ademán reflexivo levantaba y agachaba el rostro buscando algo; y en las pausas torcía, de un lado a otro, sus inmensos ojos negros a la par que sus labios carnosos se crispaban" Sebastián, al releer el párrafo y descubrir el parecido del protagonista con su hijo, arrugó la cuartilla; rabioso y con buen tino la introdujo entre dos barrotes. Este gorullo de papel sonó calcáreo al tropezar contra el rostro, repentinamente presente, de Anastasio. El padre lanzó un gruñido y tras él -para remediarlo- las manos... que al chocar aparatosamente con los barrotes regresaron desoladas y temblorosas; luego, hecho un fardo, se abandonó sobre el sillón con la vista hacia el infinito.
Anastasio, con gesto insulso aunque le afloraran ciertos matices de crueldad por ojos y comisuras, prorrumpió en el silencio:
-¡Si vas a observar hasta el mínimo ademán, mañana mismo me marcho!
Lanzadas de correndilla las mimosas palabras y después de tragar saliva, se le oscureció la faz..., como al niño que tras soltar la lección -después de horas y horas machacando para no flaquear en punto ni coma- la madre, aparentemente distraída y con voz soñolienta, le preguntara: hijo..., ¿pero qué es lo que quieres?
En un buen rato ninguno de los oponentes pudo mediar palabra, sólo se oyó al fin rechinar de dientes del chico a medida que reculaba fundiéndose en la noche... como si la puerta mohosa de un solitario caserío se hubiese cerrado.
Sebastián, absorto en la intensa oscuridad de afuera, donde emanaban -reptando igual que víboras de cáñamo- un sinfín de dolores, dudas, quimeras... que pretendieran amarrarle para una inminente ejecución, se obstinó en recoger y ordenar la mesa. Concluida la tarea y espantadas también las imágenes, le sobrevino un miedo infinito acompañado de mareo; hasta tal punto que sus acordes movimientos se dislocaron. Entonces se abalanzó escaleras arriba hacia su cuarto, sin darle tiempo a notar que la radio chillaba y las ventanas quedaban abiertas.
Ya en la cama, la cabeza reclinada en el respaldo y fuertemente abrazado a sus piernas flexionadas junto al pecho... la mirada en el ondular de unos visillos misteriosamente iluminados por el resplandor que brota de la noche, se preguntaba el porqué del mutismo del hijo; siempre eclipsado... absorto en las musarañas. ¿Qué pensará cuando su rostro, con un sutil meneo de cejas, se vuelve sombrío como el del setter? ...y sin embargo, al pestañear, reaparece esa sonrisa bobalicona, expuesta a ojos rapaces que ansían la inocencia...
El hálito de viento provocado por el aleteo sordo de un ave nocturna dispersó sus pensamientos y tras ellos los objetos..., sólo iluminados como soporte a las reflexiones. Al instante un leve escalofrío le recorrió la espalda y lo empujó a tal incertidumbre que hasta llegó a temer que la densa oscuridad inventada se extendiese infinita e ineludiblemente a través de paredes, de árboles..., incluso se filtrase en la fauna marina. A las puertas ya de la locura oyó un endeble chasquido de madera, como si hubiesen aplastado un cangrejo. De un salto se sentó en la cama y mientras con la mano derecha palpaba la mesilla en busca del mechero, con la izquierda, a modo de mascarilla borlada por el cigarro -que a su paso arrancó de bajo la almohada-, se apretaba la boca; hasta que el filtro rozó sus ansiosos labios y a su lengua, en punta, se adhirió el circulito secante de la boquilla... De suerte que vino el fogonazo a espantar a las tinieblas, porque se hubiese dañado la nariz y jamás hubiera visto cómo rayaba el alba, cómo cada objeto resurgía trémulo, turbio..., tamizado por un duermevela veraniego.
Capítulo cuarto
Anastasio, despatarrado, contempló cómo la luz clara del alba, que nimbaba las copas de los álamos en la otra orilla del río, al filtrarse entre los visillos de encaje tejía una red difusa y complicada... telaraña que lo aprisionaba contra el lecho igual que al lagarto, en su oscuro escondrijo, un sol inesperado y primaveral. Pero la necesidad de despojarse del sueño... o tal vez impulsos incondicionados lo arrastraron a saltar de la cama e ir a acodarse en los floreados y fríos azulejos del alféizar. Allí aguzó el oído con ansia; necesitaba escuchar la risa cantarina que ríos y arroyos derrochan gratuitamente cada día para animar el sobrecogedor despertar de los pájaros. Mientras tanto percibía en torno a la cabeza un aire en remolino -de abanico- que le barría los despojos amargos y, por fin, cómo la primera mañana en el campo nacía limpia y trasparente. Ahora, asolazado, podía recorrer con la vista la estela que la paloma blanca y gris dibujaba entre los árboles; aunque pronto se disipó el liviano placer ya que, al divisar una rosaleda cuajada de ramilletes anaranjados, desgraciadamente un recuerdo -abortado cuando sucedió- acudía superponiéndose al deslumbrante panorama: el día en que acompañó a su madre a casa de unos antiguos amigos y el hijo de estos mohíno y de recluta -acababa de regresar del Cerro Muriano donde, según sus propios comentarios, se reengancharía transcurrido el período de Mili- le arrastró, con movimientos armónicos y una escopeta de perdigones sobre el hombro, a una rosaleda sembrada de capullos esbeltos. Allí el achulado recluta, entre grandes carcajadas, le fue adiestrando en el viril manejo del arma; una vez que le tumbara de un empellón en una barricada. Pero ahora, sin poder evitarlo, renacían las imágenes de las rosas muertas saltando por los aires. Y se preguntó: "¿por qué aún perduran vivas las manchas que como gotas de sangre se esparcían entonces sobre los rastrojos dorados; es más, y después del tiempo por qué aún achicharran mi pecho igual que gotas de estaño hirviendo? A pesas de la estridencia e igual que se desprenden las hojas lacias y otoñales de una corteza rugosa, también se fueron despegando estos recuerdos de la tela de su pensamiento. Mas cuando parecía tranquilo un nuevo arrebato volvía a anidar en sus entrañas. Nervioso intentó aplacarlo; y con furia aplastar el sexo empalmado y caliente contra los helados azulejos. Pero la respiración se aceleraba y todo él ardía tembloroso, invadido por el fuego del infierno; se palpaba con tal histerismo y enajenación que no pudo oír siquiera chirriar la puerta.
Aquella mañana el padre pretendía despertarle con susurros melodiosos..., musitarle palabras azucaradas y esponjosas, pero al ver tamaño espectáculo no dudó en embozarse la boca con una mano -la otra aún se aferraba al pomo de la puerta- para que los improperios salieran amortiguados entre los dedos. Luego, aparentemente sobrio, la mirada rectilínea y la cabeza ladeada, salió del cuarto cerrando la puerta tras de sí..., como quien deja a alguien durmiendo. Aún sin respirar miró ávidamente al espejo, pero se interpuso una alambicada muralla de destellos e hilos dorados. Contrariado torció hacia la escalera con trazas de tirarse de cabeza; sin embargo bajó ceremonioso; haciendo rechinar la palma de su mano contra la balaustrada.
El hijo, invadido por un no sé qué -como si un enemigo al verle vencido pretendiera atravesarle el corazón con una lanza amolada y brillante-, trataba, nervioso, de limpiarse el semen esparcido por el vientre. Conformó su habitual y envarada postura... órdenes que siempre parecía acatar de una autoridad invisible; irracional disciplina para que ningún ademán o gesto resultasen ligeros. Y antes de salir se enfundó los vaqueros, el Lacoste... y sumergió unos instantes la cabeza en el agua quieta de la palangana.
Sebastián, la tez sutilmente enrojecida por el resplandor de su impecable camisa color cereza y henchido del aroma de un lilo solitario que florecía en la pendiente, esperaba junto a una mesa cubierta de manteles a cuadros azules y blancos y unos tazones a tono. Al levantar la mirada -ya vertido el café- vio aparecer a Anastasio con la culpa ya expiada.
Éste, antes de preguntar, quebró el silencio con su habitual sonrisa carente de intención:
-¿Cuándo se ha marchado Presenta?- Un mohín concupiscente se dibujó en sus labios todavía radiantes; inmediatamente se desvaneció el fulgor.
Al apartar la mirada del bullir de las hojas mecidas por la brisa, a Sebastián le voló la arrogancia y sonrió jovialmente: milagrosamente se había liberado de la pena que hasta entonces le constreñía. Olvidados los primeros roces, en su pecho fue anidando la esperanza de que su hijo y él podrían conversar sin tiranteces... y más mientras contemplaban panoramas tan armoniosos y sugerentes.
-!Esta mujer es el colmo de la discreción¡ Cuando me levanté toda la casa, menos las habitaciones donde dormíamos, relucía como el jaspe.
Sebastián hizo una pausa entretanto seguía con la mirada al hijo que no acababa de sentarse. Tras él pudo contemplar, en el centro del flanco izquierdo de la fachada empavonada como el carete, cómo sobre el cañón de la escopeta que había reclinada en una silla pintada de negro, se posaba la paloma y cómo ésta se prendaba del entorno; y aun volver a inspeccionar, con ojos críticos, el cañón de dicha escopeta y que él mismo -al alba, sentado en la misma silla, la sonrisa mecánica a cada ir y venir de Presenta con el cubo de agua sucia...-, estuvo abrillantando; según el manual de caza donde litografías a plumilla, con todo lujo de detalles, servían de refuerzo a cada explicación. Después, aunque sobrecogido por la estampa y sus propias reflexiones, pudo continuar:
-...Mientras te aseabas, la casa se acorazaba para el calor con la magia pueblerina: las persianas bajadas, el patio regado y entornadas puertas, ventanas... -con cada palabra se le acrecentaba la zozobra- ...y no sólo eso, por suerte, antes de rayar el día, en la loma de enfrente cortaron cebada... -aspiró profundamente- ...Comprobarás que todo se impregnó de ese aroma peculiar que tanto estimula las glándulas salivares... como la buena presentación gastronómica.
Cuando ya las moscas apuraban los últimos posos de café, unas olas de aire seco se acercaron hasta la mesa a sumarse moribundas al silencio y quietud de aquellas dos figuras de cera; olvidadas en un decorado natural, pero donde un Dios excéntrico pretendía que mantuvieran una identidad convencional.
Anastasio, al pedir fuego con osadía, asustó al padre, distraído con los sonidos estridentes de la cacería imaginaria que retumbaba en su cabeza:
-!Eh¡ -y blandió la mano cerca de su mentón. Sebastián, antes de contestar, con rapidez de presa miró al cesto de fruta ya vacío:
-¿Decías algo? -Tras el añil de la taza, suspendida en el aire, unos ojos frescos lo interrogaban. Sin embargo, desdeñó la trampa y continuó hablando:
-!Anastasio¡ ¿por qué eres tan ansioso? ...aquí no hay prisa. Entre el día y la noche no debe existir linde. Pretendo vivir este tiempo de manera plácida, sin carreras... !Ya vives en Madrid contra reloj... y tu madre¡ -y soltó una carcajada teatral que se fue esparciendo sobre el campo vacío.
Como respuesta las orejas de Anastasio adquirieron el color de las cerezas maduras; luego, encabritado, tuvo que ahogar el deseo de coger la taza y lanzársela al padre a la cara. Antes de hablar se fue apaciguando sujeto al borde de la mesa:
-Me prometiste no mentar a mi madre... ¿qué me importan vuestras antiguas peleas? ¿acaso no estoy como loco de veros separados? -Después de un rítmico resuello, que le provocó el llanto, frunció el ceño mirando al cielo. Sebastián, que hasta el momento simulaba indiferencia, sin mirarle comenzó la resplandina:
-!No te entiendo¡ Eres terco, injusto... -tragó saliva para atenuar la ira- ...lo de tu madre fue lo más importante que me ocurrió; aunque haya naufragado. Debes entender esto: el centro de una vida no se puede destruir así... -con la mano izquierda hizo sonar los pitos y, con estudiada chulería, guiñó el ojo a la par que sus labios construían una mueca irónica- ...sería un avefría sin sentimientos si no necesitara evocar a tu madre. Aunque lo intentaré. Sí, lo intentaré... -lo repitió obstinadamente, con las cejas alzadas, hasta conseguir que los ojos se le humedecieran. Después dejó vagar la mirada unos instantes, impertérrito- ...para lo bueno y para lo malo. Pero antes quiero desahogar esta pena que me atenaza la garganta, como si un diablo quisiera cortarme el cuello con grandes tijeras desafiladas... -la última frase parecía lanzada para sepultar algo, en cambio a Anastasio lo tranquilizó- Tu madre ha roto mis impulsos, ha infundido miedo a mis actos con su forma solapada de dirigirse. Ella que sólo me consideraba a mí (según sus palabras) no apartaba la vista de una mosca que se cruzara: aquella forma especial de eclipsar los ojos... Se prendaba de lo que yo carecía ¡humillándome! ¿entiendes? Sin aparente intención, pero humillándome; haciendo de menos mi persona -al pararse en seco, compungió el gesto para después seguir con voz gangosa- Me obsesionó de tal manera que he pasado la vida ocultándome; envidiando formas y dimensiones... !como un disminuido¡ Tan experta, fue quien me acarreó estos miedos que no salen ahora ni con escoplo -su pecho se agitó violentamente bajo la camisa y su mirada, aún más, tras el vuelo de la paloma que al fin se posaba en el tejado. A gritos continuó- ...Tu madre se asombra cuando se la insinúa que va provocando. Dice que jamás mira; pero yo la vigilaba y, bajo la apariencia de despiste, escondía deseos impuros... ¡y eso lo notan hasta los tontos! -Mientras trataba de serenarse escrutó los labios trémulos del hijo para preguntar después- ¿Te parezco injusto, cobarde...? Quizá lo sea, quizá aquel ansia fuera simplemente la revancha o también...
-Lo que pareces es anormal -impelió Anastasio- Primero la ensalzas aduciendo que es lo más importante de tu pasado; luego que fue quien te jodió. Pero la engañabas sin saber si ella te ponía los cuernos ¿sólo por despecho..., por miedo? -De un impulso quedó de pie; arrogante como una estatua en su pedestal.
Sebastián, mientras veía cómo aquella figura escultórica se manoseaba osadamente la bragueta, apostilló fuera de sí:
-¿Qué tiene que ver una cosa con otras? !no sabes lo que dices¡ ...Yo esperaba que me quisieran más que a nadie. Ser su Dios. Sí, su dueño..., ¿a caso no me educaron para ello... desde la infancia no anhelé el amor más sublime? Y... !deja de hurgarte como si fueras... eso, un chulo de billar¡
Anastasio se desplomó de nuevo en la silla; la última ráfaga había hecho impacto. Pero, viendo que de nada servía tal sumisión, con descaro alargó la mano para alcanzar la cajetilla. Un destello de sol ocultó entonces la mueca cruel con que encendía el cigarro y también el giro brusco de sus ojos hacia la silla negra, ya vacía. Advertido el juego, a Sebastián le brotó la cólera de sus labios palpitantes:
-Me parece estúpido que necesites, con artimañas tontas, justificar la conducta de esta mañana ¡Todo el mundo se la menea...! -con la vista baja Anastasio construía crispados ademanes, mientras la voz de Sebastián se iba apagando como la llama de un candil escaso de aceite- A tu edad la sangre bulle y, casi siempre, desemboca en esa incesante ansiedad... en ese incontrolable deseo de autoherirse, de mutilarse uno mismo esperando cese el vértigo... -y ladeó la cabeza para no ver aquellos ojos desmesurados, asustados, infantiles... Ahora que el rostro del hijo adquiría humanidad se preguntó si la comedia que representaba con tanta altivez, no era desmedida. Pero de nuevo recapacitaba: "Mira con falacia. Bajo la apariencia melancólica amasa sentimientos deformes, dañinos... Y, desde que no levanta dos palmos, tras la inocencia oculta un inconfesable misterio que su madre ampara y defiende con astucia: ¡Sebastián! este niño me preocupa; siempre está triste. Se pasa los días con la mirada perdida"
Anastasio, arrellanado en el asiento, la cabeza tronchada sobre el respaldo, las piernas abiertas, los brazos vencidos sobre el vientre... esperaba temeroso la resolución de aquella tirante situación: ¿cuándo dejaría el padre de convertir en continua escaramuza la paz que le prometió en este yermo?
Mas Sebastián, que sigilosamente se había lanzado alrededor del hijo -con pasos lentos y solapados por los abrojos que florecían entre las piedras-, también se preguntaba... dudaba... -con ademanes más reflexivos a medida que iba hablando- ...y, entre aquel revoltijo de fugaces palabras, buscaba formas o propuestas embelensantes para, al menos, enderezar alguna de las que reptaban hacia la punta de su lengua. Sin embargo éstas, asustadas al no encontrar la raja apropiada para escapar, se revolvían contra ellas mismas y se mutilaban.
Quizá el último céfiro de la mañana -ya el sol vigilaba desde el cenit- ondulaba levemente el mantel y esparcía el humo que Anastasio -de frente, los labios trémulos..., como arrebatados por la fiebre- exhalaba con deleite mientras observaba al padre alejarse cabizbajo: mosca que al degustar el dulce veneno rosa aletea y cada vez más lentamente se arrastra en espiral hacia la muerte.
Tras pasar el umbral, el cortinón y la espesa penumbra que hasta difuminaba las paredes, Sebastián se expuso al baño de polvo cobrizo que emanaba de un boquete del postigo de la ventana. Asustado quiso eliminarlo entreabriendo aún más dicha ventana. Ahora, al mirar en derredor, la sangre palpitándole en las sienes, descubrió que el rayado -listas brillantes de exacta geometría-, al mínimo balanceo de las persianas, pululaba fantástico manchando cada rincón. Los muebles, tras los brochazos de luz, se revelaban diferentes y su antigüedad, por encanto, se transformaba ora valiosísima ora carcomida y vieja. El mareo, que dio al traste con su altivez simuladamente firme hasta la puerta, le evitó aun ver al hijo que, de espaldas a su retirada, se había mantenido quieto, con risueña serenidad, clavado en la silla expuesta totalmente al sol..., los pensamientos -juzgó- dispuestos en el orden de su conciencia casi plana.
Con los brazos pendulando sin armonía junto a la costura del pantalón, Sebastián se pudo acercar a la mecedora de olivo. Al menos allí, vencido sobre el respaldo, podría adormilarse... y acallar así la confusión que lo embargaba, a cada instante más vertiginosa: veía que el decorado, tras aquella red imprecisa, se alejaba sin remedio hacia el pasado; un pasado con reminiscencias del presente. De súbito, la brisa cesó y el entorno quedó petrificado: ante la ventana principal, la mesa soportaba un jarrón de cobre con flores como de papel; junto a la pared contigua, una fila de sillas torneadas, con asientos de anea fresca y, entre ellas, una jardinera que también soportaba una esparraguera fina; por último y tras la misma esparraguera alcanzó a descubrir la siniestra fotografía de sus padres... que, entre nubes fatuas, le decían adiós. Entonces le acudió al pecho un sinfín de congojas y aderezos... adecuados todos para una inminente pesadilla; a la par que desaparecían uno a uno los objetos que anduvo palpando con la mirada. También se filtró el zumbido macabro de una tormenta lejana.
Capítulo quinto
Sebastián, acodado sobre los hierros calientes del balcón, desafiaba los destellos que las hojas consentían al moverse por el bochorno del atardecer. A la derecha, el sol se inclinaba creciente y cobrizo. También la sombra gigante del nogal, que hermoseaba junto al rellano empedrado -si miramos hacia la izquierda-, se esparcía ennegreciendo las piedras, la parra, la pared blanca... Medio deslumbrado, pero soñador, pudo, entre la algarabía, distinguir el trinar histérico que, tras el tupido frente, formaban las golondrinas al romper los irisados remolinos de insectos. Quizá alguna temeraria -pensó- se remonte ahora hasta quedar atrapada en el vacío; después, plegando sus alas -pirueta de trapecista en el momento cumbre-, se desplomará desafiante, hendiendo la bruma cobriza. De improviso, los jubilosos juegos dieron paso a unos gritos tan agudos y desgarradores como los de la chiquillería que, en los circos, siempre acompañan al redoble dramático del tambor: ese momento mágico cuando el gimnasta, con su inimitable salto mortal, intenta el más difícil todavía. A continuación un silencio sobrecogedor fue cubriendo la inmensa planicie; mientras tanto los márgenes se alejaban más allá del campo visual, donde brotaba un polvo lívido que, a la velocidad del pensamiento, venía manchando las copas del olivar, despojando al aire de sustancias gaseosas... Entonces se preguntó, por qué los arabescos del crepúsculo o aquellas veleidades que el instinto selecciona, desde niño -empinado ante la ventana para aspirar mejor su fragancia-, perduran aprisionándole el pecho... hasta creer que su gaznate se obstruye por exceso de felicidad o, al contrario, por una pena inexplicable. Por qué la madurez no había talado su desmesurada sensiblería; como la de aquellas gentes curtidas y sobrias, capaces de cruzar una ciénaga y salir sin apenas mancharse la suela de los zapatos. Repentinamente, de la penumbra trémula y azul -fruto de las lágrimas- surgió una silueta de aire juvenil que, al acercarse, fue adquiriendo la consistencia y fisonomía del hijo; pero cuando ésta parecía tangible -flotando, a un palmo en la actitud confidencial de los arcángeles- se desvaneció, no sin antes dejar una estela rosácea, dulce y perfumada. El pertinaz zureo de las palomas sobre el caballete del tejado, siempre tercas en el sorteo del cobijo nocturno, no sólo despejó el laberinto de su mente, también lo alertó de la ausencia real y tan prolongada de Anastasio. Quizá para evitar alucinaciones dudosamente psicopáticas se aventuró, impertérrito, a rastrear rincón por rincón la casa entera. No obstante, siempre que al franquear una habitación daba al interruptor, temía que surgiese espontáneamente la risa del hijo, exponiendo así su oculta preocupación.
Empapado sobre la arena y junto a la orilla del río que hay a la espalda de la casa, Anastasio, mientras rotaba la cabeza, aun aguzaba el oído en busca del irremediable fragor que el alud de argamasa, construido a ciegas, produciría al reventar... así, en actitud tan tensa, aprovechaba para mear y, si era posible, evitaba también el bajar la guardia autoimpuesta caprichosamente para reprimir impulsos reconciliadores. Pero el miedo repentino a que el padre viniera al encuentro derrumbó su infantil concentración y, a grandes zancadas, fue hasta el nogal hollando la ladera ascendente de tierra escarbada.
Sebastián, exhausto por el veloz recorrido hasta en los pajares, ya en el rellano y junto a un velador enmohecido, esperaba a que, al menos, algún ruido delatase la existencia del hijo. Aunque, entre fino y fino, le dio por pensar que podría éste -con la típica ventolera adolescente- haberse lanzado campo a través. Con el vaso en vilo y la luz del farol apenas perceptible -pues aún lucía la violácea del anochecer- se le filtró repentinamente la viva imagen de antaño, cuando su padre, con la blusa inmaculada y arremangada al codo, se extasiaba ante las bandadas de milanos, en aquellas tardes interminables de primavera; también, y ayudado por los efluvios del alcohol, hasta escuchó el repiqueteo monótono de sus callosos dedos sobre la garrafilla de cristal esmeralda.
Sebastián advertía cada vez más desatino en su propio trapicheo de verter líquido; no obstante, sí podía descubrir que tampoco eran estos recuerdos apropiados para paladear, sino otros... ¿pero qué otros, si en lo más recóndito de su alma sólo existía incertidumbre? Mirando al cielo no le quedó más alternativa que conformarse en degustar el vaho que persiste tras un buen trago de vino... Pero, en éstas, un bufido crispado y una insistente pregunta escaparon de sus labios temblorosos: por qué cuando pretendía, con aparente buen juicio, impartir clases de educación al hijo, su ánimo se teñía de amargura delatándose así la intolerancia que le profesaba..., y sin embargo aún albergaba la esperanza -como en horas antes en la mecedora- de que, en cualquier momento, éste se acercaría a pedir perdón; tal vez el mismo perdón que codiciaba él desde el día funesto en que abandonó la casa familiar para no volver jamás... o ¡sabe Dios cuál!. Por último acudió el recuerdo de aquella treta antigua de atraer al hijo con artimañas de consumo... Sufrió un fuerte escalofrío. De súbito, como si lo hubiesen enchufado a la corriente, se levantó... temeroso de sucumbir de nuevo a la consabida depresión... y esta vez simplemente ¡por evocar con ligereza inconsistentes recuerdos! Entonces, con el vaso cerca de la nariz, miró al frente; intentando que el agrio aroma que despide el fino diluyese hasta la mínima amenaza espectral.
La mortecina luz del farol alcanzaba a lustrar las gotas que el relente nocturno mantenía adheridas al torso de Anastasio... igual que luciérnagas bulliciosas esperando levantar el vuelo. Desde allí, entre las hojas de nogal, éste atisbaba el panorama, y se preguntaba: cómo su padre, después de una mueca agria, recomponía el rostro... y se erguía tanto en la mecedora, con los párpados entornados, el gesto enjuto, quieto..., quizá alterado al acercarse con energía el vaso hasta el borde de vino. También, todo el conjunto le recordaba a un cuadro romántico, de colores viejos y sombras armónicas, donde la figura -centro de atención- a través de la exacta postura irradiaba un estado de embriaguez, de singular locura... que temió como de mal augurio. Sin embargo acto seguido se expuso, fuera ya del escondrijo, a la mirada de Sebastián.
Éste, al percatarse de la presencia del hijo, de una patada mandó al traste el velador, la botella, el vaso y una cajetilla de tabaco negro. Después, suplicante, los brazos extendidos, y mientras voceaba nombres propios, pero no identificables, cayó de bruces ante los pies del velador. Allí, con ojos de cachorro rabioso y consciente de su torpeza, sufría tanto que se creía atrapado como el conejo que intentara, mientras en las alturas planea un halcón, desprenderse de un zarzal... o una hormiga cargada con su grano de trigo, ante el choclo amenazante de un jornalero...
-¿Te has mareado?
La voz bajó de los cielos anónima y, tras ella, el rostro difuso de Anastasio con la boca entreabierta. Sebastián, mientras, tumbado sobre los cristales rotos y entre las piernas del hijo, a duras penas componía su figura; con movimientos lentos iba apoyando los codos en el empedrado hasta mantenerse a cuatro patas; en otro intento logró, al fin, enderezarse, pero aún con los pantalones empolvados sujetos sólo por una mano epiléptica; con la otra, igualmente temblona, trataba de desprenderse las telarañas de los ojos. Luego, desolado le tendió al hijo la misma mano impregnada en lágrimas:
-¡Ya ves...! no estoy muy acostumbrado a beber fuerte. Siempre que lo intento termino de mala manera... Pero quiero que sepas, ¡no se me vaya a olvidar!, una cosa muy importante: esta tarde me has preocupado. Sí, ¡no te sonrías! Esta noche me has jugado una buena... Perdona, yo también he perdido aparentemente los estribos...; bueno, ¡si sólo fuera aparentemente...! ¡Anastasio! yo no soy honrado; nunca lo fui, ni siquiera con tu madre ¿Entiendes lo que quiero decir? Siempre envidié de ella la manera de camelar al más pintado..., -la baba y la sonrisa se desbordaban a la vez que las palabras- ...pero como el buen actor yo imponía el método. A bocajarro lanzaba mis dagas impregnadas de celos y también de extractos afrodisíacos; para que el elegido por ella se confundiese al contemplar un espectáculo tan extravagante... ¿y sabes por qué? tenía miedo de que la embaucaran en mi presencia..., sentirme un pelele... -con la mano epiléptica se dio un pellizco en la bragueta- Ahora, no quiero seguir hablando; no tengo seguridad ni en lo que digo ni lo que posteriormente tú entiendas. Y ¿sabes una cosa? a veces me desconciertas. Figúrate, a tu padre. Pero me desconciertas... ¡perdona si te he molestado! ...También existe una realidad que nadie puede desbancar: tú, como ocurre siempre, te pareces a mí, a tu padre... y todo está concluido.
Entretanto Sebastián daba pasitos muy lentos, intentando ajustarse el pantalón a la cintura -la cabeza gacha y en silencio-, Anastasio, inmóvil como estatua metálica a la que un farol abrillantara las partes aún no atacadas por el óxido, no pudo impedir que a esta figura desbaratada se le cayesen los pantalones, ni verla después alejarse con ellos trabándole los tobillos... como un animal enajenado y zumbón.
Una vez solo, aunque notase aún el lastre de unos ojos prendidos a su espalda, Anastasio arqueó las cejas, forzó una sonrisa y comenzó mesurosamente a recoger los trozos de vidrio esparcidos por el suelo. Un olor agridulce le fue cegando sin apenas darse cuenta: el vino mezclado con el polvo todavía caliente formaba un vaho que se adhería a la superficie como niebla matutina sobre un cenagal. Se levantó con dificultad, bamboleante y, a duras penas, pudo desplomarse, a unos pasos, en la mecedora. Dos farolillos minúsculos se mantuvieron un instante frente a sus párpados entornados, y un pitido agudo vino y se alejó después; aunque dejando en el ambiente algo que recordaba el silbato de un fauno... ¿o la flauta de un sátiro? Luego empezó a notar que los sonidos, aunque débiles, formaban una muralla cada vez más alta, pero que a ésta, de apariencia infranqueable, sencillamente la cruzaban unos recuerdos que ni él mismo reconocía. También del ruedo soñado -construido por dicha muralla- surgió una imagen estilizada... de la cual, mientras danzaba fuera de sí, brotaba un fulgor rojizo y candente.
Al abrir los ojos, todo había cambiado: la inminente aurora perfilaba contornos, estrellaba el rocío... y en el cielo los escasos astros escapaban raudos tras una brisa fresca y limpia. De pie, levantó los brazos hasta conseguir que se enlazaran sobre su cabeza; luego, al torcer el cuello, descubrió un ligero dolor que le latigaba la espalda al mínimo movimiento... y aun le ahuyentaba los últimos resquicios del sueño: una extraña pesadilla de la que brotaba un amargor, pero que huía caprichosamente. No del todo sobrio se sentó, de nuevo ante el horizonte de marcados contornos: ¡Deseaba sentirse tan pletórico en este amanecer, ahora cristalizado...! ¡Encontrar un elixir que exterminase el resquemor persistente de su pecho! Pero como las olas acercan a la playa los desperdicios dejándolos sobre la arena blanca, así las huidizas formas del sueño eran arrastradas hacia la luz desde el interior. Al fin pudo apresar el retazo de una de ellas en la rebaba: sobre la base de un triángulo -en vertical y suspendido en el espacio por la paloma blanca y gris- se congeló un rostro pacífico, aunque con cierto parecido a Sebastián. Entonces Anastasio, deslumbrado y confuso, se preguntó: ¿por qué tan diferente en el espejo? ¿No será una treta del Maligno..., una de las artimañas del destino?
Cuando en su cabeza no cabían más preguntas y ya sus sienes parecían de cemento, se levantó y, protegiéndose delicadamente los ojos con las yemas de sus dedos, deambuló a ritmo acompasado: soldado herido, cegado..., errante por el campo donde se libró la última batalla.
Ni el más titilante reflejo boreal posado sobre lasbriznas amarillentas de los rastrojos, ni el olor a tomillo e hinojo aventado por un vientecillo tibio, fueron capaces de frenar la comezón que fluía donde la daga maldita del despertar dañara a Anastasio. Ahora corría despavorido alrededor del nogal, aplastando con los pies desnudos los espinos dorados... y a la espera de que el dolor punzante del corazón cediera ante el escozor que le procuraban los pinchazos en los pies. Frente a la puerta abierta frenó jadeante; en equilibrio, sobre un sólo pie, intentaba sacarse un cristal de la planta con el gesto de un coloso llorando como un niño. Dando un quejido soltó el pie y cruzó el umbral cojeando. Una vez dentro, las huellas de sangre, en hilera por la casa, se amontonaron ante el espejo de las gárgolas donde se paró un instante para enjugarse las lágrimas. Después entró en el cuarto del padre. Allí, la luz de la mañana reverberaba en las paredes pajizas, desnudas y deformes. Sólo la pintura de un Cristo gigantesco y ennegrecido, de mirada doliente y con una capa granate sobre las sangrientas heridas, adornaba la pared frente a la cama. Junto a él, el marco desconchado del espejo ovalado de un lavabo color castaño... que, levemente inclinado, reflejaba la cara de Sebastián: dormido entre el blanco de los almohadones. A ambos lados del respaldar de acero negro -salpicado de rosas niqueladas- y sobre dos mesillas viejas y rotas, se esparcía la ropa del día anterior: en una, pantalones y camisa cereza hechos un gorullo; en otra los calzoncillos, el tabaco y el cenicero. Un silencio espeso se cernía en la habitación provocando que los objetos estuviesen más espaciados..., suspendidos en un vacío asfixiante. Aun perplejo, Anastasio observó cómo las mejillas de Sebastián -repentinamente barbadas-, las ojeras, el caballete afilado de su nariz aguileña, la barbilla partida y los labios en busca de quiméricas sonrisas, podrían estar emulando los rasgos delicados de la aparición del sueño que instantes antes padeciera. Muy cerca, con una mano en el pecho aún sudoroso y la otra fuertemente apoyada en la rodilla, se dispuso a escudriñar cualquier mueca, algo que delatase vida... Hasta que, de súbito, el durmiente abrió los ojos bizqueando, se humedeció los labios minuciosamente y, fijo en la cara del hijo, se estremeció:
-¿Pasa algo?
Anastasio, ya erguido, musitó una frase que el padre interrumpió con otra pregunta:
-¿Por qué estás levantado? ¿te encuentras mal?- Después se arrodilló y tras azotar con maestría pugilística los almohadones, se volvió a sentar. El hijo aprovechó el aturdimiento para contestar:
-¡No! ...sólo quería hablarte- Y puso cara de bueno. Sebastián, fuera de sí, volvió a la carga:
-¿Ahora? ¡Estás loco...! Tu no eres normal, chico- Con las manos cubriéndose la cara se recostó de nuevo. Mientras el hijo tragaba saliva buscando qué decir:
-...Es que no he dormido -Sebastián, con la mirada distraída en los rodales amarillentos de los visillos, escuchaba extrañado- ...bueno, quería contarte un sueño; pero veo que no te apetece. Perdona si te he despertado ¡no era mi intención!
Al terminar, pausadamente se dio la vuelta; sordo a la llamada del padre:
-¡Anastasio..., por favor!
Pero éste, atropelladamente, ya bajaba la escalera en busca del picorcillo que produce el sol de plano..., ajeno a la presencia de Presenta sonriente, en jarras y con una bolsa repleta de alimentos... que, antes de emprender los quehaceres diarios, le contemplaba tras la puerta entornada del patio... Después, en la calle, ¡qué placer al dirigirse hacia el borde del empedrado bajo el nogal!
"Ya no hay remedio" Temía Sebastián sentado al borde de la cama, acodado sobre sus rodillas "...La paja almacenada esta noche, sin darme cuenta, la he vuelto a aventar" Con andar lento, y pensativo, se aproximó a la ventana. Los visillos acariciaban su cuerpo, sus pensamientos... Al ver al hijo, sobre la tierra, fajándose con la brisa, todo cambió; ante aquella imagen, desoladora, se iba formando la de unos caballos salvajes que luchaban relinchando pecho contra pecho. Pero no abrió el cristal; se abstuvo para no provocar una catástrofe desde el balcón; era más civilizado dejar que se apaciguasen los ánimos y conversar, si era posible, calmadamente ¡y dejarse de pamplinas!
Capítulo sexto
En el transcurso de la mañana no fue posible cruzar palabra con Anastasio porque abatido, después del combate, se había retirado a la charca que artesanalmente el mismo construyera la tarde anterior. Andaba sin fijarse -como animal con anteojeras- para no soliviantar al padre que, ceñudo y ojeroso, tal vez acechaba tras los matorrales. No obstante hizo el trayecto pausadamente; vacilando entre lo real y lo que, en circunstancias extremas, deja de ser corriente; entre el bien y ese otro placer que no es necesario ganarse con sudor en la frente; entre la noche estrellada y boca de lobo... Sin enterarse, aunque con extremo tacto, fue penetrando en el agua densa y cristalina, no sin antes apartar con soplos certeros la película amiboidea; ahuyentando así insectos que aún dormían. Una vez dentro nadó con el sigilo y la destreza de un guía de reconocimiento yendo, río adelante, hacia campo enemigo. Mientras tanto pensaba: si, desde la distancia donde se abarca la charca completa, me descubriera un intruso... ¿no podría imaginar que en el centro flotaba una cabeza sin cuerpo...? y ¿por qué, al comprobar que a dicha cabeza la acosaba un avispero, se iba a privar ¡el canalla! de atinarle con una piedra? Enfurecido, buceó hasta la orilla.
Ya de vuelta a casa, con cierto escrúpulo y envaramiento al sujetar las sandalias -igual que un banderillero su instrumento- y una extraña precipitación al abrir la puerta, se encaminó, escaleras arriba, hacia su cuarto, que se hallaba en la más absoluta oscuridad. Con el bañador empapado, se tumbó sobre la abarquillada colcha de piqué blanco recién almidonada, planchada y con un ligero aroma a palomitas de maíz. Mirando al techo se puso a llorar sin consuelo.
Sebastián desayunaba, de pie en la cocina, una yema de huevo diluida en café y dos aspirinas, amarguísimas, que masticó como si fuesen turrón de Alicante, contemplando cómo lavaba Presenta, de rodillas ante un gigantesco barreño de cinc.
Cuando, al fin, fumaba su primer cigarrillo, aún prendido en las huellas de espuma -aunque la sirvienta ya se marchara-, vio al hijo, de soslayo, entrar como una exhalación. ¡Menos mal -pensó- que no está Presenta! De seguido, y sin otros aderezos que una hamaca bajo el brazo, un libro y su terco dolor de cabeza, se dirigió a recostarse a la sombra de un sauce frondoso; aquel gigante, de largas melenas, que antaño lo protegiese del sol, cuando su madre -cerquita del moisés del niño- se aplicaba, con enajenación, al encaje de bolillos. Junto al añoso tronco colocó la hamaca, un pañuelo húmedo sobre sus párpados, y se dispuso a soportar las horas más tediosas del día.
Aunque cataléptico, entre sueño y sueño pretendía leer; apartarse así de aquel cerco de grandilocuentes contertulios que, sin delicadeza alguna, le gritaban al oído... Y no sólo le hastiaba su desapacible tropel sino la algarabía de pájaros y cigarras revoloteando entorno a sus sombreros. Tampoco las minuciosas descripciones del texto, al que se aferraba con devoción, tenían rigor suficiente para crear un remanso donde zambullirse. Por consiguiente, volvía de nuevo a ese sueño más ponderable aún que la realidad. Pero, ¡milagro! antes de sucumbir, una charca de agua verdosa comenzó a restallar tras los juncos, a dos pasos de allí; donde sofisticados insectos, de enormes alas adiamantadas, se posaban silenciosos. Atraído por su cálida sensualidad se acercó, aunque entumecido, con la ventura excepcional y única de ver cómo la carpa más hermosa gozaba bajo el caudal que fluía, misteriosamente, de la rama más colgante del árbol sarmentoso, allá en la orilla de enfrente... como si un honorable anciano, elegante, lánguido y esbelto, se dignara -ligeramente postrado- a ofrecer la limosna que la gracia hacía brotar de su mano. Sin esperar otra invitación y sólo con los calzoncillos, se zambulló alardeando de sus dotes de nadador; a crawl se deslizaba, de aquí allá, deteniéndose un instante en el centro para ejecutar la pirueta más audaz: con zalamero ardid conseguir enderezar el cuerpo sobre el agua, igual que un delfín que surgiera de ella manteniéndose rígido unos instantes. Después, para descansar, nadaba de espaldas con el sol de plano en los ojos y sólo ayudado por un sutil aleteo de piernas... Así, se sentía protegido, como si el cerco de agua fresca le aislara del mundo. Rozando ya el éxtasis cerraba los ojos y se abandonaba a la deriva, aunque atento a cualquier estímulo: a las ligeras serpentinas de agua, más fría, deslizándose desde la nuca hacia la cintura; a otras que subían, juguetonas, piernas arriba... para después fugarse y reaparecer tímidas a lamer el perímetro de su figura. Al abrir los párpados, con las pestañas entrelazadas, le sorprendió un cielo blanquecino y pintarrajeado, parecido al del preso de su quimérica historia..., y temió que, como a él, también se le tornara negro. No obstante, a medida que el entramado de pestañas se deshacía, el firmamento se iba alejando más y más, sublime y azul. ¡...Al fin, Sebastián alcanzaba la felicidad! Aunque por poco tiempo; sin previo aviso, comenzó a notar cómo miles de ojos anónimos -entre las frondas, encaramados a las copas, agazapados tras la maleza- lo vigilaban..., y cómo, si aguzaba el oído, podía escuchar hasta sus respiraciones escapando de las mordazas. Cuando vagamente se hubo acomodado a la nueva realidad, levantó la mano para tocarse la cara... ¿Cuánto llevaría expuesto al sol? ¡La frente le ardía! Entonces temió que los pensamientos, a esta temperatura, explotasen como pompas de jabón..., y los muslos y, sobre todo, el pecho se le fueran a tostar igual que a los "nórticos". A saltitos, pues la tierra le achicharraba las plantas de los pies, se dirigió a la casa. Allí, agazapado en el frescor, descubrió una espada de sol que partía en dos al cuarto en penumbra. Temeroso de ser herido por sus amolados y brillantes filos, se arrinconó y con cuidado se puso las sandalias. También descargó la hamaca para colocar sobre ella el libro abierto. Pasados unos instantes cerró las puertas muy despacio, se tumbó sobre las lozas frías y exclamó: ¡Qué confort tan ancestral! Mientras tanto perseguía con la vista los reflejos inquietos de los objetos que brotaban, más intensos, según los iba identificando: el cenicero, sobre la mesa oscura, relucía como una joya al anochecer apuñalada por un perezoso rayo de sol.
Anastasio, de puntillas, se asomó a la balaustrada -los rizos apelmazados al casco de la cabeza y una sonrisa que el mismo enmascaraba al sentir el mínimo atisbo de bostezo- para buscar, con ojos soñolientos, la mirada del padre. Sin embargo ésta se hallaba clavada, con desmesurado interés, en un punto indeterminado de una de sus chanclas que asomaba, rota, entre los balaustres, igual que la cabeza de un cocodrilo hambriento.
Cuando Sebastián se dignó alzar la vista, el hijo, distraído, hacía monerías frente al espejo: se lustraba, con precisión y soltura -a modo de pantomima- cada músculo del torso desnudo; después componía posturas estáticas, homenajeando a los legendarios Mister_Universo de las portadas de revistas de culturismo.
-Mucho deleite debe proporcionarte tu figura cuando, a la mínima, te regocijas contemplándola. ¡Pareces un pelele de alquilé para amenizar reuniones de viejas excéntricas!
Anastasio, sonriente y silencioso, giró, ayudándose con dinamismo de la puntera izquierda, sobre el talón derecho..., a la manera militar. Luego, frente al padre, la lengua rígida tras el labio inferior y la mirada ausente, se contoneó gracioso. Sebastián, fuera de sí y el brazo tieso, exclamó:
-¡Eres... Eres un despreciable aprendiz de chulo!
Éste, sin perder la sonrisa, cerró la puerta tras de sí. El cuarto oscureció. Y como al terminar una función, tras el telón todo quedó petrificado.
Capítulo séptimo
Sentado a la mesa, esmeradamente compuesta, Sebastián revisaba los manteles a dobleces persistentes y amarillentos, los cubiertos de mango plateado ya enmohecidos, y las cuatro copas de cristal verde sobre empinados racimos de uva...; también cómo una mosca, de azul intenso, patas peludas y boca aventosada, iba saboreando las aristas tostadas de un pan redondo. Después, empequeñeciendo los ojos, aspiró profundamente de un cigarrillo superlargo, con objeto de -al expeler- abombar los visillos de encaje donde se hallaba otra mosca aún más inquieta que su pariente.
Anastasio llegó, mordiéndose la sonrisa, presto a ser el blanco perfecto de la ráfaga de humo que en ese instante expulsaba el padre..., y mostrar el picadillo de naranja y bacalao. Sus ojos le hicieron chiribitas cuando comprobó que los del otro no dejaban de saltar, jubilosos, del tostado al amarillo, del dulce al salado... Satisfecho ordenó:
-¡Mientras traigo lo demás, ve descorchando el vino!- Después de posar los platos en la mesa, rígidamente dio la vuelta sobre un solo pie, y suspiró; también en ese preciso momento, con un hábil amago y un inapreciable giro de muñeca, pudo encarcelar, entre los dedos, a la mosca que besusqueaba el pan.
Sebastián, aún arrebatado y con ese característico verdor en las pupilas -fruto de un exceso de baños solares-, al desaparecer Anastasio se levantó parsimonioso a descorchar la botella..., que colocó entre sus piernas con maña de camarero experto: liaba un paño inmaculado a la boca de la botella negra, ayudándose del dedo corazón con tal profesionalidad que, dicho paño, quedó al instante ajustado como un profiláctico; luego, empuñando el pitorro encapuchado, hincaba el sacacorchos para acto seguido tirar de él limpiamente. Mientras tanto dijo, sólo moviendo los labios y mirando a las musarañas: "Recuerda a uno de esos apodados caradeniño, que intentan camuflar sus delicadas facciones bajo un exagerado fruncir de entrecejo... No es posible que a su edad no le divierta cambiar, ¡siempre enfundado en lona azul! Parece un penitente". Cuando fijó la vista, ya volvía el hijo con una bandeja de loza desconchada en la mano izquierda y en la derecha una fuente granadina repleta de patatas fritas. También, sujeto entre ambos codos, un frutero lleno de cerezas.
Al compás del estribillo de una de las danzas húngaras de Brahms se sentaron frente a frente. Y, una vez servido el vino por Sebastián, con maneras pretendidamente exquisitas, comenzaron a comer en silencio; aunque intercambiando sonrisas siempre que picaban de las patatas. En la radio, de súbito cortaron la música para intercalar unas noticias urgentes: "Al parecer le han prendido fuego al Monasterio del Escorial. Fuentes fidedignas aseguran que, en la madrugada del viernes, dos mujeres, elegantemente vestidas, se paseaban por allí con unas latas de gasolina... ¡Tin, Ton! También, a la orilla del río Anzur, en las cercanías de una aldea cordobesa, se ha encontrado, mutilada, una niña de dos años. El Cuerpo de Psicólogos de la Guardia Civil, verificado por el de Anatomía Patológica, han dictaminado que la víctima fue ultrajada y seminada antes de recibir la muerte de parte de su agresor. En próximas noticias daremos más detalle. ¡Perdonen las molestias! Cuando hubo acabado el tin_ton característico de los avances informativos, Anastasio desdobló la servilleta -bordada con hilo de seda gris- y, al acercársela a la boca, el olor alcanforado que desprendía le provocó tal acceso de tos y estornudos que, de no intervenir de nuevo la música, las habría espichado como esos que se privan con un simple hueso de pollo. El padre, ajeno, no sólo mantuvo la mirada en la ventana sino que, sin descomponer el gesto, comenzó a silbar como los ángeles. Después habló mostrando el tenedor foliado de naranja:
-¡No te asustes, hombre!
Anastasio, tras regalar al padre una mirada displicente, torció la cabeza hacia la ventana: a lo lejos, ramas del nogal se agitaban con dramatismo..., a ritmo de una marcha fúnebre. También el bochorno levantaba remolinos de polvo amarillo que empañaba los cristales con filigranas nerviosas: plaga de hormigas enanas y ambarinas disputándose un lugar en el cristal.
Sebastián, desde el otro lado de la mesa, veía, enmarcado por la ventana, un cuadro aún más tenebroso: la cabeza del hijo vedijosa, castaña y nimbada de cobre, vuelta hacia una confusa composición de colores cálidos, donde predomina la gama más oscura de verdes, azules, naranjas..., como si una figura de espaldas y melancólica contemplara el vestíbulo de un porvenir incierto.
"Hay tantas piezas de su personalidad desperdigadas, aletargadas, ocultas..." Cuando Sebastián arañaba la cantera de sus pensamientos, a cada instante más automáticos, y tratando de no rozar con la vista -quizá por un ardid supersticioso- el hálito de divinidad que embargaba al hijo, un nubarrón se antepuso al sol. Este juego caprichoso de luces, de sombras..., lo distrajo hasta el punto que su cerebro quedó in albis. No obstante para Anastasio fue todo lo contrario; hasta los objetos, bajo este influjo, iban adquiriendo formas increíbles: las cerezas, con sus rabitos rebeldes, se deslizaban cautelosas igual que ratoncillos curiosos.
Y así transcurría el tiempo, alternándose la luz y la música; pero con una quietud tal, que llegaba a ser exasperante. Por fortuna, un rayo chocó contra la luna del espejo cubriendo el aire de escamas flavas. Entonces Sebastián, deslumbrado y en tono impelente, habló al hijo:
-¿Qué piensas; no dices nada? ¡...Te quedas ahí como un pasmarote, mirándome bobalicón! Podías hablar, contarme algo...- De repente se preocupó. Mas, antes de seguir, lenitivo, encendió a la vez dos cigarros, de los cuales ofreció uno al hijo mientras el otro se levantaba vertical y humeante entre sus labios. -De veras, no te entiendo. Anoche deambulaste por ahí... Al amanecer me despiertas a bocajarro, pretendiendo que intuya tu melancolía... Hoy, después de una gran siesta, apareces feliz y contento, ¡como si nada...! Me dejas convalecer mientras preparas la cena sin un maldito reproche; luego te sientas..., y callas hasta el absurdo. ¡Como comprenderás, nadie es capaz de llevar esto a flote!
Anastasio, desde la silla y arrebujándose el Lacoste con las manos pringadas de aceite, según se afianzaba el padre -de pie y estudiadamente erguido... también iluminado por resplandores rojizos, casi grana, que le prestaban al rostro la ilusión de estar inmerso en una foto en technicolor-, le escuchaba sorprendido y, sin darse cuenta, iba siendo presa aun de la sorprendente transmutación física de éste en un personaje distinto por completo... le veía adquirir esa peculiaridad de ciertos actores, los cuales, debido precisamente al histrionismo, consiguen transformar simples intervenciones en algo sublime, único e inolvidable.
-¡Y deja de enguarrarte, que pareces un niño pequeño!
Dicho esto, Sebastián entornó los párpados y, con maestría, fue convirtiendo la brisa en espejo mágico hasta que su facciones -reflejadas en él- quedaron como las de una beata rezando el rosario... o un mendigo chupando recortes de las formas que a veces los sacristanes regalan desde la ventana de la Sacristía.
-¡Me das asco! -Al oír la estridencia de sus propias palabras, Anastasio se asustó. No obstante, tras un momento de silencio continuó aún más arrebatado:
-Sí, en ocasiones, no te puedo soportar... ¡tan engreído, tan orgulloso! ¿qué quieres? ...no te entiendo una palabra. ¡Nunca te he entendido! -Levantaba la cara muy lentamente, como por mandato, e iba escudriñando hasta la más insignificante minucia con rítmicos barridos de ojos; sin embargo, al toparse con los del padre, cerró los suyos automáticamente.
La noche comenzó a libar en la mesa, donde reverberaban unos reflejos nacarados. También el entorno quedó oscuro y callado, aunque de vez en cuando se oyeran diversos sonidos anónimos. De repente y de la misma manera que va surgiendo la luna tras una nube, así fue aparecieron la frente y la nariz de Anastasio..., que solemnemente empezó de nuevo hablar:
-¡Papá! yo no sé comportarme mejor. He venido contra mi voluntad y aún así trato de... -su tono melódico se truncó inexplicablemente; ahora las palabras brotaban más broncas- ...trato de mejorar, de ser amable, de que todo marche bien... ¡para mí son difíciles, muy difíciles las relaciones! Yo no soy extrovertido; carezco de facilidad de palabra. Tú mismo me consideras torpe. ¡Ya ves...; ni siquiera pude cursar estudios superiores! También, en contra de tu voluntad, practico excesivo deporte -hizo una pausa para continuar en tono más alto y con los ojos clavados donde creía presentir los del padre- ¿Quieres saber una cosa? El deporte me relaja... Bueno, no sé qué pretendo al decir esto... Pero sí sé que no va el invento... Y para eso mejor es que me vaya. ¡Tú puedes quedarte! ...Y, no creas, sé que me has traído con buena intención. Pero, ¡ya ves!, no funciona.
Sebastián entre respiro y respiro iba asintiendo a las palabras entrecortadas del hijo; después, a manojos, las veía caer en el pozo umbrío y tumefacto abierto en su pecho. Afuera y por sorpresa, remontó el vuelo la paloma blanca y gris; a su paso los visillos se abombaron fantasmagóricos y los cristales temblaron. Anastasio sin pensarlo brincó hacia los interruptores situados en el muro de la izquierda, entre la ventana y la puerta de entrada.
-¡No enciendas esta...! Con la de la calle es suficiente. ¡Y siéntate! -Después del mandato Sebastián alcanzó la cajetilla de tabaco y, sin descabalar la postura patriarcal, prosiguió- Bueno, no sé qué decir. Tú lo has dicho todo... De todas maneras, te has precipitado. ¡Llevamos ya unos días y aún seguimos vivos...! -y forzó el gesto para armonizar la pretendida modulación- ...Recuerdo que hace años, cuando todavía eras un mocoso, te llevé de viaje y, en el camino, tuve que dar la vuelta porque no cesabas de llorar... ¡me iba a volver loco! -Arrogante, el pitillo entre los labios y un ademán liviano, ofreció tabaco al hijo, mostrando la marca de la cajetilla como si se tratase de una fotografía pornográfica; pero, incluso antes de recibir respuesta, se arrepintió, ocultando dicha cajetilla bajo la mano. Luego se acodó en la mesa al tiempo que sus dedos con lentitud se desprendían del cartón satinado, y beatíficamente se unían por las yemas... y su voz, apocalíptica, irrumpía de nuevo en la noche:
-Cuando la vi por primera vez, reclinada sobre una caja de cartón y tras un ventanal, un fulgor mortecino difuminaba sus rasgos. Al percatarse ella de mi intensa mirada, con un ligero meneo puso el cabello en movimiento hasta conseguir que un bucle le cercara la boca carnosa y perfilada. Al punto contemplé la insigne imagen de Santa Teresa esculpida por Bernini... -Una vez pronunciado el nombre del escultor, Sebastián, tosió con las órbitas dislocadas; después practicó las muecas de rigor hasta conseguir de nuevo la sobredosis de majestuosidad- De los ojos recuerdo el tópico que, al conocerla, lanzaban los espontáneos: ¿Sabes a quién me recuerdan tus ojos? (Le repetían una vez y otra) Son exageradamente parecidos a los de Sisí...
Anastasio sintió que se le desprendían las uñas, que los pelos, tras el sofoco, saltaban uno y otro. Y también que los tímpanos se le ponían duros como cáscara de huevo. Todo parecía indicar el fin del mundo. Entonces, desde una antesala tumultuosa, donde hasta se confundían los sentidos, comenzó a recitar... o más bien escuchar de su propia lengua las palabras de la madre relatando cómo Sebastián le brindó el primer piropo; aunque con una musicalidad más gregoriana que cuando ella se lo contaba: ¿Sabes que tus ojos recuerdan enormemente a los de Rommy Schneider?
Pero Sebastián, paralelamente a los pensamientos del hijo, continuaba hablando entre calada y calada:
-...No sé qué cuenta tu madre de mí... ¡y no vayas ahora a replicarme! Pero nada bueno cuando te comportas así.
Tras una pausa Sebastián, despectivo, arrojó los cigarrillos sobre el mantel. El hijo impaciente le miraba a través de los tirabuzones de humo de su propio cigarro; tal vez pretendía ganar tiempo; descubrir dónde apoyarse para no herirle, puesto que según la madre, en tales circunstancias, era imprevisible: un toro cuando le han colocado mal las banderillas.
-Por si lo quieres saber: Ella nunca habla mal de ti, al contrario, me implora paciencia... ¡Lo que ocurre, en definitiva, es que no congeniamos!
Al levantarse Sebastián lanzó una carcajada hacia el extremo más oscuro; después, con los labios fruncidos y la mirada encendida, vagó de un lado a otro hasta coger aplomo:
-¡Hijo, no seas cínico! No se trata de congeniar: hay algo de mí que detestas ¡Dime qué es! ¿...No será que algunos de tus pecados inconfesables los intuyes en mí?
Anastasio, tras encender la luz de la sala, avanzó despacio, creciéndose a medida que se aproximaba. Sin embargo en las manos, vueltas hacia arriba, se le apreciaba un ápice de súplica y también en el cuello, tenso y ligeramente torcido:
-Si dejas de reír quizá descubra tus intenciones, ¡aunque temo que desees sólo herirme sin ton ni son!
Como respuesta, Sebastián pretendió recomponer la dominante postura que le protegiera en la penumbra; pero las riendas, ahora destensadas por la claridad, se lo impedían. También las órbitas desencajadas del hijo ponían de manifiesto una realidad desconocida, una dimensión irracional... En aquel espacio podría aparecer cualquier cosa, por ejemplo, una cruz de mayo plagada de flores. Sin embargo aparecieron los ojos engrandecidos de Anastasio que, a un palmo de los suyos, dijeron adiós con las pestañas.
Bajo las estrellas y embargado por una inmensa incertidumbre, Anastasio se precipitó bamboleante... hacia una aventura llena de dificultades donde, temerario, se expondría a cualquier cosa. Pero al borde de un precipicio -al que había llegado por azar- se detuvo y, oteando con ansiedad, se preguntó dónde podría fluir vida aquí... ¡si no se ve ni palpar...! Así que se dirigió tras el nogal muy contrariado y sin darse cuenta que emprendía el mismo camino polvoriento que tomaba siempre para bajar al río: un camino difuso diseñado en una pendiente, a tramos pedregosa y a otros rebinida; un camino, por ventura, donde las zancadas sonaban como gotas grandes de tormenta contra un montón de harina..., por muy precipitadamente que se pisase.
Ya en la orilla del río, más sosegado, se acuclilló ante una junquera cenagosa y de cuajo arrancó un manojo. Caprichosamente se introdujo en la boca la raíz blanca y tierna de uno elegido al azar y, después de lanzar el resto contra la charca, comenzó a masticarla igual que si fuese paloduz. También, antes de cruzar el río, humedeció la lengua en la corriente. Y se fue chapoteando con mucho ahínco para que las gotas, al remontar por encima de su cabeza, crearan alrededor una falsa bóveda que lo protegiese de los señuelos que bullían entre las hojas de los álamos.
Algo más desahogado, un poco contento..., pero hecho una sopa, Anastasio subía la loma con el junco, a modo de fusta, golpeándose el pantalón. Y pensaba, sonriendo maliciosamente, que a veces no le vendría mal una buena galleta... Trascurrido un tiempo del que ni él mismo sabría dar norte -tendido con los brazos en cruz y el pecho repleto de aromas amargos-, se puso a contemplar, allá en la lontananza, grupitos de luces titilantes trasmitiéndose señales superfluas; y en el cielo... millares de estrellas como jamás vio en lugar alguno... ¡No sabría ponderar, ni qué decir...! Por tanto, con las manos en los bolsillos traseros del pantalón, la cabeza inclinada hacia adelante -rozándose con la barbilla el esternón- volvió sobre sus pasos, sin descanso.
A lo lejos, donde unos lamentos de trompeta herían el silencio, un cuadro luminoso resaltaba en la oscuridad. Muy sorprendido, Anastasio comprobó que, tras los visillos de encaje, la cabeza del padre -presa en un haz de luz- se balanceaba, maquinal, sobre un libro y tras un nervioso meneo, se alejaba fuera de campo..., pero seguidamente se acercaba aún más misteriosa. Entonces muy lentamente, aunque sin saber por qué, se fue aproximando, arrastrando junto a sí la propia sombra estilizada. Y a unos pasos de la ventana se plantó. Luego, junto a la reja y contrariado por el aparente desaire del padre, acopló la cabeza entre dos barrotes. Desde allí, con un dedo imperativo, señaló el tabaco.
Sebastián, indolente y de soslayo, le alcanzó la cajetilla:
-¡Estás mojado! ¿...Te has caído al río? -Hablaba con abulia, sin apartar la vista de la esquina de la página donde también tenía el dedo índice.
-¡Qué va! -Contestó el hijo con voz dulce de niño recién bañado- ...He subido hasta la loma para ver las luces de los pueblos vecinos.
Sebastián, aprovechando la calma y sin levantar la cabeza del libro ni la voz, siguió preguntando:
-¿Has decidido si te vas mañana?
Anastasio dio media vuelta, aspiró del cigarrillo con ansia y se dirigió hacia el cerco de luz. Sebastián, sorprendido y paralizado, sólo pudo contemplar el balanceo del hijo y cómo la brisa ajustaba perfectamente la tela del Lacoste a sus espaldas lacertosas, hasta que al fin desapareció de su vista. No obstante, un remolino surgió de esta ausencia y en el centro de él una corriente tan intensa que llegó hasta zarandear sus temores; después, la noche maliciosa los formaría de nuevo en hileras brillantes como si fuesen espadas desnudas, abandonadas, huérfanas... luchando sobre un acantilado.
-¡Anastasio...!
La voz de Sebastián paseó cansada hacia la oscuridad, hacia el infinito... donde, como una luna árabe, brotó el perfil del hijo... ¿o realmente era el escorzo lunar?
Capítulo octavo
El día despuntó tempestuoso. Un aire endemoniado aventaba el polvo y la broza de los caminos y, a grandes almorzadas, los remontaba hacia un cielo gris marengo... hacia las ventanas del cuarto donde Sebastián se desperezaba.
Éste, que entre sueños creyó oír unas salvas contra el cristal, alborotadamente se prendió al cuello un batín de seda -como su capa un rey al que de madrugada trataran de derrocar- y fue desmarañándose el pelo camino del espejo ovalado. Allí, mirando fijamente y tras el ritual de alisarse las cejas con dedos ensalivados, reformó gesto y peinado, hasta conseguir un semblante impersonal. Luego se aproximó a la ventana a estampar el resuello en el cristal y poder, con el puño del batín granate, frotarlo a gusto; sin otra ambición que la de ver más allá y aun, vuelto a medias hacia el Cristo del cuadro, lamentarse de su mala ventura... cuando no consiguiera eliminar la persistente niebla. Pero, por suerte, la paloma blanca y gris embistió, justo antes de que la incertidumbre fuese enfermiza, reventando el cristal en mil pedazos. Y de nuevo, no sólo volvía a admirar el paisaje también, tras desprenderse una esquirla del dorso de la mano, contemplaba cómo surgía -igual que una aparición- la figura diminuta de Presenta envuelta en nubes de polvo, canasto de mimbre al brazo, una cesta desportillada en la mano -la otra mano- y sujeto entre los labios algo parecido a un sobre blanco. Una bocanada brusca de viento le alborotó el moñito gris medio oculto bajo el volandero pañuelo a la cabeza, y también su delantal: jirones del velamen de un barco en una tempestad.
A duras penas Presenta llegó ante el balcón, a unos pasos del empedrado. Mientras descargaba fue alzando el rostro curtido y sucio donde una cara beatífica observaba con la quietud del rapaz. De su boca apliegada y amable voló la dulzura y el sobre blanco. Y a sus ojillos misteriosos acudieron confusas preguntas que, acto seguido, la polvareda borró sin dejar rastro..., sólo persistían destellos lujosos que despedían los lóbulo de sus orejas. Sebastián, tras el cristal roto, le brindó un saludo, acompañado del sacerdotal signo de la bendición, provocando una confusión tal en Presenta que, para localizar el sobre, tuvo que arrodillarse y extender en el suelo hasta el último tomate.
Una vez que hubo desaparecido -sin dejar de blandir orgullosa la misiva-, Sebastián se apresuró de una esquina a otra de la alcoba, con desacierto en las formas, la mirada turbia y una toalla -a modo de verga- con la que no cesaba de brear cada objeto que encontraba al paso. Mientras tanto, en su cabeza bullían insólitos pensamientos, pero de los que pretendía abnegar para, al menos, escuchar claros los ruidos que alegremente sonaban en los lugares más insospechados: Ahora agua vertida, no se sabe dónde; muy lejos el gañir triste de un animal indefinido; muy cerca el rítmico crujir de un somier... Y él, apenas los oía; a penas distinguía un trino de un graznido.
Un portazo y a continuación el contenido de un balde de agua espumosa sobre el pavimento, sobresaltaron a Anastasio que andaba aún oculto bajo las sábanas, entre sueños. Por un hueco descubría, tímidamente, cómo unas manchas titilantes, que brotaban del reverbero de la ventana, se iban extendiendo por la pared en forma de filigranas; a veces considerablemente artísticas, otras más rústicas, en cambio... E insistía: cómo esos arabescos que lindan con el dibujo místico, llegado el caso, pueden soliviantar a nuestro erotismo; dejar sin freno a nuestros viles instintos... Pero al instante sentía el vértigo y hastío de nuevos picotazos del sueño.
A Sebastián, al bajar los escalones con paso precavido y gesto avinagrado, unas punzadas imprecisas, a cada paso más persistentes, le iban minando las entrañas. En el último escalón y aún sujeto al extremo de la barandilla, divisó el sobre abandonado ahora en la mesa de la entrada. Involuntariamente se lanzó por él, aunque descubrió atónito que, a medida que se acercaba -no sabría explicar-, lo iba frenando una fuerza imprecisa... y, a la vez que esto ocurría, también cómo el nombre del hijo, escrito con letra firme, rutilaba más y más. Allí, calibrando el contenido sobre la palma de su mano y ajeno a las cómplices ojeadas que Presenta le lanzaba desde la cocina, no apartó un instante la mirada de la puerta donde dormía Anastasio; quizá persiguiera, estando alerta, ser quien le entregara la misiva. Mas al descubrir la mecedora -frente a la escalera y balanceándose provocadora entre las corrientes que formaban las puertas de par en par- decidió acercarse y esperar ¡mejor sentado! los próximos acontecimientos.
Sebastián, de nuevo ante la maraña de sus recuerdos, la mirada helada y el pie inquieto sobre su otra rodilla, vio aparecer la figura marcial del hijo tras la balaustrada; el gesto circunspecto y el mentón airosamente erguido. Y cómo a medida que se apoyaba, de espaldas al espejo de las gárgolas, su aire frío... de divinidad en mármol arrumbada en el desván de un museo, se acusaba sobremanera. Sin embargo él parecía no extrañarse; tan sólo se preguntaba de qué forma, el artista que la forjó, habría persuadido al modelo para que éste se colocara, sin rechistar, en el vértice más peligroso de una montaña; expuesto a las inclemencias atmosféricas que le ceñían exageradamente la blusa al torso y le procuraban una fisonomía relamida y árida.
A Anastasio, al margen de las pesquisas del padre y cuando se disponía a bajar la escalera sigilosamente para no despertarle, le sobresaltaron unos gritos:
-¡Anastasio! ¿Has visto la carta? -La pregunta fue lanzada con tal energía que a punto estuvo él mismo de desgarrarse la garganta y conseguir que el hijo, de un traspiés, rodara escaleras abajo.
Anastasio, recuperado de la embestida dialéctica, se zafó con su habitual sonrisa y unos cuantos requiebros y marisquetas hacia la cocina..., aparentemente ajeno al respingo del padre que, con extrema furia, se precipitaba también hacia el picaporte de la ventana... para que, circunstancialmente al menos, entrase un soplo de aire fresco. Pero el viento se había aplacado y la mañana se mantenía plomiza, encharcada en el tiempo... sólo persistía, indeleble, el zurear monótono y exasperante de las palomas que, apiñadas en el rellano, no cesaban de picotear las briznas de hierba florecida entre las piedras. Cuando Sebastián -de regreso a la vida- advirtió que la paloma blanca y gris se estaba erigiendo guía de la bandada, y que también era quien a mayor velocidad engullía, oyó tras él un mandato que, por ventura, le salvó de las inminentes puertas del infierno:
-¡Tómate este zumo!
La voz se expandió limpia e insólita como cascada brillante entre dunas del desierto. Sebastián, a tientas, la buscaba en la neblina pálida; aunque -por avatares del destino- al alargar la mano lo único que encontrara fuese un líquido anaranjado en un vaso reluciente, del cual bebió sin respirar con los ojos presos en las airosas formas que canturreaban en torno a la mesa... Después, dichas formas, dieron paso a una bruma opalina de donde surgían, más nítidos -igual que adornos frutales en una tarta de nata-, colores frambuesa, naranja, verde... Y, de nuevo, la voz irrumpiendo en ese espacio donde Sebastián aún iba y venía de la fantasía a la realidad:
-¿No te sientas?
Tampoco ahora emergió el padre definitivamente del mundo de los sueños, pues al menor descuido -advirtió el hijo- sucumbía; recordaba a un alma en pena... Anastasio, harto de tanta pamplina, fue a por una palangana llena hasta el borde de agua y la vertió sobre la cabeza de Sebastián.
Frente a frente y ya sentados a la mesa, de vez en vez, uno y otro, intercambiaban fugaces miradas expiatorias; aunque intentando conseguir -cada cual a su manera- la forma de adueñarse de las bridas del pensamiento desbocado del contrario. Fue Sebastián quien rompió el silencio después de procurar en voz y postura manifiesta indiferencia:
-¿No deberías leer la carta?- Hizo la pregunta al tiempo que vertía café con maneras de mayordomo inglés. Anastasio respondió más torero, con exagerada hilaridad:
-Primero me daré una ducha; luego, si quieres, podemos husmear con la escopeta: seguro que hoy es el día propicio para cazar perdices... ¡el bochorno les impedirá volar! Cuando volvamos... ¡no quiero que mi madre me fastidie el día! leeré la carta tumbado en la cama. -Y soltó una carcajada. Acto seguido, con el rostro púrpura, apostilló:
-Juan Carlos dice que las noticias es mejor recibirlas tendido... Pero ¿no conoces a mi amigo Juanca? (Sebastián observaba desconcertado; aquel atropello tan inusual, descabalaba los propósitos de un inminente discurso didáctico, el cual hacía tiempo almacenaba para una ocasión propicia) ...pues es un tipo majo, un masas de la hostia -y lo demostró tensando los bíceps; el labio inferior a modo de pico de pato- ...Tiene la envergadura de un gorila. Pasear con él es toda un experiencia: las pibas se lo rifan... En el último concierto, sin ir más lejos, se ligó a una golfa de las que yerguen la cresta...; lo que se dice un putón de cuidao: la trincó en la tapia y, allí mismo, le dio un tirón en el tanga y le echó un cali... ¡no veas cómo se colgó la tía! Después no había manera de quitársela de encima... -Titubeó un instante. Ahora de pie, aún más floreaba las palabras con recortados ademanes- Casi tuvo que darle de sacramentos para persuadirla...
Sebastián había esperado, inquieto en su asiento, ocasión para interpelarle; procurando contrastar aquel amaneramiento grosero con estoicas posturas... y ¿por qué no? aderezadas de sutiles movimientos:
-¿Pero qué dices? Me has dejado atónito. Y no creas que soy un retrógrado de espaldas a la juventud, pero esa jerga compacta e imprecisa me parece de imbéciles... o de drogadictos. -Frunciendo el ceño, encendió un cigarro, pero, al aspirar, le sobrevino tal ataque de tos y de odio, que no tuvo otro remedio que arrojarlo contra la reja y zaherir después al hijo:
-Siempre te conducirás como un lazarillo, pegado toda la vida a las faldas de alguien más poderoso... ¿No sales con ninguna chica? ¿A qué aspiras entonces..., a ser un día valiente para ayudar a tu amigo a bajarles las bragas?
Anastasio, de nuevo sentado -agazapado tras sus brazos cruzados sobre el mantel y apoyada la barbilla en el borde de la mesa-, le miró con las pupilas centelleantes:
-¡Eres un puerco! Me rebajo a ser amable para darte una oportunidad, e impunemente te ensañas conmigo: ¡de esa forma quería hacerte partícipe de cosas mías... referirte algún detalle para poder conversar! ¡...Y que vieras cómo uso el léxico moderno!
-¿Partícipe de qué? ...Pero si sólo me has contado chulerías de tu hércules particular... ¿A tí no te ocurre algo sustancioso que contar? ¿Es que me tienes miedo? ¡Dime! ¿Tengo un aspecto tan feroz? -Las últimas preguntas las pronunció Sebastián en tono afable; se había asustado del cariz que tomaba la conversación y optó, socarronamente, por un cambio radical:
-Hijo, perdona si te he ofendido. Esta mañana me he levantado histérico: será el viento terral que enloquece... Tal vez no sea mala idea lo de merodear por ahí tras las perdices. ¿Por qué no buscas la escopeta? -Y después de suspirar exclamó:
-¡Me siento ahíto!
-¿Qué...? - Anastasio observaba, arrobado, cómo el padre iba modulando cada palabra:
-...Yo esperaré reposando en la puerta, mientras te duchas... Me siento algo cansado; entumecido por dentro y por fuera. Aunque, ahora que lo pienso, subiré a cambiarme de zapatos... y a coger el peluco.
A Anastasio, bañado de alpaca junto al quicio de la ventana, le entraban las frases a ráfagas -igual que el agua marina penetra en las cavernas rocosas- y después, turbias, desembocaban en un mar de mercurio... denso, pesado, sin horizonte.
Capítulo noveno
Sebastián, una vez húbose cambiado de ropa, ante la puerta de su alcoba dio un giro brusco y, arrastrado por una fuerza imántica, fue a admirar sin premura el panorama que se le ofrecía tras la balaustrada: un cuadro difuso, extático, silencioso..., como de naturalezas muertas; sólo vivo en una esquina donde un rayo de luz caía junto a una silla -levemente iluminada por el resplandor- y en la cual, sobre su asiento de anea vieja y renegrida, anidaba la dichosa carta..., igual que una paloma. Pese a la incertidumbre y congoja, al no captar completo el significado de la visión y ni siquiera la incógnita creada en torno a ésta, apartó la vista hacia la puerta de entrada, dándose de bruces con unas botas acharoladas, junto a la culata también brillante de una escopeta. Sin dar crédito a sus ojos, se dirigió hacia la escalera aún con la vista presa en la entrada. Pero la estampa, que desde la balaustrada parecía una litografía de guerra enmarcada por un demente... e incluso una ilusión de gallardía, ya sobre el último escalón adquirió expectativas de retrato: el de un romántico joven bruñido por el fulgor del Naciente.
Anastasio, en el rellano, miraba de perfil hacia la lejanía, procurando bravura en el testuz; la escopeta terciada sobre el cuello, y los brazos lacios colgando de ella: uno del cañón, de donde pendía también un sombrero de segador, y el otro de la culata. El padre, al llegar junto a él, lo estrechó por el talle con manos pasmadas.
Anastasio ni se inmutó, sólo torció hacia el otro la cara con una impávida sonrisa. Después emprendió el camino manteniendo la postura en cruz y la cabeza atorada. Sebastián, a unos pasos y con su sombrero de paja ladeado hacia la derecha, trataba de emular el difícil caminar del hijo y, casualmente, también su atuendo: los vaqueros dentro de las botas altas y bien embetunadas, la blusa blanca arremangada hasta el sobaco...; tal era la semejanza que si una arpía planeara sobre ellos creería estar sufriendo un espejismo.
Mientras en silencio fumaban sendos cigarros, a la difusa sombra de un olivo, hicieron el cambalache: Sebastián arrancó el arma de las manos del hijo y se la colocó con ligereza sobre el hombro izquierdo, imitando el amaneramiento arrogante de militares cinematográficos. A Anastasio, en cambio, parecía no importarle ni hecho ni maneras; exhibiendo su anquilosada forma de proceder se puso de nuevo el sombrero y, ante la mirada apremiante del padre, fue levantándose, aún más despacio que de costumbre..., a la vez que con la palma de la mano rígida se restregaba los muslos, tratando así de desarrugar el vaquero apliegado en la ingle. Después, delante del padre, reemprendió el camino sin dejar de hurgarse en la entrepierna, por atrás..., hasta conseguir con dicha mano sobarse el glúteo y, mientras lo tentaba -como se tienta la fruta para desprenderla del árbol-, calcular su madurez.
A Sebastián todo aquello le provocaba quebranto y, no sólo por recordarle el manoseo huero y exhibicionista que los deportistas comparten -aunque en ellos se justifique por el afán narcisista y patológico de adquirir, sin límite, una mayor envergadura física-, también por la violencia pueril que levanta aquella otra figura legendaria del boxeador-sonado, siempre al retortero e imitando las maneras y ademanes de las grandes figuras pugilísticas.
Una bocanada de aire tibio fue a toparse contra el resuello caliente de Anastasio que cerró a tiempo párpados y boca para no desfallecer. También el ala de su sombrero se amonteró, pero al instante ya caía sobre su frente..., justo cuando una gota fresca de sudor resbalaba, nariz abajo, produciéndole un sutil cosquilleo. Con un dedo tieso de la mano derecha la detuvo. Luego se miró despectivamente la yema empequeñeciendo los ojos.
Desde la cumbre de una de las dos lomas gemelas, separadas por un arroyuelo a punto de secarse -del que emanaba, mezclado con el olor dulzón de hinojo, una algarabía de cantos de sapo-, se divisaba una aldea dormida. Una bóveda metálica, herméticamente cerrada en los confines, mantenía quieta cada brizna; los caminos parecían largos gusanos blancos, retorcidos y muertos sobre la tierra también gris. Sebastián, tras lanzar violentamente el cigarro contra un picacho de pedernal que surgía, solitario, de un barbecho muy agrietado, agarró la escopeta y, apoyando la culata sobre su hombro izquierdo, echó una ojeada en derredor: la impresión de un horizonte tan desolado llenó su alma de incertidumbre.
A Anastasio la figura del padre revoloteando como un espantapájaros al que una ventisca le hubiese roto un brazo, le provocó tal risotada, que tuvo que incorporarse a medias, apoyando el codo en el tronco donde se recostara segundos antes, para aliviarse del postrero ataque de tos y también del consecuente sudor que hasta le pegaba el Lacoste a la espalda.
Sebastián aprovechó, mientras tanto, para lanzar un tiro al viento y, tras el eco sordo que se esparcía decreciendo por el inmenso olivar, ir a tumbarse junto al hijo, los ojos muy abiertos y secos:
-No se mueven ni las hojas. Esto parece muerto; como si años atrás hubiesen lanzado la bomba atómica.
Anastasio no contestó, sólo se limitaba a mirar al lugar donde momentos antes la figura azul y blanca del padre rotaba sobre su eje igual que una peonza. Y así, añorándola y desplomado como ave herida, permaneció largo tiempo; mas cuando había trascurrido quizás demasiado, Sebastián prorrumpió:
-¡Anastasio...!
Pero éste, al tiempo, le chistó a la vez que daba un brinco:
-Mira, mira... ahí va una perdiz con sus crías.
Sebastián, igual que un magnífico mercenario, se echó al hombro el arma y, sobre una roca, apuntó a los diminutos polluelos que correteaban tras la madre. Anastasio al verle, con voz desgarrada gritó:
-¿Pero qué haces...? ¡no ves que si matas a la madre se mueren las crías! -Y blandió el brazo para cortar el aire... o, más bien, restar importancia a la frase que acababa de pronunciar. Sebastián, después de posar el arma en el suelo, asió con la mano crispada el muslo de hijo:
-¿Pero por quién me tomas...? -Antes de proseguir se encajó la mandíbula con la mano que, anteriormente, asía su pierna- ¡Dime! ¿...por quién?
El otro, aunque rígido, se mantenía ajeno, la mirada flotante; delante de la cual iban desfilando unas imágenes en hilera..., unas veces al trote otras, amontonadas, a galope: igual que un ejército cabalgando sobre la línea del horizonte en el momento de ponerse el sol. Asustado, con dedos palmípedos y prensiles, fue hurgándose las cejas, la frente, el pelo... hasta haber espantado, al menos, alguna de aquellas postales tan sorprendentes y, al tiempo, antiguas que taladraban sus ojos. Sin embargo una, donde el padre parecía un cabrero junto al rebaño, se antepuso a las demás, insistentemente. Pero, con el característico ademán de espantar musarañas, se zafó de ella y se dispuso definitivamente a hablar:
-...Una vez escuché a unos chavales contar que tú y unos cuantos más os reuníais en un cuartucho, alquilado para la ocasión, con unas golfas... -agachó la cabeza; después, con la frente húmeda y las pestañas a punto de emprender el vuelo, continuó- ¡...No sé cómo decirte! ...al fin y al cabo, para mí representabas la imagen viva del semental; aunque en casa te odiara, en la calle, junto a mis amigos, presumía de tí. A veces ponderaba tanto que algo trivial e intrascendente lo transformaba en primordial... y ¡no creas! muy atrayente para los demás: yo, en el centro, relataba a los chavales pormenores escabrosillos... hasta insinué que desde mi cuarto se escuchaban chirridos de somier, que las noches enteras las pasaba de hito en hito... -Anastasio, exangüe, se detuvo para no chocar con aquellas pupilas teñidas de reproche, con aquella boca que, en contraste con la suya, brillaba y palpitaba como una oruga roja. Y se aplicó, mohíno, en el hoyo que pretendía construir..., entre sus piernas abiertas, y desde el comienzo de la divagación.
Sebastián, en respuesta, tronchó una vara de olivo y primorosamente comenzó a desprenderle hojas; sentía con ello un hondo bienestar... y la esperanza de alcanzar también absoluto desinterés por lo ajeno -siempre había intuido que sería el estado perfecto-; al fin y al cabo ¿no lo practicaba todo el mundo a ultranza? Y sí no..., ¿por qué tal falta de curiosidad del hijo por todo lo que él argüía...; sostenía como de capital importancia? ¿Por qué, precisó Sebastián, ni siquiera de soslayo curiosea lo que yo escribo? Y adujo ¡...ni su madre entonces! Pero, a pesar de sus convicciones, en sus entrañas tampoco cesaba la lucha encarnizada contra el amasijo de vanas insinuaciones que Anastasio había expuesto... ¡Era todo tan ambiguo...! ¡tan plebeyo! Al no encontrar respuesta y tras una mirada deleznable al hijo -que en este instante dejaba de piafar-, su voz comenzó a fluir etérea, meciéndose en el silencio:
-De pequeñito, envuelto aún en un manteo, adquirí el primer compromiso; al parecer, un primor de bebé, y ante las expectantes miradas, todavía por identificar, de unos rostros flotando en torno a mi cuna, di muestras de una diabólica coquetería. A partir de entonces y, tal vez en agradecimiento a su conmiseración y compañía, procuré agradarles indiscriminadamente. Y más tarde, no conforme, también me obligué a regalar una palabra amable... Así me convertí en el simulador perfecto; quien mejor respondía a las demandas ajenas, por muy exigentes que fuesen. Recuerdo un día que un vejete, el cual solía visitarnos de vez en cuando, con una mueca blanda sentenció: ¡Cuando seas mayor te las vas a llevar de calle! Y concluía sin tomar aliento: ¡Ya empiezas... ya empiezas! -Sebastián hizo una pausa al ser interferido por la belfa sonrisa de su interlocutor; luego continuó beligerante- ...Pues esas minucias se fueron pegando, día a día, hasta saturar cada poro, hasta revestir mi piel de un caparazón lujoso, pero asfixiante... ¡Aún permanece sin mácula!
Unas manchas amarillas, que saltaban nerviosas frente a ellos, fueron apresadas por unas ramas de olivo; al instante ya eran absueltas, aunque más decoloradas y afligidas... igual que si les hubiesen extraído la savia. Después, como una ilusión, huyeron tras el hálito que Sebastián, con labios palpitantes, expelió momentos antes de continuar:
-...Cuando fui mayor, la leyenda de conquistador me perseguía; sobre mis hombros pesaba como una estola de bronce. Hasta mis amigos, guiñando un ojo, intercambiaban socarronas frases: ¡No debe ligar éste ni na!. Jamás he desmentido tales cuentos. Pero me pregunto, sí no hubiese adquirido aquella deuda cuando nací, quién sería ahora: un Don Juan, un casto frailuco, un depravado... o un simple acólito bien instruido, que de carrerilla responde en cada pausa... aunque no le den pie.
Sin consentir apenas el chasquido de una brizna, Anastasio se encaminaba ya hacia la linde, al borde del abismo. Sebastián, apesadumbrado por la pérdida, justo cuando más lo necesitaba, mantuvo la vista donde creyó ver desaparecer la imagen del hijo, tras el haz de luz refulgente que fluía de las espesas y negras nubes. Después, tras el éxtasis amargo que le produjo esta visión -que ni él mismo se atrevía a discutir- recostó la nuca sobre un tronco añoso. Desde allí, entre el entramado del sombrero que posara sobre el rostro, veía de nuevo la figura, a veces borrosa y otras preclara, de Anastasio -fuera ya de la luz- lanzando chinas hacia el abismo. Pero la estampa de un mar picado desbancó a esta imagen. Luego se desvaneció también ésta, como si una tupida niebla hubiese caído sobre ella. Y de nuevo de entre la espesura surgió otra, aún más limpia. Al despertarse recordó:
...Que desde la parte trasera de un taxi se divisaba una llanura árida. También cómo, a unos pasos del asfalto, se extendía un oeste desgeografizado por el celuloide, de casas bajas y pardas...; biombos improvisados, tras los que se empinaban enormes cactus hirsutos. El conductor, una hembra de larga cabellera pelirroja, esparcida por el respaldo, conducía muy segura y fuertemente sujeta al volante. Vestía suéter cárdeno prieto al preponderante busto y pantalones vaqueros exageradamente ajustados a su gordura. Por la boca contraída y carente de sensualidad, profería ataques hipotéticos... que él, indignado, no pudo defender por encontrarse amordazado. De repente, un paisaje se congeló sobre el cristal de su izquierda: un parque desértico donde nevaba suavemente. En el centro de aquel parque un árbol enclenque, mecido por el céfiro, mantenía sus escasas hojas, ya doradas y maduras, como si Elfo eclipsara cada rincón. Ante ellos, y desvirtuado por el zig-zag del limpiaparabrisas, unas paredes blancas, de dimensiones inapreciables, se iban cerrando a medida que el taxi avanzaba -ahora velozmente- hasta convertir la carretera en un desfiladero en forma de uve, con sus lados enjalbegados y su vértice opalino. También la angustia se iba desbocando, bajo el presentimiento de que los muros podían desmoronarse. Una luz roja y fluorescente surgía del lejano vértice y, como un rayo, se abalanzaba sobre el coche, sin dar tiempo a reacción alguna... La parte delantera crujía ya bajo una enorme zarpa, entre la cual Sebastián sentía sus miembros y el pecho triturados irremisiblemente, igual que un grillo aplastado sádicamente por el pie de un despistado.
Los ojos mortecinos de Sebastián, cada vez perdían más brillo prendidos de aquella otra estampa cruel: en un cielo desolador, aunque orlado por enormes vellones negruzcos y ciertas pinceladas salmón, planeaba -cual golondrina- una paloma que pretendía, ilusa, construir figuras muy arriesgadas "¿Será la misma -se preguntó Sebastián-; ...la misma que nos persigue desde que llegamos a este pulcro y desierto jardín". Pero en el punto que parecía el mejor elegido para ejecutar la pirueta cumbre, vino a sumarse el rayo majestuoso de un parhelio. Entonces ésta, inmóvil en el aire y herida por la luz, se abandonó a la gravedad, las alas plegadas..., hasta despanzurrarse contra una roca. Pasado un tiempo indefinido Sebastián parpadeó y la mueca agria que endurecía su rostro fue violentamente azotada por una lluvia repentina de gotas brillantes, gordas y pesadas. Nervioso escudriñó entre la polvareda que levantaba la tormenta, con objeto de localizar a Anastasio.
El gris se iba tiñendo paulatinamente de pajizo; como si las bocanadas y remolinos de aire tormentoso zarandeasen cada flor, y el polen, que de ellas surgía, primorosamente se fuera esparciendo a pinceladas por entre el inmenso olivar: de plata por las ramas donde sobrealumbraban los destellos de los rayos esporádicos de sol. Anastasio, en jarras, alzaba la vista hacia el cielo; fijo en cómo grandes nubarrones negros arremetían, temerarios, contra otros de tonalidades más claras. Y cómo provocaban, en su lucha, un estruendo en puja... por momentos, aterrador. Su gesto expectante se tornó preocupado; temía que aquel destello de luces fuera sólo el inicio de una catástrofe. Al mirar al suelo pudo presenciar también que, sobre la tierra caliente y de perfiles cobrizos, caía una remesa repentina de pesadas gotas. Al instante cesaron. Y un rayo, sobre el poniente oscuro, abandonó una de sus arterias de plata. Quiso gritar, pero sintió vergüenza; también correr, pero lo detuvo una nueva tromba. Entonces se conformó girando el cuello, como un ave doméstica arrinconada por varios halcones estratégicamente repartidos. Mas tampoco así halló sosiego; es más, le crecía la angustia..., e incluso la incertidumbre. No obstante, y con singular ligereza, se puso en marcha, aunque sin dejar de atisbar, mientras corría, la mínima alteración del amielado cerco que nimbaba las copas de los árboles. Por azar, fue a detenerse frente al nogal donde se cobijaba el padre.
Con las pupilas bailando en sus órbitas, Sebastián, al verle, ordenó a gritos:
-¡Ven hacia aquí, idiota! ¿...No ves que las encinas atraen al rayo?
Anastasio no contestó; se estremecía y, sin perder su semblante primitivo, le fue surgiendo en el ceño un fino matiz de miedo. Luego se lo enjugó con el dorso de la mano que, instantes antes, había utilizado para juzgar cuánto llovía... Y, puesto que había comprobado que amainaba, fue a resguardarse al tupido nogal donde el padre, en cuclillas, le esperaba caviloso. Entretanto se acercaba soltó un bufido.
Sebastián aprovechó el tono como pauta para comenzar el relato de la trágica muerte del cabrero; al que conocía y a quien sorprendió un rayo asesino cuando almorzaba su ración diaria de pan y queso... tal vez no muy lejos de estos lugares:
-Lo encontraron negro como el tizón; de su boca entreabierta surgía, blanquísimo, un trozo de queso de cabra... como un nenúfar en un estanque de pez.
Mientras hablaba quedo, con los párpados medio entornados, se mantenía fijo en la penumbra dulce que el temporal creaba bajo las ramas goteantes de los olivos... pensando que aquel aguacero, sembrado por gotas más gruesas que caían de las hojas, podría ser un tul, tejido con manos finas y delicadas, donde a la par otras manos, aún más primorosas, fueran prendiendo lágrimas de cristal... También se percató que tras el artístico velo cruzaban pájaros y, a pesar de la lluvia, insectos arrogantes, provocadores... ¡Cuánta belleza -dedujo- surge del lugar más inesperado! Al dar por terminada la reflexión dirigió la vista hacia los ojos encandilados del hijo... luego a la boca, donde se apreciaba una incipiente sonrisa. Entonces, sin dejar de escudriñar en torno a él, fue aproximándose lentamente, hasta quedar cara a cara. Allí se jactó de su poder, el tiempo que creyó necesario..., de la supremacía paterna.
Anastasio aprovechó esta disyuntiva para sonreír frente a lo que parecía su propia imagen... Mas escasos momentos pudieron, uno y otro, sostener la mirada y también las muecas -a cada cual más imperativa- porque, igual que ceniza, fueron destruidas por el aliento recíproco.
-...Ovejas y cabras enloquecieron, y el perro, que siempre las protegía, sin saber por qué, las fue arrinconando hacia un foso donde se precipitaron misteriosamente una tras otra... primero todas las cabras y después las ovejas, sin proferir balido alguno -Pasados unos instantes, en los cuales llegó a disfrutar de una óptima concentración, Sebastián apostilló con misticismo:
-...Ahora comprendo por qué se suicidan en masa algunos animales irracionales...
Sin mediar palabra en un buen rato -en el que ambos permanecieron ensimismados- y una vez mostradas, mutuamente, las estrambóticas maneras de desperezarse, pusieron pies en el camino... Y, sin perder el anejo aire castrense al andar, llegaron de vuelta al cortijo.
Capítulo décimo
Sebastián, desganado, colgó la escopeta en la estaca de la fachada principal, sin dejar de abanicarse con el sombrero. El blanco de la pared, tan cerca, le produjo escalofríos; pero al instante, ya se aliviaba con un bostezo y frotábase las manos bruscamente al tiempo que dirigía sus pasos hacia el emparrado de la entrada. Bajo los penachos, y al rozar con la oreja un enorme racimo de uvas moradas y húmedas, detuvo la vista en los titubeantes andares de Anastasio que, desgarrando el sobre, se encaminaba, remolón, hacia la escalera. No supo a ciencia cierta por qué la sangre en sus venas, al fijar la vista en aquel manejo, se precipitaba a más velocidad de lo clínicamente estipulado; aunque sospechaba fuese debido al desinterés que había mostrado el hijo por la carta, cuando, al fin y al cabo, no era más que un ardid delusorio para no levantar celos... Ya que -adujo Sebastián-, con sólo leer la primeras letras, se precipita escaleras arriba ¡el muy imbécil! sin mirar siquiera..., con los folios abigarrados de letra menuda y sujetos en la mano que desliza por la baranda... e incluso aireándolos igual que si despidiera al tren.
Como una raíz musgosa, surgiendo del ángulo formado por la fachada calcinada de la cocina y una tapia sembrada de cascos de botellas -tras los cuales se abrazan dos cipreses-, sobresalía una tubería mohosa. Justo a la altura de un desagüe, incrustrado en el suelo con forma estrellada, dicha tubería se convertía en una alcachofa de plástico -en otro tiempo, de estridentes colores; hoy, más desvaídos-, igual que una coloquíntida que brotara de la engañosa raíz. Sebastián miraba arriba y abajo perdido en el recuerdo de aquella tarde de domingo, hacía una eternidad, cuando su padre, lleno de gozo y con los calzones de felpa sujetos por un cordel verde a su gran panza turgente, gritaba, bajo la lluvia milagrosa, los infinitos placeres del revolucionario invento: "¡Sebastián! ...despréndete del delantal de tu madre y acércate aquí como un hombre". Podía oírlo desgañitarse; sin embargo su altivo rostro mantenía la sonrisa siniestra de la fotografía del salón. De espaldas a la ventana, donde el hijo asomaba la cabeza vacilante, comenzó a desvestirse parsimonioso, apesadumbrado y tremendamente agotado.
Anastasio entornó la ventana, sin poderse desprender del chisporroteo armónico que producía la ducha del patio; incluso, ya sobre la colcha, siguió percibiéndolo. Mientras tanto daba hondas caladas a un cigarrillo, con los folios enrollados escuchaba aun el zumbido terco de un tábano que pretendía atravesar el cristal embistiendo. Dolorido el animalito dio un giro y fue a enredarse en los visillos. De súbito cesó el chapoteo; ahora se percibía aquel zumbido adormecedor; a lo lejos, el agua cristalina del arroyo en el incesante caminar hacia su destino; envolviendo al cortijo, aquel ulular tan inquietante como el imitado por silbadores profesionales en doblajes de película; y aun balidos espectrales de la masacre ganadera que el padre había relatado. Todo se prestaba sugerente y enigmático. Anastasio, proclive a infectarse del romántico entorno, deshizo el cucurucho de papel escrito y se dispuso a leer; pero con tan mala fortuna -una bocanada de bochorno arrancó los folios de sus dedos remontándolos al techo- que tuvo que incorporarse bruscamente en la cama para cazarlos en su revoloteo temerario. Cuando estuvieron ordenados comenzó a leer al fin:
"Querido hijo... -A su cabeza acudían múltiples imágenes que lo desviaban de los renglones- ...Como ves... -Con furia intentó encauzarse, asido fuertemente a los folios; pretendiendo con ello admitir más interés por el contenido. Pero un nuevo y obstinado recuerdo arañaba su frente: ¡Anastasio! ¿Te gusta mi chorva? Está cañón, la mamona. ¿Viste cómo chillaba cuando se la metía? ¡Puff... mira cómo se pone mi troncho cuando la evoco! ¡La muy puta! ¿Y sabes por qué? ...Lo tenía cerrado la ignorante, por eso daba aquellos gritos. La tuve que desflorar... ¡Ya pudo haberme puesto en antecedentes la hijaputa! ...Porque, si lo llego a prever, le hubiese hecho una filigrana aún más primorosa que el manto una virgen: primero hubiese bajado al pilón, a chuparla los labios; después, con ellos húmedos ¡y buen tino! te juro que aún se hubiese quedao más plena.
Anastasio jadeaba. Se convulsionaba. Miraba de soslayo la ventana, la puerta... hasta que, a punto de perder la cordura, suspiró. Luego, con la mano trémula, pellizcó la colcha y, antes de introducirla entre el pantalón y la carne caliente, la dio un lametón: al palpar se percató que la guarida estaba tan viva como una camada de perros. Sin éxito, los folios en la otra mano, se aferraba una vez y otra a la caligrafía, quizá con la esperanza de cortar casualmente la lía del recuerdo. Pero sucumbía y sucumbía: ¡Chúpame el capullo, hijaputa! ¡...Chúpamelo! Los folios se desprendieron por segunda vez de su mano izquierda. De la otra mano -la derecha-, y a la cual trataba de dominar, se apoderó una furia demoníaca.
-¡Anastasioooooo! -Aquella voz flotaba a lo lejos junto a los folios rezagados- ¿no me oyes?
Anastasio dio un brinco y fue, atolondrado, hacia los visillos, a enjugarse las manos, las ingles, las nalgas... Tras la puerta insistió la voz del padre:
-¿Estás sordo... o en otro mundo? -Sebastián zarandeaba el picaporte- ¿...Y por qué te encierras?
El hijo, simulando soñolencia, profirió:
-Ahora voy.
"Efectivamente -sentenció Sebastián cuando bajaba caviloso, recostado en la barandilla escurridiza- su voz parece salir del infierno". El viento silbaba arrogante por los tejados. Y la puerta de la calle, frente a él, se abrió con estruendo.
Anastasio se atacaba con desmaña las harapillas: los párpados le ardían, los labios imitaban a dos bómbices retorciéndose dentro del capullo. Con la cabeza gacha se acercó al espejo de las gárgolas, sin advertir que los folios, tras la puerta, aún planeaban a ras del suelo. Avergonzado frente a su arrebol, para atusarse el peinado se chupó los índices... pegajosos y agridulces como una ensalada turca; al tiempo transformaba el gesto de diversas maneras: fruncía el ceño, hollaba las mejillas con los mismos dedos pringosos, borraba la sonrisa... Una vez satisfecho urdió la forma de entablar conversación con el padre. Sin embargo al retirarse, reculando muy envarado y observar cómo su propia imagen empequeñecía exageradamente y se tornaba tan ajada y abyecta como la de un fantasma, se sobrecogió.
Sebastián, desde abajo, vigilaba -también confuso y consternado- a las hermanas y por el contrario antagónicas figuras reflejadas en el espejo. Una de ellas dijo:
-Pareces sacado de una pintura goyesca.
Anastasio tosió insistentemente antes de replicar:
-No; es que me he dormido un poco. Estaba leyendo la carta y me he queda... -Sin concluir agachó la cabeza y se lanzó escalera abajo. En el último escalón jadeaba como un perro- ...quedado roque.
Sebastián que esperaba sentir la proximidad del hijo, aún con los ojos cerrados -plantado con osadía junto a la entrada y hasta gozoso de percibir aquel viento en el rostro preñado de perfumes campestres-, escasamente pudo aspirar el aroma agrio que a su paso levantó éste de camino a la cocina.
Comieron callados, aunque defendidos del silencio por las ráfagas preclaras de los nocturnos de Chopin. Como de costumbre, uno ante el otro: el padre frente a la luz, que con saña se aferraba a su rostro descamado; el hijo, de espaldas al ventanal, el cuello del Lacoste dado la vuelta, los bucles tapándole el ceño. Cuando hubieron terminado, el sol se había desplazado, Sebastían, a la sombra, mantenía, indeleble, una perversa mueca de superioridad; la que Anastasio -taciturno ante el plato- pretendía aspaventar con un tarareo inarmónico y simplón. Sin embargo el primero, orgulloso y dueño de la situación, aún más se pavoneaba... incluso se permitió silbar unos acordes del Manisero cuando, al ritmo endiablado de su dedo corazón, picaba el fondo de la cajetilla para extraer un pitillo... ajeno a los nerviosos pasitos provenientes del desván y sugeridos por el pianista.
Anastasio aprovechó el silbato de la cafetera para huir como una exhalación. Resollante, se acercó a la pila de granito y allí, procurándose así una mejoría rápida, agachó la cabeza bajo el grifo; luego se restregó la bayeta mugrienta por la cara y seguidamente sacudió la cabeza, enérgicamente, con el propósito de adecuarse mejor los rizos. Mientras andaba, satisfecho y de camino a la sala, comprobó que el frescor procurado por las corrientes aun reconfortaba su alma. Sobre la palma de la mano, a la altura del hombro, portaba una bandeja -donde tintineaban tazas de porcelana, copas de cristal y cucharillas de plata-, y un paño blanco pendiendo del antebrazo contrario apoyado a la cintura. Ante el padre paró desafiante; pero éste, que se mantenía absorto en la fotografía de los suyos, no prestó atención. El hijo esperó de pie, sin prisa, firme... igual que el ayuda de cámara ante un anciano rico, cuando éste, simulando ardua reflexión, disfruta de la reglamentaria cabezadita. Al fin Sebastián bostezó y, al punto, los dos se miraron amables; habían comprendido que las prosódicas manos del pianista en curso eran las causantes de tanta armonía. Anastasio hizo un guiño antes de sentarse y hablar:
-¿Cómo era la abuela? -tras una pausa, a la espera de una pronta respuesta, se irguió en su asiento para servir el café, el labio inferior cruelmente atrapado entre sus dientes. Sebastián, consciente de la impaciencia del hijo, se abstuvo de bostezar y contestó con cierto regocijo, reprimiendo vicios habituales e improcedentes:
-Dulce, de ojos adormilados. Muy guapa -tras un silencio, donde parecía rebuscar apelativos exactos, continuó lánguido, dirigiendo penosas miradas a la fotografía de sus padres mientras azucaraba el café-, tenía la nariz larga y recta y un hoyuelo en la barbilla ¡en la foto no se aprecia bien: ya estaba estropeada y enferma! ...Siempre hacendosa y callada, como una hormiga. A todo se doblegaba; a los gritos del abuelo respondía con sonrisas, espantando así la cólera del otro. Aquella imperativa conducta de mi padre retumbaba entre nuestro silencio, insistentemente; dominaba nuestro sumiso carácter, tal vez, por oposición al suyo. Lo mismo ella que yo le adorábamos; seguíamos con embeleso historias de sus continuos viajes y asentíamos a cualquier comentario o propuesta..., aunque fuesen descabellados. Ahora no me parece extraño que en su ausencia apenas nos dirigiéramos la palabra, pues yo pasaba el día encaramado al nogal, vigilando el camino por donde aparecería: gallardo, montado en su jaca Lucera -Sebastián construyó una mueca desabrida- ...a la que había que cuidar con cautela y mimo. Todas las mañanas mi madre sostenía las bridas, sin dejar de inspeccionar mi trabajo y pletórica de orgullo... tal vez gozaba viendo aquel elegante animal, propiedad exclusiva de mi padre..., o soñaba con endiabladas hazañas, prieta a su grupa y a galope por pendientes pedregosas, hacia donde los acecharían novelescos contratiempos... ¡quizá había visto LA DUQUESA DE BENAMEJÍ! -Quedó pensativo, la mueca aún más desabrida, la mano, que sostenía el cigarrillo, lánguida y acorde con la romántica música- Pero jamás comentaba nada referente a sus pensamientos y recuerdos; sólo bajaba de su éxtasis para señalarme algún rodal de barro, oculto en la panza del animal, el cual, por despiste, hubiese yo dejado sin cepillar. Después volvía a elevar sus ojos claros hacia las cumbres...
Anastasio escuchaba boquiabierto y con el dedo índice de la mano derecha -una vez húmedo- se rozaba la línea de la boca. Sebastián, mirándole, y tras expulsar el humo denso del cigarro atenazado entre sus dedos erectos, prosiguió su relato con pretendida cadencia:
-La única voz que resonaba en este páramo era de tu abuelo: potente, llena de brío... con un seco bufido, hasta los animales se anonadaban: Lucera relinchaba, dando su buen parecer, desde la cuadra o amarrada a esa vieja estaca de la fachada principal... igual que la prostituta siempre dispuesta a la más liviana insinuación del chulo. -Callado y triste Sebastián se ofuscaba ahora en la tarea minuciosa de aplastar la colilla del cigarro, hasta no percibir ni siquiera su olor.
Anastasio, dando la vuelta al disco, insertó nuevos nocturnos y, una vez sentado, inquirió al padre despertándole del ensueño:
-¿Era un dictador? -Una vez formulada la pregunta, dulcemente y mirándole a los ojos, se arrepintió de inmediato; se había percató de la ira en los labios del padre. Ocultó entonces los ojos tras sus manos entrelazadas. Sebastián no reprimió ni tiempo ni cólera para atacar:
-¡No digas tonterías! -Con la cabeza sobre el respaldo respiró profundamente- Mi padre era el hombre más honrado del mundo. Sabía, con mundología innata, cómo tratar desde señores importantes hasta el ser más insignificante de la tierra... Tenía tal flexibilidad de carácter que, de un instante a otro, adquiría una personalidad diferente: de irradiar cierta sensualidad, a una impenetrabilidad marmórea... -Un aire le ensombreció el gesto y el tono enérgico se le tornó lastimero- Inconscientemente quizá le envidiara -se sonrió- tal vez se pueda teorizar sobre ello: ¡autoterapia! -Había perdido el aplomo, ahora bizqueaba escupiendo palabras- Pues, aunque admirase la forma extrovertida de su carácter, tan opuesto al mío, hubo ocasiones en las que también envidiaba sus maneras, su donaire, la peculiar atención al escuchar: vivaz, siempre a la expectativa... ¡igual que un lince! -Al vuelo cazó una copa de panza grande, previamente mediada de coñac, y atizó la llama del encendedor al borde. Viendo como se besaban las dos sustancias permaneció mudo hasta el momento mágico de la inflamación del alcohol... ajeno a los implorantes ojos de Anastasio, el cual también portaba una copa. Y siguió hablando, perplejo ante la llamas- ...Necesité miles de horas de adiestramiento frente al espejo para emular unos cuantos de sus múltiples atractivos: algunos se han mezclado en mi personalidad sin diluirse, otros en cambio se han transformado en estereotipados tics... ¡De veras! acaricié el sueño de poder imitarle a la perfección; sobreponerme a los miedos... Y ¡ya ves! -al alzar la copa llameante, simulando un brindis, la cara eclipsada de Anastasio adquirió el color y textura del caqui maduro-_ ...nunca lo conseguí. Si mi padre viviera diría: "Este tonto no pude ser hijo mío" -El fulgor etílico se extinguía y, paulatinamente también, el brillo en sus rostros.
Al percibir Sebastián la mueca amable del hijo y la amenaza de una nueva salida de tono, inquirió afablemente:
-¿Crees que me parezco en algo?
Anastasio, aunque estaba prendado del vuelo de la paloma blanca y gris a su paso por la ventana, sin titubeos contestó:
-Pues, la verdad, pienso que en absoluto.
Sebastián, sintiéndose avergonzado, cambió de táctica y desconectó el aparato de música; y, sin dejar de espiar a la paloma que en ese instante gravitaba en torno a un racimo de uvas, dijo:
-¿Qué decía tu madre en la carta, si se puede saber?
Anastasio volvió a responder al punto:
-¡Ya te dije! ...me quedé dormido.
Sebastián se abalanzó sin más sobre el hijo, el puño en alto y crispado, la cara arrebatada por la ira:
-¡No tienes perdón de Dios!
Cuando Anastasio se dirigía con procurado aplomo hacia la puerta, el padre, aún levantando el puño, dio una patada a la primera silla que tuvo a mano y la estampó contra la pared.
Capítulo undécimo
Fuera de la posible visión del hijo, bajo un cielo azul y a jirones del color de la balaustra, Sebastián, cañada abajo bordeando la ribera del río, arremetía demente contra ramas bajas de frutales y entre las hojas lanzaba implorantes lamentos. Una espesa sombra aceitunada arropaba a la extensa vega. Allí, en la más absoluta enajenación, litigaba contra el aluvión desbocado de sus pensamientos...
Anastasio, subido en el alféizar de la ventana que daba al río e incrustado entre sus dos muros -las rodillas a la altura de la cara vuelta hacia el paisaje bañado por los débiles rayos que filtran las nubes rosáceas-, intentaba alcanzar el don necesario para comenzar a leer la carta, ahora asida con desdén, como quien levanta del ala a un pájaro muerto. De sus ojos caían abundantes lágrimas que resbalaban, en continuo chorreo por la piel tirante, hasta las comisuras de la boca, introduciéndose entre los labios esponjosos y palpitantes... Una intensa amargura le atenazaba la garganta, impidiéndole discernir si era el final o cabría la esperanza de una calma placentera en los próximos días; también presentía la histérica figura del padre lidiando el aire con insultos dolorosos, aplacando su furia de aquí para allá, contra un árbol, un junqueral...
Hecho un fardo Sebastián fue a desplomarse, boca abajo y a lo largo, sobre un ribazo situado entre dos álamos orgullosos y altivos. Las briznas de hierba mojada se pegaban a sus mejillas ardientes, y un placer dulzón comenzó a fluirle en las venas. La tierra agria, fangosa por la mezcla de lágrimas calientes y su babeo amargo, le embarraba los labios, los dientes, el paladar... Se dio la vuelta, la cara churretosa frente al resplandor: en la cumbre descubrió cómo las últimas ramas de los chopos -ora tristes ora alegres- se mecían con el viento; hasta se enlazaban para formar un gran arco donde las golondrinas planeaban profiriendo trinos..., ordenadas en escuadrones perfectos a veces, otras con forma rectangular... o en uve veloz como punta de flecha lanzada al vacío. Gracias al aire límpido, repleto de aromas, y al fragor del río, pudo mitigar el agudo dolor del pecho y disponerse a volver -aunque antes, con grandes almorzadas de agua fría, se empapara la cara y el cabello apelmazado y sucio- alertado por repentinos escalofríos, provocados por la bruma que brotaba de la corriente y que la brisa de la tarde trasportaba hacia los troncos musgosos de la alameda. Algo más sosegado y consciente siguió el margen del río, deteniéndose a unos pasos antes de la charca donde adoptó, por miedo a una vigilancia clandestina, un caminar cansado. Frente a la ventana agachó la cabeza, sin antes mirar de soslayo al hijo, para después encaminarse raudo y tozudo hacia la puerta delantera.
Cuando se desentumecía Anastasio, frente al campo que enmarcaba la ventana, vio remontando la pendiente al padre cabizbajo, las manos en los bolsillos y los bucles húmedos sobre la frente. De pronto anidó en su pecho, sediento de sosiego, un atisbo de esperanza: tal vez lo apuntara el tono violeta de la tarde o aquel religioso silencio... o la marcha repentina de todos aquellos recuerdos y sensaciones, sólo vivos hasta segundos antes... Tranquilo fue a tumbarse sobre la cama. La lividez de la tarde prestaba al conjunto una consistencia funeraria... sin embargo, el resplandor anaranjado del flexo lustraba su tronco llenándolo de vida hasta la cintura, justo donde le cubría la sábana: como si la imagen marmórea de la lápida de un torero recobrara milagrosamente aliento. Forzando la vista en los renglones vacilantes leyó:
"Querido hijo:
"Como ves, he roto la promesa de no escribir. Y, a consecuencia de ello, me las he visto y deseado para encontrar las señas de esa mujer que, según me han informado, os engalana la casa: empleo engalana ya que, según tengo entendido, es una loca rica que, al parecer, dedica sus ratos de ocio en trabajos domésticos... Y yo, que siempre mantengo que los grandes impulsos no hay quien los detenga, milagrosamente me he salido con la mía.
"Pues verás, hasta anteayer seguía dura en mis propósitos, pero, como te explicaré, todo tiene su porqué... aunque siempre en mí, un poco sofisticado: anteanoche, después de ver un peliculón, que espero veamos juntos cuando regreses (es una de esas a las cuales yo considero siempre vigentes por la filosofía tan acojonante que desprenden) volví a casa un poco melancólica. Inconscientemente, mientras me desvestía, entré en tu cuarto y como una sonámbula abrí el armario; de allí salía a raudales el aroma a limpio que tanto te caracteriza y (ya me conoces) incapaz de reprimirme, arranqué a llorar desconsoladamente, como una madre dependiente que, al mínimo vuelo de sus polluelos, queda compungida. La noche la pasé en una mezcla de delirio producido por la fiebre repentina y un desvelo insólito que ni siquiera me dejaba leer este libro tan apasionante que me está subyugando... Así, hasta el momento de ponerme ante el papel, deseosa de hablar contigo. Porque quiero que leas la carta como una conversación y no como una relación de palabras escritas: ya sabes que las flores de papel me exasperan.
"Ahora paso a relatarte una de las pesadillas que, entre los desvaríos, se iban filtrando: era un despacho de color yema de huevo y techo altísimo, donde tú, yo y tu padre ¡ja! vendíamos pan tras un mostrador, todo en un tono amarillento. Pero lo más insólito fue que nuestros físicos no correspondían a la realidad, aunque en el sueño los reconociera como tales. Pues verás, parecíamos tres cerdos lechosos, de orejas carnosas y muy tostaditas por los bordes, rodeados por enormes pilas de pan crujiente... ¡aún persiste en mí el olor a pan del día! Un ruido ensordecedor nos circundaba, hasta que de repente fue cediendo y, no sólo el horrible sonido, también el movimiento: los tres quedamos quietos, como en una fotografía. Sobresaltada desperté; todo mi cuerpo nadaba en sudor.
"¿Qué te parece? Ahora me río, pero, nada más abrir los ojos, tenía la piel de gallina, como si una música tenebrosa hubiese penetrado a través de los cristales. No hago más que reflexionar sobre ello; doy vueltas y más vueltas sin hallar una explicación convincente, una pista donde poder investigar. Aunque te parezca estúpida, el sueño o, mejor, la pesadilla tenía una relevancia a un nivel extrasensorial sospechosísima: parecía una llamada a algo ¿cómo decirte? Más que el significado psíquico que pudiera mostrar, parecía una señal sobre nuestro porvenir: aunque espero no verme, en un futuro, de panadera con tu padre. Ahora no deseo aburrirte más con mis sueños, ya hablaremos largo y tendido cuando regreses.
"El regusto amargo del sueño manchó, no sólo mi despertar, también la luz del alba. Enajenada abrí las ventanas... para hastiarme del frescor primaveral. Sabes qué me encuentro: un cielo encapotado como en diciembre. Temblorosa me abalancé al teléfono, a implorar a cualquier amiga disponible. Pero la primera en contestarme, sin la excusa de una prisa imperiosa, fue mi amiga Paca, la que fue maestra en un pueblo perdido de la Mancha ¡No puedes hacerte idea de su relato! Estaba la mar de compungida ella también. Pues verás, me contó que su hermano pequeño (tú debes acordarte de él: alto, pelo ondulado y mirada de cristal. Todo un hombretón. Según la hermana, la imagen perfecta de un moderno jugador de baloncesto), el cual no hace un mes regresó de la mili, se había levantado una mañana fuera de sí y lo primero que gritó a la madre (que aún no sale del espanto) fue una serie de injurias, según él, por llamarle maricón: no sólo la madre, también el mundo entero... los otros soldados, el capitán... Estaba hasta los cohones de no ser considerado todo lo hombre que era. Y que iba a empuñar una pistola para liarse a tiros contra el primero que le mirase raro. La madre, asustada, llamó urgentemente a los hermanos y entre todos decidieron ingresarle sin demora en un centro psiquiátrico. Están a la espera del diagnóstico o de alguna información sobre la causa de su locura. ¿Imaginas el panorama? !...Tan guapo!
"Aún más nerviosa y cuando lo intentaba con la agenda sonó el teléfono. Era Juan Carlos para invitarte a un concierto de rock ¡No sabes lo mucho que se extrañó de tus vacaciones inesperadas y de tu marcha por la puerta falsa! Al rato se presentó más musculoso que nunca para tomar café conmigo... ¿sabes qué el pelo en permanente dulcifica sus rasgos, qué los rizos simulan su frente diminuta, dándole un aire más romántico, menos bruto? ...aunque temí, por un instante, que aquellas ojeras que circundaban sus ojos no fueran sólo causa del romanticismo y sí de un enganche a cualquier droga... Y, siendo tú su colega, ¿cómo no me voy a preocupar? Le di las señas de Presenta, por si decidía escribirte. Pero ya sabes lo ganso que es: se interesa enormemente, se pone simpatiquísimo llenándote de halagos y, después, pasa un porrón de tiempo sin recibirse noticias de él. Así que no esperes carta.
"También llamó el pesado de Sanguino; el compañero de instituto de tu padre. En realidad no comprendí qué decía con toda esa retahíla de vaguedades; aunque me dio la impresión que, bajo la manifiesta preocupación por el "estado emocional" de tu padre (según lo calificó él) se traslucía una crítica a su comportamiento en los últimos meses. Pues repetía, una y otra vez, el cambio tan espectacular de su carácter: "Algo tiene que pasarle. Está irascible; a cualquier broma responde con ex abruptos. Tu le conoces mejor que yo y, aunque su carácter siempre se ha distinguido por lo variable, lo de ahora pasa de castaño oscuro". Al final lo resumió diciendo que la monotonía va a terminar con todo. Relató la cantinela de un horario tan inhumano y más (resaltó) para Sebastían que pretende ser poeta... Que cuando salían de casa aún erraban lobos por las calles... En fin, ya te puedes hacer una idea ¡me tuvo amarrada al teléfono dos horas! ...con lo que odio este aparato. Ya le dije: "Sanguino, los profesores sois esclavos de todo aquello que transpira progreso" ¡vamos: venirme a mí! ...como si fuera una agencia de esas donde se busca pareja ¡eso sería el colmo!. En fin, no hay mal que por bien no venga: esta jerga me sacó de mi depresión. Y bueno; vamos a cambiar de tercio:
"Una vez que estuvo aquí Juan Carlos, y puesto que me sentía de nuevo reinsertada entre los vivos, decidimos salir a tomarnos el café afuera.... donde nos diera un poco el aire. A la vuelta me tropecé, en la calle de Alcalá, con Antonio, el de la pipa y pelo ralo... el que siempre vemos en la filmoteca... con el que tonteé un verano cuando todavía éramos jóvenes. Pues no sabes lo atento y galante. Me invitó a una copa de brandy en el Círculo de Bellas Artes... y hablamos de filosofía, de sus proyectos de dejar de una vez el trabajo burocrático y aventurarse a una ocupación más creativa, menos burguesa. También, de sus múltiples viajes a Marruecos, me relató uno, con palabras extraídas de los libros, en el que definitivamente había palpado fondo; desmenuzado su raíces, enigmas, ancestros... a sus misteriosas mujeres: pioneras de una de las culturas más eclécticas. En ellas (según sus sentencias) estaba seguro haber descubierto lo que anteriormente otros, pero en distinta cultura, dieron en llamar el más puro existencialismo. La negrura de sus ojos profundos enmarcada por sus atuendos (se preguntaba Antonio) si no sería un anticipo de tal doctrina... ¿no fue ese uniforme, un poco modernizado, el que llevaron en París, y después en todo el mundo, las musas más significativas de dicho movimiento?
"Anastasio, si te das cuenta (y sé exactamente transcribir sus palabras), ya en la manera tan cuidada de hablar se advierte una cultura vastísima. Escoge las palabras con tal refinamiento y esmerado gusto que una parece encontrarse ante un narrador de la antigüedad, de los que contaban historias interminables a un grupo de personas a la luz de la luna. No imaginas qué mente tan singular ¡...y de una profundidad alucinante! También hablamos de J.P. Sartre, de Simonne de Beauvoir, de Umberto Eco, de la Yourcernar, de P. Bowles... con el que se emparentaba por chupar de las mismas fuentes: Marruecos y el mundo. También defendió, como siempre, la libertad en cualquier campo y en todas sus acepciones... y en particular la de pareja. Sin embargo (es algo que no puedo entender) él sigue casado con ese parásito que, además, no le entiende lo más mínino... Bueno, al final me invitó a visitar su casa otro día (pues ese tarde ya tenía las entradas de una obra en francés que, según creo, dura lo menos doce horas) para oír juntos su colección de música barroca y hablar, más en profundidad, de cosas que merecieran realmente la pena. Como te digo: fue una tarde de lo más sugerente. Hacía años que no charlaba con alguien tan profundamente concienciado e interesante.
"Luego me encontré a unos pasos de allí, junto a la Cibeles, con Sandra (te preguntarás cuántos tropiezos en tan poco tiempo, pero la vida, ya te darás cuenta, está sembrada de sorpresas y aunque parezca mentira, Herman Hesse lo describe maravillosamente en Démian) y no puedes hacerte idea de lo cambiadísima que la encontré. Me dijo que había roto radicalmente con el pasado. Ahora, a sus cuarenta y tantos y después de abandonar al represor del marido, descubría, segundo a segundo, la vida a todos los niveles. Ultimamente estuvo conectada con unas tías majísimas y de lo más enrollás... Prometió llamarme un día de estos para quedar.
"¡Qué pesada! ...ya está bien de contarte mis ajetreos, ahora me gustaría saber de tí (aunque conozco tu aversión a la pluma) ...de lo que haces. En fin, auguro que debe ser una bonita experiencia.
"No me gustaría aconsejarte con respecto a tu padre, mas sí referir algunos de los recuerdos en común... o, mejor dicho, la consecuencia de unos cuantos: al fin y al cabo es tu padre y en el fondo un tipo excelente... aunque repita ¡el pesao! que he distorsionado su vida y que, con mi forma emprendedora, le quebrara las alas de escritor:
"Sebastián arrastra su adolescencia y, no es eso lo peor, también su marcada niñería; pues se ha revestido de un caparazón delicado que a la larga le está jugando muy malas pasadas. También la figura de tu abuelo (ese hombre inmaculado, apuesto, inteligente; según tu padre, el hombre más honrado del mundo; según referencias, un hombre excepcional, aunque con los defectos propios de cualquier ser humano; alguien que para amasarse una pequeña fortuna, que más tarde perdería, estafó a miserables; eso sí, de la forma más diplomática y cautelosa) y la manera solapada de imitarle, lo llenan de contrariedades y lo convierten en un hombre inseguro ante los problemas más nimios. Por eso bebe cuando se da de frente con su otro yo; al contrario que todo el mundo, no se teme a sí mismo, sino a alguien ajeno a él, pero dentro de sí ¡no sé cómo explicarme! Es anárquico cuando juzga a otra persona. Puede herirte cruelmente en un momento apacible y después atestiguar que lo estabas acosando, humillando... ¡no sé de cuantas cosas se resiente! A veces, al revolverse contra sí, escupe veneno pringando a todo aquel que le rodea. Pero si sabes canalizar sus confusiones, bajo esa apariencia diabólica se esconden grandes deseos de una urgente regeneración.
"Bueno, mi galán, me doy cuenta de lo pesada que soy con mis manías psicoanalíticas, así que te abandono; pero con la esperanza de que en el aislamiento lo pases estupendamente y te acuerdes de mí.
"Un millón de besos: Isabel".
Depositó los folios sobre la colcha de piqué con la misma ceremonia que un sacerdote al cáliz, una vez concluido el Sacramento de la Misa. Y apagó la luz del flexo: el cuarto entero se tiñó del azulado atardecer... malva ya por el oriente y anaranjado por el oeste. Quería suspirar, pero algo le atenazaba la garganta; que la fuerte respiración arrastrase consigo las impurezas estancadas en sus entrañas. Ansioso, Anastasio alcanzó la ventana y tiró con fuerza de una hoja, pero al ver trémula su imagen reflejada en el cristal quedó petrificado y azul.
El poniente despedía reflejos llameantes, fruto de la reciente despedida del sol que desde las entrañas de la tierra seguía pintando las nubes de rojo fuego. Como por encanto, del pecho de Sebastián se desprendió el amargo pesar que hasta el momento le torturaba. Supiró hondo, balanceándose dulcemente en la mecedora y pletórico ante el grandioso espectáculo. Como un niño cabeceaba al son del silbido de una vieja melodía y, con las punteras estiradas al aire -a la manera de baile clásico-, pedaleaba entusiasmado. Luego se puso de pie y bostezó con los brazos en cruz y la cabeza dulcemente reclinada sobre su hombro izquierdo. De súbito se sentó, un poco alicaído..., pero sin entender por qué...; y, sin saber cómo, de un impulso se volvió a levantar y corrió hacia la entrada. En el umbral de la puerta gritó al hijo con voz atenorada:
-¡Anastasio, baja! ¡mira qué atardecer; parece el fin del mundo!
Capítulo duodécimo
Cuando bajó Anastasio, después de leer la carta, un ocaso de difuminados contornos, casi marinos en los confines, le dio la bienvenida. A cierta distancia se hallaba el padre flotando entre la bruma oscura, con las manos asidas al extremo contrario del velador -la amimbrada garrafa de vino entre los brazos le servía de punto de mira para escudriñar el infinito donde tal vez aún anduviera su pasado... o su futuro- y una mueca adusta e indeleble... ajena a cómo el nogal acogía bajo sus ramas los rezagados aluviones de vilanos. Con voz tenue y soñadora insinuó al hijo, que se acercaba sigiloso de frente a la brisa, las pestañas entrelazadas y la sonrisa extendida:
-Trae una silla y siéntate ¡Ahí tienes un vaso!
Anastasio comprobó con minuciosidad la tez demacrada del padre, su perfil pacífico y unos labios resecos que insinuaban buenos augurios. Al sentirse observada la figura de benévola compostura, levantó el brazo con dos dedos rectos para proseguir impelente:
-...Te has perdido un atardecer apocalíptico: el horizonte, donde transponía el sol, era un decorado grandioso, construido por alguna divinidad al acecho de nuestra última disputa... Pero sospecho que todas las arpías, que merodeaban alrededor nuestro, huyeron a zambullirse en el mismo pozo donde se sumerge el sol para pernoctar.
Ladeado y mirando hacia la entrada, Anastasio dudaba entre escuchar la intermitente charla o precipitarse adentro. Al fin, en el último silencio, optó por lo segundo: apresurado cruzó el umbral y al instante ya regresaba, aún más deprisa, arrastrando la mecedora. Cuando de nuevo estuvo junto al velador miró muy fijamente al padre, sin despegar los labios. Éste continuaba hablando, fijo en el agitado follaje -ya tenebroso- y ajeno a cómo el hijo disponía la mecedora, frente a él, presto a retomar el discurso:
-...Aunque al referir recuerdos siempre hacemos el ridículo, y más aún si a quien se evoca escapó de tu vida, a pesar de ello, voy a relatarte el que sigue: La víspera a uno de nuestros esporádicos retiros que, recién casados, tu madre y yo disfrutábamos en este lugar (aprovechándolos para sumirnos en peregrinos argumentos que trascribíamos, por separado, en un cuaderno posteriormente constatado... tal vez porque nuestras respectivas vanidades lo necesitaban entonces...; y también para trasportar residuos y viejas glorias de una tía abuela de tu madre: cristalerías, cubertería, manteles...) y después del correspondiente ajetreo, colocación en cajas y maletas..., a tu madre le sobrevino un aciago dolor de cabeza. Sin pensar, tomó lo más a mano que encontró y se tumbó un instante. Yo seguía, de un lado a otro, recogiendo los últimos cachivaches cuando un golpe sordo en la habitación contigua me sobresaltó... igual que si, en el más absoluto silencio nocturno, furtivamente lanzaran un saco de trigo de contrabando sobre el pavimento. Acudí corriendo y la encontré en el suelo, inconsciente y temblando de pies a cabeza; la lengua fuera a penas permitía escapar unos ronquidos. Yo, demente y sin orden, me precipitaba del teléfono a la cama lanzando gritos y maldiciones...; aterido estaba de tal manera que fui incapaz de tomar decisión alguna. Sólo pensaba: si empeora me atiborro de pastillas y la sigo con los pies palante. -Sebastián se detuvo para ingerir vino. A lo lejos se agrupaban las formas que, teñidas de negro, vagaban fantasmales. Pletórico de gratitud, bendijo a la naturaleza con cortas figuras literarias en forma de piropos. Y, tras suspirar repetidas veces, continuó aún más calmoso- ...Siempre me he conducido así. De pequeño reaccionaba de manera insospechada: un día mi padre perdió también el conocimiento al caer de Lucera. Sin socorrerle, escapé pavorido; cegado por una rabia incomprensible asolé un huerto de tomates ¡los apisonaba poseído del diablo! Después, trascurrido el tiempo que se invierte aun en cazar un grillo, regresé como quien nunca ha roto un plato..., pero con el animal en la mano; ahora no recuerdo si, mientras introducía la brizna en el agujero del ortóptero, deseaba mi propia muerte ...Aunque creo que, como siempre que tras una crisis emprendo obstinado algún quehacer inútil, también entonces debí repetir la cantinela: ¡ojalá reviente! ¡ojalá desaparezca de este mundo; si no puedo vivir en éste!
Un silbido de búho se trenzó entre las últimas palabras. Anastasio dio un respingo; zarandeado por un escalofrío echó mano al vino y, de un trago, consumió el contenido hasta el borde. La noche cerró por completo; sólo el clavo del cigarro vagaba incansable del cenicero a la boca de Sebastián. Desde la oscuridad, y a bocajarro, preguntó Anastasio:
-¿Cómo perdió el dinero el abuelo?
Sebastián respondió sin preámbulos; parecía intuir la pregunta o procuraba, solícito, no cometer fallo alguno:
-Yo tenía catorce años: un año antes de la muerte de la abuela y de trasladarnos a Madrid. Entonces, a duras penas limpiaba ella la casa; se resentía desde unos meses atrás. Un día, según nos contó después -andábamos buscando espárragos-, no pudo levantarse. A la espera de una pronta recuperación, aguantamos una semana. Pero cuando el abuelo se percató de la inutilidad de mi esfuerzo, aparejó a Lucera un amanecer y salió a galope. Todo el día anduve del nogal al río, de la cocina con un caldito a los pies de la cama de la enferma; de allí al balcón para otear el camino; luego corría escalera abajo hasta la parra. Por la tarde me abandonaron las esperanzas. Sin embargo, muy avanzada la noche oímos (cada cual desde su duermevela) el martilleo férreo de los cascos contra el empedrado de la entrada, y su eco cincelando los bancos de niebla de las cañadas de alrededor. No me atreví a bajar y saludar, pero, a cobijo entre las sábanas, pude escuchar una risa cantarina y joven: era la tía Araceli -tras un suspiro y mientras llenaba las copas, continuó Sebastián- ...la hermana pequeña de mi madre. Por entonces tendría unos treinta años. La recuerdo perfectamente: ojos verdosos y un pelo ondulado y escrupulosamente recogido en una cola azabache que bandeaba, airosa, al compás de sus recortados ademanes. ¡Qué alegría! ...ya no estaríamos solos. Pero a los pocos días ¡maldición! entre bufidos y cantos desgañitados había puesto la casa patas arriba: a mi madre la acosaba con reprimendas descabelladas..., no dejaba de gritarle y, mientras limpiaba su cuarto, tampoco de acusarla por lo mal que había dispuesto la vida en este cortijo; la inutilidad de su retiro, ahora que el mundo comenzaba a respirar fuerte... ¡a pisar con brío, nena!
Sebastián, con los índices sólo, alzó en vilo el vaso, medio de vino, a la altura de su labio inferior y, de cuando en cuando, asomaba la lengua muy despacio... con mucho sigilo; apenas ésta rozaba el vino retrocedía veloz hacia su escondrijo... serpiente que husmeara tras una pieza que intuyera cerca... Cuando al fin hubo sumergido la lengua en el caldo, ya sin cuerpo, reemprendió el relato lentamente:
-...No hubo pasado una semana cuando exigió a mi padre una radio, aduciendo que no aguantaba en una casa, tan destartalada y triste, sin algo de música que llevarse al oído. Al atardecer ya profería el aparato gritos tan agudos como los altavoces de una feria. Y no contenta, en cada viaje y con carantoñas aún más refinadas, según tomaba confianza, requería otros regalos. Mi padre, desde el comienzo, ponderaba la solicitud, con algunos más a su regreso. Ella, en agradecimiento, trotaba juguetona por esos andurriales tras un hombre cada día más despojado de dignidad... ¡date cuenta que tendría entonces cincuenta años! ...Cual gallina enamorada de un zorro, tu abuelo esperaba enajenado, dispuesto a perder un trozo de piel en cada caricia. -Sebastián cayó un instante para mirar a las estrellas- Araceli aparentaba ignorarme, pero, al cruzarnos en cualquier camino, de soslayo me atravesaba con sus ojos gatunos: quizá era su poder para mantenerme mudo... Ni sentados a la mesa guardaban las apariencias: ella, mirándole libidinosa, exageraba los prolijos quehaceres de la jornada: y, en verdad, así era; desde el amanecer, de arriba abajo, arremangada y sudorosa, daba trapajazos a diestro y siniestro. -Entretanto iba enfureciéndose Sebastián, o tal vez debido a ello, sintió la inminente necesidad de estirar las piernas; acto seguido y sin premeditar sobre la consecuencia posterior, acercó el pie descalzo al borde de la mecedora... junto a la entrepierna del hijo: quien, al instante, se le tensaron todos los músculos- ...Mi padre, encendido, daba grandes risotadas... Muchas noches les oía a ambos bajo mi cuarto, donde duermes tú ahora, resoplar como fieras: a gritos pedía ella que la azotara como lo hacía con Lucera.
Con el índice y el pulgar Sebastián se acarició la frente repetidas veces, en actitud reflexiva. Un halo de tenue luz, que emanaba del gajo de luna encaramado allá en la copa más alta del nogal, se posaba delicadamente sobre sus nudillos turgentes y trémulos.
Anastasio, de espaldas a dicho resplandor, quedaba fuliginoso, la nuca reclinada en el respaldo. Desde allí, con timidez, pero con fuerza, lanzó las manos entrelazadas hacia el vacío, mas acto seguido las abandonó sobre el mármol frío del velador; los ojos fuertemente cerrados:
-¡Hace una noche... -y bostezó- muy buena!
La voz de Anastasio brotaba rota. Pero el padre, al punto, la detuvo:
-¡Anastasio...! ¿estás bien?
El eco se escuchó lejano en los oídos del hijo. No obstante, aproximándose al padre con una sonrisa soñolienta, dejó los dientes a la intemperie... refulgentes sobre el negro:
-El vino amoña un poco... ¿no?
Al bajar la mano tropezó con el muslo del padre; éste se movió bruscamente y sus labios se tensaron en una mueca taimada que Anastasio no percibió, pues, en ese instante, agachaba la cabeza para alcanzar una paja del suelo y hurgarse con ella la dentadura. Después, con las palabras encharcadas en saliva, habló:
-¿Por qué no sigues contando lo de la tía?
La pregunta la recibió Sebastián cargada de perversa promiscuidad.
-¿Sobre qué parte de la historia? -Replico con sorna.
Anastasio, sin contestar, sonrió bobalicón mientras vertía vino en los dos vasos.
-...Yo era de lo más inexperto y, aunque el campo te aviva rápido... pues cualquier alusión o dobles intenciones se cazan al vuelo a muy corta edad... ¡es como si el oído del campesino estuviese mejor dispuesto a las picardías! -Tosió para aclararse la voz, que empleara anteriormente, y proseguir con hilaridad- Pues ¡verás! montado en el poyo de la ventana pasé aquellos meses de lujuria. Allí esperaba, alerta, hasta la madrugada, aunque fuese para entrever siluetas; pues si la noche no era muy clara, tan sólo imaginaba el retozar de dos cuerpos anónimos. Mas, una de luna llena, y al borde de perder toda esperanza, descubrí la figura avizora de mi padre, tumbada en la pendiente reseca, y cómo Araceli reptaba, desde la esquina de la casa, igual que una fiera hambrienta, sigilosa... ronroneando en torno al árbol que se hallaba a unos pasos del cuerpo yerto y plateado de mi padre. Desde la ventana, y quizá por la perturbación, yo percibía en aquellos cuerpos de metal una identidad divina, como si fuesen dioses opuestos que hubieran bajado a la tierra, transfigurados de animales míticos, para copular... Junto a él se detuvo mi tía y, alzando la mano en garra, le atizó un violento zarpazo en la bragueta... Mordisqueándose como dos perros rabiosos rodaron después, pendiente abajo hasta la vera del río. La sombra del sauce los arropó, pero sus aullidos no cesaron hasta el alba. Yo, aún más quieto, reprimiendo mi dislocada excitación, velé sus jadeos hasta que la mañana los puso en evidencia... los espoleó y, entonces, ambos se levantaron atolondrados: uno hacia el río, imitando al cazador que busca a la presa desperdigada y moribunda entre los junquerales; la otra, atusándose nerviosa el cabello, ya de camino hacia la casa donde su hermana habría sufrido de ardientes celos toda la noche...
La luna huyó tras el nogal dejando a Sebastián y al hijo sumidos en una negrura espesa. Anastasio arrimó más la silla, incrustando las piernas tensas entre las patas de hierro del velador. Las cuatro rodillas chocaron electrizadas; una fuerza imántica, progresivamente más intensa, las sujetaba unas a otras... hasta el dolor. Sus corazones, desbocados, parecían pretender una carrera a muerte instigados por un ser maquiavélico. Después de ese instante, mágico y demoníaco a la vez, Anastasio quedó prendido en la penetrante mirada del padre..., que aún resaltaba como la de un gato a pesar de la absoluta oscuridad.
-¿Estás mareado? -Tras un impulso repentino, una vez arrojada la pregunta, Sebastián dirigió la mano trémula hacia la cabeza del hijo; después continuó, mientras le desmenuzaba un bucle, procurando sinceridad en la voz:
-A veces, me llega el olor ebrio de tu aliento; entonces, un ajetreo... algo inexplicable, se apodera de mí -volvió a detenerse el tiempo- ¡Temo desfallecer! -exclamó exhausto; luego apostilló- ...desplomarme como un trapo húmedo ante mi propio hijo.
Presa de las palabras y arrobado por el infecto entorno, a Anastasio le escaseaba el aire: cada vez se cerraban más puertas y ventanas; las garras de la noche iban ciñendo el cerco más y más; y la respiración, en tal quietud, bombeaba fuerte contra el silencio. También, un irreprimible ansia voluptuosa le sacudía de arriba abajo, pero, tras un suspiro, se puso de pie.
Sebastián retuvo, fuertemente, la mano del hijo cazada al vuelo:
-¿Por qué te levantas? ¿me esquivas? ¿...acaso no te gustan las historias?
Anastasio fue súbitamente herido en su pundonor, no obstante asintió en silencio. Su mano sudada aún seguía atrapada, sobre la mesa, entre las del padre.
-Es que me siento borracho, la cabeza me da vueltas -y retiró la mano con fuerza.
-¿Borracho? ¡...aguantas muy poco!
Si hasta entonces soplaba algún vientecillo, se detuvo ante ellos, dejándoles impotentes para reanudar cualquier empresa: Anastasio, inerte como una momia, rastreaba en su mente a la busca del hilo de la esperanza... o, al menos, que éste estrangulase el vértigo que le producía cualquier pensamiento; Sebastián, sin embargo, no sólo fue afianzando su aplomo -a pesar de la quietud que también lo embargaba- sino que, al percibir en el hijo tantas contrariedades, pudo comprobar cómo, de su alma, se desprendía un ligero gozo, casi pueril...
Una voz rajó el silencio, tajante y sonora:
-¡No creas que me das miedo!
Sebastián se retrajo en la silla:
-¿Por qué lo dices?
-No, por nada..., pero estoy harto de tus trucos -con rabia agarró el cuello de la garrafa para servir vino; el líquido se desbordó en el vaso y chorreó, irremisiblemente, fuera de la mesa.
Sebastián exclamó solícito:
-¡Anastasio... puedes beber del mío! -Seguido, agachó la cabeza para soplarse el pecho.
Anastasio, envalentonado, empuñó el vaso y lo vació de un trago. Tras posarlo con violencia sobre el mármol fue, una vez húbose enjugado el morro con el dorso de su mano, palpando hasta rozar la mano del padre: primero mantuvo la suya, quieta, sobre la de él, después asió ésta con tal intensidad que, al levantarse, la arrastró consigo. Sebastián, abatido, lo imitaba y, aunque con dificultad, pudo amortiguar fuerzas y abandonarse a la deriva tras su espalda... Ya junto a la parra, los dos intentaban entrelazar sus brazos lacios tras sus cinturas.
Pero aquel cuerpo erizado -temió Anastasio- tiritaba con tal tropelía, con un ruido tan latoso, que podía estallar al menor descuido, igual que una granada de mano.
A trompicones, sorteando los palos de la silla rota, cruzaron el umbral: un temor vertiginoso los aunaba y a la vez los distinguía; eran como dos fuerzas contrarias, pero de la misma intensidad y potencia. Y, mientras Sebastián se dejaba arrastrar semiconsciente por la rebaba de aquel mar encrestado, en el cual aún se barruntaban tempestades más catastróficas, Anastasio, por su parte, arañaba trozos de sus recuerdos más gratos, pero que, al cruzar estos tan veloces y harapientos, no podía ni siquiera retener un jirón. Sin embargo él insistía, por temor a un vértigo nuevo que comenzaba a anidarle en el mediastino y que tal vez fuera, irremisiblemente, el verdugo que le empujaría hacia el patíbulo.
Tras subir a duras penas los peldaños -varias veces a punto de desplomarse ambos por la barandilla cuando alguno de ellos, al tomar por un instante conciencia, miraba al otro suplicante... o se sometía por un perfume cercano, pero contrario al suyo- se dirigieron hacia el cuarto de Sebastián, inconscientes..., esposados por demonios súcubos. A tientas dieron con el pomo, pero Anastasio, como para encubrir la realidad con una broma, se antepuso al padre: tratando de alzar los brazos ante la puerta y, a pesar del desgarbo en la postura, con cierta provocación. Sebastián, que apenas pudo apreciar el ardid que le brindaban y debido a la amenaza de una arcada, sin más se desplomó sobre el otro con los ojos cerrados.
Una vez dentro, extraños a veces, otras temerosos, permanecieron, de pie, uno junto a otro... tanto tiempo que hasta pudieron confundirse con maniquíes. Al fin Anastasio levantó dificultosamente los brazos, paralelos a los del padre, con intención de apoyarse en sus hombros, pero de inmediato notó cómo una boca ansiosa y áspera le lamía los dedos. Una punzada, seguida de un espasmo, aceleró el temido ardor que desde un instante atrás anidara bajo su pecho, obligando a Anastasio a virar hacia el lavabo. Acto seguido la palangana sonó cascada, al estrellarse contra el suelo, y su eco exasperante perduró largo rato... cercándolos..., oxidando las escasas resistencias que celosamente guardaban.
En el instante en que la mano trémula del padre trataba de despojar a la cama de la colcha, Anastasio se desplomó en ella sudoroso y de espalda. Sebastián, sin saber qué hacer, se bamboleó un instante ante el cuerpo yerto y a continuación se venció sobre él.
Mudos, pegados, aprisionados... así permanecieron hasta que el pecho de uno de ellos exhaló un largo quejido acompañado de una estrepitosa convulsión; el otro, al percatarse, bebió con ansia en sus labios resecos. El contrario, entretanto, contenía la respiración tras los suyos palpitantes; luego respondió impulsivo él también y, con los dientes denterosos, fue mordisqueando la otra cara y el otro cuello, hasta que una nueva y conjunta tembladera delató a ambos el postrero y malquerido hastío que se les aproximaba. Anastasio, el primer afectado, de un solo y repentino impulso, acompañado de un gruñido, levantó en vilo a aquel otro cuerpo de bronce y seguidamente lo expulsó fuera de la cama... sobre la alfombrilla.
Tras aquel ruido, como si se hubiese desplomado un cerdo al que anduvieran destripando, todo quedó inmóvil y callado. Sebastían, de espaldas, y en postura fetal, se presionaba los oídos con los puños, procurando atajar aquella náusea que distorsionaba la realidad; Anastasio intentaba, mientras observaba al padre desde la cama, ahuyentar esta misma realidad con bufidos mudos y también frotándose persistentemente un pie con otro. Desde los infiernos ascendió una voz:
-¿Te sientes mal?
La pregunta planeó sobre ellos como el soplo amargo de un alma en pena. Pasados unos instantes sus propias palabras adquirían en la memoria de Sebastián un distanciamiento tal de autonomía, respecto a la identidad y procedencia de éstas, que temió fuese lo ocurrido sólo producto de la imaginación. Anastasio en cambio, tras un desesperado esfuerzo y con voz pastosa -pues sus glándulas infectadas habían sustituido la saliva por un espeso veneno-, pudo proferir:
-Espero podamos olvidar... en realidad no pasó nada -y alzando la voz concluyó- ¡Absolutamente nada!
En respectivos sarcófagos, ninguno pudo entender qué ocurría en el resto del espacio, por qué un gélido flujo, que surgía de la nada, inutilizaba los segundos, densaba el aire, imposibilitaba a la vez y por igual los músculos de ambos... Sólo Sebastián estaba dotado de gracia suficiente para observar cómo los reflejos alborales, dibujados en el espejo, daban paso al sombrío semblante del hijo: las cejas erizadas le aprisionaban los ojos; sus labios, descamados y tumefactos, debían estar musitando alguna oración o súplica... o tal vez maldiciones cruentas, pues a medida que más resaltaban entre los jirones de la mañana más se percibía en ellos la locura.
También, a medida que penetraba el alba en la habitación, Sebastián era dominado por una creciente e irracional violencia; llegó a sentirse igual que una fiera rabiosa y enjaulada a la vista de una multitud..., incluso fue instigado a escapar exclamando insultos inconexos:
-¡Hijoputa! ¡Cabrón! ¡Maricón!
Los gritos, desde la balaustrada, rasgaban el aire muerto del salón destartalado... salpicando de singular extrañeza los palos de la silla esparcidos por el suelo, los restos resecos y putrefactos de la comida del día anterior sobre la mesa, las flores mustias en el jarrón arrumbado en un rincón... Sebastián bajó la escalera, muy despacio, atento a cada detalle; sigiloso y enajenado, anduvo en torno a la mesa un tiempo indefinido; después, antes de salir afuera, se acercó a sintonizar la radio.
De nuevo se detuvo hasta la mínima partícula de la habitación: la luz muerta, el sonido dormido, el aire tan cargado, que se podía modelar..., semejante al de aquellas antiguas estampas donde el autor pretendió mostrar un ambiente acaramelado y brumoso. Allí, Anastasio -que por precaución meramente... o la cantinela de que Sebastián acorralado era capaz de cualquier locura, extrajo un cuchillo herrumbroso del cajón de la mesilla- acechaba, preso en el espejo donde ahora relucían solitarias las rosetas niqueladas de la cama... quizá con ello evitara fijarse en la mirada doliente del Cristo, en la sangre de su rostro, en el intenso rojo de la capa..., quizá también hasta en la puerta de la derecha, tras la que presentía al padre armado con la escopeta de dos cañones.
Sebastián, que tal vez temiera un impulso irrefrenable en el hijo, podría haber optado por una precaución más efectista para, llegado el caso, impedir tajantemente lo que también él sospechara tras la cerradura: que el otro acechase, cuchillo en mano.
Anastasio apenas pudo darse cuenta que se abría una rendija y que por ésta sobresalían dos redondeles brillantes, ni tampoco cómo la ráfaga que surgió de uno de ellos fue a incrustarse en su costado izquierdo... Quizá la bala sólo tuviese el propósito de intimidar a la paloma que se había posado en la balconada..., pero a la que él, por un repentino impulso, protegió interponiéndose entre ella y el cañón.
Sebastián, herido en el costado derecho -pues no supo apartarse a tiempo cuando el hijo, con el simple propósito de asustarle, lanzó el cuchillo hacia la puerta en el momento del disparo-, y con la escopeta terciada al brazo, corrió hasta la orilla de la charca... sordo a los gritos de la radio. Y postrado ante la junquera se incrustó el cañón, aún encendido, entre los dientes..., muy pegado al paladar.
Al instante el cuerpo inerte se desprendía del metal, en violenta sacudida, para desplomarse sobre el agua estancada. Presenta, inválida junto al quicio del lateral izquierdo de la espalda del cortijo -como una silueta en negro sobre el blanco deslumbrador de la fachada-, se prendió del vuelo torpe de la paloma que planeaba sangrante y sin norte de un olivo a otro rayando un instante al sol atrapado en el Este.
Capítulo decimotercero
Cuando Presenta entró en la iglesia, un rayo de luz roja, que brotaba del rosetón multicolor del coro, caía sobre las mil telas de araña que pendían, como flecos, del tornavoz del púlpito, cuyo interior estaba revestido de brocado indio y su exterior, de tallados mayestáticos e insinuantes. El resto quedaba en penumbra... cubierto por una bruma artificial, entre la cual resaltaban, arrecidas, llamitas penitentes que titilaban sobre tenebrarios, dispuestos ante los altares de las imágenes más milagrosas: un endeble Cristo postrado, casi desnudo, sobre una roca muy escarpada, a quien azotan dos sayones borrachines; otro, más fornido y adecentado, a quien alzan en angarillas múltiples y aladas cabecitas de ángeles... Una vez húbose santiguado, flexionando livianamente una rodilla ante la pileta de agua bendita, se encaminó hacia adentro palpando, uno a uno, los pomos de bronce que flanquean la hilera de bancos de madera..., pero con cierto recelo, ya que en cada una de las esferas brillantes se reflejan, vivas, miles de diminutas llamitas. Ante el altar mayor -donde la Virgen de Gracia, imperecederamente, tiende su pañolito de encaje a cualquier cristiano- se inclinó de nuevo y, con la mano aviserada, buscó en vano quién le indicase el paradero del párroco. Pero como no tenía quehacer alguno, ahora que perdió el empleo, sin otra reflexión que ese chistar que, aún antes de expulsar, reprimía con el índice y el pulgar, muy prietos a la comisura de la boca, se dispuso a colocar jardineras, sustraer algunos pétalos, todavía vivos y desprendidos de las rosas... Y ¿por qué no? pasarle a los rostros de las imágenes un algodoncito impregnado en leche de almendra.
Cuando el párroco, que dormitaba sentado dentro del confesionario con el breviario abierto sobre la sotana, vio a Presenta, silbó y, batiendo el brazo como un guardia de circulación, la instó a que se acercara:
-¿Qué quiere ahora?
Anundándose el pañuelo, con ojillos muy risueños, ésta se precipitó hacia él y, ya de rodillas, contestó:
-¡Confesarme...! ¿qué vi a queré?
-¿Otra vez? Pero si aún no he digerido esa sarta de barbaridades que me ha contado... ¿todavía hay más? ...y ¿por qué no deja a los muertos en paz?
Presenta, ya instalada tras la celosía de la izquierda, seguía el ritual de la confesión, sin atender a las súplicas que Don Plinio, de pie y ahora fuera del confesionario, lanzaba para disuadirla. Cada vez más enfada volvía a insistir:
-Ave María Purísima.
Don Plinio, sintiendo declinar su autoridad, se recogió de nuevo en el recinto, levantóse las faldas, una vez sentado, para airarse un poco y, con la mano en la sien izquierda -pues la otra se aferraba a la celosía-, contestó:
-Simpecadoconcebida... Dígame ¡Presenta! ¿...Se ha tomado el Haloperidol? -Tras chasquear la lengua y sin esperar respuesta continuó- ¿De que se acusa ahora?
-Pue es que antes me fartaron unos detalles, que no quise referí porque no se fuera ubté a enfadá, pero que son indispensables pa que comprenda la historia... ¡sino va ubté listo! Bueno, a lo que íbamos: pue, como le explicaba, cuando el papá... ¡porque yo creo que era el padre... sí, Sebastián! ¡Uf! ...ahora que caigo: ubté es su vivo retrato! ¡ay, qué barbaridad! ...como le digo: ¡igual que dos lágrimas! ...bueno, a lo que estamos: cuando el papá se desplomó en la charca yo quedé como muerta... tiesa como un pajarillo cuando con la caló cae del tejao... No sé cuánto tiempo estaría en la linde de la vida y la muerte. Bueno, pue entonces ¡claro! anduve revisando la casa entera: desde el hilo hasta el pabilo; buscando indicios, pruebas... cualquier detalle que me fuera preciso por si despué interrogaba la guardia civí... No quería yo estar desinformá... ¡Ubté ya me entiende!
Don Plinio, no dando crédito ya al exceso de paciencia que lo amparaba -y como tampoco disponía de mejor quehacer e, indudablemente, a pesar de lo escabroso también tenía la historia su parte de guasa-, fue eligiendo la manera de escuchar a Presenta, que, prestando la mínima atención, le permitiese no perder el hilo. Al fin se inclinó por un ardid que venía perfeccionando desde que le destinaron a este pueblo de paletos... ¡donde ninguno sabe hacer la "o" con un canuto!: se aplicaba una especie de tamiz al entendimiento, para que éste fuese despreciando todas las impurezas del dichoso lenguaje ¡tanto epíteto, exclamación, metáforas como emplean hasta en el más insignificante recado! y filtrase sólo lo inteligible. Y, puesto que el singular dispositivo le restaba fuerza, sin darse cuenta se iba quedando aún más entre nubes... cada vez más despatarrado y dispuesto por entero a lo que Dios ordenase. En la lejanía, la penitente continuaba con su charla:
Cuando Presenta tomó conciencia de lo ocurrido, lo primero en reparar fue en el envío del telegrama para que, con urgencia, se trasladase la madre del chico; después -por supuesto, sin referírselo a nadie- se hizo con provisiones; así nadie en el pueblo sospecharía lo ocurrido. Y, una vez hubo requisado, de su propia casa, las prendas necesarias para adecentarse por el camino, en un coche de punto compró un billete para Málaga, adonde Isabel llegaría por la tarde en avión: con una permanente, tan calcinada y anárquica, que parecía en sí el vivo retrato del duelo.
Desde allí, en un taxi, regresaron al cortijo: Presenta sin dejar de comer... ¡ni poco, ni mucho, ni ná!; la señora, presa de aquel paisaje tan agreste... En el trayecto, a penas cruzaron palabra, salvo las típicas en tales ocasiones y las del taxista, que suplicaba, muy de cuando en cuando, información necesaria para poder arrimarlas a buen puerto.
En el rellano de piedra, junto al emparrado -así se facilitaba la descarga del equipaje- el taxista muy diestramente aparcó el mercedes blanco, no sin un grito de advertencia de Presenta, la cual exclamó, ya con el culo a un palmo del asiento, que fuera él, por una mala diligencia, a tirar aquella parra que tenía las mejores uvas de la comarca. Isabel, sin prestar mucha importancia a la palabrería de la doméstica y con pretendida arrogancia, fue quien primero se apeó del coche y, de pie junto a la puerta delantera, también quien tendió, distraída en el exuberante nogal, un fajo de billetes al taxista por la ventanilla. Entretanto Presenta descargaba "los bultos" -un neceser, un maletín de piel de cocodrilo y una maleta mediana de plástico duro- y, con mucho esmero, los iba depositando sobre el velador, que aún estaba junto a la ventana que da al salón y por la que se divisaba una mesa llena de papeles con tachaduras y, entre dos lápices, un libro celeste con el título ARDIENTE SECRETO rotulado en negro. El sol se marchaba, como cada tarde en esta tierra, escupiendo efluvios anaranjados, que envolvieron al coche cuando éste, levantando el polvo del camino, aceleró para regresar hacia otro destino.
En silencio y ceremoniosas, subieron la escalera. Junto al espejo de las gárgolas, se detuvieron un instante para recrear unas cuantas muecas de dolor, al tiempo que sacudían el polvo de sus ropas arrugadas y sudadas. Y, antes de empujar la puerta, lanzaron un suspiro a coro.
El cuerpo yaciente de Anastasio, misteriosamente se irguió sobre el almohadón al escuchar el crujir de la puerta, pero, al ver aparecer a la madre seguida de Presenta prendida a su brazo, exclamó sin levantar la voz:
-¡...Mamá! ¿qué haces aquí?
Isabel, muy compungida y sin chistar siquiera, fue a postrase de rodillas a la vera de la cama. Presenta, en cambio, se quedó de piedra junto a la puerta, viendo cómo la señora tomaba la mano amarfilada del hijo, que decía:
-Tengo sed.
Don Plinio, desde su duermevela preguntó:
-¿Pero no estaba muerto?
-Bueno, eso creía yo: muerto y bien muerto ¡...pué no me sercioré yo ni ná!: mire, cuando le enjugaba las costras del costado, ya putrefactas, ni siquiera entonces arranqué de sus labios el más leve temblor... No obstante, al principio albergaba yo una, aunque endeble, esperanza al notar que aún brotaba suero ensangrentao de la herida, pero, cuando cesó al momento y los bordes, desgalichados, adquirieron el lívido color de los lirios, ya no me quedó duda alguna: me dije "hijo mío; bien has pagao tu pecao" ...También estaba yo segura de que el papá se hallaba en el fondo del agua; pero tampoco lo encontré allí: mientras madre e hijo se pusieron de acuerdo para regresar a Madrid -tras limpiar ella la herida en el pecho de él, con un pañolito de papel perfumado que extrajo apresuradamente del bolso-, yo, con una azá, estuve escuartizando la balsa que construyera Anastasio. Y ¿sabe qué encontré? ...ná, ¡...poneme de barro crujiendo! Mire, por má que pregunté, nadie supo dame noticias del paraero de Sebastián: a veces, me decían una cosa; luego que Sebastián no estuvo allí... ¡me iban a volver loca! ¡a mí, van a decí! ...Pero una cosa sostengo: Sebastián está muerto en cualquier parte... y si no, al tiempo. Ya verá ubté como tengo razón. ¡Mire, mire..., salga!; pa que se serciore... ¿no ve cómo la paloma se ha agazapado ahí en lo fresquito... y que aún sangra?
-No diga más tonterías; no se da usted cuenta que es la que dibujó Granados en el techo cuando pintamos la Iglesia...
-Si, si... ¡la que pintó Granados! ...veremos a vé qué le paece al Comandante de Puesto de la Guardia Civí...
Presenta se escapó tan deprisa por la rendija de la puerta de la iglesia -donde el sol entraba a raudales- como una bala por un cañón reluciente.
FIN
Madrid, 13 de noviembre de 1.990.
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