AGONÍA INTERMINABLE
A mi amigo Joan Sala Fusté, a modo de recompensa por la paciencia que mostró cuando, en los días festivos de nuestro común periodo en LA MILI, escuchaba sin rechistar tramos del galimatías que fue siempre mi mente.
El cielo está entelarañado,
Quién lo desentelarañará,
El desentelarañador que lo desentelarañe,
Buen desentelarañador será.
Juego verbal de mi infancia.
Lo primero que recuerdo quizá fuera un terreno o parterre cercado por una randa metálica o conejera; el sol debía alcanzar su cenit puesto que no se extendían sombras, los propios árboles y arbustos las guardaban celosamente en su seno… O, acaso, una franja extendida junto a una tapia encalada, encantada... y bajo una hilera de higueras donde podía con frecuencia verme a mí mismo saltar a brincos cortos bajo ésta única sombra, alargada y estampada a manchas ígneas que quemaban, que dañaban… como si éstas titilasen y que, con sólo rozarlas, tentarlas, me provocaran lo que en lenguaje ordinario respondería tal que a un planchazo… y, así, hasta alcanzar la cancela donde a diario esperaba impaciente mi vecina: una vieja y famosa actriz (en su tiempo de esplendor) con cara de niña y de tez turgente y acerada como uva madura, mielada… Tras la verja y desde lejos ya se le apreciaba una vestimenta, típica en ella, aunque hoy aún más vaporosa y floreada que en días anteriores, o desde la primavera hasta bien pasado el otoño. De regreso a casa, pareciese que nos hubiésemos enveredado por un camino diferente, pues ahora nos bañaba un sol de justicia, en ascuas. Pero no fue suficiente para que, escrutándola, percibiera y apreciase los abalorios en extremo ostentosos, llamativos… y aún el rouge escarlata de sus labios; sobre la cabeza, un pañuelo azul celeste estampado con espejuelos, cristales y lentejuelas de colores… y típico en la postura del tocado al de aquellas ragachas que en los sesenta lucían sobre todo las romanas que iban de paquete tras gallardos ragachos y a la grupa de flamantes vespas de sueños fellinianos: ellos y ellas portando grandes gafas oscuras; de tal manera, que así no existía temor o riesgo alguno a que ambos y sus peinados lacados se alterasen, que mantuviesen impecables aún sus cutis y no sufrieran un ápice, una mácula... soñando quizá en alcanzar el tono pálido e inmaculado de Sirvana Mangano; según mi Actriz insistía sobre el sol, despiadadamente: ¡…Asesinos e inclementes rayos como venablos! No obstante, dentro de la cabaña nos refrescaríamos: ella en pelota picada y yo, más pudoroso, en boxes de licra negro brillante. Pero he ahí mi sorpresa cuando descubro adentro de la estancia que tal vez nos hubiésemos equivocado de lugar… pues, pensaba angustiado: que, de gracia o de manera misteriosa, alguien maquiavelista hubiese arramplado con muchas de mis pertenencias. Y las restantes, caprichosa y súbitamente mudadas de lugar… como los magos de circo ejecutan, con sus diestras e insólitas habilidades, sus números de actuación: Tras un fogonazo de vaho blanquecino surge una bella mujer, La Magica, justo en el centro de un entarimado lustroso cual superficie de laguna de aguas quietas. Si bien, ésta, se adelanta hacia el foso de la orquestina, para así lucir mejor los relumbrantes destellos y plumaje multicolor en su cotilla de farándula y, en la parte de abajo, un diminuto tanga de orillo escamoso; quizá, tras unos instantes de extrema expectación, en tanto el público cede en sus aplausos, entra El Mago vestido de esmoquin, capa española y chistera de raso: el efecto del atuendo, según acordamos mi amiga y yo... _tal vez, esta reflexión, propia de ensimismamientos fortuitos, se haya filtrado de cuando mi Estrella y yo nos deleitamos contemplando, en duermevela, atardeceres de ensueño mientras alalimón fumamos un poco de hierba_, en su conjunto pretende o ansía, por los destellos deslumbrantes del conjunto, que los espectadores sientan estar contemplando un cielo plagado de estrellas fugaces: ¡lágrimas de San Lorenzo!, en una noche hacia mediado de agosto... Él, el Mago, con una sonrisa en extremo estridente, se fuerza en imprimir sobre todas las miradas la sensación de un acto sobrenatural; luego, tras unos instantes de regocijo, Él se saca de la manga algo impreciso que extiende de una atacada bajo lo cual La Magica se esfuma.
Mas no recuerdo cuándo aprecié que mi amiga llevaba de reata y con una cadena de plata lustrosa a su foxterrier rubio, de ojos tristes y lengüecilla inquieta y del tono de las guindillas en su punto justo; entonces, tras un ventanal, creo que improvisado, percibí que el mimado animal saltaba en aras de la danza sobre el regazo, siempre apunto, de su dueña; ésta, ahora aún más azorada y perpleja, comenzó a gritarme lo que yo ya percibiera y oyese instantes antes: un estruendoso tiroteo que daba pie y razón a que ingente manada de conejos se estrellasen contra la cerca metálica dejando a la vista sus sangrantes mondongos, sus labios leporinos rotos y adheridos a los alambres, e incluso algunos desollándose vivos en su intento por traspasar los hexágonos que conforman el estilo o brocado de dicha randa… los que no, con mejor y mayor destreza, saltaban por los aires alcanzando y estrellándose después, cerca… a unos palmos a la vera nuestra. No obstante, desde ese preciso instante (quizá aquí, aún por seguir inmerso en el común duermevela de haber ingerido de más cualquier sustancia que propugne la ebriedad, ya empezase a hervir a borbollón todo lo que debía acaecer después; o, como de natural, tales desvaríos, se trasladasen por puro capricho: al pasado, al presente, al futuro...) olvidé tramos extensos de lo relatado anteriormente: la sin razón o la magia los había diseminado en un batida de mi mente… Hasta verme de improviso o por sorpresa junto a ella, ¡mi Estrella! cruzando un avenida amplia, o en apariencia despejada en los flancos quizá por andar tales compuestos por chalet de colores en toda la gama pastel y con exquisito gusto en su combinación... (sospecho que el foxterrier se quedó de guardián); la calzada, de esas que hacia el centro y en fila _los coches se hubieron comido a dentelladas el resto del bulevar_, o apenas un estrecho arriate sembrado con grades Liquidambas alternando con Prunos del tono de la sangre seca y bajo los cuales se remolinaban rosas multicolor y adelfas: unas blancas, otras rosa pálido y algunas malva; y justo bajo uno de tales árboles de hojitas granate y junto a un macizo de las ya mentadas adelfas, éstas en blanco, fuera cuando descubrí que mi anciana amiga era centro de atención de los bienandantes por su transparente atuendo y por cómo éste dejaba casi a la vista sus generosos pechos aún firmes; dentro de una imagen instantánea quedó impresa su mirada, su boca carmesí en grito de Munch, sus pestañas profusas y retintas… En tanto o precisamente entonces fuera que me quedé ensimismado con el trasiego: en el incesante ir y venir de los coches; aunque yo, por la situación o debido al desasosiego que suelo padecer cada atardecer... o debiérase, no obstante, a un fragmento escapado de un brote psicótico... o simple desvarío: pero ¡qué más da...! ¿Acaso el efecto, en en este suceso en sí, revista o destaque mayor importancia...? Por el ángulo de visión, sin embargo, fuese que apreciase el espectro representado, atendiendo sólo a los techos de los automóviles; sospecho, o me empecino en que el arrobo que sufrí pudo brindarme la imagen de que, acaso, no fuesen coches sino un caudal de agua ensangrentada donde una manada sin fin de delfines dejaban al descubierto... siquiera sus lomos, entonces opalinos por el reflejo del sol en el preciso instante antes de despeñarse tras el ocaso; me debí sumergir de tal manera en la ensoñación o desvario que olvidé absolutamente que, acto seguido, Mi Estrella y yo, según nuestros propositos, retomaríamos lo que pretendimos fuese un placentero paseo hacia la inmensidad de una de las galaxias elegida al azar, sin sentido, a trochemoche, en remolino...
Por alguna otra manía ininteligible respecto a la razón preconcebida, algo sin sentido debió virar nuestro itinerario... Nos vimos, de súbito, dentro de lo que pudiera representar un gran palacio vienés o uno de aquellos cines y teatros de principio del siglo pasado en la Gran Vía Madrileña (hoy Hamburgueserías o Bancos o Boutique de capricho), estaban proyectando una película de cuando mi amiga disfrutaba y lucía en todo su esplendor; la escena en sí transcurría con ella a la grupa de un caballo de larga crin azabache que, a juego con la melena rojo encendido de ella, surcaban que se las pela el fondo de un cañón completamente terracota, arenoso... ni siquiera una brizna ni matojo verde; su objetivo parecía divisarse al fondo, tras unos picachos deiformes surgidos de un desierto desolador: !Aguanta, que lo consigues! El público aplaudía con alborozo cuando entrábamos, pues dimos por bueno que apreciaban gustosos y con elegancia nuestra presencia, sin embargo y sin entender su porqué, todos giraron al unísono, como autómatas sincronizados, sus cabezas para, acto seguido, desgañitarse… mofarse con insultos e improperios difíciles de precisar dado que se solapaban unos a otros y aún con estridentes risotadas de desprecio. Al instante, todo lo anterior aún fue fulminantemente borrado, tachado de mi memoria, y mi cuerpo envarado, a punto de volverse momia, transportado por una grúa invisible hasta el centro del escenario donde, ipso facto, me hallaba ya en mitad, bajo un intensísimo haz de luz, desgranando un discurso… y no, en este caso y por costumbre, sólo a favor de Ava Gardner, si no aún hacia aquéllas otras estrellas rutilantes de su época: Gene Tierne, Rita Haiwod, Marlene Dietrich, Heidi Lamar... Ni recuerdo el mensaje definitivo de aquella arenga, aunque sí detectaba que un cansancio inusitado en los anales de la historia representada se iba irrefrenablemente desarrollando dentro de mí; al principio iba comprobando que me fallaban piernas y brazos, luego y paulatinamente todo mi cuerpo se laxaba hasta apenas sentir el fluir cansino de la sangre espesa como el almíbar: pareciera que divagara o tal vez dudaba ésta por qué venas o arterias optar.
Repentinamente o de improviso, ya me encontraba inmóvil, sujeto cual cristo por alambre de pinchos, sobre un catre o camastro, del que resaltaba su precario atuendo, ropaje... y un hedor típico al del conglomerado de olores dentro de los mortuorios, anejos estos a la sala de autopsias. Mas el entorno no recordaba sino a un escueto y sombrío habitáculo de paredes empapeladas en un estampado adamascado, en orillo sobre vainilla ya a aguas oxidadas. Sin embargo, todo el conjunto, incluida mi persona, fue mermando, diseminándose, difuminándose... para, sin porqué o justificación aparente, casi desplomado, descompuesto, renacer sobre una escalinata de peldaños en arcadas, en semicírculos desmesurados, interminables, pero copados allá en su cumbre o rellano por lo que pudiera representar la fachada del edificio de altas y estriadas columnas al cual supuestamente acudíamos anteriormente mi amiga la actriz y yo... y presumiblemente, ser expuesto ante el mundo, la multitud, las hordas… de igual y execrable manera que aquellos ajusticiados en la horca para que los bienandantes se ensañaran escupiéndoles, escupiéndome... Si bien, en este despoblado e insólito decorado sólo pacía lo que quedaba de mi persona ya condenada por ley a una tetraplejia irremisible, sin embargo, aun sentía cierto hormigueo en cada extremo, terminación o punto de mis veinte partes o dedos de las cuatro extremidades, sumando también los pezones y el prepucio: ahora que reparo, no resultarían veinte, si no veintitres manifestaciones de hormigueo, de punzadas fantasmas. Y algo que agregaba al entorno, para insuflarle aún más desamparo, de inquietante, de tenebroso, de sórdido y de aterrador, era un patente sentido implicíto y manifiesto de falta de la mínima intención o promesa de que del cielo jamás brotaría un insignificante destello ni fulgor alguno; hecho que imprimía a la extricta circunstancia la sensación de que aquél lugar representaba un punto fugaz y a la deriva en el universo.
De seguido o a la par, la patente, cruel y ficticia calma fue progresivamente tornándose desde un sutil bisbiseo hasta alcanzar una bulla entremezclada con acordes de radio mal sincronizada, sirenas descompasadas y denterosos chirridos de neumáticos. Por mera intuición y repentinamente fui comprobando que muchos de los que se arracimaban en círculo (unos de pie, otros sentados y algunos en cuclillas..., y todos a medias sumergidos en una niebla o humo denso) y en pendiente escaleras arriba, no respondían sino a mis familiares y allegados más próximos... y coronando el círculo una hilera en redondel de paisanos anónimos, pero circunspectos; uno de tantos, de la fila o cerco más próximo a mí y quién podría responder a mi hermano José María cuando aún punteaba y despuntaba en la adolescencia, se acercó solícito hacia mí con una taza de café camuflada entre o bajo una americana de pana gris de tormenta… pero justo antes de tornarse definitivamente en marengo; el caldo aquél, negro y espeso como la pez, apenas pude tragarlo, la mitad se vertió sobre mi pecho ya totalmente inerte; mas pude intuir (siquiera él abría la boca para respirar) que repetidamente me advertía que el café me lo brindaba para paliar una supuesta sobredosis de psicofármacos y drogas varias; hecho que sirvió mágicamente para que me irguiese con el garbo gracioso del tentetieso; en firme posición y con denuedo, pero sujeto de ambos sobacos, por mi madre a la izquierda que, aunque no la miraba y ni siquiera advertía su silueta, sí presentía su rostro como el de una Piedad ¿La de Bernnini...?, extenuado por el dolor... y del sobaco contrario, el derecho, por mi tía Isabel ya difunta (entonces dudaba si lo estaba, o fuese otra trampa de mis trastocados recuerdos), muy prieta a mí, como un lapa. A pesar del mutismo absoluto y mientras me conducían ambas y en volandas hacia un nuevo cuartucho siquiera aún más inmundo, de paredes a escobinazos aún húmedos en varios tonos de marrón: adonde encontrarme todavía más aislado, mi tía comenzó a charlar o zumbar dentro de mi cráneo, mientras me introducía disimuladamente, bajo lo que aparentaba o semejaba a una almohada desgalichada, nueve billetes de cien, de las antiguas pesetas, advirtiéndome muy bajito que las cien que faltaban para completar las mil correspondían a la entrada para el teatro adonde ellas, después de postrarme de nuevo y ahora sobre un triclinio desvencijado y a tiras aflecadas el tapizado, acudirían pizpiretas _no entendí tan repentino cambio de humor e incluso de carácter y hasta de identidad, pues vistas las figuras desde atrás, más bien respondían a mi tía Carmen y a mi abuelo El Rubio; ambos difuntos, pero en la visión muy contentos, del bracete y en frascados en una sospechosa conversación_ junto al resto de mi familia, tanto cercana como lejana... inclusos los muertos. Sin embargo, aún pude imaginar después en un recodo de aquel ignoto presente qué me predijo aún mi tía Isabel al oido: ¡Para cuando ya no esté; para cuando ya me haya evaporado! Frase ésta que, metamorfoseada en mariposa dentro de una clásica y transparente bombilla encendida, revoloteaba y se topaba agónica contra las paredes ardientes y cóncavas de su prisión. Y aunque pareciera mero retazo de mis quebrantos, mi prima Sole la de Granada, no obstante, no sólo escrutaba ante mi tal fenómeno, siquiera intentara con ojos eclipsados dominarlo... detenerlo con un ejercicio de concentración mental.
Siquiera aquí, de nuevo postrado sobre el andrajoso camastro o, acaso el triclinio, comienza lo que parecía la representación de un velatorio donde amigos, conocidos y familia despiden ceremoniosamente al fiambre; tasamente, pero aún delataba vida o al menos así lo percibía yo con un instinto subrepticiamente respecto a la conciencia de todos conocida… y siquiera a la que se entremezcla entre los setos del laberinto de los sueños o pesadillas; sin embargo, todos ellos basculaban en su duelo entre las plañideras griegas, italianas, musulmanas... y los que van de paso hacia un bar o garito nocturno. Podría mantener que fue una tía política mía quién se tomaba a la ligera el ceremonial, en tanto no dejaba de parlanchinear y vomitar carcajadas a diestro y siniestro… y hasta podría ser cierto también que no fuese sino mi carnal tía Justa, pues el tono de voz, de por sí alegre y estridente, alertaba o informaba de la pista..., ya que en ese punto o circunstancia la opacidad casi resultaba infranqueable tanto en imágenes como en sonidos; ésta o aquélla ¡qué más da; para qué hurgar en naderías! declamaba al moribundo (yo, que parecía otro, con una mortaja de etiqueta, los zapatos como de charol, un peinado esmeradamente compuesto, repeinado, repulido... y sendos arreboles en los mofletes, mucho más intensos que si estuviese aún vivo... o tal vez, hubiesen sido maquillados por aquélla que espurreaba la risa; y no sería de extrañar, por tanto, que acaso sus carcajadas respondiesen al contemplar al fantoche al que me habían convertido) una insólita pero infalible manera de ahuyentar a la parca, sirviéndose de unos corchos de garrafa tiznados y asaetados con alfileres de punta afiladísima y cabeza negra… ¡cuantos más, mejor; sí, que parezca una zarzamora madura! A su lado se enmarcaba, como fotografía en sepia, decolorada... en primer plano, el rostro dulce, triste y lloroso de mi querida tía Araceli; en tanto lo observaba entre pestañas o enrejado fino de mosquitera inspirada o propia de ¿exploradores? explotadores desarmados de la ya remota África aún sin amancillar, creo que deduje in situ que, salvo mi hija (Claudia, de apenas un año y aún con sus rizos de orillo cobrizo y mirada de amor inseguro, taimado, reprimido... pero que sólo yo podía advertir; y algo aún más sutil bajo la tez entorno a los labios, los ojos... ¡cierto encanto exclusivo que ni siquiera los que le profesan abiertamente manifestaciones chirríantes de cariño alcanzarían jamás descubrir! y entanto no cesaba de acuciar pucheros y de acariciar y ungirme los pies con cierto primor desmesurado y un trozo de encaje de blonda que de cuando en cuando humedecía con el bálsamo de sus lágrimas) junto a la ya mencionada tía Araceli, tal vez fueran, sólo ellas, quiénes penaban dañadas, heridas, quebrantadas… por la pérdida inminente de un ser tan querido: de un instante a otro. Entretanto o intermitentemente añoraba con un fuerte dolor o punzada, a modo de candente lancetazo en el pecho, la presencia _¡ausencia de todo punto incomprensible!, dado que también a él lo catalogaba entonces de niño aún indefenso_ de mi otro hijo: Andrés; entre hito y hito (que nadie salvo yo sufría y escuchaba aquellos alaridos que producía mi mente para, no obstante, que tales aullidos se difuminaran o se constriñeran justo tras la campanillas... y allí, instantes después, fuesen, garganta abajo absolviendo mucosas, procurando además en la glotis un comportamiento o función similar o exactamente o de igual manera como se ocluyen los labiso para besar o el ojo del culo en su estado natural...), intercalaba en cuña una interrogación inmensurable: ¿Por qué no se halla aquí mi hijo; por qué nadie se percata de su ausencia?; ¡si alguien me lo oculta, que se vaya, que se aleje, que se esfume... que no es digno ni decente verle obtemperar dolor en mi presencia!; a lo cual nadie prestaba la mínima atención ni decía ¡ni pío!: cual orquesta, sólo de clarinetes mudos, dirigían las narices hacia el capote negro y sin fondo del firmamento, pero ligeramente sesgadas todas ellas cual si apuntasen a un añorado horizonte del cual ya jamás se alzaría el lucero del alba. Después, lo que ya era mera ilusión, decaía casi hasta los últimos estertores [Momentos estos que, como aderezo macabro, aprovechaba para sufrir todo tipo de atrocidades mentales, pero con la cruel nitidez de una realidad ya inalcanzable acaso para mi; en una de tales, deambulaba fatigado o sujeto corto por bridas invisibles, pero tirantes y en extremo tensas como cuerdas de arpa, y cargado, a la espalda, con la madre de mis hijos, Carmen, que parecía haber sufrido un fatídico accidente _lo cual, al instante y por notar en el cogote una humedad densa y pegajosa, deduje_, por derroteros alucinantes en su estructura: desfiladeros hondísimos; de pronto subíamos tanto cuestas empinadas, pedregosas y escurridizas, como indistinta o alternativamente bajábamos (ella, Carmen, aún como caparazón de galápago adherido a la espalda) por calles desérticas y cubiertas de musgo y, de escrutar bien los recovecos, estos se apreciaban plagaditos de bichitos diminutos y bulliciosos: lo único vivo o al menos vibrante... y algo aún más oscuro que el verde ya mencionado que saturaba hasta donde alcanzaba la visión: ése que se sueña de las umbrías de Irlanda; de otear entre las ranuras o almenas descarnadas de supuestas atalayas a la búsqueda absurda de un cículo perfecto como horizonte, que hasta entonces tasamente percibía vibrante y muy escarpado, sospecho que por ir preocupado por la osamenta de Carmen _que según avanzábamos, la fragilidad de cristal se iba resquebrajando bajo su piel enjuta, sin carnes o cual tripas rellenas de añicos de cristal_; sin embargo, en los flancos apreciaba aterrado, al comprobar en sus bordes tramos de tales murallas, por instantes aún más derruidas, a enormes cuervos en actitud dispuesta y precisa para el ataque... aunque, absorvido y embebido, aún advertía las lentas, armónicas y sincronizadas flexiones que tales pajarracos ejercían con sus amenazadoras garras; de gracia que, de levantar el vuelo, en un pispás, o por sorpresa, los laberintos volvieron o volverían a su condición de antiguas y mayestáticas fortalezas, abandonadas intencionadamente y sin pesadumbre, para que el lento devenir de la nada las fuese granjeando en inútiles ruinas... Sin fundamento ni principio ni fin, salvo y muy de vez en vez ser detenidos (Carmen y yo) con un ¡alto ahí; ni un paso más! por escuadras de Templarios provistos de escudos de oro brillante, cascos argentinos y encrestados por penachos de plumas en el tono de la pulpa del níspero maduro, con arrogancia y fiereza en el rostro digna de las estatuas griegas en mármol de la más exquisita pureza. En otro paisaje, del cual visualizaba a lo lejos y sobre la línea de un horizonte ahora escarpado, hileras de penitentes parecidas o idénticas a las impresas o recreadas por Bergman en una de sus primeras películas… y ésta inspirada a su vez en una película de Dreyer], pero y sin apreciar cómo, de nuevo, pálpito a pálpito, alzaba el ánimo elevándolo hacia un somero aliento, hálito, respiro, queja...; en uno de tantos sospechaba dormirme o acaso presintiera que me vencía el último suspiro; luego tras una pequeña pausa volvía lentamente hacia el istmo impreciso entre la vida y la muerte, pero con otro entorno o, sólo, con una profundidad o perspectiva diferente; en uno de estos, cruzaba aprisa mi padre de negro y con corbata al viento como un pendón, a quién imploraba en silencio (ya no podía despegar los labios) que se detuviese un instante a paliarme una insufrible desazón. Luego, sin percatarnos o ya sin retener el instante anterior, suplicaba y perseveraba... Pero, a medida que transcurría la ilusión del tiempo sin horas ni minutos, se tornaba el conjunto ¡aún los sentidos y sentimientos! siquiera más delusurios si fuera posible. Empero, y fuera tanto de lo material como de lo espiritual, sí revivían algunos reproches: por qué no se percataba mi padre de que yo, su hijo primogénito, lo llamaba a voz en cuello, desde el fondo de mi garganta sin fondo... y a pesar de que mi alma en estela perseguía su ruta, e inutilmente lo rozaba: ¡cuando, ajeno, él continuaba a su ritmo... ése que por su armonía y perfección pareciese sujeto a los latidos a galope de su ardoroso corazón!, sin mirar atrás y silbando a chiflidos y hacia arriba, cual pajarillo en celo que ejecutara una tonadilla aflamencada con tal sutilidad en tempo y tono que si soplara o alentase el vuelo pando y sutil de una mariposa. Justo después y súbitamente apareció... ¿nació? mi hermana Marisol completamente desnuda y con una melena tan larga y rubia como la Venus de Botticelli, ¡mas sin parangón la sublime belleza de mi hermana respecto a la de aquélla!... muy resuelta en ademanes (al contrario que la recatada "Primavera", ella descubría sus encantos retirando con garbo y hacia atrás las crenchas de su melena larguísima) y en extremo resolutiva de carácter: ¡Esto hay que subsanarlo de inmediato; no veis siquiera que estamos todos montando circo… y el ridículo más exagerado en el que nadie jamás pueda incurrir, excepto la chusma! ¿No resultaría más estético y bonito ocultar actos tan deplorables? De nuevo, y repentinamente, otra vez me volví a quedar completamente solo, abandonado y a oscuras... quizá la sensación ardorosa de un crepitar insonoro me advertía y disciplinaba, para dilatar el trance, a imaginar que acaso paredes y techo fuesen de escamás y cómo estas, susceptibles siquiera a hálitos de moribundo, se desprendían en espurreo, en polvareda, en chiribitas... para descender pasíficamede, amansadas, perfectamente distribuidas tanto en vertical como en horizontal, y con la volatilidad de epítetos sueltos, en arminía... y ni por asomo andar presos en frase alguna, o como pétalos de margaritas, para que así, éste (yo en tanto expiraba) fuese pulcra y sacramentalmente amortajado.
De manera sobrenatural o ya ante el umbral del fin, aún detecté, por el husmo penetrante, a un mendigo depravado, pero libre al fin.. y de quién supe al instante de su identidad; acaso por la intensidad dual de su mirada... frágil, presta a la sonnolencia iluminada... Y de cuál siempre acaudalé ese instante de lucha donde nuestras miras creíamos, ilusos, entonces, se imbrincarían definitivamente; deuda o recompensa, por el esmero de tenerlas celosamente guardadas en la parte más solemne de mis entrañas... ¿L. Mª. R. R.... ? Lo cierto fue que se acurrucaba o aferraba junto a mí con una especie de tentáculos que absorbían habrientos y gozosamente la poca energía que aún pudiera contener en ínfimos capilares bajo mi piel… o acaso más fiel sería determinar que fuesen múltiples aguijones de moscardas que intentasen libar... o insuflarme vida... o yo con idéntico ardid ofrendársela a él... o, quizá, intercambio excrementoso entre almas ya en el punto justo del proceso de putrefacción: la suya entre la mía...; y ambos, o la monumental comparsa intermitente, ambivalente... del mendigo y yo, en el centro de una lápida helada, dispuestos en ese punto o ya erguidos, de pie, como cariátides de piedra, a perdurar a la grupa dentro del remolino inerte de la eternidad.
De proponer un vistazo planeando desde cierta altura, podría observarse este suntuoso mausoleo: molde o copia inspirada _pues la base se fundía con la piedra_ en los esclavos de Miguel Ángel: aquéllos que hasta el fin de los tiempos permanecerán formando parte de su pétrea condición; mas como aseguran que desde la luna resaltan por su fastuosidad la Muralla China y el Palacio Chauchesko, aún así destacaríamos nosotros per séculam seculorum.
De Antonio García Montes, en el día de mi onomástica (2009)
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.