¡P O R S I L A S M O S C A S!
de Antonio García Montes
Madrid, 18 de octubre de l991
Uno de los rasgos más destacables en las moscas, es la despreocupación absoluta por el hecho sucinto de la muerte; ¡para qué huir, si cumplidas las diez semanas de vida caemos como primera línea de infantería en una batalla; si tan sólo se anuncian lluvias, somos amortajadas para el ostracismo... donde se arrumban almas de niños sin bautizar! Quizá podríamos hallar en esto razón a nuestra temeridad, ese penetrar en boca humana alegremente. No obstante, tampoco carecemos de instinto para sobrevivir el tiempo estipulado; quién más, quién menos se conduce alerta, esquiva la mano canalla que intenta asestarle un golpe feroz... Motivo, éste, de nuestras esporádicas escapadas a sobrevolar mierdas recientes en muladares remotos, a merodear ¡caprichosas acérrimas de chucherías! pastelerías regentadas por profesionales sin escrúpulos o, ya en la decrepitud, del retiro definitivo a los preciados refugios negros y cóncavos: jorobas, gibas... prominencias de ancianos artríticos necesitados de sol y tranquilidad para soportar los momentos más penosos. Además aquí se relatan andanzas y escarceos; aunque nadie escuche, como es habitual entre dípteros.
En mi llana opinión, el ejercicio de la memoria en nosotras equivale tanto a la cristalización en el amor, como ésta a la circustancia excepcional que ofrecen las minas de Salzburgo; a la cual se remite Stendhal para subrayar su teoría: Si arrojásemos un manojo de neuronas al pozo de la memoria, al instante se recamaría de recuerdos, incluso ajenos. Mas el sufrir un punto de vista tan múltiple __la enormidad y singularidad de unos ojos... copia exacta de los artilugios utilizados por los primeros pilotos de vuelo__, me pregunto, no será causa de muchas incertidumbres, dubitaciones...; en cambio me incomoda morir sin saber con fiabilidad si tal suceso es o no reflejo de aquel otro que le ocurrió a una amiga... Pero, al fin y al cabo, qué importa ¡si, con existencias tan exigüas, apenas remedamos vidas más que trasnochadas!
También la promiscuidad es rasgo a sopesar, cuando no distintivo principal en nuestra especie; nos apareamos, al vuelo, con el primer desconocido, como quién __humanamente__ se engancha del brazo de un ciego para cruzar de acera... ¡Y si te he visto no me acuerdo! Sin embargo, aunque no podamos exigir potestad alguna sobre nuestra cresa, a consecuencia de semejante galimatías, tampoco debemos desestimar ventajas..., ni el hecho fiel de que éstas a la larga procuran no poco solaz a nuestros nervios. Una de tantas es la suerte de eximirnos de complejos; ya provengan de Electra o de su antagónico Edipo, de aquellos que penden de estos, de pactos entre sí, intensidades de uno en detrimento de otro... Abreviando, carecemos de sensibilidad para la psicología y derivados; ¡qué más da un activo o un pasivo si apenas le soportas camino de la levedad disoluta del éxtasis más fugaz!
Me atrevería a defender también la inutilidad total de la educación en nuestra especie, ni reglas de decoro alguna; no se estima en menos mosca quien lleva la trompa perdida de azúcar, ni de mejor abolengo aquéllas que histéricamente mueven las patitas cuando fornincan, y después de comer... Aunque, ahora que caigo, tal vez denote buenas maneras lo de ingerir mierda sin mirar al vecino.
Una vez expuestos algunos de los rasgos más descollantes, no estaría de más apuntar miserias; gratuitos, indignos y ridículos finales de una multitud silenciosa. Quienes prolongan excesivamente el período de maduración y aprendizaje en el seno familiar o sólo se desplazan a uno u otro lugar de la pata de alguna de sus hermanas están abocadas a muertes trágicas, o impertinentes según se mire; son quiénes, al despistarse, se sumergen ilusas en un tarro de miel creyéndolo un lago al atardecer; ésas que penetran en fauces de plantas comemoscas, imaginando sinuosos paraísos de frondas frescas; o aquéllas que..., por tratarse de un suceso presenciado por una servidora, lo relataré a continuación:
Era una princesa de pelaje esmeralda y alas adamascadas. Como tantas otras beldades, raptada por una moscarda de las que regentan mansiones de techos ornamentados, paredes atauricadas, ventanas bigeminadas y cortinas de terciopelo granate... sujetas por cordeles oro viejo a ganchos de bronce toledano, a uno y otro lado de los jambajes. Su labor consistía sólo en revolotear cuando los rayos del amanecer hendían el viciado ambiente tras atravesar la vidriera rosiforme y multicolor, allá en la cúspide de la pared pentagonal dispuesta a naciente; momentos que la moscarda dedicaba en admirar a su flor de invernadero mientras ella saboreaba los restos de café que despreciara cada día uno de esos españoles hidalgos __enjutos, acartonados, con chanclas de brocado persa, pañuelo de seda italiana anudado al cuello y un albornoz de paño a cuadros verdes y negros__, entretanto hojeaba alguno de los libros apilados sobre la mesa.
La noche previa al día de autos la beldad y su protectora fueron varias veces incomodadas por los pasos cansinos del viejo hidalgo; en una ocasión hasta tuvieron que trasladarse de prisa y corriendo a otra cortina, por ser la primera zaleada con desesperación por éste, en uno de sus violentos ataques de tos. Pareciera que nunca fuese a despuntar el día; un manto gris moteado de rizos púrpura cubría el cielo desde la aurora. Tanto es así que quien suscribe __ aunque cauta y precisa como La perfecta casada de Fray Luis de León__ no tuvo en esta ocasión recato en confesar a una amiga, que a su vera se posara en ese instante: "¡Parece que sangrase el cielo; el nacimiento del sol, a veces, simula fielmente un parto...!" También los trinos de los pájaros, presos en jaulas de arquitectura renacentistas, tornábanse por momentos exasperantes. Pero, al fin, un destello ambarino se abrió paso hacia el centro de la estancia, donde el hidalgo dormitaba reclinado sobre el brazo de una butaca de piel agrietada. El polvo, posado sobre una gran mesa, a rebosar de papeles y cachivaches, resaltaba más aún por el sutil resplandor que, indirectamente, el rayo le procuraba. Al instante, tarareando La del manojo de rosas, entró una mujerona sudorosa y rolliza, ataviada de negros y blancos almidonados. A unos pasos del durmiente ahogó el tarareo y se detuvo con las manos entrelazadas sobre la medallita de plata y nácar que pendulaba bajo su prominente y agitada pechera. Y, al tiempo de reclinar la cabeza, preguntó entre resuellos: "¿Le sirvo ya el desayuno, señorito?" Éste asintió, tan sólo con un desdeñoso gesto y un ademán ejecutado con la mano que antes sostuviera sus sienes plateadas. Después entreabrió los párpados para mirar al infinito. Ocasión que, con sigilo y prontitud, siempre aprovechaba la sirvienta en despojar un tramo de mesa y salir de nuevo tarareando un trozo de zarzuela.
No sé si alguna vez intuyeron que tanto las arañas como las moscas estamos dotadas __la suya artesana y la nuestra más artística__ de una memoria nada desdeñable; es por ello que, sólo escuchar livianos acordes, podemos bailar el tiempo que nos plazca.
En la fatídica mañana la princesa, con la melodía vibrando en torno al verde y erizado pelaje... __no duden que en ciertas ocasiones también se nos espeluzne__, y harta de esperar a que su protectora le concediese el reglamentario permiso, una vez el pausado hidalgo sorbiera del café, se lanzó al haz ambarino con intención de ejecutar entretanto, al menos una pieza. Pero la moscarda, quizás por idéntica razón, tuvo a bien seguirla y, una vez junto a ella, ceñirla por el talle. Puedo jurar que nunca, hasta ese momento, disfruté del placer inmenso de ver bailar un aria de zarzuela a ritmo de vals... y ¡con qué destreza! Tanto es así __sospecho ahora__ que la estricta concentración y armonía en su impecable estilo fue la causante de que la pareja se confiase, más y más, por esquinas y recovecos antes inexpugnables.
Borrachas de música, de abrazos, de lujo, de algo más que no pude precisar desde la lejanía... desatendiendo distancias, trinos, los pasos de la sirvienta volviendo con la bandeja de plata enarbolada como si portase un ramo de margaritas..., no previeron la viscosa tela de araña, allá entre los artilugios de la lámpara de cristal de roca suspendida sobre la taza humeante de café aún sin probar. ¡También era de suponer debido a su profesionalidad y buen hacer artístico! Sin embargo yo, que al principio tan sólo sentí vértigo __frecuente entre adictos a la danza cuando advierten en los bailarines algún choque imprevisto__, al hacer conciencia sobre aquella extraña flor, cuya corola imitaba un tejido tan delicado y primoroso como las filigranas que la escarcha dibuja sobre ventanas... donde antaño se inspiraban las mujeres rusas para los primores de encaje, exclamé en silencio: ¡qué macabro final!
De súbito, los estambres de aquella exótica flor, constituidos por una gema de azabache y briznas membranosas en derredor, sufrieron una rápida metamorfosis: convirtiéronse en una araña negra y repugnante; la cuál, como funámbula enloquecida, comenzó a moverse endiabladamente a través de los finísimos hilos. Y sin que ojo de mosca siquiera fuese capaz de precisar, ésta alcanzó a sus víctimas y, en un santiamén, con habilidad y abundantes secreciones de su grueso abdomen, las redujo a una masa informe.
Mas, qué sorpresa, al percatarme de que tal manjar no fuera ingerido al instante, sino despreciado con remilgos; y qué desengaño al observar cómo retrocedía veloz hacia su escondrijo.
A punto de marchar estuve cuando, por una de las múltiples ventanas avizoras, noté que la masa de mosca, por su peso, o porque la araña al alejarse rompió uno de los hilos, se desprendía de la tela precipitándose al abismo de la taza, aún hasta el borde de café humeante. Entonces detuve el vuelo y, sin pensarlo, me conduje a ciertas aletadas del siniestro... Y, para observar con mayor precisión los sucesos por acontecer, me oculté tras una pequeña piña de cerámica que, a modo de asidero, coronaba la tapa de un azucarero. Desde el escondrijo pude detectar que aún no habían muerto mis congéneres, que, dando vueltas sobre el café, intentaban desprenderse unas ataduras elásticas... Cuando de repente, y puesto que nuestro radio de observación es casi infinito, advierto cómo se acerca, temblona, pero decidida, una mano con intención de aferrarse al asa de la taza. Quise gritar, advertirlas..., pero ocurrió lo irremediable; fueron absorbidas por la boca lívida y rugosa del hidalgo. Sentí entonces que mis miembros diminutos aún más se empequeñecían, que, pasmada, iba a ser víctima de otro imprevisto. Mas no sucedió así; sacando fuerzas de flaqueza conseguí dar un salto hasta el lugar menos arriesgado, aunque lo suficientemente próximo para no perder detalle.
Aún tuve que replegarme más tratando de esquivar una gota de café. Y también de adherirme con fuerza al barniz de la madera para no ser impulsada contra algún otro elemento; tanto que el hidalgo, una vez tragóse a mis hermanas y lanzara la taza contra la bandeja, sufriera de violentos y reiterativos abscesos de tos.
La Sirvienta, sin embargo, pareciese estar advertida; al instante acudía provista de un vaso repleto de líquido viscoso, denso, opalino...como diamantes derretidos. Y con decisión, soltura y el dominio de quien antes realizara tales menesteres como profesión, intentó darlo a beber al anciano. En cambio éste se resistía; por lo que ella tuvo que inutilizarle el cuello con su robusto brazo. Poco a poco, él se fue amoratando, aflojando..., y después tornándose tan blanco y trasparente como papel de fumar. La sirvienta, una vez deshecha la trampa que ahogara a la víctima, le zahirió en tono fatigoso: "¡Anda; pa que des otra nochecita como esta!". Dicho esto, se retiró llevándose el vaso. El hidalgo, vencido sobre la mesa, quedóse mirándome como esas estatuas de cera y ojos de cristal; circustancia que aproveché para hacer de las mías dentro de sus narices.
Al día siguiente, yendo a desayunar al departamento de oncología del hospital universitario, encontré a la mosca amiga mía...; a quién recité, en la mañana funesta, aquello tan bonito del amanecer. Ésta, que venía de intentar lo propio, me relató escuetamente que al señor del batín a cuadros verdes y negros lo acababan de cercenar y que en su interior habían hallado dos moscas abrazadas. Sólo con ánimo de prever si teníamos o no paso libre, pero siempre cauta, inquerí: "En tu opinión, ¿crees que tales pruebas son determinantes de la sentencia?". "¡Anda; por qué piensas tú si no que fuera a salir zumbando sin desayunar!" Contestó muy nerviosa y ya camino de la calle. "¡Qué extraño __reflexioné__; con lo intrépida que es...!" No obstante, me introduje de rondón en la estancia; quería ratificar por mí misma aquello que proclamaba mi amiga. Mas, nada más cruzar el umbral escuché una voz muy enérgica que llegaba del fondo en penumbra: "¡Atízales; no las dejes escapar!" A pesar de la amenaza alcancé el documento que el viejo hidalgo, desnudo, sostenía con el talón del pie... y donde un señor de blanco, sudoroso, obeso y ensangrentado, aún escribía: "...y, mis colegas y yo, damos fe de que una vez más fueron estas desaprensivas (por nombrarlas de algún modo) las autoras materiales e indiscutibles del atroz asesinato..."
Entonces, triste, compungida, como una vieja esquimal que hubiese perdido el último molar, me retiré a esperar... sobre una joroba cálida..., aquí, en este lugar remoto, extraño... donde aún el sol dispone de suficiente intensidad como para madurar membrillos y reventar granadas... ¡Nada se aproxima a este olor!
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.