Z A M B R A
A Antonio de las Heras: Un antiguo amigo, quién me conoció por un relato incluido en este grupo.
Lugar donde naciera a principios de los cincuenta, del cual emigré a Madrid con apenas 14 años. Bajo este nombre, entrañable para mi, aglutinaré cuantos relatos he podido conseguir de mi adolescencia. En principio, pensé rehacerlos, luego decidí que mejor dejarlos como fueron entonces concebidos; ya está la suerte echada y el candado cerrado.
LA MANDRÁGORA
Sobre el blanco de las casas recién encaladas resalta el pañuelo de una vieja; apoyada en el quicio del umbral de su casa, ésta descubrió cómo al final de la calle, un forastero se afanaba en recorrer con ceño adusto uno a uno los caballetes del grupo de viviendas, hasta alzar algo la mirada y detenerse frente al campanario: la soga de la campana fúnebre, bandeaba enroscándose con la de repicar en los bautizos. Él, al percatarse, miró al suelo buscando entre piedra y piedra alguna brizna de color que lo confortase; los balcones, unos sin una planta y otros con alguna otra achicharrada por la solana, le secaban el aliento. Un perro le seguía dando vueltas entorno suyo; pareciera que imitara la disposición de oficio de sus hermanos los ovejeros. El joven, descorazonado, miró a la vieja y echó a andar. Una corriente bochornosa le tiró el sombrero gris de ala-ancha. Con la mano que se lo colocó, fue desdoblando un pañuelo almidonado, crujiente, áspero... y lentamente se lo restregó por la frente roja y sudorosa. En tanto la Vieja descaradamente le plantaba cara, él se fue apretando el cinturón, colocándose el ramito de albahaca a la solapa de la americana, y ya cara al frete, se ajustó el sombrero; de cuando y cuando, echaba un ojear a cada puerta cerrada a macha-martillo:
- ¡A las buenas tardes!
La Vieja simuló un respingo; tras una pausa, sumió la boca prieta contra las encías sin dientes, destacando así cierta tosquedad en el semblante; de seguido y con destreza se atusó bien las greñas que le salían del pañuelo y luego, mientras se lo desanudaba y se lo volvía a anudar con idéntica maña, a duras penas dejó oír su voz:
-Mucho calor hijo… ¿Eres forastero? ¿Por quién preguntas, si se puede saber?
El Joven se descubrió, pero la Vieja siguió su cháchara; ahora, vuelta y como ausente, parecía imprimir constancia de que continuaba, aún con mayor aplomo, embelesada de los portalones de la iglesia:
-…Hoy se casa la del Cojo… ¡qué pena... y qué cosas tan absurdas trama ÉSEHOMO! Con lo bonita y apañáa la muchacha y emparejarse con ese Jorobao, viejo y pellejo. Por lo visto, cuando va de salía, resulta un poco ligeruela de cascos; eso se chismorrea de casa en casa, que con cualquiera entabla conversación… y que en aquella ocasión se escapó hasta allí... ¡adonde Dios pintó a Perico! Y pa que no quee pa vestir santos… con el primer pretendiente del pueblo, ¡pues con ése mismo!
El joven intentaba en vano preguntar el nombre de la novia; La Vieja, con la vista perdida, casi yerta, seguía soltando despropósitos:
-El año pasado quedó prendáa de un Guindilla Pintón cuando fueron a la campiña de Córdoba a la recogida del algodón. Su padre, el Cojo, al enterarse se la trajo de los pelos.
A gritos, entre la palabrería de la vieja, preguntó... si a la novia la llamaban la Avivá, si lucía unos ojos como la miel de los panales y si su rizos castaños se le tornaban dorados con los reflejos del sol. La Vieja, sin prestar atención, siguió parloteando, perdida en las trazas y el talante de los suyos; en cómo trabajaba su muchacho en el alambique del pueblo de al lado y cómo poquito a poco iba, el pobrecillo, haciéndose con unos estudios en las escuelas nocturnas de la parroquia. El Joven, desesperado, cruzó la calle hacia una vivienda donde, bajo el balcón, destacaba: LA TABERNA. Con sumo cuidado intentó apartar el típico cortinón de lona burda, aquí por estos lares: al tacto, el material parecía de cañizo; no obstante, mantuvo en mente que, al menos, la penumbra arroparía los trotes alocados de su descarnado sentimiento... y aún éste, a horcajadas sobre el caballo de su alma encabritada y sin norte, quizá aún reprimiesen sus inminentes ganas de llorar a moco tendido.
Sobre un mostrador pintado de verde oscuro, el Joven, junto a su perro, esperaba mientras escuchaba unos pasos torpes retumbar en el piso de arriba. El olor agrio a vino blanco barato le provocaba arcadas. Se hurgó en los bolsillos y sacó un cigarro muy torcido, tal que un garabato. Le temblaba el pulso; pero trató de hacerse con él en tanto rascaba una cerilla contra el mármol del mostrador. Dando grandes caladas ojeó minuciosamente el salón: destartalado, los desconchones revelaban mil colores diferentes… ya pardos, por el trajín del tiempo. Bajo la ventana al patio, en un velador pintado de añil y sobre la plataforma de granito, ya resquebrajado, hay un botijo cubierto con un primoroso pañito de encaje níveo; llegó hasta él y al zarandearlo se percató de que estaba vacío, lo que le empujó, como por instinto, a acercárselo al oído; por un instante creyó escuchar un murmullo que le sugería un mar en calma, como en una postal; aunque acaso el bullir acompasado de un oleaje apenas perceptible daba razón y cuenta de que estaba vivo, de que cumplía alguna función aún encontrándose vacío, hueco... o más bien fuese el jadeo del perro. Algo sin sentido, prorrumpió en sus venas, dándole así la sensación de que se le espesaba la sangre. De nuevo pisó firme el pavimento, tomando conciencia de aquel silencio… ¡Hasta aquí, en la última esquina del mundo, sobrecoge tanta quietud! Se dijo el Joven cabizbajo y sin comprende bien qué lugar era aquél. Un vejete con cara de santo anciano, ojos de legañas y turbios, y un sombrero de paja calado hasta las cejas, miró de soslayo a la desconocida figura desdibujada en la penumbra. El Joven, al notar su presencia, se estremeció, adelantó un paso torpemente, extendió la mano y esperó a que el Tabernero se inundara también del resplandor de la ventana:
-¿Disponen de café en este local?
El Vejete, renqueando, llegó hasta el mostrador y le volvió a tender la mano, aún con más determinación, aplomo; el Joven respondió al envite aproximándose al otro lado del mostrador, frente a frente con el Tabernero:
-¿No le hace, mejor un anís…? Hablando en plata, es que mi Mocita está en la iglesia viendo a los novios… ¡Es costumbre! Y la pura verdad, ahora no dispongo de agua caliente... ¡Qué ironía y qué guasa y qué despropósito... ¡me cachi en la mar!; cuando al sol hasta podrían freírse huevos!
De nuevo sentado a horcajadas, apoyando los brazos sobre el respaldo de una silla plegable y a un paso del velador bajo la ventana, sorbía con ansiedad de una copa hasta el borde de anís, mirando los racimos que colgaban del emparrado en el patio y cómo estos eran libados por un sin fin de avispas endemoniadas. Los reflejos de algún cristal, movido quizá por una bocanada de aire ardiendo, le cegaron momentáneamente la visión, ya turbia; con la yema los dedos se restregó los párpados, avivando así sus recuerdos:
¿Cómo te llamas? El río reptaba sereno y en meandros por la sombra de una cañada profunda y espeluznante. Tras los juncos apareció una joven semidesnuda (sólo las bragas y el sostén), robando los últimos destellos a la tarde moribunda; su morenez salpicada con gotas de oro líquido y una sonrisa pícara, dejaron pintados sobre el recuerdo unos rasgos de ensueño...
¿Y cruzaste el río, así vestido…? ¡La Avivá ! Así me llaman... porque mi padre, cuando se emborracha, vocea que soy un lince... y que me comporto aún con más destreza y malas artes que el dichoso animal. ¡Pa qué dirá; cuando él siempre anda de noche robando gallinas y lo que se le ponga por delante... Como para reprocharme a mí esto, lo otro y lo de más allá! Entre su risa queda y armoniosa, sobresaltaba el trino en jolgorio de unos jilgueros en plena faena de apareamiento, el nítido y alegre canto del río...: ¡Hombre, agárrame la mano que me lleva la corriente!
Después, ya en tierra firme, tumbados sobre unas cuartas de mala hierba, él sentía brotes de escalofríos que le recorrían todo el cuerpo. Intentando aplacar tal comezón emprendió una coplilla, no sin antes calentar con unas palmas entreveradas con hondos quejidos:
Yo no siento que te vayas
Lo que siento es que te lleves
Sangre mía en tus entrañas.
Con la sonrisa prieta, el Vejete aún portando el sombrero de paja, se lanzó a la radio e interrumpió su canto. El Joven, sin apenas inmutarse, replicó en el tono lento y monocorde de los moribundos:
-¡Si es por mí... déjelo; a mi ya nada me quebranta! El viejo hizo caso omiso y entreabrió una ventana a la calle:
-Ya salen los novios… ¡Las más bonita de la comarca! ¿No quiere verla? ¡Hay que ver qué garbo se gasta la Tunanta.
Cuando abriste los ojos, aquel cielo escarlata... ¡en llamas!, fue el marco donde lucías mucho más que una Diosa. Con cada mueca tuya, se me resquebrajaba la inocencia. El cielo mezclaba colores a tu espalda: marinos, anaranjados, cárdenas… Algo mágico consintió en que tus carnes supieran a junco, a azahar, a limón, a hierbabuena...
-¡Parece una flor campestre… a capricho de la lluvia, del sol y la tierra! ¿No quiere un puñado de arroz para desear suerte a los novios!
Con la piel húmeda parecías aún más morena. De tus dientes perfectos sangraban palabras que trababan las mías.
Esta hora, dicen los antiguos, que se pierde, se descabala... que no es contabilizada por el tiempo; así, de un pispás, se disipa ¡Y adiós muy buenas! ¡Qué cosas!
Acaba de trasponer el sol; el dorado se torna violeta y los olivos se han oscurecido hasta parecer sólo sombras fantasmas; ahora sus copas orondas, a contra luz, forman el horizonte… Tras la pareja, ya nada existe; alguien fue borrando la estampa para que los amantes desfogasen sus ansias…
El Vejete, salió del mostrador y abrió de par en par la puerta para que el salón se inundara de la bulla y regocijo de los vecinos: ¡Vivan los novios! Hombre, venga aquí, que nadie le va a hincar ningún colmillo, ni le van gastar faena alguna…; en estas circunstancias, los mozos no atacan a los forasteros... Se da cuenta la hora tan precisa y oportuna para un casamiento; después del recorrido, ¡a la piltra! El Tabernero, abanicando al cliente con su sombrero, le advierte tajantemente... incluso con rabia.
-¡Tú verás, muchacho..., pero menuda tajaá vas a coger, así a palo seco!
De hojas de retama y juncos construimos nuestro lecho nupcial; allí a cobijo deseé que la tierra se abriese; caer juntos dentro del un volcán que quemara nuestras almas en contienda.
-¡Si no lloras, morirás!- Y fuertemente prietos, aun veía relucir tu ansia... a pesar de la oscuridad de boca de lobo, a pesar de temer que mi corazón o el tuyo saliesen despedidos, vomitados. El vaho del río rociaba tu pecho, plagándolo de escamas de plata. Tú, pegada a mí, intentabas cortar mi resuello; ¡no las localizo, pero sólo murmurabas palabras bonitas… como de inspirados copleros.
-¿Este perro que ladra, es suyo, es tuyo...?; parece buen perdiguero. ¿No? ¡Se lo compro! Las lágrimas rebosaron de los ojos del Joven al percatarse de la pregunta del Viejo:
-¡Mátelo; no quiero ajusticiarlo yo!
El Vejete miro al Joven con la cara descompuesta por la sorpresa… Entre dientes determinó: ¡Este hombre no es de este mundo!
El sol y el ladrido de Revueltas (así llamaban al perro) nos hicieron cerco. Caracolada junto a mí preguntaste: ¿Por qué lo llamas Revueltas? ¡Qué nombre! Creo recordar, que yo sólo murmuraba sin desplegar alguna palabras completamente: Su nombre es propio de cantos tristes, de locura… ¡Y porque corre siempre a mi vera!
-¿Quiere ahora el café?; ya vino mi muchacha y en un santiamén está servido…
El Joven, inmutable, no contestó; apostado sobre el mostrador y con la cabeza sobre sus brazos cruzados, seguía torturándose con los recuerdos... Y en un ensimismamiento tal, que ni siquiera vislumbró pasar a la muchacha... y ni acaso el saludo en gruñido de Revueltas.
-¿Y otra copilla, entonces? El Joven, ya de pie, ebrio y tambaleante, plantó cara al Vejete, pero como si éste fuese una fotografía; al lado del cuál, aún su cara, reflejada en el espejo, plagado de cagadas de mosca, que se hallaba reclinado tras el mostrador, reconoció su rostro, pero más deteriorado que el del Tabernero.
-¡Ya no quiero náa! ¿Para qué? La voz le surgió entrecortada, turbia..., mientras se buscaba en el bolsillo del pantalón unas monedas que de inmediato soltó sobre el mostrador; luego, le tendió la mano al Tabernero a modo de despedida.
Cuando el rescoldo de las cocinas agonizaba ya sin remedio, el joven subió tambaleándose por la orilla del arroyo que dividía en dos parte la calle entera. Revueltas, cabizbajo, le seguía husmeando las meadas y cagarrutas de otros animales. Desaparecieron por arriba de la calle, donde apenas se escucha hondo y profuso el caudal de los caños de una fuente a medias arropada por la noche.
-¡Revueltas; quieto! No te sulfures, amigo; si algo me pasa, ve corriendo a nuestra tierra, allí, alguien al verte suelto, seguro que te matará. Yo no puedo hacerlo, perdona; me flaquean las fuerzas.
Apoyándose en una tapia comenzó a arrojar el anís avinagrado; después de limpiarse con la manga de la chaqueta, amansó el pelaje al perro; éste se apresuró a lamer lo vomitado:
-Todo está seco; se resquebraja la tierra; ni siquiera de noche refresca. El aire se ha quedado quieto… o se ha muerto. ¿No escuchas el jolgorio?; aquí debe ser adonde vive...
Tras la tapia, comenzó a llegar cierta algarabía; entonces empujó con cuidado una puerta herrumbrosa, hecha de latas mohosas. Dentro, en un patio apenas alumbrado por el ambarino resplandor de una ventana enrejada, el entorno parecía inhóspito y vacío hasta de hierva; no obstante, de un vistazo observó un barreño de zinc lleno hasta el borde de espuma agrietada…
-Adonde seguro se te bañaste antes de acudir a la iglesia: ¡Morenilla loca!
¡No me llames así; me gusta mi apodo!
Con el pelo esparcido sobre mi vientre, charlabas de pájaros que no se enjaulan, de lo curioso que resulta contemplar el correteo en comparsa de las perdices. Entonces, e incluso en este preciso instante, percibo cómo las estrellas chocaban sin formar estrépito para que se escuchasen bien tus alcances.
-¡Quieto! No husmees por ahí, que todo está envenenado.
Se abrió una portezuela, quizá vencida por alguna corriente... pues, de seguido, ella sola se volvió a entornar; de adentro fluían risas estridentes: -¡Arreando!, que ya mismito estáis todos afuera… ¡No te digo con la guasa; menudo cachondeo...!
¡Siempre tan altiva y resuelta! Revueltas lamía la punta de los zapatos de su dueño… ¡Quieto parao! El exabrupto asustó al animal que gruñó agazapándose entre sus piernas; el dueño, le pellizcó su pelaje sedoso…: ¡Parecido a tu piel! ¿Entiendes, Revueltas?; ¡tú no sabes, ni de la misa a la mitad! Tras aguzar el oído en busca de cualquier sonido, sintió repentinos repelos de frío; entretanto veía sombras vacilantes, destellos insólitos. De la ventana llegó una sentencia: ¡A pasarlo bien tortolitos; que ya nos largamos! La luz se disipó y todo quedó fundido en la oscuridad.
La mañana renacía tras la loma pintando de brillo argentino la copa de los olivos. Con las orejas en punta, Revueltas aullaba con quejidos lastimeros. La Avivá salió al patio en camisón de nylon blanco; el bochorno se lo adhería al cuerpo sudoroso como una segunda piel. Con pasos vacilantes, se desplazó hacia la palangana; al punto notó que estaba casi podrida y que no podía refrescarse; entonces miró en rededor suyo, descubriendo así que tal vez bajo la higuera fuera adonde se escondía el animal que desde antes del alba ya prodigaba lamentos casi humanos: ¡Pero, cipote, si eres Revueltas! En ese instante, fue cuando descubrió cómo sobre el perro y bajo la higuera, pendían unos zapatos embarrados y sin calcetines; ya más cerca, se atrevió a mirar hacia arriba; en el ojal de la chaqueta aún lucía el ahorcado su ramito de albahaca ya mustio. La Avivá ahogó un grito; se venció de rodillas y dio un batacazo:
-¡Tonto…!
SABOR A LIMÓN
Una fila de enclenques cornetas apuntan el día tocando el ritual festivo. En perfecta formación sigue completa la banda municipal. Las aldabas rechinan con los primeros rayos de sol. La Carpintera recoge aprisa el escobino y el cubo al sentir el “Gato Montés” de la orquesta; la tarde anterior, cansada, dejó para el amanecer el blanqueo de la fachada y la artística cenefa de alcaparrosa.
Disciplinados, los músicos corren la calle con dirección al rellano de la iglesia donde esperan el cura, el cabo y Antonio Manuel, Hermano Mayor de la Cofradía de Nuestra Señora de Gracia.
En el patio del Rubio se oye alboroto de cubos y palanganas. Justa, la hija soltera, va de un sitio a otro, atolondrada, procurando acicalarse: ¡En un día como este, hay que estar decentemente vestida y compuesta!
_Antonio, ve a pedirle a Carmen los rollos de los cadejos de hilo para liarme el pelo. Martirio, mujer: ¿me lo vas a liar?
Justa presiente que hoy va a ser un día importante, Después de llantinas y disgustos, el Rubio ha quedado convencido. Esta tarde en la procesión de la Virgen podrá pasear con Juanito.
Las casetas de turrón cuadriculan el llanote. Levantan el cierre para colocar las vitrinas. Antonio, que vuelve del recado, se embelesa mirando a los feriantes. ¡Este año hay más feria que el pasado! Se dice el muchacho con los ojos en los confites.
-Tía, ¡qué bonito! Hay peras en dulce y peladillas a montones. Son a peseta, ¿me compráis una?
_A tu tío Juanito, hijo; desde hoy le puedes llamar tío_ Los ojos le centelleaban a Justa de felicidad mirando plácidamente a Martirio que daba los últimos toques al vestido que ella estrenará en la tarde.
Las puertas de par en par dejan ver el cuerpo de casa reluciente y salpicado de macetas en diferentes alturas. Los pequeños corren repeinados y limpios alrededor de la orquesta. Antonio sube la calle ceremonioso, pletórico de importancia; los bucles colocados, los zapatos encaretados de blanco y un traje color garbanzo. Al llegar al rellano, se filtra por entre los músicos y se aorilla al cura que le pone la mano encerada y viscosa sobre los rizos negros.
-¿Te sabes el confíteor?
-Si padre.
En la calle salpicada de colores de moda, las moticias pasean de bracete, arriba y abajo, espurreando risas cada vez que cruzan miradas con sus pretendientes. Al plom del primer cohete se despeja la plaza; los paseantes se agrupan en las puertas. Los mozos aprovechan la algarabía para arrimase a las muchachas que gritan bobaliconas, después detienen la risa y se encaminan para asistir a misa.
En el banco justo tras el que anda sentada Justa, se acomoda Juanito; quedamente se acerca muy próximo al cogote de ella:
_Qué pena que este año no haya noria, podríamos montarnos los dos juntitos y cuando llegásemos arriba...
Justa, reprimiendo la risa, aunque no un eléctrico escalofrío, se vuelve tímidamente:
_No seas aprovechado, Juanito... Además, por eso las ha prohibido el cura y también porque estaban adornadas con artistas escotadas.
Después del último toque de campanas vuelve a quedar la calle callada y solitaria. El silencio trae la voz de Genaro el pescadero que se acerca en la bicicleta. -¡El pescaerooo!- Una banda de gatos negros salen a su encuentro.
-¡Sohooooó, caballo!... que son los cohetes de todos los años- Miguel hace equilibrios sobre el lomo de Rabiosa, colocando el pan en el serón para el reparto: _Date prisa , mujer, que nos va a coger la salida de la gente de misa_ Martirio le acerca las hogazas de pan en bloques de a cinco.
Antonio de monaguillo y aprovechando el sermón del párroco, va de puerta en puerta postulando para la virgen. Su abuelo, que nunca asiste a Misa, al verle, le llama y le da un capónl Con gesto socarrón, le susurra: ¿dónde vas con esas faldas, mariconaso!
_¡Rubio, déjelo... no ve que así se divierte!_ La Carmen , una de las cinco hijas de la Canaria que tampoco asiste jamás a Misa, aunque sí ayuda a limpiar candelabros el día de antes de cada fiesta (se rumorea de ella que anda algo desquiciada y que siempre esta leyendo novelones), salía de comprar el pan, se acerca y aúpa Antonio: _¡Con lo guapo que está le va usted a regañar...! Si le viera en la iglesia, rodeado de los rayos de colores que iluminan el altar, parece un Santo impúber.
Los portalones de la Iglesia se abren y fluye la multitud que se expande por la plaza. Al final de la calle desaparece Miguel platicando con Rabiosa. Un vejete orondo y emboinado se cruza con él, se miran y sonríen con complicidad gremial: ¡Lo mejorcito de la Feria ! Un burro plateado renquea con el serón lleno de sandías, su dueño sigue pregonando: ¡Lo mejorcito la Feria ! Algunas mujeres que no asistieron a Misa por andar guisando el arroz (norma general en fiestas), se rifan la fruta.
En la taberna se empiezan a formar las primeras trifulcas. Algunos padres, después del pardeo, se resisten a ir con sus hijos, que les tiran desesperadamente de la bocamanga:
-¡Dice mama que ya está bien; que se pasa el arroz!
_Dile a tu madre que coma sola, que los días de fiesta son para emborracharse; el cuerpo necesita un respiro de cuando en cuando.
La siesta es escandalosa de vino y jarana. Gargantas encharcadas en alcohol entonan cantes secos y tristes. Los niños juegan al son de las chicharras, polvorientos, en una tierra resquebrajada por el sol.
_¡Baila, mujer, baila! Encendida, Martirio sube a la mesa animada por su suegro. Un corro le palmea; ella gira y gira al ritmo de la tonadilla. Al verla, Antonio se pone como la grana; nunca ha visto a su madre metida en juerga y, menos entre un corrillo de hombres. Extrañado se acurruca en el regazo de su tía Justa, que andaba a la vera sentada y mirando hacia la ventana.
La aldea se ha quedado dormida, la voz seca del hombre calla, la mujer ronronea bajito mientras vela entretenida en cualquier remiendo. En la calle se oyen golpes intermitentes; la están cercando con estacas para hacer una plaza rectangular. Ya se empiezan a colgar los mantones salpicados de claveles en rejas y balcones; son las cinco y pronto seguirá la fiesta: la calle llena de gente, las campanas sonando, cohetes que siembran los patios de varas tiznadas, niños que gritan como bandas de golondrinas mientras las madres los desuellan con estropajos de esparto.
_No va a estar mi niño guapo ni ná, con su coleta... que se la ha hecho su tía de pelos de maíz.
-¡Justa! ¡ay! No me aprietes mucho la faja que se me salen las cerezas.
Antonio ya está preparado. Baja la calle, con calzones de raso amarillo, una camisa verde arreglada de su padre, la ceñida faja deshilachada en las puntas, la montera en la mano y un capote rojo improvisado que le cuelga sobre el hombro izquierdo. Saluda a las familias apiñadas en las ventanas: irradia tal felicidad que piensa que todo se mueve entorno a él. Y ni se percata que a su alrededor se completa la comitiva de torerillos; juntos y enarbolando la bandera de España se dirigen hacia el cuartel para que el Comandante de Puesto de la Benemérita dé el pistoletazo de salida.
El gentío suspira. El toro, cabizbajo y desconcertado, huele el zócalo de alcaparrosa y estornuda. Los gritos remolinean hacia el interior de las casas y retumban bajo las camas. Miguel, que después del reparto de pan, ha dejado a Rabiosa trabada y pastando en un prado cercano, salta la hilera de estacas e incita al toro. Un chillido de mujer torna el murmullo en silencio: ¡Miguel!. Martirio desaparece del balcón con gesto enjuto, descompuesto. Después de tímidas envestidas, de carreras sin rumbo, el torillo cae desfallecido y con la lengua sobre los chinarros; entonces, la chiquillada se agolpa en torno al animal para endiñarle patadas, mientras ríen histéricos.
Como joyas engarzadas en los mantones se reflejan los últimos brillos dorados que el resplandor consigue al iluminar la sedad del bordado en los mantones. La brisa trae ráfagas de jazmín y estiércol y desde el rellano de la iglesia se oyen estrofas tristes, cantes de amores lejanos o imposibles que entonan dos viejos. Solitaria, con las sombras fantasmas de las estacas, la calle ha cogido estampa de drama...
-¡Martirio! Anda, mujer, avisa a tu suegro, que está Miguel como una melopea ¡que pa qué!. Ha mascado un vaso y ahora dice que quiere apuñalar al de Morales; la pechera de la camisa le pringa de la sangre que brota de sus labios.
Las palabras del viejo Juanito zarandean los cimientos de la casa. El Rubio sale desflorido, la camisa blanca arremangada y el tupé bailándole en la frente perlada de sudor. Justa, agarrada a la reja, deja ver los ojos encortinados de lágrimas de cristal. El rubio, con empeño y furia desatada, coge a Miguel en volandas.
_¡Dejadme, que a éste me lo cargo yo!
Tras la puerta encajada espera Antonio, que emnite pujidos viendo cómo su madre y su tía, sentadas sobre el tranquillo al patio, sueltan palabras entrecortadas por el llanto: ¡Ya nos dio la feria como todos los años; hay qué ver..., que no escarmienta!
-¿A quién vas a cargarte tú? Chiribaile. Si no cambias, a tu mujer... Y a “toos” el que esté delante, te lo vas a cargar, o los dejarás para el arrastres. Pero de mí no se chulea un mierda como tú.
Al oír la puerta abrirse violentamente, Martirio y Justa se levantan de un brinco y quedan petrificadas.
-Sacad un cubo del pozo, que a éste lo espabilo yo con dos hostias y con agua fresca.
De una patada, el cubo salta por el aire y se estampa contra la pared. En el forcejeo, Miguel se prende al limonero que centra el patio, sacudiéndolo hasta hacer caer la fruta que lo inaugura: un limoncillos aún verde. Las dos mujeres y el Rubio tratan inútilmente de controlarle; Miguel da un nuevo tirón arrancando el arbolillo de cuajo.
_Para una vez que cuido algo con esmero... ¡canalla!- El Rubio se enciende; por cada poro de la frente salé un caño de sudor y los dientes le recrujen, le rechinan de rabia.
-Déjelo, papa, ¿no ve que echa sangre por la boca?
Cada vez que su suegro da una bofetada a Miguel, Martirio le mira complacida, pero atónita. Entre dientes, le dice: ¡Me vas a matar, Miguel, me vas a matar…!
_Papa, estése quieto ya, que lo está deshaciendo ¡ay madre mía! Justa arranca a llorar con gritos agudos. Su hermano la atraviesa con la mirada encharcada de perdón, provocando aún más que se dilate el llanto. Por fin, consiguen tumbarlo; Martirio coge el cubo que ha vuelto a llenar su hijo y lo derrama sobre la cara ensangrentada de Miguel, ya abatido.
El sol se ha puesto. En el cielo, sustituyendo las bandas de golondrinas, aparecen brochadas de rojos y anaranjados. Sobre el empedrado de guijarros duerme Miguel junto al limonero ya mustio, muerto. Justa llora en silencio sorbiendo en cada hipo, mientras plancha el vestido nuevo. Distraída, va posando la mirada en cada punto insignificante del comedor.
-¡Ay... Martirio! Se me ha tostado un poquillo el vestido.
-¿Es poco? Ponle unas gotas de limón y ¡listo!; verás como disimula el tostado de la plancha.
En la penumbra del anochecer, con pasos solapados, Antonio va y viene del pozo al arréate. Vierte el agua en la regadera oxidada y con brazo zalamero riega la hiedra y los geranios. Lleva los labios cerrados para que no le murmuren ni suspiros, ni cancioncillas de moda. Teme que su padre se despierte interrumpiendo la paz, disgustando de nuevo a todos los mayores.
_Termina de chapotear y ven a beberte un vaso de leche fresquita; que aquí, ya se acabó la fiesta.
Sentada en la ventana que da al patio, Martirio, mesuradamente, hace bodoques en el círculo del bastidor. Con ojos raposos, de pájaro nocturno, se fija sobre el cuerpo de su marido churretoso y desmembrado.
Con los bucles desbaratados, la coleta colgándole desprendida por el hombro izquierdo y el traje empapado en barro, Antonio mira la nuca de su madre. En las manos tiene el vaso de leche a medio terminar, con dedos temblorosos y húmedos lo aprieta, esperando un gesto de cariño. Martirio, sin embargo, con voz tomada, le reprocha: ¡Quítate ya ese traje de payaso!
Desde el balcón ve Antonio salir a su tía, que cierra despacio la puerta. No siente envidia, ya está harto de llorar y ahora mira feliz el fluir de la gente, el trasiego de sus pasos sin norte. Grupos de mocitas con peineta, mantilla y un cirio encendido suben hacia el rellano donde construyen hileras para alumbrar a la Virgen. Se abren las puertas grandes de la Iglesia y aparece una carroza llena de flores y titilantes lucecitas de vela que cercan el contorno del manto embrocado en oro de la Patrona. Cohetes silenciosos y escurridizos remontan alturas donde explotan formando racimos de colores maravillosos... ¡pero se extinguen rápido! Entre el bullicio, Juanito y Justa van cogidos de la mano balanceándose al compás de la música que acompaña a la procesión; los clarinetes lloran entre los demás instrumentos.
La osa mayor corona el campanario. Se han dormido los últimos borrachos. De silencio en silencio un ronquido, un suspiro o el gemir de un encuentro de amor.
Antonio García montes.
BLANCO Y NEGRO
Por el ojal que formó el tiempo en la ventana verde oscuro, pasaba un chorro de luz velando el rostro tierno de Agustinito, sus mielados ojos miraban hacia la claridad esperando que persistiera, que lo cegara de nuevo, pero un martilleo de herraduras espantó el encantamiento; el cuerpo hasta ahora dormido, con movimiento torpe se encogió ovillado en una esquina de la cama; sábanas y colcha cayeron amontonadas al suelo marrón. Mientras el esperaba el grito agudo de su madre ¡venga, que te vas a mear!, acariciaba la almohada como se amansa a un gato.
-¡Agustinito... que el sol va a prender las sabanas y tú, seguro, saldrás ardiendo...!
Salto de la cama, sonámbulo, como si bajase del Paraíso a una tierra movediza. Con los puños se restregó los granitos de legañas produciéndose agradables pinchacillos. Antes de bajar a tomarse el café con yema miró la habitación partida por la claridad; sonriente dio un brinco a la cama dejando que el sol lo dividiera en dos. Sacudió la huella que dejaran las suelas polvorientas de sus sandalias de goma en el colchón y bajó a desayunar. Quieto, el suceso que le contó su madre mientras desayunaba le producía quemorcillo en los párpados, sorbía del ponche mientras las lágrimas empapaban las pestañas agrupándolas en manojitos.
Parecía un vellón, dulce, blanco, reluciente; el sol se filtraba por la enredadera de la ventana e iba a parar a la cabeza del muchacho, santificándolo. A su alrededor, un corro de grajos encapuchados le miraba a través de lágrimas de fábula. Sus mejores amigas: Franquita, Carmen, Rosa y Salitas, las que tras la puerta entreabierta se retorcían de dolor, también estaban vestidas de negro, pero no eran grajos, sino bellas y santas.
-Ha muerto el señor Matías ( su padre) y tienen que llorar mucho para que vaya derechito al cielo, pensaba el muchacho que no dejaba de mirar aquel proceso de excitación intermitente para poder irse con sus amigas cuando llegara la próxima calma. En un silencio, se deslizó por uno de los huecos entre grajo y grajo al cuarto donde se encontraba el ataúd y las cuatro hijas. Ahora, susurraban por turno virtudes del difunto, mientras las otras tres suspiraban.
¡Ay... Jesús!
-Hace unos días, cuando padre llegó borracho repetía: “¿Sabéis por qué he tardado tanto?Por la fiesta de Gaena; el alcalde ha dicho que se pueden tirar tiros a la junquera y quemar hasta seis corchos de garrafa; así que no me quedó otra que esperar a ver el suceso”- Rosa se interrumpió y las cuatro explotaron en una carcajada, quedándose después en el más sepulcral de los silencios. El muchacho, animado por el escape de sus amigas, siguió riendo unos segundos más, hasta darse cuenta de que su hilito de risas retumbaba, solo, contra el ataúd. Un repentino escalofrío le recorrió el cuerpo y las dos rosetillas que animaban su cara quedaron por momentos difuminadas.
Carmen volvió a romper el silencio, templando el sosiego a Agustinito, a punto ya del llanto; con él en brazos, siguió ponderando recuerdos: Parece que le veo cruzar el arroyo, aquella noche de tormenta... “¡coño, ya me mojé! Algún día. un científico descubrirá algo para controlar las lluvias.
Agustinito recordaba aquella noche; Matías había estado en su casa hasta tarde y, con la fantasía que tanto hacia reír al corrillo de espectadores, estuvo contando que dentro de muy poco habría hombres que llegarían a la luna... ¡Y sabe Dios...!
Una vieja, pariente lejana, entró en la habitación gimoteando y repitiendo la retahíla común en todos los velatorios: ¡Pobrecito... con lo bueno que era. Después se sentó y, con la mano apoyada en la mejilla, empezó a dormitar.
Frasquita, la mayor de las cuatro, moza jaquetona con voz de sequia, comenzó a llorar a gritos y a decir que podría Dios haber esperado un poco, ya que estaba a punto de casarse: ¡ qué desgracia Dios mío, qué desgracia ! La pariente se volvió a quebrantar y repitía y repetía el estribillo: ¡qué desgracia, Dios mío, qué desgracia... Ay qué ver!.
Las cinco mujeres, hijas y madre, ignoraban a Agustinito, pero él se sentía presente. Le costó un gran esfuerzo, pero, rojo como la grana, logró pronunciar: El señor Matías dijo un día que yo sería un señor de finura e importante cuando fuese mayor... y que me llevaría a las muchachas de calle.
-Pobrecito, con tanto llanto... y dolor, no le hemos hecho caso_ Ni siquiera habían advertido su presencia, menos Carmen... Después de aquellas palabras empapadas de llanto, ésta lo volvió a coger en el regazo besándole la frente con cuidado de no estropearle el peinado. Él, había sentido rabia por ser ignorado, mas ahora se estremecía de felicidad; punto blanco sobre la negrura de aquellos trajes.
Tras un largo silencio, la pariente preguntó: "¿Cómo fueron los últimos momentos de Matías? Vendría Don Paulino ¿verdad?. Aunque nunca haya ido mi primo a misa, siempre es conveniente que todo cristiano reciba los últimos Sacramentos... ¡No está de más; por si acaso!". En tono bajo y dramático, Rosa, el centro de las hermanas por su cordura y decisión, refirió a la vieja el final de su padre con la voz quebrada: !El pobre se ahogaba, la sangre salía a borbollones, espesa y, poco a poco, la cara aquella de él roja, congestionada, se fue volviendo biliosa hasta que, pálido como un muerto, expiró!
El niño empezó a llorar desconsoladamente y Carmen, alarmada por la temblaera, llamó a su madre que se hallaba en la habitación contigua y se lo entregó dolorido, hecho una piltrafa pequeña y sin forma.
Solo, en la más absoluta oscuridad, Agustinito ya no era ningún centro blanco; estaba temblando de miedo. Creía ver a los pies de la cama al señor Matias haciendo equilibrios para no caerse encima de el; oía su risita y la cara de enfado que ponía Matías ya muerto. Con dificultad, vencido por el cansancio y la tensión de todo el día, se durmió. En una plataforma brillante le esperaba el señor Matías, vestido de blanco y con barbas muy largas, como él se había imaginado a los científicos, para llevarle de la mano a la luna.
TARDE DE GATOS
Cuento muy corto
¿Me vas a sacar a la calle? Comienza la irritación del enfermo cuando desde la oscuridad persistente que el sol se va. Las respuestas a voz en grito le anonadan. Al abrirse la puerta, el color amarillento de las siesta le deja ciego.
Después del portazo, se tira de cada par de cerezas que penden de sus las orejas y las machaca contra el cemento descarnado; a punto de vencerse de la cama y provocar una violencia de pellizcos y gritos agudos que lo dejan siempre soñoliento y temblón.
Al segundo intento, la puerta vuelve a velar el exterior, dejando sólo la voz irritada de la madre que se ocupa en preparar la mecedora con almohadones:
-¡Ale, a ver pasar las mocitas de a por agua!
Como en procesión lo trasladaron al empredado. Con dos guijarros, la madre frenó la mecedora que el muchacho ajetreaba con entusiasmo.
Más tranquilo, pudo recrearse en la neblina dorada que levantaban los escobones de varetas al resplandor del medio sol gigante. Brillan los chorrillos de las regaderas aplastando contra las piedras la bruma de oro. Un vapor templado acarició el rostro traspuesto del muchacho.
El perro del Daleao, que precedía a la manada de cabras, ladró contra una banda de gatos negros que defendían cabezas de boquerones arrojadas al arroyo. Corrieron rígidos y armoniosos, en silencio.
Las cabras chupaban la sal que seca la hierba brotada entre piedra y piedra. El color agrio o quizá el berrear triste de los animales avivaban el hambre del muchacho. El recuerdo del requesón se mezcló con la saliva espesa.
Apoyado en las yemas de los dedos, traía la madre un plato con lechuga y miel de caña: que es mu güeno pa ti. Las moscas acudieron peleando a ribetearle las boqueras. La madre las espantó y cubrió al hijo con un trozo de cañamazo.
La mocitas pasaban borrosas con sus cántaros sobre la cadera: “hasta luego”. La sonrisa que arrastraban sus palabras se clavó en el palpitante corazón del enfermo y, desde su cárcel de minúsculas rejas, devolvió el saludo: “Vayan Ustés con Dió”
La banda de gatos volvía sigilosa a los despojos del pescado. Pasaban la lenguecilla pringosa sobre los bigotes, cuando unos ladridos los pusieron alerta. Montados en su altivez despeinada preparaban la huida y ya los dos perros arremetían contra ellos correteándolos arriba y abajo. El más joven, después de mirar a todas las alturas vecinas, reptó bajo la mecedora. Sus perseguidores, ocupados en rabiar temblorosos contra árboles y tejados, no lo miraron. El chaval se inclinó con cuidado por mirar si el gatito se acurrucaba allí abajo y una súbita tregua en los ladridos anunció lo peor. Al perro gris, en el otro lado de la calle, se le ponía cara de toro.
-¡Pobrecito mi niño! Apretando con la mano el chichón, la madre lo metió en casa y lo acostó.
Siente amargura al notar o escuchar el eco del tambor alejarse. Apoyada en el quicio de la puerta, la Carlota sufre con llanto callado viendo serpear por entre la yedra de casa Gaznápiro, el ciempiés jorobado con santidad de espinas; un Cristo coronado y dolorido, arrastrado por hombres sin fe. Su herida se aviva al son de la saeta y por sus mejillas corren lágrimas brillantes. Todo se enturbia; voces de otro tiempo se hacen sonoras.
-Se ha casado la Carlota con un tísico- Resecas viejas asoman la cabeza por entre las rejas a ver pasar a los novios.
Orgullosa, envuelta en algodón de azúcar, la novia sale de la iglesia cogida del brazo del forastero, pálido, ojeroso y triste. Entrelazados surcan la calle, las puertas se entreabren a su paso.
Alguien, tímidamente, se acerca y los espurrea con trigo: ¡Que sea para bien!- Los dos se sonríen y le dan las gracias: ¡Dice mi mamá que tengáis estas diez pesetas, que no ha tenido tiempo de ir a Lucena a compraros algo! Ellos contestan vergonzosos: Pero, ¿por qué se ha molestado? ¡Dile que muchas gracias y que Dios se lo pague!.
Un niño enclenque, repeinado y pizpireta interrumpe a los novios: ¡...que mi madre os ha puesto café y anís, que paséis y os sentéis un poquito a esperarla; ella ha ido a pedirle a Araceli unas tazas y unas copas para la ocasión.
Un poco más contentos, salen de casa de Martirio y emprenden otra vez su recorrido. Al final de la calle desaparecen tras el cortinón gris a listas de casa de sus padres. Las vecinas se pegan a la puerta haciendo corro; entre ellas, Encarna, como ave de rapiña, estruja el tul blanco que le había prestado a la novia y que guardará en su arca para que se termina de apolillar. Después salen los novios vestidos como cualquier día.
Del bracete, entre risas y palabras dulces, emprenden el camino hacia la cañada donde les espera un intimidad azarosa.
-Isisdoro, ¿me querrás siempre? Yo he sido muy desgraciada, creía que nunca ibas a llegar, que siempre estaría sola_ Carlota queda callada al observar a su marido que mira soñador el sendero bordeado de olivos; ella le aprieta el brazo y sigue hablando: ...Pronto llegará la recogida de aceituna y podremos comprar alguna cosilla. ...Ya verás que bien vamos a vivir. Isidoro tiembla. Arrebatado, la cubre de besos calientes, secos.
Un punto blanco resalta sobre el verde pardo del olivar. Frente a frente los nobios se elevan, corriendo después a cobijarse en la casa blanqueada.
Sobre el velador oxidado hay trocitos de queso, salchichón y una botella de vino blanco de Montilla. La tarde ha refrescado. Carlota sale a la puerta y se llena el delantal de raíces y ramas secas, lo deja sobre la peana y con un papel mojado en aceite enciende fuego.
A la luz de la lumbre y antes de acostarse, Carlota cuenta cosas de su hermana, la suerte que tiene con el novio, de sus virtudes. Abrazada a Isidoro se siente fuerte.
El frío de una madrugada otoñal los aviva. Acurrucados se cubren con la colcha que les han prestado para la noche de bodas. A lo lejos el ladrido de un perro rabioso; Carlota estremecida exige protección a su marido. El la mira enfebrecido, asustado; sobre el rostro se le dibuja un gesto extraño: ¿Que te pasa? Estás rojo como la grana. Tienes los ojos desorbitados y los labios resecos y con grietas. Ya se me pasará, contesta el nobio; habrá sido la emoción de estar tan cerca.
Isidoro tose con un sonido parecido al del perro, hay sangre negra en su boca. Carlota, asustada, se levanta y coge el candil que está colgado de una estaca en la pared y lo acerca a la cara de marido. Grandes ojeras surcan unos ojos tiernos y cansados.
Toda la noche estuvo Carlota con el corazón en un puño, Mirando a Isidoro de hito en hito, esperaba que acabasen los accesos de tos para quererle; tenía derecho a una noche de amor. Ahora, recordaba su primer novio. Una tarde llegó estirado, orgulloso. Tras la reja estuvo callado y distraído durante largo tiempo, Carlota esperaba impaciente el desenlace de aquellas miradas indecisas, hasta que al fin, con voz ronca y firme dijo que no lo esperase más, que se aburría con ella y, después de otro minuto de silencio, se alejó sin volver la cara. Pero, ¿cómo ha sido? ¡que disgusto!. La incripó la madre: Ya sabes lo que pasa en Zambra ¿no?. Ahora, ya no te podrás casar como no sea con un forastero... y tonto. La madre siguió refunfuñando toda la noche y Carlota lloró hasta la mañana.
La neblina del recuerdo se le espanta al mirar a Isidoro. Por la ventana empiezan a entrar las primeras espadas de sol que caen sobre el tísico. Lívido, con la boca surcada de sangre reseca y los ojos entornados, yace tieso y rígido. Apaga el candil que había mantenido toda la noche en la mano acompañando sus recuerdos, y se acuesta sin hacer ruido, a su lado. Mirándole fijamente el perfil se queda dormida.
De casa en casa, la Carlota , fue llorando y explicando lo que le pasaba a Isidoro. AL atardecer, extenuada, había recorrido Zambra entera. Tenía el dinero del billete para llevar a su marido a Córdoba. Allí lo dejaría sólo para morir envuelto en su sangre.
El aire trae de la lejanía una saeta. “... con la pena de su Hijo...” Carlota sobrecogida cierra la puerta atracándola con el potro.
VERANILLO DE SAN MIGUEL
El canto insólito del gallo separa lo negro y lo blanco. Los caballos se asoman al patio relinchando, dan una coz mientras sueltan la pasta de estiércol humeante. La claridad puebla la yerba de estrellitas. Se abren las primeras puertas. En la penumbra, los vecinos se susurran ininteligibles buenos días; con los brazos en cruz, la cabeza ligeramente ladeada, salen a la luz.
- ¡Juanico! ¿ve qué mañana, si hubiera en que trabajar?
Miopes ojillos, aunque orgulloso diga que ve hasta las ramas crecer, brillan entre las secas escamas de sus párpados. Vive solo, sin pensión; en la recogida de aceituna le dan una cuarta parte del salario por vigilar la aceituna amontonada, para que no la pique el zorzal. Cuando acabó la siega también espigó algún rastrojo. Ahora, para adeudad, utiliza una barita de olivo donde el panadero anota, haciéndole una mella, cada vez que le da medio pan. También afana alguna que otra mezquindad; hace tiempo se le acabaron los ahorros.
Al sentir la voz gangosa de Juanico, las mujeres miran, volviendo después al trabajo de cada mañana.
-Esa palomilla difusa que puntea el cielo, va a estropear el día. Veréis como esta tarde hay tormenta. -Algo pastoso le cae al viejo del labio inferior interrumpiéndole: ... y el dolor de este hombro nunca falla. ¡Toda la noche quejándome!. Esa nubecilla se ha formado con mis lamentos. Un golpe de tos le interrumpe de nuevo. ¡Maldita sea esa sobrina mía!.
Carmen, sin dejar de barrer, contesta con palabras entrecortadas por los bostezos:
- No sea así con Maruja, Juanico, que le lava la ropa.
- ¿Se nota que me la lava? ¡mentira! ... si no le da tiempo a la jodía.
Mientras Juanico sermonea, las escobas arrastran las cagarrutas que han soltado las bestias al amanecer.
Carmen se hierge, bien plantada, suelta la escoba y se encara con Juanico:
- Si no le soporta nadie, ¿como le va a aguantar ella?
- Todas mis mujeres me han querido; por algo sería.
- Pero se han muerto y usted las ha ido matando a disgustos.
-Podría quejarse la Angustias. Como una reina la tenia ... Y la hermana del Gallo, si hubiese querido, estaría ahora recogida y no haciendo visiones enseñando el chorrete a los chavales.
- La pobre... ¿Qué va hacer?
- Casarse conmigo, coño.
- Viejo verde. En un asilo tenía que estar.
- Si fueseis mías, con cuerda de esparto os iba a coser la boca y, a algunas, más cosas.- Los ojillos se le ponen brillantes, dándole picaresca maldad infantil. Al llegar al llanote tropieza con el hijo pequeño de Cristóbal.
-Cada día eres más inocentón, no te pareces al pillo de tu padre, que tiene a mi sobrina desriñoná de joderla en todos los vallados. Tu madre ni se entera. Además de ciega, es como tú, más inocente que una uva.
- Está caducando.
-Si, caducando y más cosas, pero eso lo sé muy bien ¿no ves que todavía me gusta cancanear por la noche?
- Ande, ande, ¡ vaya con Dios !
Por la esquina este del llanote, donde el sol entra con sus últimos bríos veraniegos, el viejo se pierde envuelto en una polvareda poblada de pajitas doradas. Las mujeres siguen su faena, después del barrido dan una mano de cal a la parte baja de la fachada.
Con pasos acertados y en silencio, Juanico se escurre hacia su casa. Al pasar por entre las últimas barrenderas tose y agacha el cuello con gesto raposo.
- ¡Juanico! ¿qué lleva debajo de la pelliza?
- Miseria, ¿qué voy a llevar? Pero no contento el viejo replica: ¡...o los cuernos de tu madre, cacho puta!
- No se escabulla y suelte los membrillos que ha robado en mi huerta- Le advierte el hijo de Cristobal.
Juanico se desarma, con el semblante congestionado, mira al hijo de Cristóbal y deja caer las manos. Los membrillos caen con ruido sordo, rodando hacia el arroyo que surca a la calle. El panadero que observa la escena con rabia, llama a Manolillo y le reprende:
- Ya llegarás a viejo, y tú serás mucho más desgraciado que él, ¡tontorrón! ¿No te da pena hacerle pasar ese mal rato? ¡Con lo que ha sido de flamenco ese hombre!
Juanico aprovecha para ocultarse tras la puerta. Al cabo del rato sale como si nada, picaruelo, dispuesto a malmeter. Mirando al panadero con sonrisa cuca, canturrea:
- La mujer que es zalamera cuando el marido se levanta, o le está poniendo los cuernos con alguien, o es que ése mismo le pegado un pellizco en el culo.
-Siempre con lo mismo. ¿A sus mujeres nunca le atizaron un pellizco en las nalgas?
-Nadie más que yo. Si a alguna le hubiese encontrado algún moratón, la hubiera molido a palos, en aquel preciso momento... ¡vamos, de una guantá le pongo de al revés!.
-¡Juanico! ... que nadie ve más allá que la joroba del vecino.
- Los tontos y los cabrones, que con los cuernos no pueden ladear la testa.
Un poco enfadado y refunfuñando, Juanico deja a Carmen y se dirige a la panificadora. Antes de entrar da grandes voces:
-¡Panadero! anda, hazle otra mella a la vara, que hoy me voy a tener que comer el pan, seco como la pólvora.
- ¿No quiere que le saque mi nuera un platico de aceitunas?
Al oír la pregunta, Juanico, se echa a reír con eco amargo. En una mano el pan y con la otra, temblona, da dos puñetazos en el mostrador y sale a la calle murmurando:
- Con guardarlas tengo bastante; ojalá se las coman todas los jodios zorzales.
Entra en su casa cerrando la puerta con ahínco.
Al atenuarse la luz del sol con bandadas de nubes negras y amarillentas, la calle queda del color de la tierra de las hojas de otoño. La veleta se inclina hacia el oeste. Se ha confirmado la tormenta. Arriba en la plaza, entre cortinas de luz y de sombras, aparece Alejandra cargada con un haz de leña. Al verla pasar, Juanico canta:
- ¡Que mal augurio, cuando entre las sombras, a la luna se le esconde el leñador!
Una luz brillante destiñe la calle. Un rayo valiente cae despeñado de una nube. Alejandra deja la leña bajo una cornisa, se seca las manos con el delantal y estirándose el pañuelo corre hacia su casa. Juanico saca la mano mortecina y la balancea en el aire; al sentirla mojada sus ojos adquieren expresión de triunfo.
- Panadero, ¿qué le pasa a tu hija que la veo como a las locas de aquí para allá?
- ¡La tormenta!- El panadero, con los pies en aspa y las manos metidas en los bolsillos, se apuntala en el tranquillo del umbral para seguir contestando las preguntas capciosas de Juanico. Justa le da un empujón a su padre y en su lugar pone las tenazas en forma de cruz: ¡... que en el cielo estás escrita...! Mientras reza, Justa, abre las puertas y ventanas y sigue poniendo instrumentos cruzados y panes del revés; ¡para ahuyentar a los espíritus!
- ... ¿Qué tendrá la mujer que con todo musita palabras turbias y después gime?- La voz de Juanico queda colgada en el vacío. La gente desde las ventanas miran ceremoniosa la calle, cada vez más turbia y espesa de troncos y ramas.
Ha menguado la riada. Al fondo aparece el hijo del panadero montado en el caballo: ¡Que llueva, que llueva; que se ablanden los corazones!
Juanico, con la pelliza sobre la cabeza, sale al encuentro de Rafael: Corre a socorrer a tu hermana, que lleva dos horas cantándole a Santa Bárbara.
-Ya se le pasará; no se preocupe que siempre, cuando amenaza tormenta, le ocurre lo mismo; se comporta como las locas.
Rafael sube airoso al trote del caballo, salteando los restos de la tormenta. Juanico ha quedado plantado en medio de los ramajes. Con gesto soñador el viejo mira las nubes que se separan bíblicamente: en parhelios majestuosos.
HUELLA DE SANGRE
Sebastián esperó junto a la puerta entornada. Con los dedos de la mano libre se enjugó cuidadosamente las perlillas de sudor. Luego empujó la puerta que chirrió seca sobre sollozos anónimos. La penumbra borraba a los familiares velando al niño. Sólo una cinta de sol se colaba por la esquina de la ventana para bordar el manteo de encaje, rizado con esmero, entre las flores que lo contorneaban. El ramo crujía en su mano como una colmena rebelde:
-Vengo a traer estas ros...- Un escalofrío le recorrió de pies a cabeza al ver surgir de las sombras caras desencajadas y atentas. El silencio petrificó la luz, los objetos suspendidos giraron vertiginosos como las ruedas de un carro cuesta abajo.
Igual que gotas de lluvia torrencial sobre tierra caliente, se sumaron los sollozos; Sebastián aprovechó para colocar junto a la almohada de satén blanco el ramo, evitando ver la carita amoratada del lactante. En la calle el sol le azotó los párpados, violentamente, con saña.
Inés se mecía melancólica al son del crujir de ropa recién cogida y apilada en la mesa. Sebastián, frente a ella, vigilaba absorto por la rendija de la ventana, el trotar majestuoso de un caballo marrón trabado en un campo de rastrojos; con el pie acompañó su ruido sordo y acompasado.
- ¿Ha vuelto papa?- Sin contestar, su madre descubrió un gesto vacío. Sebastián dio un golpe a la mesa y aplastó la ropa, Inés al ver sangre en la sábana arrugada, se encogió de hombros y con muecas formuló una pregunta; el hijo contestó al punto.
- Es que me arañé con las rocas...- Y él salió del cuarto, las manos en los bolsillos.
Junto a la ventana entornada, escuchando el romper del chorro de agua contra el pilón verdeante, Sebastián redactaba sobre una mesa de mármol: “Misa dominical” Entre la penumbra sofocante de la siesta, tras la rendija de una ventana, trataba de descubrir palabras brillantes, que hicieran compás a la luz festiva de un domingo de primavera:
“Teñidos por los reflejos del rosetón del coro, los niños se adelantaban hacia el altar...”
Después esperaba, saboreando la mina del lápiz desconchado, a que D. Juan, que ojeaba el misal (Los otros libros, mudos, sobre altos anaqueles, dibujando palabras al ritmo del parpadeo del párroco) y como, con la mano izquierda metida en la abertura lateral de la sotana, se acariciaba lentamente la rodilla, diese el visto bueno para salir corriendo a la presa, darse un chapuzón y secarse bajo el estampado temblón del sol y sombra, entre la alameda que oculta al río.
- ¡Esta tarde a las siete y media en la sacristía; que hay que repasar el entierro!- Rígido, el cura apoyó la nuca contra el respaldo de la silla y entornó los ojos simulando rezos. Sebastián salió de puntillas, los papeles en latín bajo el brazo.
Una banda de golondrinas volaba en herradura sobre las copas de los álamos, Sebastián, desde un remanso de arena, levantó los brazos hacia ella y separando los dedos dejó que el rosario negro orlara sus yemas. El agua había lavado la sangre dejando algunos restos rosáceos en la mano derecha; con la izquierda se hurgaba una a una las heridas:
-Igual que el rojo de la sotana... ¡Las rosas!; no había muchas en capullo; algunas se deshojaban. Ahora estarán lacias, muertas... Muerto. Estaba morado, casi negro- El monaguillo apretó los párpados muy fuerte; un doblar de campanas irrumpió en la alameda. Las golondrinas se fugaron como estrellas de azabache.
Al repuntar la cuesta, el son de la campana, el lejano murmullo del chorreón del río y el pisar tranquilo del burro de un vejete cantor, sonaban al unísono. Sebastián se dio cuenta de que sus lágrimas se balanceaban en sus ojos, y cómo através de ellas se iba paulatinamente acomodando el horizonte. Pero volvían de nuevo, como olas vacuas. En el cortijo, junto al cementerio, ya de camino a casa, una niña saltaba a la pata coja bordeando los rizos de sombra que proyectaba el tejado; sus trenzas disparadas se encendían y apagaban como dos llamas. Él, quieto, siguió los saltos de ella que a la par no cesaba de mover la cabeza.
- ¿Qué miras, atontao?- Dejó de saltar y se puso en jarras, tenía una sonrisa ladeada y manchada de chocolate. Sebastián se restregó las lágrimas y corrió pendiente arriba, evitando cruzar la calle, hasta la iglesia; no quería descubrir en la ventana los ojos de su madre siempre rasos de lágrimas y sus cejas arqueadas como amarga piedad. En el portalón, antes de cruzar el umbral de la puerta al templo, torció la cabeza. Las mujeres empañoladas de negro transportaban de la vecindad sillas para el entierro; los hombres rectos y peinados, destacaban sobriedad en el semblante, las colocaban en filas hasta la raya del sol.
Al entrar Sebastián, la oscuridad le obligó a cerrar los ojos; al abrirlos notó el bizqueo de las velas que alumbraban el sepulcro del “Señor Muerto”. Sobrecogido se dirigió a la sacristía. D. Juan aireaba su sotana de un lado a otro. Antes de hablar, de un armarito oscuro sacó la botella de vino de misa y echó un trago:
- ¿ Cómo vienes tan tarde, truhán? Anda, vístete y vamos a repasar.
El armario de par en par dejaba al descubierto las casullas de colores orladas de oro; Sebastián las miraba una y otra vez adivinando su fiesta: la azul celeste para el día de la virgen, la blanca para la misa del gallo...
-Esa color de hoja, ¿ es nueva?
El sol le iluminaba la cara enrojecida por el baño. Don Juan, fijo en las casullas, esperó a que sus ojos se estrellasen de rubor; luego, con la mano rígida, fue hacia él con una sonrisa burlona y le tiró del flequillo:
-Nos la regaló la señorita de La Pintá - Su voz sorda fluía monocorde rozando la cabeza de Sebastián -El domingo vino, la colgó y dijo que el día del Carmen pagaría, muy gustosa, una misa por todo lo alto. ¡Recuérdame que le pidamos una para ti...!; ésa está deslucida y vas a parecer un monigote.
Del fondo de la calle asolada, un murmullo de rezos llegó mezclado con el aire... soplos tibios; Sebastián, arriba de los escalones de la iglesia, daba vueltas con el anafre de agua bendita, la brisa le pegaba las faldas recortándole la silueta.
Un ligero mareo revivió el temor de Sebastián al griterío en alza cuando cerrasen la cajita blanca: unas cuartas de larga, a que la madre enloquecida, arremetiese contra ellos para rescatar al hijo de entre las flores. Sentado en el primer escalón esperó impaciente el monaguillo. Don Juan apareció majestuoso, las manos entrecruzadas delante del pecho sujetaban el misal. Sin detenerse, bajó las escaleras arremangándose los faldones; Sebastián le seguía a su derecha. Al pasar, en cada casa, fundidos sobre la oscuridad, ojos vigilantes surgían entre el chirriar de las ventanas al entornarse.
Al llegar adonde el niño muerto, se callaron los rezos; los hombres se plegaron formando un camino estrecho donde al fondo se levantaba un altar blanco cuajado de rosas: ¡Kirie eleison, Christe eleison...! Un quejido alargado y fino, como canto ritual, traspasó la muralla de mujeres que consolaban a la madre. El cura cerró el misal y entornó los párpados; ya en la calle, parando un instante sobre el escalón, miraba arrogante las dos hileras de hombres tiesos como juncos.
De vuelta del cementerio el cura y Sebastián cruzaron por la acera de enfrente; el sol se había remontado a los tejados, ahora la negrura del duelo resaltaba intensa sobre las paredes blancas. La madre doliente, gimiendo como un pájaro moribundo y la cabeza ladeada hacia el hombro más erguido; lentamente, apilaba sillas que los niños repartían de casa en casa con ademanes de adulto.
Inés, la madre de Sebastián, humedecía paños en vinagre mientras contemplaba las espadas de oro que fliltrábanse por la ventana; después, con soplidos de alivio, posaba la cataplasma sobre los hombros enrojecidos de su hijo.
- ¿Te duele? Sebastián se estremecía, el escozor del vinagre le erizaba el bello del cuerpo entero.
-Ahora, te tumbas boca abajo y te estás quieto sin rozar las sábanas; verás como te duermes- Él, quería contestar, referir que su espalda calentaba tanto que secaba los paños al instante, pero las palabras se derretían en el intento, como caramelos al sol, impregnándolo de dulzona soñolencia. La madre, una vez lo advirtiera más tranquilo, bajó la escalera de una atacada. Sebastián, en la ventana, contraponiendo el perfil al cristal con reflejos rosa, esperaba en religioso éxtasis que la franja arrebolada disminuyera aplastada contra la silueta de los olivos. En la hora bruja, cuando sólo quedan residuos brillantes que el azar distribuye, las palabras, en dulce balanceo, como pájaros mudos, recorren por bandas la línea cada vez más delgada del horizonte.
UNA TRAICIÓN
La ceniza del cigarro fue cubriendo la última lucecilla. Antonio, soñoliento, medio cuerpo suspenso desde la cama, asió un zapato del suelo y restregó la colilla contra el pavimento. Todo estaba ordenado, a la mañana siguiente un carro los transportaría a un lugar donde su callada mujer estuviese alejada de los últimos acontecimientos. La cortina de la ventana aleteaba confundiendo las pisadas de algún noctámbulo:
-Debe ser Salvador que viene del casino- Lo pronunció alto, mientras cerraba los ojos y las palabras se impregnaban de puntos de colores. Martirio fue la primera en levantarse, a mirar a los mulos espantarse hipoboscos a breazos con la cola; se echó una rebeca por los hombros y esperó, mirando muy despacio cada minucia, a que se levantase su marido; en último lugar llamaría a Alfonso, así dormiría más y estorbaría menos:
-¡Antonio, ya está aquí el Pelao! Tras la casa de enfrente se recortaba en penumbra la torre de la iglesia, los caballetes creaban una base ilusoria que la realzaba. Sonaron seis campanadas y las lágrimas acudieron estriando el cuadro color violeta. De una silla vieja fue cogiendo, con cuidado, primero la falda, después la blusa negra. Seguía mirando alrededor: en la pared, huellas de fotografías; retazos del azul ya olvidado flotaban en un mar grisáceo. En una esquina, donde algún día improvisaron un ropero con una manta amarillenta, quedaban cartones y un trozo de alambre mohoso. Y vestida, se detuvo ante el trozo de espejo incrustado en la pared mientras trataba de ordenar los rizos que le cubrían la frente.
Con cuerdas afirmaron los trastos del traslado. Encima de todo, una silla de anea bien segura, para Martirio que sostenía a su hijo. Delante, en el banquillo del carro, Antonio que, erguido no cesaba de vigilar el panorama... como si fuese la primera vez que lo contemplase. Dieron la vuelta al parque cuando el sol apuntaba por la calle de la Luz. El empedrado relucía a través de las lágrimas de Martirio. En el barullo de su pensamiento extrajo...: ¡Para las diez ya andaremos lejos de todo! El pueblo comenzaba a alejarse; pronto fue sólo una silueta recortada a contraluz.
No importaba el tiempo que tardase la muerte de Esperanza; ¡que alivio será verla subir la calle sobre cuatro costaleros camino del cementerio...! Nunca faltó un guiso que empapase una sopa y siempre... ¡mi Antonio! salía a la calle vestido de limpio, sin faltarle detalle... pero esa perra, siempre arremangada, luciendo la tersura de los brazos, las mollas de sus nalgas... Él, que desde chaval no había tenido ojos más que para su Martirio, se acaloró una tarde al bajar con la azada sobre el hombro y ver aquellos brazos dar escobinazos de cal a la fachada: al cruzarse, tartamudeó unas buenas tardes nos de Dios, cuyo eco Esperanza arropó entre carcajadas. Rojo como la grana se quitó el sombrero de paja y siguió calle abajo hasta su casa. Martirio, desde la ventana le vio dejar la azada contra el tronco de la higuera en el patio:
-¡Antonio! Estoy aquí cosiendo- Con primor, Martirio puntilleaba a ganchillo el borde de un mantel. Él le lanzó una mirada fugaz, como al vuelo de un pájaro, y siguió vertiendo agua sobre la palangana. Sus movimientos no tenían la rutina de otras tardes. Desnudo hasta la cintura se enjabonaba el pecho y, con el estropajo de esparto, frotaba hasta enrojecerse la piel. Luego cogió el cubo y se lo vació entero sobre la cabeza:
-Voy al centro. Para las diez estoy aquí.
A las once acostó a José María: acaracoló la almohada entono a su cabeza y le besó en la frente: ¡Hasta mañana, rey mío; que duermas bien! Desde la ventana Martirio vislumbraba y escuchaba a los vecinos entrar y cómo de seguido atrancaban la puerta. Estaba cansada, quebrantada, como sonámbula... Antonio siempre doblaba la esquina silbando, pero aquella noche de luna llena, no volvería hasta el alba. Cuando chirrió el cerrojo, Martirio, con la rebeca por los hombros asoplillaba el fuego mientras se calentaba el agua para el café. Había estado toda la noche de arriba a bajo, de una ventana a otra, creyendo que una copa de más retenía a su marido. Llenó hasta el borde la taza y en un plato reponía rebanadas de pan tostado que con un espetón doraba en la lumbre. Antonio las mojaba en el café; de reojo, élla lo miraba extrañada, como si no lo conociese:
-¡Alguna vez me tendría que ladear!- Se escuchó la voz de Antonio como si cayese del techo.
- ¿... Qué?- La hojarasca crujía en la chimenea, como las bellotas al fuego. Apretándose la cabeza con las manos, Martirio se balanceó lentamente, a compás de un ritmo imaginario.
Martirio deshilvanó el silencio hasta comprobar que aquella noche su marido había trepado a la ventana de Esperanza. Desde la higuera, sentada en la silla baja, sus ojos recorrieron flor a flor el arriate, pensando en cómo matarla; estrangularla con mil venenos: cerillas hervidas, hojas de retama y azufre del carburo... Iría de cuartelillo en cuartelillo, hasta llegar a la cárcel de Córdoba. José María, con su hermana; capaz, buena y limpia como el jaspe. Una lágrima se filtró en la ropa. Hizo ademán de atraparla con la mano. De pie, miró hacia la tinaja donde guardaba la cal; su blancura la sobresaltó. Tuvo que cerrar los ojos y ponerse a andar. Cuando se dio cuenta, estaba frotando con el pico del delantal la esquina de la mesa-estufa. Seguía llorando, esperando que algo o alguien borrase aquellas visiones de su cabeza. Dejar de ver a su Antonio como un canalla, soportarlo como algo que fue bueno y se estancó en el recuerdo. ¿Y José María?; tan delicado, siempre pendiente de cada pestañeo... ¡cualquier cosa le llamaba la atención! La vería llorar; Antonio la vería llorar y eso sería lo último. Se fue al espejo del cuerpo casa y se vio ojerosa, la boca amoratada y reseca. Se peinó... o acaso se amansó el cabello. Ya no era ligera, ni reía como al principio de casados. ¡Alfredo!: a ése le gusté; cuando tenía dieciséis años, pasaba tres y cuatro veces, estirado, con el cigarro sobre el labio, haciéndose el hombretón. Pero no, ese lunar bajo el ojo izquierdo, le daba asco, repelús. Y Lorenzo, era guapo; tenía los ojos verdes y las pestañas rizadas. Por verme venía varias veces a pedir varas para la aceituna, aunque no fuese la estación propicia. Pero era tan poseído; nunca se sacaba las manos de los bolsillos. Martirio no se daba cuenta de que hurgando entre sus recuerdos sonreía. Sí, quizá con recuerdos insólitos volvería a reir... sin necesidad de Antonio. ¿Y Esperanza? Seguiría provocando cada tarde, aupada sobre la silla, dando nogalina en los cerquillos de la ventana. ¡La muy puta!: es limpia porque eso solivianta a los hombres. Se dió la vuelta y vio que su hijo la observaba. Estaba serio, restregándose la cara con el puño. Martirio le sonrió: ¡Anda, lávate las manos que vas a comer! Las palabras sonaron con la entonación de días anteriores. Al secarse las lágrimas sintió que podía tirar hacia adelante.
Cada día del verano, con las chicharras restregando sus invisibles alas entre las hojas de la higuera, Martirio iba recuperando diligencia en los quehaceres y sobriedad en las escasas palabras que cruzaba con el marido. Por las tardes, al resplandor de la ventana, cosía o bordaba junto a su hijo. De anochecido, Antonio regresaba circunspecto, sacaba su medio litro de vino de la despensa y se sentaba apoyado en la mano izquierda hasta que acababa el último trago. Unas veces repicando con los dedos sobre la mesa y otras mirando el retrato de sus padres que colgaba inclinado encima del aparador. Una noche subió sin detenerse; se desvistió mirando a Martirio, y dejó sobre el suelo la ropa echa un gurruño:
-Martirio, yo te quiero y cuando éste...- y señalo la puerta que daba al cuarto donde dormía el hijo- llegue a mayor, tenemos que ser el uno para el otro. Ella asintió con una mirada vacía de perdón. Boca arriba, mirando los brillos inciertos de la oscuridad, esperaba controlando que ni el aliento de él pudiese penetrar por sus oídos. Antonio cogió un cigarrillo liado:
-¡No vamos a tirar por tierra nuestra vida por una tontería! ¿Te he pegado alguna vez? ¡Di... di algo, mujer! ¿Te he tratado mal?.
Diariamente, desde que se hicieron novios, Antonio iba a sentarse frente a su suegro después del trabajo, a cuchichear bajito promesas a su Martirio; lo que harían una vez casados. Las ambiciones de ambos... ¡que estallarán un día procurándoles hasta sesos de mosquito!.
Martirio cerró los ojos; escuchaba en silencio cada palabra. Era confortable oír en la oscuridad aquella voz quebrada por el ahínco; aunque fuera simulada. Antonio, apuntó a la ventana y esperó la característica suavidad del encuentro de la colilla del cigarro contra la acera. Ella, tras una pausa y mientras se imaginaba aún cómo se desprendería en chispas la punta candente de la colilla, respiraba casi sin aire, hasta notar que, por fin, Antonio se hubiese dormido.
José María, hasta mayorcito, repetía palabras sin sentido arrastrando erres. Era mal comedor: había que contarle historias para que abriera la boca. Pero tan bueno, tan limpio siempre, tan precabido. Se mantenía peinado todo el día y jamás rompió un vaso ni hizo travesuras de niño. Asentía cuando su madre le mandaba algo y, cuando no, esperaba jugando a las chinas... o simplemente observando una hilera de ormigas. Con tres años tuvo sarampión: liado en una manta roja pasaba los días sin rechistar, sin quejarse ni una sola vez. Su madre, por la siesta, cantaba junto a él, canciones aprendidas de la radio. Aquellas tardes eran serenas: se oían muchachos correr apedreando perros; el chapoteo del ir y venir “de a por agua” a las mocitas pintonas. Más tarde, la charla queda y sosegada de aquellos vecinos que salían con sillas a la puerta a tomar el fresco. Al ponerse el sol, Martirio esperaba apoyada en el afeizar de la ventana el silbido de Antonio. Recogía la costura y cuanto hubiese a la vista; después, daba un beso a José María y bajaba con ropa limpia a contar, mientras él se acicalaba, gracias y travesuras de su hijo y quehaceres de la casa. ¿De qué más podía hablar si antes de que Antonio se fuera a trabajar había comprado el pan... y ya todo el día, de una lado a otro, hasta que él volvía?
A los cuatro años llevaron a José María a la escuela con un bobatel blanco. La raya recta, las ojeras de un pálido violeta y ese mirar apagado que asomaba más intenso si andaba fuera de la protección de la madre. Le enseñaron a coger la pluma, a mojar poquito en el tintero para no manchar las planas y repetir redondeles y palotes hasta la hora de salir corriendo. De cuando en cuando D. Luis le miraba esmerarse con los lápices de colores. Pronto aprendió a sumar, restar, multiplicar y dividir por una cifra; que España limita al norte con los Pirineos y que en el centro está Madrid, la capital. A su madre le enseñaba los dibujos que copiaba de la pizarra: Moisés con las tablas de la ley. Esperando oír por constumbre, en retahíla: ¡Está muy bien, mucho mejor que el árbol de ayer! Cuando D. Luis le pegaba con la regla se ponía trémulo, pero no lloraba; entre tanto se quedaba fijo mirando siempre a la lejanía. De camino a casa, con la carpeta de madera a la espalda, entonces sí daba rienda suelta a las lágrimas: caminaba restregándose los puños y gimiendo hasta que su madre lo veía y lo consolaba en silencio: ¡Ya viene mi niño con las pestañas a manojitos! Después, J. María. hacía los deberes y jugaba un poco antes de irse a la cama.
Una noche que el pueblo entero andaba revuelto, lo acostaron; todavía entraban reflejos anaranjados por la ventana. Entre carreras y gritos llegó el alba. Su madre fue a despertarlo, aunque no se había dormido contagiado por la excitación del entorno: Callandito, mi vida, que nos vamos. Él la notaba más nerviosa que de costumbre, de la cómoda al arca, metiendo en sacos de arpillera alguna ropa, sin reparar mucho cuál. Su padre los llevaba a pares a la cuadra donde la mula de el Pelao esperaba ya aparejada, lista para engancharla al carro; junto a la puerta y desde la noche anterior. Una vez alcanzado el destino, el Mulero se volvería sólo montado en la mula. Los demás se quedarían allí colocando los bultos y procurando instalarse en el menor tiempo posible. El cortijo se hallaba cerca de Puente Genil, donde Martirio contaba con una familia lejana; quiénes, de tener que volverse, les prestarían alguna bestia para el trasporte. Esta vivienda, de aspecto destartalado, se hallaba perdida en pleno olivar. Una parra, enroscada a cuatro troncos, sombreaba la entrada. José María, de pie, a unos pasos del pozo situado a la izquierda de la fachada, miraba hacia el oeste. El sol se hundía tras la loma, lanzando desde la lejanía destellos brillantes.
Los primeros días Martirio y el hijo fregaban cacharros y los ordenaban en repisas y anaqueles que, Antonio con su ayuda, fueran clavado en una pared del cuerpo-casa... desde el instante mimo que llegaron. Antonio, mientras su mujer sacaba la ropa de los sacos, construía con tablones, un mostrador que colocó a la vera de la repisas. También trajo dos mesas metálicas y unas cuantas sillas y garrafas con vino y anís. Sobre una tabla escribió, con pintura verde que sobrara del mostrador: EL VENTORRO. Pasó tiempo sin estrenarse el bar; momentos de espera interminables. Un día, alguien dejó el borrico atado a la parra y se acercó lentamente hasta el mostrador. Martirio secaba vasos con un trapo blanco para imprimir ambiente, aunque estaba de sobra relucientes:
- ¡Qué! ¿Hace calor?- Ella, tras el saludo, se puso de pie ajustándose el delantal de cuadritos verde y negro.
Con los ojillos redondos y curtido de media frente hacía abajo, la miro con pena:
- ¿Y qué más da?; mucho más quema la pólvora.
José María levantó la cabeza de los recortes de madera apilada en torres y observó al hombre, pequeño y enjuto, con las piernas arqueadas y un fajín rojo, ceñido a la cintura:
-¡Póngame un caneco!- El niño, de puntillas y asido al pico del delantal de su madre, miró cómo el viejo se abalanzaba ansioso a beber del vaso de vino. Así pasaban el tiempo, contabilizando las escasas visitas de clientes desconocidos; cada uno de un pueblo distinto; pero casi todos, con un gesto amargo que trataban de simular ingiriendo alcohol. Los rastrojos palidecían bajo gasas migratorias; débiles nubes que manchaban la tarde de tristeza. En la lejanía, culebrillas brillantes se incrustaban en los olivares. Con las primeras gotas surgía el vaho del estiércol y la brisa esparcía su olor agrio. Los pájaros volaban cerca del suelo, ejecutando con cabriolas imposibles a riesgo de desentrañarse contra cualquier risco; aunque dejando oír su algarabía en oleadas, más intensa según se acercaban.
Una mañana, alborotando a las gallinas, un Haiga negro frenó en la explanada, frente al cortijo. José María corrió a montarse en el guardabarros para ver dentro a través de las ventanillas. Cuatro señores con sombrero de ala ancha, de rostro afilado y pálido, que parecían sabios, ocupaban la parte de atrás; El más cercano forzó una leve sonrisa que el niño devolvió. El sargento y acompañante, que empuñaban sendos fusiles, salieron del coche y se dirigieron al bar; otro, el conductor, se apuntaló delante del parabrisas, apoyando una bota sobre el guardabarros con arrogancia y chulería. Bajo la parra, con los brazos lacios al bies del delantal, su madre dio los buenos días procurando serenidad. El que llevaba el arma en ristre entró en el cortijo con toda la autoridad de la que podía presumir: rozando los tacones tachonados de las botas sobre el empedrado. Tras él, caminaba Martirio con la cabeza gacha. El otro se quedó afuera fundido en el azul de un cielo despejado, con el cuello del uniforme ligeramente levantado hasta cubrirle media oreja; una mueca, entre irónica y contenida endurecía sus rasgos suaves, casi femeninos: Nariz pequeña y recta, ojos grandes y claros copados por cejas difuminadas en los extremos. Al girar la cabeza cubierta por la gorra ladeada hacia la ceja derecha, el pelo rapado brillaba como el oro. En el coche, el que entre los cuatro antes hubo sonreído al niño, bajó con cuidado una cuarta del cristal de la ventanilla y respiró hondo:
- ¿Cómo te llamas?- Su habla no era de allí, la ese sonó como canto de lechuza.
Con una lata en la mano, el que representaba a un sargento, salía dando zancadas largas y firmes. Al pasar junto al niño, se tuvo que ladear para no pisarlo; éste, temeroso y azorado corría hacia la madre a esconderse bajo el delantal. Ella le tomó en brazos apoyándole la cabeza en su hombro. El corazón le palpitaba violentamente. Bajito le dijo:
-¡No te apures, pronto viene tu padre!- La madre notó el aliento cálido del hijo sobre su cuello sudoroso. El coche arrancó y lentamente se fue alejando seguido del militar aún con el fusil apuntando de frente. Martirio, con el niño agarrado con fuerza y sin siquiera parpadear, los miraba perderse en el olivar.
Cuando llegó Antonio montado en la mula que los familiares de su mujer les fueron prestado para las faenas del campo, Martirio salió con el niño todavía a horcajadas en su cintura:
-¡Antonio..., han venido unos hombres en un coche negro _La barbilla le temblaba mientras trataba de explicarse_ y me han pedido gasolina, pero no ellos, si no los requetés... y han traspuesto por el pozo derechos hacia el olivar. No sé qué habrá pasado, pero el olor a chamuscado no se puede aguantar, al poco de irse sentimos alaridos, más propios de algún animal agonizando, al que estuviesen majando a palos. Desde entonces el niño no deja de temblar _cogió aliento_: Hace rato regresaron, sólo el conductor y los otros militares.
Antonio, con la boca entreabierta, los ojos oblicuos rasos de lágrimas, escuchaba sin bajarse de la mula:
- Y a ti... ¿te han hecho algo?
-¡No! Me han preguntado si estábamos solos el niño y yo, y que adónde se encontraba mi marido.
Aquella noche José María se despertaba a cada instante y oía hablar y trapichear a sus padres. Por la mañana con todo lo que pudieron recoger se aventuraron por otro camino: su madre insinuó que no quería tropezarse con los muertos chamuscados y quizá humeantes aún. El viaje fue un cambiar miradas oscuras sin rechistar. A mitad de camino, Martirio, troceó un pan duro y revenido en tres partes y con queso de cabra se lo fueron comiendo sin pararse salvo para reponer agua de los arroyos.
El pueblo parecía en calma. Dos mujeres de azul oscuro y boina roja cruzaban ufanas la calle; al pasar junto a ellos, viraron la vista hacia otro lado en señal de desprecio.
Descargaron los bártulos a eso del anochecer. Pasados unos días, José María regresó a la escuela. Había adelgazado, la frente prominente abultaba más sobre las grandes ojeras. Desde el pupitre observaba a D. Luis leer el característico libro negro con letras doradas en la portada: ¡...el de las oraciones! Al estirar las cejas para observar quién no se aplicaba, las gafas le resbalaban... y de un respingo certero se las volvía a colocar. Después golpeaba la mesa y miraba a los últimos pupitres; sus ojos, como siempre, divididos por la montura dorada le procuraban aspecto aún más autoritario.
La línea del sol a una cuarta paralela a la ventana, el crujir perezoso de las hojas arrugadas de los cuadernos, el sonido dulzón y melancólico del afilador, creaban en los alumnos una soñolencia apacible, como la que procura el balanceo de una mecedora.
El tres de abril de mil novecientos treinta y nueve, a las doce y media, un cartero con la línea del bigote estirada por la sonrisa, interrumpió para anunciar que la guerra había terminado. D. Luis se puso firme y ordenó que todos de pie, con el brazo levantado, cantasen el “Cara al Sol”.
-¡Oye Pelao... (podría decirse que el Mulero del pueblo era quién trasportaba con su mula y una carreta a quiénes necesitaran de urgencia sus servicios para acudir a donde fuese menester; en este caso se dirigían al pueblo vecino a visitar al médico) no des tantos enviones, que nos vamos a liar uno de estos! Desentumeció los pies y las manos y con la derecha tanteó, primero sobre el bolsillo de la sahariana, después, desgarbado, con la petaca que no hacía mucho Esperanza le tenía sobre la cómoda envuelta en papel de seda, volcó un montoncito de picadura en la mano ahuecada del Pelao. Alejándose emprendieron una charla a base de un ininteligible cuchicheo.
Desnuda con la ventana que da al tejadillo entornada, y la vela alumbrando sus hombros redondos y morenos, cada noche Esperanza se peinaba a la espera de que algo quebrase el silencio: ¡Cuánto me gusta que tu melena me roce el pecho! Vuelto de espaldas, se desvestía recreándose en los movimientos... incitándola, mientras Esperanza observaba desde la cama: "Hombros fuertes y brillantes, la cintura estrecha y el culo parecido al de una mujer, pero más prieto". En aquellos instantes hasta cedía la distancia entre los objetos; Esperanza, sigilosa, se vencía hacia él y reptaba por su piel hasta alcanzarle la boca, y una vez y otra insistía hasta escuchar hervir su sangre... Luego le insistía mimosa a que se diese la vuelta; tras él, desplomada sobre su espalda musculosa, le mordisqueaba tras la oreja, entorno al cuello y de seguido, espalda abajo produciéndole ligeros escalofríos... y hasta temblores: ¡Ven aquí, que tengo tu hueco caliente! Pero él procuraba que cada momento se hiciera interminable. En tanto ella abría la cama cimbreándose, susurrándole que con los brazos le rodearía las caderas muy fuerte, y lo empujaría contra su vientre tenso y palpitante. Antonio mientras minuciosamente la magreaba procura cerrar los ojos para imaginarse mejor el camino que recorrían sus manos, sus labios, su pechos abundantes y duros, su sexo...; suavemente hasta llegar a la ingles; entonces ella soltaba un quejido, y después otro aún más agudo; él, con la punta de los dedos y casi sin rozar, le acariciaba el bello. Ella, nerviosa, con los muslos prietos, esperaba a que Antonio con un giro violento se zambullera dentro de ella.
- ¿Adónde miras?- Las palabras giraban alrededor de la luz de la vela; la cera se rizaba en su base, como el volante de una gitana de cobre. En la penumbra se acusaba el perfil de águila de Antonio: los ojos, espejo donde se duplicaba la llamita del deseo, son candiles hambrientos, nunca fijos. Aunque tras la ausencia o el retiro al cortijo cerca de Puente Genil, parecía más raro su comportamiento; de cuando en cuando lo percibía ausentarse... dirigir los pensamientos a otra parte.
-¡A ti, en el espejo!- Con la mano abierta, Esperanza aplastaba las diminutas luciérnagas de sudor posadas sobre el pecho de bronce de su amante.
-¡Sigo deseándote; por el día en el trabajo dejaría la azada y vendría corriendo! Pero ella... le asió la mano y junto a la suya las restregó fuertemente hasta alcanzar la entrepierna de él; entonces la suya la dejaba inmóvil; expectante, ella jadeaba hasta notar cómo con la presión en cada uno de los sexo comenzaban a latir sin freno.
-¿He hecho algo malo; tú, qué opinas?- Le susurraba a Antonio para excitarlo aún más; para que regresara de adonde se perdían sus pensamientos. En tanto, bajo la ropa y con toda su furia, le restregaba el cabello por el vientre, luego aplicaba los labios húmedos junto al sexo de él empapado, hasta introducirse los testículos en la boca: "!Lo que jamás le brindaría la pudorosa de su mujer!" Entretanto, escuchoba cómo jadeaba su amante, como olía. Sin embargo, y aún embriagados por la acción de acto, él se incorporó aturdido; como preso de un temor repentino:
-...Es que José María, mi hijo, no anda bien, apenas come y dice que le duele la cabeza- Esperanza, a horcajadas, con las manos apoyadas en la almohada y el pecho bamboleante sobre la barbilla de su amante gemía, ahora contenida, temiendo que de un momento a otro pudiera romperse el encanto. Y así fue, su amante la alejó de sí: ¡Dame el tabaco! Vencida sobre él, alargó la mano hacia la mesilla de noche:
-Si me dejas, me tiro al pozo- Con los dedos en tijera él la pellizcó un pezón- Ella sonrió con visos de amargura.
-Ha pasado la guerra y los niños se mueren como chinches; en verano hay docenas de entierros...- En la última palabra forzó la voz reprimiendo la pena que lo embargaba. Al tiempo, Esperanza interrumpió con voz temblona:
-Pero tu niño está siempre enfermo- Él la asió de la cintura con sus grandes y ásperas manos de labrador y la posó entre sus piernas.
- ¡No...!- La negación se fundió en quejido. Todas las palabras se borraron, ahora ambos eran conscientes de los ruidos, del olor agridulce y de la humedad esparcida entres sus sexos. Esperanza estirada hacía atrás dibujaba con las uñas raíles de placer aferrada a los músculos velludos de él; después enroscaba el vello entre sus dedos y tiraba para oírle gritar. Antonio la suspendía sujeta por las caderas, ella luchaba por aplastarse de nuevo. Un suspiro prolongado apaciguó la lucha.
-Aún jadeando, él continuó empecinado: ¡...Está malo hace dos días. Esto que tiene es muy raro. D. Rafael dice que puede ser escarlatina por unas manchillas en la espalda y bajo los brazos...- Esperanza tambíen resoplaba rítmicamente, él ajeno continuo relatando sus pensamiento a viva voz- Seguro tendremos que llevarlo a Granada, quiero que un buen médico lo vea, a ver qué cojones padece.
En la fuente del “Bao” pararon a coger agua. Martirio, arriba del carro, liada en su toquilla de lana negra, sin perder el arqueo amargo de las cejas, miró a Antonio beber a chorro, salpicándose la cara, el pelo, la camisa; después le brindo el botijo al Mulero. Mientras tanto, Antonio regresaba abrochándose la portañuela:
- ¿No echas otro traguillo?- El Pelao volvió de la fuente desperezándose. Con un brazo estirado y el otro rascándose el cogote:
-¡... Yo, la verdad, lo que tengo es hambre!
Martirio, miró a su hijo junto a ella en el pescante del carro, puso sobre el regazo la cesta de mimbre de dos tapaderas y hurgó en las fiambreras de aluminio. Los dos hombres se apartaron para seguir hablando junto al caño de agua; el torrente acallaba sus voces, inclusos sus ademanes se volvían aparatosos. Antonio, dos palmos más alto, abarcaba con un ademán todo el horizonte. Se detuvo al ver cómo su mujer cortaba pan y lo pringaba de manteca colorá. El pelo que le sobresalía del pañuelo negro a la cabeza revoloteaba sobre su frente arrugada. Una brisa barrió la hierba agitando aromas frescos; Martirio, embelesada con aquel improvisado teatrillo mudo... o subrayado por la música del agua, volvió a sumirse en sus dolorosos recuerdos; por un instante había olvidado que su hijo andaba enfermo.
D. Rafael les abrió la puerta del despacho. El sol penetraba por la ventana del patio plagado de enredaderas. Sobre la mesa, un crucifijo con el pie incrustado en un cubo de marfil proyectaba su sombra aumentada sobre la pared; a la izquierda, un biombo ocultaba la camilla impoluta.
-¡Vamos a ver qué le pasa al morenillo!- Del cajón de la mesa, cogió el fonendo y se lo colgó al cuello. Martirio, con el niño en el regazo esperó el momento oportuno para relatarle los síntomas:
-Anoche estaba ardiendo cuando lo acosté. Toda la tarde la pasó penoso... ¡Como siempre está malucho ¡ya sabe usted!, no hice el menor caso, pero esta mañana al despertarle tenía los ojos enrojecidos y estas manchitas...! ¿Quiere que le desnude?
El medico asintió con la cabeza y dirigiéndose al niño comentó:
-Claro que si. Ya es un hombre ¿verdad?- José María no se movió, miraba con acusado interés cada detalle del despacho. D. Rafael, se acercó para inspeccionar las manchitas:
-¡Este niño va a tener escarlatina...! Le pones paños calientes en la cama y en dos días, a la escuela- Y dirigiéndose a la madre dijo de manera dubitativa: No hace falta que lo sigas desvistiendo. Si no se pone mejor, me lo traes de nuevo...
A la semana seguía aún peor, las manchitas se habían extendido y en la garganta enrojecida aparecieron membranas con mal aspecto. Esperaron un día más, pero al verle la cara amarillenta, volvieron al medico.
-Esperemos que no se haya complicado el hígado. Mañana me lo traes de nuevo que le vamos a inyectar cero dos centímetros cúbicos de suero de otro enfermo; no se asuste... ¡jerga de médicos!- Martirio lo miraba implorante; sin entender cuanto le estaba diciendo.
-No te asustes, la inyección lo pondrá bien- Con el niño a horcajadas sobre la cintura, salió, fija en el cristo de la mesa. Iba pensativa, mirando los portales llenos de aspidistras, las ventanas verde oscuro salpicadas de geranios, los patios de mármol brillante y mecedoras de mimbre con cojines de colores. En la otra acera el sol velaba las fachadas; sólo relucía en las puertas entornadas el dorado de las aldabas. Recordó su juventud paseando en fiestas (de las escasas veces que acudían a este pueblo más grande, despierto y bullanguero que el de ellos) por aquella calle, los primeros zapatos altos y el eco de sus pasos al cruzar cada portal... Ahora, delante de Antonio que la seguía hasta el parque donde esperaba el Pelao con la mula, todo el pueblo se tornaba infernal con sólo porner la vista en cualquier lugar. José María, desplomado en su hombro, miraba la acera cuadriculada, como el chocolate a onzas.
A los pocos días, Antonio llegó del campo cuando el sol copaba las últimas hojas de la higuera. Desde la ventana, junto a la cama de José María, compartiendo con él el baño anaranjado de la tarde, Martirio le recalcó en tono alto y melancólico... lo del maldito suero y de la posibilidad de una complicación...: ¡ni te lo dije, para que no sufrieras...! ¡Pero a ti, qué más te da! Antonio, atento a las palabras, cada una distante de la siguiente por silenciosos impregnados de hastió, fue tornándose rojo y violento. Gritó adonde Martirio, que ahora cosía con la vista baja, simulado cierta entereza: ¡...Que D. Rafael sólo era un ignorante arrebañacuartos! Luego, empapado, con la toalla al cuello, salió del patio, se vistió a la ligera y, sin pasar por el casino, trepó al tejado de Esperanza... hacia el círculo luminoso y cálido. Quería olvidar la enfermedad de su hijo, el exasperante mutismo de su mujer... y, cuando no, el sonido entrecortado de sus cansinas advertencias. No obstante, él, acaso esperaba huir o saltar fuera de aquellos días sórdidos... esperar, quieto, en una penumbra inquebrantable y mágica.
Llegaron al médico sin aliento, el niño a la cintura, rozándole las nalgas con la punta de los zapatos, Antonio cayado y vergonzoso, se resguardó tras el cortinón (Pelao, el mulero se quedó como siempre en el parque, donde no estorbaba la mula) La mujer del Doctor, fija en la ventana que recortaba al marido desayundado en el patio, les comunicó que D. Rafael les atendería pronto. Éste, junto a una mesa de hierro, con un mantelito ribeteado de primoroso encaje blanco, daba sorbos de café en una taza de porcelana azul; entre tanto acariciaba con parsimonia la servilleta. Después se pasó la punta de los dedos por la línea entre el bigote y el labio superior, observando con admiración los rosales ya florecidos. Sin que nadie se percatara, una señora con el pelo blanco, el delantal almidonado sobre crespón negro, apareció a recoger los cacharros sucios en una bandeja de plata labrada. D. Rafael seguía admirando cada palmo del entorno..., la mirada turbia por el humo del cigarro. Martirio apartó la vista, se sentó y se chupó algunos dedos para moldearle un bucle a José María.
El medico ocupó su sillón acompañando el saludo con un carraspeo de garganta. Del cajón sacó una cajita ovalada con agujas y la jeringuilla, y la puso a calentar sobre un infernillo de alcohol. Mientras absorbía con la geringulla el liquído de un frasquito diminuto, miraba hacia la ventana con el ceño fruncido; luego, empujando el émbolo hasta ver surgir por la aguja una gota trasparente, murmuró aún fijo en los rosales: ¡Vete desnudándolo! Con un algodón húmedo empapó las manchitas y seguidamente les fue inyectado el suero. Con el niño vestido, Martirio esperó de pie a que la hablase de una vez y directamente a la cara; él, ignorante de su ansia, anotaba pensativo en un bloc, con vaivenes lentos, la barbilla sujeta por la mano de cera:
-¡Hasta mañana!- Martirio salió del despacho sin hacer ruido, como si el médico durmiese; Antonio, como siempre esperando afuera, la fue siguiendo detrás, sin dejar de susurrar: Éste granuja se cree que no tenemos más que venir de otro pueblo a que nos aleccione con unas cuantas de sandeces... ¿quién se cree que lleva el pan a casa? !Hostias!.
Al día siguiente volvieron a comprobar la reacción del fármaco; la madre, a unos pasos, miraba ansiosa cómo el Doctor palpaba, delicadamente, con las yemas de los dedos, la garganta de José María. Después de un momento eterno D. Rafael levantó la cabeza:
-¡Mañana mismo sin falta le llevaís a Granada! Lo que tiene no es escarlatina; esperaba que con el suero desaparecieran las manchitas, pero como verás, están intactas... o peor.
Eran las siete y ya estaban en la esquina de la calle de El Agua esperando a la Alsina que los llevaría a Granada (En los largos recorridos nunca se utilizaba al Mulero; se optaba por un viejo y destartalado coche de línea) Antonio, con las manos en los bolsillos del traje marrón a rayas, la mascota de fieltro mal desempolvada, su camisa de novio medio abierta y sin corbata, paseaba, fumando sin parar, a unos metros de Martirio cargada con el niño vestido de nuevo. Éste, parecía en exceso pendiente de la arenilla aventada por los espinos rodantes.
En la Alsina iban dos monjas: una, regordeta, cogida a la cruz de la pechera blanca y la otra, enjuta, mirando por la ventanilla; una señora gorda de negro, la cara arrebatada y un canasto rebosando huevos morenos y blancos: su sonrisa helada, como muerta, descubría dos paletas marrones y algún incisivo suelto. Antonio se acomodó junto al conductor en el asiento de la derecha, Martirio, titubeante, buscaba el lugar apropiado. El niño fue recostado en la ventanilla y ella a su lado, tras las monjas: ¡José María, no te duermas; mira por la ventanilla...! El sol temblaba sobre la boca roja y perfilada del hijo que paulatinamente se le tornaba aún más cárdena. José María, con una sonrisa intentaba ahuyentar al sueño pesado y oculto bajo sus párpados. La madre, en extremo quieta, le alisaba el flequillo; sus ojos cayeron sobre su coronilla y recorrieron despacio la raya que ella misma le trazara antes de salir de casa y que seguía perfecta, intacta... Levantando la vista pudo comprobar cómo Antonio junto al conductor andaba enfrascado quizá en un trance gracioso, puesto que los dos reían animados.
“Granada... Granada... Rojo, no rosa”. Desde la loma se contempla mejor la sierra violeta copada de blanco. Un anillo de nubes endebles, deshilachadas, que acaso revoloteaban como el velo de una nobia, por instantes se mantenían prendidas al pico más alto, en la cumbre; repentinamente, algo había cambiando el violeta por un gris azulado, pero muy triste.
ORSANA
Entre los destellos de la pompas de jabón que formaba su madre al restregar la ropa, Alfonso veía pasar el caballo. El ruido del agua prestaba luz a los recuerdos: ( Paco Orsana pasaba a diario por esa puerta; flamenco, arrogante, altivo... con las ceñideras impecables, las botas como de charol y, agarrando el cabestro, una elegancia, un donaire. Sí, merecía ostentar el grado de señorito, de Don...: su figura al trote de aquel caballo jerezano tomaba categoría de estampa).
La madre, dejó de lavar: -Estás embobado ¡mira qué cara de gato te está quedando! - Alfonso interrumpió la retahíla: -¿Tú le conociste, mamá?- Con desgana la madre hizo un gesto que el niño no alcanzaba a entender - ... Que si conociste a Paco Orsana - Ella, golpeó la ropa contra el lavadero: - ... Esa vieja exagera para tenerte a su vera toda la tarde.
_Claro que se acuerda tu madre; cómo no se va a acordar... Tendría lo menos seis años cuando el segundo hijo de Orsana rompió el silencio en una noche plomiza. Las ramas del olivo se inclinaban sobre la tierra caliente, ansiosa de lluvia. Brillos y crujir callaron para dar paso a los gemidos del recién nacido. _Las palabras manaban suaves de la boca sin dientes de la vieja; alguna se desvanecía en silbido_ Ésta, volvió a sentarse tomando sorbos de café. _No creas que es de mala educación. Al entrar pulverizado, el paladar se inunda de aroma a café-. Alfonso gesticulaba a la par que la vieja_ ...Empezaba a despuntar del tallo, cuando un día dejo de asomarse a la calle. Los vecinos preguntaban a la madre si a Felicidad le sentaba mal convertirse en mujer; muchas niñas, en aquella época sin lo imprescindible para subsistir, se volvían locas al llegarles la Regla. Y fue lo que pensó el pueblo al ver que la niña de los ojos de más de un mozalbete, no iba a por agua. Como si no fuese con ella, la madre, Ramona, montada en su borrica ya pelleja, emprendía su camino al amanecer; bebiendo tragos de aguardiente para matar el gusanillo.
Nos olimos que pasaba algo raro _Continuó pausadamente la vieja_ cuando la burra de Ramona morreaba, en un cruce de caminos, con el inalcanzable caballo jerezano de Orsana. Las charlas no eran a capricho, el Señorito no era amigo de platicar con zarrapastrosas como la madre de Felicidad; pero se sentía obligado, pues Ramona lo atajó y le dio el alto.
_El encuentro del Bello y la Bestia_ El niño dejó escapar un título de las gacetillas que su padre traía de Lucena cuando volvía de ver una película canela-en-rama.
_...La intriga se filtró hasta en las familias más despreocupadas _Juana masticaba bostezos_ Todas las noches al rescoldo del brasero surgían historias descabelladas del retiro de Felicidad _Con el pico del delantal ocultó la boca abierta, ocasión que le brindó la casualidad para ofrecer una disculpa: ¡Qué jaqueca, hijo; qué dolor tan grande...! Después, apartando al gato, se encaminó despacio, arrastrando los pies, hacia el dormitorio; desde allí se disculpo: ¡Entorna la puerta cuando te vayas!
_¡La pobre infeliz! Siempre llorando tras la reja que daba a la puerta falsa, mientras bordaba en un trozo de la viuda torral que su madre le había cortado de una piesa de su género para la venta _La abuela de Alfonso ensalivó el hilo para enhebrar la aguja_ ...Creía que la castigaban por no sonreír a Orsana cuando desde el caballo le arrojaba puñados de caramelos: ¡Pobre criatura!; no merecía esa condena, día y noche entre cuatro paredes sólo por conservarse inmaculada para un señor que le doblaba con creces la edad.
Juana dormitaba inmersa en un apacible balanceo; la gata romana sobre el regazo. Alfonsito entornó despacio la puerta y esperó sobre el cojín arañado, sin parpadear siquiera. Entre los visillos de la ventana, una espada de luz plateada recortaba la figura de la vieja sobre la pared: Como las pinturas a carboncillo que hacían los niños en la escuela. Sin deformar la postura, la imagen referida prolongó las manos hacia el niño que se parecía a él; como unas líneas difusas que al mínimo suspiro se desbaratarían sobre la pared. La gata, se introdujo un instante en el cuadro y pegó un brinco erizando el rabo al tomar altura.
_Transcurría una tarde gris. Acabábamos el copiado, cuando la figura de una mascota cubrió el resplandor de la ventana; nos sobrecogimos al ver la sonrisa de Orsana pegada al cristal. Un murmullo espantó a la imagen, dejando el horizonte vació. La maestra se acercó a Felicidad y ambas salieron de la mano a la puerta; desde el caballo, que no cesaba de chozpar nervioso, Paco Orsana las cubrió de caramelos: “¡Repártalos entre todas las niñas!”. Al día siguiente Felicidad dejó de ir a la escuela para bordar tras la reja en la ventana atrás en la puerta falsa.
Los ojos candentes de la gata miraban al niño clavado en el suelo; Juana, volvía a sus años de juventud: _La ventan de telas parecía haber aumentado milagrosamente y en vez del pan pelao... o quizá un chorrito aceite, el hermano de Felicidad sostenía un cacho de jamón, que ni la madre de Paco Orsana llegaba a comerse en aquellos días de frío y miseria. A Felicidad también le sentaba bien la milagrosa comida; el cutis se le lustró a escondidas de todo el pueblo. “¡Menos de Orsana!” “¡Cállese, mama, que no la oigan!” (salí al paso sujetando el brazo de mi mama, para que no fuese de ella de quién saltase el primer chismorreo; como cantinela, le imploraba a mi madre ¡inocente de mí! cuando empezaba a relatar historias que no concordaban con mi romanticismo, con nuestra posición respecto a la chusma de la calle: Yo creía que Felicidad se preparaba para ingresar en un convento de clausura cuando terminase la guerra y todo volviese a su orden natural; como Dios manda...)_ La luz sólo alumbraba el deshilachado pañuelo entre la mano inmóvil de la vieja cuando los gritos de la madre de Alfonso interrumpieron el relato:
_¡Como no estés aquí ahora mismo, te muelo a palos!
_Felicidad iba a caer enferma de tanto esperar, sufría... ¡y come; si quieres que te siga contando!: Esa vieja pondera contándote la historia a su capricho. No comía jamón ni su hermano tampoco, ¡un poco mejor! pero jamón, sólo lo saboreaba la madre de Orsana... Y estoy por jurar, que los del servicio tampoco lo probaban; ni siquiera lo olían.
_Una vecina que la vio bordar tras la reja... _Juana acariciaba a la gata, melosamente, intentando tal vez despiojando al animal que afluyeran recuerdos, y la imaginación se desatara incontinentemente_ Fue informando de casa en casa, que no era natural aquella piel: Tiene la cara como una manzana de adornar fruteros. Los labios más gruesos y encarnados... __El ladrido de un perro despeinó al animal y le provoco un somero maullido; la vieja envolviéndole en su toquilla lo acunó mientras ronroneaba_ Algo cambiaba en Felicidad y nadie se percataba de fijo: esos labios que terminaron colgantes, no eran los de una niña inmaculada y presa para ser recluida a su tiempo en un convento. _Mientras se atusaba las postizas guedejas de pelo bajo el pañuelo, dirigió la mirada hacia la ventana como si esperase algo, a alguien; mientras, seguía en tono distraído_ ...Una noche, nos visitó Agustín, el hermano de Felicidad... ¡menudo zángano! Contó con voz queda que la Niña estaba encerrada por andar de amores con un gran señor: "¡que si delato su nombre, mi mae me refriega la lengua con guindilla! Y que no saldría hasta franquear la puerta de blanco y agarrada al brazo de uno de los hombres más guapos de la tierra... y más rico. Eso mismo y con las mismas palabras, como queda refiero, lo grita en murmuraciones constantes mi madre sin parar, sin tino, de casa en casa, por la venta... como si le fuera la vida en ello y siquiera lo hubo referido Agustín; aquella misma noche. Pero en aquél preciso instante, en el preciso momento cuando Agustín hubo concluido el relato, entró mi padre del trabajo y el hermano de Felicidad, al verle, se fue corriendo como alma que se lleva el diablo de un puñado... Mas quizá la urgencia fuese debida a que la madre, Ramona, en ese instante también bajaba la calle en la borriquilla; Linda, perrilla de caza, siempre a la vera y alerta, aunque apenas podía ya caminar por vieja y pelleja, mas cuando se olía la llega a la meta, por norma dejaba sonar un quejido lastimero. “¡Está fresca... (mi madre, de otro empuje volvió a sus sentencias) si piensa que ese buen mozo se va a casar con Felicidad. Antes lo mata Doña Eloisa, que ceder a ese matrimonio. Vivirá recluida hasta que se canse de visitarla... y si te he visto, ni me acuerdo! Mi padre, parco en palabras, ni se interesó del chismorreo, acaso dijo: !Ya está bien, mujer; aquí ya está todo el pescado vendido! Sin embargo, una vez mi padre se encaminó hacia el patio a dejar la herramienta de trabajo, mi madre volvió a las andadas: ¡Vamos, como si fuésemos idiotas! ...de toda la aldea era sabido que el caballo jerezano, de madrugada y hasta el alba, andaba siempre atado en la reja de Felicidad... Y él entraba y salía cuando todos dormían...¡Pobrecita... mírala Alfonsito, siente miedo hasta de los perros pulgosos!_ La gata se desvistió de un salto. Mientras la miraban salió sigilosamente de la habitación, hacia la cocina.
_Pasaba de regar el cantero de tomates... _Soledad, comenzó a relatar en tono de relato escrito, como cataplasma sobre la avidez del nieto, en tanto ella soplillaba el fuego, como si fuese un instrumente de música insonora... o más viva, según el matiz, según el cariz de los chismes_ cuando la sorprendí quieta, con la mirada volando perdida sobre las copas del olivar. Subí a verla y no quiso confiarse, sólo me sonreía agradecida y con los ojos rasos de lágrimas: “¡Felicidad, hija! ¡Estás enferma! ¿Quieres que llame a la Jineta y te cure del padrón? (tratábase de cierta ceremonia de curanderos y de santones) Felicidad, asintió con la cabeza y yo salí a buscarla como quién corre a apagar un fuego... antes de que volviese su madre de la venta de telas.
Alfonsito estaba pálido, esperando con la boca abierta puntos oscuros de los amoríos de Felicidad. De no ser resarcido, al menor descuido se escurría entre la abuela y la madre a meterse en la zorronera de la vieja (como repetía su madre con retranca), aunque para el niño, sí reinaba el sosiego junto a la vieja desdentada; de ahí que entre la charla de ellas él, sin mirarlas y con la cabeza gacha comenzaba a imitar a la vieja, quizá como ardid para no levantar sospechas; o para que no pensasen que se aburría junto a ella: “Este maldito dolor se mete por aquí (y Alfonsito se señalaba el lado izquierdo) Va de paso hasta el tobillo. Pero no creas que se para, luego vuelve y se aferra a este brazo, que hoy no puedo ¡ni menearlo! El niño, mostraba a la abuela y a su madre el mismo brazo que Juana le señalaba a él, a la mínima ocasión, y cómo con gesto enfurruñado y penoso la vieja le tendía uno y otro brazo dolorido... ¡Cómo si yo fuese médico!”.
_Hoy estoy muy delicada, todos los huesos del cuerpo los tengo como si un gato los arañara. Con mil gestos se levantó de la mecedora y salió cojeando hacia la cocina; al momento volvió ya con las palabras en la punta de la lengua: _ No quiero darte café porque se aviva la sabiduría y los niños de tu edad se vuelven majaras: Miran fijamente a la nada toda la vida _Bebiéndose el café, la vieja, llamó a la gata y la sostubo entre sus brazos_ Mirando al vació... o hacia un mar de cebada o de cualquier otro sembrado, pasaba los días Felicidad, cuando la Jineta, de rondón, subió a verla y le diagnosticó las dolencias: “Es preciso curarte, si no quieres morir de mal de amores, empedrada con un epitafio de poeta o el de un santo” En un pispás se presentó con el vinagre y una santa en barro, vieja y desconchada. “Mis ungüentos nunca fallan, todas las mocitas que les he puesto la vista encima, están hoy la mar de bien... y contentísimas y refollantes”. Sin preámbulo hizo tumbar a Felicidad con la barriga al resplandor de la ventana; en tanto, se untó las manos con aceite del candil, y mientras le restregaba la tripa, susurraba rezos incomprensibles. Dormitaba Felicidad, cuando la Jineta encendió una lamparilla y se la puso sobre el ombligo, colocando a continuación un vaso para que le chupara todos los males que encerraba dentro de sí. Al rato tiró del vaso espurreando el vinagre, que previamente ingirió de la botella, sobre el círculo amoratado que había formado el vaso: ¡Mañana estarás como una rosa! Y por la tarde, allí estaba de nuevo sentada dejando que el resplandor del otoño le bañara el pelo. Las diminutas manos de cera parecían gusanos tejiendo a contraluz su propia cárcel.
_ Soledad, según veía acercarse el nieto y sin preámbulos, comenzaba a relatar periodos sueltos de la historia que lo traía embebido_: Toda ella se ruborizó al verme, con un gesto de calor se puso de pie dejando resbalar aquél primor que acaso cubría el escándalo de días venideros. Nos sentamos y entre sonrisas y vergüenzas me habló del amor que sentía por Orsana: “¡En sueños aún lo contemplo tan inalcanzable a la grupa de su caballo Jerezano... Era por entonces demasiado niña para interpretar aquellas miradas que él, bajo su sombrero de ala ancha, me lanzaba... Ahora estoy desde el amanecer a la madrugada, año tras año, esperando a que sin palabras y sin promesas me cubra con su piel curtida! ¡Alfonsito, hijo! Ni me atreví a despegar los labios, hubiese sido un dolor no dejar a Felicidad desahogarse después de un encierro de más de tres años..."_ la abuela paró de golpe y refunfuñó: Ha debido sentarme mal el café, siento algo que no es mío; tal vez, tenga fiebre, porque el calor y el frío se persiguen por todo mi cuerpo; luego, ya te seguiré contando.
Bajo una cólera que Alfonso no llegaba a entender, su abuela contó cómo Doña Eloísa, la madre de Orsana, al enterarse de la preñez de Felicidad, con ataques de rabia extrema, fue envenenando su sangre y la de todos los de aquella casa. Prohibió a su hijo sentarse a la mesa. Él, Orsana, desde ese día tuvo que comer en la cocina bajo amenazas que llegaban encadenadas desde el comedor. Una tarde, la Señora, aquejada de un dolor en el pecho fue llevada a su lujosa cama de nogal, negándose a ver a su hijo en su presencia, a la espera de una muerte que redimiera el nombre de los Orsana.
-Sí, de tanto ir el cantarillo a la fuente... Felicidad, para gusto de su madre y disgusto de Doña Eloísa, quedó embarazada. A campos remotos llegaban los gritos de ella; se martirizaba pensando que un nieto suyo, el primero, iba a nacer bajo el aliento turbio de una vieja pendón y pelleja. Juró ante la Virgen de Gracia... _Juana cogió empaque irguiéndose sobremanera_ si, ante la Santísima Virgen ... que nunca aquella hija de puta entraría en su casa... y si ocurría, ¡una maldición cayese sobre su hijo y que tal desdicha manchase a toda su estirpe! Por la noche la madre de Felicidad (sin saber quién pudo haberle contado lo ocurrido en la Iglesia) , entró al pueblo maldiciendo la vida de Eloísa, de su puta madre y hasta de sus ancestros: “¡A Dios puedes encomendarte, Señoritinga de mierda...!_ Sin apenas darse cuenta, Alfonsito se sumergió unos instantes en ensoñaciones y éstas rayanas con el duermevela; al volver en sí, a Juana se la escuchaba en la cocina; por norma, cada instante, desaparecía para cacharrear con los cacitos tiznados donde, según la hora, calentaba café o flores de manzanilla, de amapola, de adormidera. Entre tanto y también por norma general, él esperaba pacientemente repasando las estampas de cine que siempre lleva en el bolsillo del pantalón.
-¡Qué lástima de mujer...! Una mañana entré de rondón en la cocina, simulando que necesitaba del jardín una rama de hierbabuena para la sopa, y cuando no me veía nadie, subí a los aposentos de Doña Eloísa a ver cómo se encontraba. La pobre lloraba sin parar. Un nudo le estrangulaba la garganta impidiéndole hablar con sosiego de su desgracia. Al fin pude juntar sus lamentos: ¡Mejor hubiese sido casándolo contigo! _La sonrisa de Juana se dilató tras un suspiro_: ¡...Sobre el embozo, bordado con calados de ensueño, sus manos se retorcían de dolor. Me acerqué y acariciándola esperé a verla dormida.
_...Y Juana, la mosquita muerta. Eso le hubiese gustado a ella, reforzar sus ahorros, escondidos bajo un ladrillo, con el capital de los Orsana. Pero se tuvo que conformar con Manuel el herrero; un pobre hombre, siempre con la cabeza metida el la fragua de su herrería. Y, además, ya toda la vida refregándole al infeliz que se había casado con él por lástima. Sin embargo, cualquiera del entorno sabía o sospechaba que se casó con el herrero ¡pobre hombre! porque un forastero durmió con ella y le pegó una mala enfermedad. De eso se le cayó el pelo y ahora se cuida como si fuese buena.
_Al séptimo mes de buena esperanza de Felicidad, las campanas doblaron por el alma de Doña Eloísa. Era una tarde espléndida de primavera. Recogida la cocina, la sirvienta subió a ver qué merendaba su señora; al no responder ésta a las tímidas propuestas, le cogió la mano y la frialdad delató su muerte..._ Juana, acalló un gemido con el borde del delantal, luego miró a Alfonsito que contenía las lagrima. _A pesar de los tiempos que corrían, tres CAPAS presidieron el féretro y un sin fin de sombreros negros acompañaron el féretro hasta la tumba. Nadie vio aquella noche ningún hombre apostado en la reja de Felicidad; el tiempo pasaba sin saber nadie por dónde trotaba Orsana a la grupa de su caballo jerezano. El candil que alumbraba el rostro de Felicidad, a la espera de alguna noticia, se mantuvo encendido cada noche, mientras se repetía para sí: “El amor de D. Paco no es tan endeble para que el viento lo estampe contra el olvido; las noches de pasión no las puede borrar la maldición de una vieja herida, demente, encolerizada. Ramona, la madre, al escucharla, la increpaba con multiples maldiciones: ¡Me cago en toda su ralea; no sabe quién soy yo! Por entonces una capa de polvo de azahar cubría el horizonte.
Alfonso quedó desalentado, no podía creer que los sentimientos no arrastran al hombre hasta su fin, aunque fuese acosta de desventuras. Un corazón que sólo ha vivido para acoger a Felicidad desde su más tierna infancia no puede en un momento dormirse para amanecer en otra historia.
_Serían las siete de la tarde cuando los gritos de la desgracia dejaron de oírse. Dicen que era vivo retrato de su padre, de Orsana, que cuando alcanzó a abrir los ojos, Felicidad se llenó de paz por el regalo que el amor le enviaba desde la distancia, o de ninguna parte. A los dos días de nacer el descendiente de Orsana, llegó Ramona, la abuela, más borracha que nunca, maldiciendo hasta su sombra. Blasfemaba mientras desaparejaba a la burra sin prestar atención a cuantos ecos sonaban sobre lo sucedido. Como alma encendida cual cohete, entró en el cuarto de Felicidad borrándole la sonrisa y sembrando el terror.
-...No hubo pasado ni tres meses cuando el niño dejó de ser refugio trocándose carga en las interminables noches de otoño. Felicidad parecía no escuchar los llantos, seguía bordando distraídamente, como ausente y pensando que aquel niño sólo era el castigo por haber retenido a Orsana; alguien que no le pertenecía. Una noche tormentosa, por encanto se calmó un instante la furia del viento; momento que Felicidad escogió para caer de bruces sobre el pavimento, dando así paso a otra nuevo golpe de aire: el que esparciera los gritos más descarnados que nadie pude imaginarse. De repente, todo se calmó, el viento paró y los gritos se ahogaron misteriosamente; después, todo el ambiente en la aldea se fue impregnando de incienso mortuorio. Sin ningana muestra de dolor ni de compañía, como sonámbula, Felicidad lo enterró a la caída del sol; el párroco se negó a enterrarlo en el cementerio porque aún no había recibido el santo sacramento del bautismo. _Juana sumida en la mecedora cerró los ojos_: ...Pasaba el tiempo y lo que fue misterio para el pueblo era ahora recuerdo amargo para Felicidad; Orsana no daba señales de vida y ningún mielero ni hojalatero ni afilador traía ni una buena o mala noticia de su paradero. _Los tronidos de una tormenta lejana distrajeron a Juana; el gato, a la par y en sinfonía con la dueña, maullaba mirando hacia los cristales perlados de agua.
Entre sueños oía Alfonsito el goteo dentro de las latas que su abuela había puesto la noche anterior para coger agua de lluvia: ¡Para los garbanzos, es lo mejor! El sol rompiendo las nubes clavaba su rayos sobre la frente del niño. Despierto, esperó a que su abuela, como cada domingo, se quedara junto a él, en la cama, cantándole algún chisme más de la historia que lo tenía en ascuas: _¡No te sacias; ni siquiera duermes! Yo estaba espigando, y por mucho que sintiera tamaña desgracia no pude acompañarla, como era de suponer; mas, ni me planteé acompañarla... ni nadie se atrevió tampoco a ayudarla ¡qué pena!; no obstante, tampoco fue que no se me resintiera el corazón, las entrañas; la pena era muy honda... sabiendo que iría sola a enterrar a su primer hijo. ¡Ni su madre se digno a acompañarla! Después, cuentan que vieron a Felicidad vencida sobre la tierra, y llorando amargamente hasta que se hizo completamente de noche... ¡Pobre criatura... Lo único que le quedaba y tuvo que desprenderse de él en aquellas circunstancias!.
_Había dejado de bordar, su mirada se perdía opaca en la lejanía, cuando una sombra esbelta manchó de oscuro un atardecer que desplegaba mil colores y mil aromas: Era la madre que desde la burra la observaba desafiante. Mas tarde, aquella escena cobró sentido: Paco Orsana, antes de llegar de regreso al pueblo, bajó de su caballo y asido a las riendas fue cruzando la calle hasta meterse, sin mirar más que al empedrado, en la solitaria y silenciosa mansión. Felicidad, al escuchar los cascos del animal, cerró los ojos hasta la madrugada, en espera de que los labios calientes de su amor la despertasen..._ Las últimas palabras le salieron a Juana teñidas de vago rencor. Se quedó pensativa, sin reparar que Alfonsito esperaba impaciente, en vilo; en cambio él imaginaba que, quizás, Juana se había enredado en un amargo recuerdo _...Después me enteraría por rumores dispares que Ramona había dado de casualidad con el paradero de Orsana y que, agarrada a la crin del caballo lo amenazó bladiendo una faca enorme: ¡Si eres hombre, baja ahora mismo de ahí que te voy a cortar los cojones de un tajo; y aquí, a trasmano del mundo, te dejaré, para que mueras como un perro, que es lo que mereces!. Orsana se quedó pálido y mareado cayó del caballo.
Alfonsito jugaba trenzando los cabellos desprendidos del moño de su abuela _...Vigiladas por tu abuelo, que servía de manijero a Osuna, cogíamos aceitunas todas las de mi edad. Yo la pude contemplar aquel año, tras la muerte del hijo y el regreso de Orsana, y cómo, sin formular palabra... ni siquiera un suspiro, se afanaba Felicidad muy digna en la cosecha de la aceituna; mientras, él, el propio Orsana, la cubría con un fabuloso paraguas blanco y negro. Una vez hubo Felicidad llenando su espuerta de aceitunas, él, El Señorito, vaciaba el contenido en los sacos y luego volvía a cubrirla. Al final del día, en el caballo, lentamente y en absoluto silencio, la llevaba de vuelta a su casa. Todas seguíamos con exaltación, y algunas hasta con envidia aquella ceremonia sin sentido. Y nos preguntábamos: cómo un hombre tan acaudalado se siente obligado a resguardar del algua a una pordiosera... aunque haya parido un hijo suyo. Hasta le levantaron tonadillas con doble sentido. Y, de nuevo otros rumores destaparon el misterio: había sido Ramona, la madre de Felicidad, quién había obligado a Orsana tan absurdo menester... ¡Hasta que honres a mi hija, casándote con ella; entre tanto, para despejarla de los demonios y que no se vuelva chiflada perdida, deberás comportarte como un hombre arrepentido... y qué menos que le sirvas de Lazarillo hasta que me venga en gana! Cuando pasó el invierno nos dimos cuenta de que Felicidad estaba de nuevo embarazada; y fue entonces cuando Ramona se avino a juicio; pero sin dar su brazo a torcer respecto a su mandato... hasta que Orsana no hubiese llevado a su hija al altar como una princesa de cuento; sí, mientras estaría junto a ella como un criado. Así culparía sus pecados.
_Era víspera de Semana Santa, yo estaba arreglando el Altar Sagrado para el velatorio del Santo Sepulcro, cuando Orsana entró demudado cual abanto y preguntando por D. Ramiro. Me quedé de una pieza al ver aquella figura de cera y alpaca plantarse frente a mi. Señalé, sin aliento, hacía la Sacristía donde se encontraba el párroco. Orsana desapareció tras una nebulosa de reflejos de lamparillas. A mí no me quedaba alma para seguir en mi tarea de cubrir con pañitos almidonados las jardineras que sostenía los floreros repletos de azucenas. Arrodillada quise rezar para tranquilizarme, para no desvanecerme; aquella imagen, no porque correspondiese a Orsana, sino por aparecer éste en lugar tan sagrado y ateniéndome a los últimos acontecimientos, me había alterado de tal manera, que temí no poder levantarme jamás. A pesar de hallarme sumergida en tal enajenación, aun se filtraban ciertas y ardorosas voces desde la Sacristía; la insistencia y reiteración de palabras tan sonoras como “la quiero”, “casarme”, y dichas allí, en lugar tan puro, hicieron que temblase cada vez más; hasta tener que huir de allí como una loca. _Con una mueca de dolor, Juana quedó callada, la cabeza sobre el respaldo de la mecedora de olivo: (¡Alfonsito!, ¿sabes por qué no cruje esta mecedora? pues porque es de madera de olivo; además de firme, durará toda la vida) El niño salió con cuidado; de puntillas y con los brazos ahuecados como si pretendiese volar.
Alfonso llegaba contento de la escuela, los hijos del cabo de la guardia civil no se habían ensañado pegándole e insultándole por el camino, como fuera costumbre; lo recorrió plácido, cavilando sobre la historia de Orsana; "Las figuras etéreas de Felicidad y Orsana arropadas con tules y sedas al encuentro de los vapores de la mañana".
_Ayer te esperé toda la tarde para relatarte cómo salió el matrimonio rumbo a su Luna de Miel: Una mañana de primavera, montados en su caballo, desaparecieron entre los rayos del primer sol, a la vista de todo el pueblo. Los guijarros de la calle estaban manchados con pétalos de rosa... y todavía quedaban guirnaldas en rejas y balcones. Para la boda, Orsana pidió a la capital dos carros de flores corrientes, uno de azucenas y otro de nardos para abarrotar la Iglesia... ¡Cómo destellaba y lucía! Se venía abajo de luz y flores. Tres días tardamos en aderezarla. Fueron las bodas más abundantes que recuerdan mis ojos y los de muchos en diez kilómetros a la redonda... Los curiosos de los alrededores se aglomeraron en el llano de la Iglesia ... ¡Zampando y bebiendo hasta secar el lagar! _Juana se levantó estirándose el delantal: "Hoy voy a merendar un poquito a ver si engaño a esa fiera que tengo en el estómago". Alfonso se sentó mientras tanto en el umbral de la puerta al patio mirando cómo los gorriones picoteaban la fruta: del cerezo al níspero de un brinco. Al instante, Juana se acercó contenta..._: ¡A mí me trajeron... (y esperó a tragar el último bocado) un pañolito de tisú, que guardo entre alcanfor y sobre unos ramilletes de lavanda.
_Los niños, al oír los cascos de las bestias sobre el pavimento echaron a correr. Orsana venía a caballo y tras suya un carro de madera lleno de cajas de colores. Felicidad en lo alto con un vestido que disimulaba la tripa. A puñados de caramelos entretuvo D. Paco a los niños. Subieron la calle saludando a la gente que salía a mirarlos a admirarlos _La abuela de Alfonsito, mientras hablaba exaltada, sacaba de un cajón de madera vieja y renegrida las semillas de albahaca y otras hiervas aromáticas fruto del verano anterior_ Todos tuvimos regalo del viaje de novios de los Orsana. Felicidad, reluciente, reía loca de contenta.
_Los dolores anuncian cambios de tiempo. Este brazo me dice que una tormenta merodea. ¡Mira a ver dónde señala la veleta del campanario!- El niño pegó un salto: ¡No para de moverse; da vueltas y más vueltas! Juana replicaba sin atender al niño: De una tormenta de éstas, no salgo; la humedad me parará el corazón- La vieja entró en la cocina como cada tarde para preparar sus infusiones. El niño comentó para sí: “Siempre repite lo mismo”. El gato se acurrucó sobre los pies del niño mirando cómo su ama sorbía de la taza: -Era el tiempo de la siega; el sol reposaba sobre los rastrojos y una polvareda cubría el verde pardo del olivar. Los haces de la cosecha se amontonaban en la era donde los niños a fuerza de saltos los desataban. A las doce del mediodía, cuando el sol inundaba todas las sombras, un criado avisó a D. Paco, que vigilaba a los obreros aventar el trigo: “¡Señorito, Felicidad... deténgase y venga corriendo que ya está pariendo!”. Orsana brincó al caballo, y a galope, destrozando a su paso las ramas de un sendero de membrillos, llegó a su casa. Con el sombrero de paja fina en la mano se acercó a Felicidad ofreciéndole ayuda. A las dos de la tarde, entre gritos de Felicidad y lágrimas de Orsana, nació Leopoldo: un morenillo cubierto de pelusa ensortijada “Esos rizos tienen la culpa de las náuseas del embarazo”.
_¡Cuánto sufrió! Días enteros gritando sin parar. Dicen que Orsana remolineaba a su alrededor para calmarla... que no le fartase ni gloria bendita; pero la verdad es que ni siquiera se quitó el sombrero cuando el parto_ Transcurría un día de calor sofocante; a las dos de la tarde, en plena chicharrera, la abuela de Alfonsito cambió de tercio para indicarle: ¡Ve con ese palo agujereado la tierra, que vamos a plantar albahaca, tomillo, romero, culantro... y todo lo que desprenda buen olor; para que más tarde, cuando crezcan, se mezclen con el perfume del jazmín y los claveles! Alfonsito obedecía encantado las órdenes de su abuela para la siembra; ya veía el patio en flor y él con la regadera de un lugar a otro resfrescado los brotes. Pero la abuela lo interrumpió de nuevo para ofrecerle la cena: ¡Después, un vaso de leche fresquita con piñonate... y a la cama; que andas embebido y se te está quedado la cara como un pito!_ El niño miró a su abuela con el ceño fruncido: ¿Qué crees, que sólo te vas a alimentar de picardías? Mientras se dormía, escuchaba como si desde muy lejos le informasen: ¡Era una hermosura; la misma cara de Felicidad y el mismo pelo rizado y sedoso!
_A la semana siguiente volvió Orsana de Granada cargado de regalos para su Leopoldo: Con la cuna más lujosa que un cristiano ha visto por el pueblo; llena de angelitos grabados en madera pintada de azul. Las sábanas bordadas con animalitos pequeños y flores de mil colores; mantas como el terciopelo a la medida de la cuna, y mil sonajeros diferentes para que nunca llorara. ¡Qué pena! Después, ya pasado mucho tiempo, al hombro un gitano se llevó la dichosa cuna a cambio de un par de gallinas que anteriormente él mismo había robado del propio patio de Felicidad _Juana suspiró varias veces antes de continuar_ Y D. Paco, desesperado y desanimado, iba notando la torpeza de Felicidad viéndola vestir a su hijo, o ante cualquier quehacer; él daba paseos arriba y abajo, cabilando cómo o a quién podría contratar para educar al niño con mejor disposición y soltura que la de su esposa: ¡con mejor disposición! El mismo, mientras encontraba quién se hiciese cargo del cuidado del recién nacido, le indicaba pautas para arreglarlo; luego, ya limpio, lo arrullaba un poco y se lo entregaba a Felicidad para que le diese el pecho. En tanto Orsana no regresara de dónde fuese, antes de partir, ordenaba al servicio que vigilasen al niño, pero que nunca dejasen sola a Felicidad dentro de la habitación con él; al día siguiente, o al otro, regresaba con montones de juguetes... pequeños utensilios de lujo... como joyas, y mil detalles sin sentido, pero de una apariencia y valor incanculable.
_No la dejaba ni acercase al niño de sus entrañas. Se lo apartó cuando aún mamaba y nunca la consintió coger al niño. No quería que, según él, aprendiera sus costumbres, su extravagantes y torpes maneras... ¡Ni se daba cuenta que aún era una niña, aunque hubiese parido ya dos veces! La voz de la abuela de Alfonso alzó hasta el grito: _¡Sí, la manera que él consintió encerrándola toda su juventud, y una parte de su niñez! ¿Qué quería encontrar después?; si no sabía la pobre muchacha más que esperar y bordar..._ Soledad dio un coscorrón al nieto: ¡Deja de mojar en el azúcar! De seguido continuó: _...Ninguna ocupación, algo que la sintiese capaz o útil. Estaba relegada a vestir bien... y siempre dispuesta para dormir con él cuando le viniese en gana.
_Con su figura de mimbre, apoyado sobre el respaldo del sillón de terciopelo rojo, Orsana esperaba, oculto en la penumbra, la llegada de la muchacha más primorosa de todos los contornos, según le hubieron informado. El humo del habano cruzaba el rayo de luz construyendo tirabuzones de humo. La puerta crujió: ¡Adelante! ¡...Acércate! La muchacha sin preámbulo se adelantó hasta quedar bañada por la luz de afuera, la que proyectaba la ventana entornada: ¿Tú eres...? Sin que terminase, ella contestó sin pestañear: ¡Araceli! _Orsana apagó el puro y la figura de Araceli quedó limpia: ¿Eres muy lista? Ella volvió a responder en el mismo tono y con idéntica rapidez: ¡Si, señor! Él entorno los párpados; al instante, la puerta se cerró y el cuarto volvió a quedar inanimado, vacío... o rebosante de la melancolía de Orsana y el aroma de la muchacha; fijo en la luz donde antes se recortara la figura de Araceli, reparó en la finura de sus rasgos: "la cara altiva, los ojos pequeños y profundos, la boca..." _Una nube ensombreció el haz de luz y la figura se perdió en la oscurida. Contrariado, su voz retumbó por los rincones: “¡Araceli, que se encargue de los primores del niño, y de que todo esté bien colocado!”. Por la tarde, en el sillón rojo donde el señor le dio la bienvenida, Araceli se puso a doblar ya planchada la ropita del Bebé bajo la luz de la ventana. Enfrente Orsana, con el puro entre los dedos, miraba el humo filtrarse entre los rizos negros de Araceli. _Alfonsito vio oscurecer y cómo Juana olvidaba sus hierbas. Una voz violenta chocó contra los cristales: ¡Alfonsitooo! El niño dio un brinco y sin despedirse salió corriendo.
_Cada tarde, cuando el sol doraba las copas de los árboles, la luz del cuarto se enturbiaba y Araceli dejaba de bordar. Orsana tocaba una campanilla de plata y aparecía Felicidad con la sonrisa dulce, sus ondas aplastadas en la frente; y detrás, la doncella con un juego de café, en porcelana china y sobre una bandeja de planta ya protegida por un pañito parecido al que utiliza el cura cuando limpia el cáliz y la patena. En silencio saboreaban el café a la espera de que Orsana, sin dejar de mirarlas contase cuitas de sus viajes pasados: “Nada hay como el mar, con tanto color y tan abundante fluido. Cada minuto cambia; por la noche la luna lo vuelve de plata; de día, del más intenso azul cambia tornándose hacia un verde nada natural _Ambas mujeres, con la vista cada una perdida en distinta dirección, suspiraban. Entoces él, aún adquiría más donaire, más elegancia_: ...docenas de barcos, como castillos flotantes, saltan sobre crestas inmensas: olas que vienen y van perdiéndose en el horizonte. En verano los extranjeros y algún que otro señor importante, con unos trajes apropiados, juegan en la espuma que se forma en la orilla” _Cuando Felicidad notaba que las pausas se dilataban, se levantaba en silencio y desaparecía tras cerrar la puerta; entoces todo volvía a la rutina anterior: A la penumbra del quinqué que había sobre un velador al lado de la ventana, se acecaba Araceli para reemprender la labor con bolillos, primorosamente; después, una vez acabados los metros de encaje, según sirvieran para uno cosa u otra, los guardaba en una una caja de marquetería fina; por si naciera una niña, y así ir acumulando primores para su ajuar. Orsana velaba circuspecto y en absoluto silencio... quizá admirando el manejo virtuoso de los bolillos entre las manos de Araceli... y cómo con idéntico primor los iba guardado: Desde temprano la miraba atento y fíjamente, como se admira a una veldad de alabastro; cada movimiento, cada gesto... haciendo mentalmente ademán de protegerla del más pequeño pinchazo. A veces murmuraba, sin querer, principios de frases. Araceli levantaba la mirada y él la obsequiaba con su gesto más cálido... o con un arete de humo del cigarro. Luego entraba Felicidad de puntillas, envuelta en colores pálidos: “En el próximo viaje os llevaré. ¿Sabéis lo que son las horas en que todo el mundo circula? Ni cuando la aceituna, ni cuando la siega, se puede comparar. Es algo, como el mar, que por mucho que pondere no cogeríais una idea clara: Los tranvías, los coches, el ruido... Os vais a asustar ¡os lo digo yo! _Embebidas, miraban a Orsana; que según él cogía más ritmo en las historietas, cada vez se esmeraba más y mejor en el movimiento de sus propias manos, en sus ademanes... _ Es tan exagerado todo... Miles de tiendas de las cosas más tontas: sombreros enormes, guantes calados...” _Orsana procuraba pausas; con la expectación de éllas se sentía doblemente regocijado. Bueno, era el “Dios” de ellas y de todo el pueblo. D. Paco, y eso lo puede decir hasta tu abuela que le odiaba por pensar que Felicidad merecía más cariño, era el más respetado, el más admirado. Verle cruzar a la grupa del caballo jerezano, con el paraguas blanco y negro, era una satisfacción pocas veces degustada. -A Juana se le empañó el semblante de ternura: ¡Voy a hacer café ¿quieres tú unos nísperos?
Alfonsito se impacientaba cuando su abuela le contaba chismes. Siempre lo hacía entre el ruido de la labor: mientras planchaba, o a la máquina de coser; con aquel ruido infernal que hacía parecer que su abuela perdía la fisionomía de su mano en la manivela; y jamás con la quietud de Juana _Nunca fueron con él más de a Granada. Con alguna excusa se marchaba para luego conformarlas con regalos_ Soledad cogió un sorbo de agua del jarrillo que, en vilo, sostenía su nieto para que élla espurrease las sábanas antes de plancharlas_ Las engañaba con cantinelas: “Araceli: ahora, con el embarazo de Felicidad, no podéis venir. En otros viajes os llevare a las dos”; ¡Qué sinvergüenza!
Al pasar de la escuela, Alfonsito miró por la ventana para comprobar si la vieja se retrepaba balanceándose en la mecedora. Como decía su abuela, "allí estaba el Cristo de la Humildad , la mano en la mejilla y sufriendo por todos los mortales... ¡Pero, sí, sí; eso que se lo cuenten a mi coño...!" Al verle, Juana lo invitó a pasar. Él, sin pensar le preguntó: ¿Se encuentra muy mal? Luego, esperó de pie a que élla terminase de bostezar: _¡Peor... cada día son más inútiles estos huesos que apenas me sostienen; he llamado al médico a ver si me receta algo para que esta noche cate el sueño....; ya, ni las hojas de adormidera me hacen dormir! Pero tú... ¡Siéntate! que voy a ver si me preparo algo.
_Orsana volvió de dejar a Leopoldo en un colegio de Granada una tarde de otoño cuando el sol se despedía por la loma. Con los últimos destellos su figura parecía de oro candente. Araceli salió al oír los cascos del caballo sobre los guijarros, a decirle que Felicidad no salía a saludarle porque sostenía en los brazos al niño más precioso del mundo: “Tiene toda la cara de Usted, pero un pelo rubio como el cobre bruñido” Orsana saltó del caballo. Felicidad lo acunaba envuelto en un manteo de seda y encaje cuando entró D. Paco, como alma que lleva al diablo; sin una pausa se acercó y besó al bebé, sin mirar siquiera a la madre. Felicidad, no obstante, se lo ofreció y dijo: “Tiene hasta hoyito en la barbilla, como tú” Al entrar Araceli, Orsana hizo que lo tomase ella y, bajito, para que Lorenzo no se despertase, le ordenó que cuidara de él: “Este niño también es tuyo”. Cuando se quedaron solos, Orsana estrechó a Felicidad con ternura, pero sin la mínima pasión.
_Felicidad, a pesar de que Orsana bebía los vientos por Araceli, seguía queriéndole, ¡la muy tonta! Aguantar que a su hijo lo cuidase otra... _Soledad quedó callada de golpe, parecía presta a alcanzar alguna idea al vuelo_: ¡...y qué iba a hacer; también consentía que la mirase mientras vestía al niño, cuando lavaba con mucha espuma, cuando cosía tan primorosamente, incluso cuando se quedaba embebida mirando hacia la lejanía. El muy...; dejó hasta de ir al campo para contemplar a sus mujeres. ¡Luego dicen de los moros!
_Por la ventana de su cuarto veía Orsana cómo Araceli emperejilaba al niño. Tenía la edad del gorjeo. Una vez arreglado, Araceli corría tras los pasitos torpes de Lorenzo; lo subía a hombros, lo zarandeaba, lo estrujaba contra su pecho; jugaba hasta perlarse entera, hasta que el vestido blanco de piqué fino se le pegara al cuerpo empapado en su aroma. Orsana seguía titubeante, pero firme, cada movimiento del cuerpo de Araceli; mientras, dentro de su cabeza, sonaba: “Es tuyo y mío”. La muchacha aupaba al niño para que lo viera el padre. “Seguir disfrutando; con veros jugar, me conformo”. Cada frase le raspaba la garganta, quería seguir, envolverla en palabras, percibir y aspirar el aroma cálido que desprendía todo su cuerpo. _Juana suspiró_ Era natural que aquél cuerpo fogoso acaparara la atención de Orsana; Araceli, la verdad, era bastante completita: ¡menudos pechos... como pitones y un arrebol en las mejillas que daban ganas de mordérselos!
_La atención que les dedicaba... ¡Me cachi en la mar! _La arrebatada tez de Soledad se torno hacia el rojo encendido_: ¡...Que una vez que terminaba con una se iba a acaparar la atención de la otra!_ Alfonsito no entendía palabra, nervioso observaba los gritos y el manoteo de su abuela_: Y lo que comentaban era mentira. Felicidad, mientras no estaba su marido en casa, no salía de su cuarto. Sólo consentía, acallando el dolor, lo que fuese... y más; pero sólo delante de Orsana.
_Cuando Lorenzo cumplió nueve años, Orsana lo llevó con Leopoldo a Granada. En su ausencia, cuando no iban con él a ver a los niños, las dos mujeres pasaban los días, una en la ventana de su cuarto y la otra bordando con la luz rayada por la persiana Veneciana. A la tarde, cogidas del brazo y de punta en blanco salían a pasear; así nadie sospecharía nada. Recuerdo una tarde que las vi, con sus vestidos a la moda, las medias de cristal, y unos zapatos que las alzaban al aire. Recorrían el sendero hasta el prado en silencio y volvían contemplando el oleaje de las espigas. Araceli trató siempre a Felicidad con delicadeza. Pero cuando murió Orsana salió sin pronunciar palabra, con el abrigo de piel y la maleta repleta de telas finas, y de cuantos regalos le fueron ofrecidos por El Señorito _Juana quedó pensativa_ ...Nada me daba envidia, ni los miles de vestidos elegantes, ni las joyas que cada día se repartían por la pecheras de Felicidad y Araceli, pero, cuando Orsana, poco antes de Navidades, volvió de Granada de ver a los niños con aquella caja inmensa detrás de la calesa, me dio un vuelco el corazón. Subí arriba y una extraña desazón me hizo llorar. Los muchachos tocaban la zambomba y restregaban con la mano del almirez las botellas de anís vacías. Sentada a la mesa-tufa, oía su algarabía cada vez más cerca a mi soledad. Y la temía; no estaba, desde hacía tiempo, para músicas ni jaranas. Esperaba levantada, no obstante, para asistir a Misa del Gallo. La rondalla estuvo un rato, pacientemente, en la puerta gritando villancicos, y como no les solté aguinaldo siguieron calle abajo. Al segundo toque para la misa, cogí la toquilla y el velo y me dirigí a la Iglesia. Las muchachas remolineaban por el altar ensayando cantos, que ni entendían porque se pronunciaban en latín. Justa y Carmen, las típicas beatas de aldea, daban los últimos toques colocando pañitos y candelabros abrillantados. Unos golpes sobre el mármol del pavimento, distrajeron mi atención; miré hacía atrás. Alrededor de la pila de agua bendita estaba Felicidad y Araceli esperando a que Orsana les cruzara la frente con los dedos mojados en agua bendita. Pasaron sin mirar a nadie a arrodillándose justo delante del altar mayor ante unos reclinatorios que sólo usaba la familia Orsana. El reflejo de las velas cayó sobre los abrigos del viaje a Granada. No sé de qué piel serían, pero ahora mismo, puedo ver sus dos tonalidades: un pardo con marras oscuras, y el otro marrón brillante; los dos con el mismo corte y la misma vistosidad_ A Juana se le había quebrado la voz con los últimos recuerdos. Alfonsito, para distraerla contó que el médico había dicho que antes del verano tendrían que operarle de anginas; para que no fueran a dañarle el corazón. Juana, sin prestarle atención le preguntó: “Cuando venías ¿viste si la veleta señalaba tormenta? Se avecina el mal tiempo y temo no salir viva del próximo invierno. Todas las desgracias las trae la tempestad... el tiempo revuelto”_: Llovía a cántaros. El caballo atropellaba cualquier matojo que hallaba sendero adelante. Orsana, enfurecido breaba al animal para llegar pronto a cobijo, antes de desplomarse entre los olivos. Según amainaba la lluvia, con las últimas gotas aún titilando desde las tejas, entró el señorito en la calle; al pasar bajo mi ventana, vi el paraguas destrozado, el sombrero estropajoso y el traje de alpaca desjaretado. En el rellano estaban las dos mujeres esperando: ¡en un hilo!; lo bajaron del caballo y envuelto en una manta lo arrastraron hasta su cuarto... _Tras de un largo suspiro, Juana continuó_: Nunca más volví a oír los cascos del caballo... Al anochecer llegó el médico con el maletín; Felicidad y Araceli, día y noche, se turnaban para que cada lamento de él tuviese su consuelo.
Una lluvia fina enturbió los cristales de la ventana, Alfonso se estremeció sobre el cojín arañado, y atrajo la gata a sus pies: _En la tarde de un día infernal salió Araceli en busca del cura. Felicidad quedó sola con las manos de su marido entre las suyas. Un movimiento brusco la sobresaltó. Cuando llegó el cura, Orsana, mirada fijo hacia las lágrimas de Felicidad; él yacía inerte, con el color de la tierra mojada... _La boca de la vieja, Juana, se retrajo en un gesto de dolor: _...El mismo párroco subió al campanario para doblar a muerto; no era para menos, tratándose de Orsana. Como mandara el muerto por escrito, dos días antes de fallecer, los capataces dieron orden de cesar el trabajo, cualquier faena, para encerrarse en sus casas los días que durasen los preparativos y otro día más de luto, para asistir al funeral. A las seis de la tarde de tercer día, la calle se pobló de boinas y brazaletes negros. ¡Nunca acompañó a un duelo tal multitud! _Juana volvió a suspirar; en este tramo del relato, entre cada frase se le alborozaba el ánimo; lo que la obligaba a levantarse y mirar embelesada por la ventana, a modo de ritual. De nuevo más tranquila, después de rebañarse la comisura de los labios, continuó_: ...Cinco capas bordadas en oro y pedrería sobre los hombros del quinteto fueron cantando latinajos tras el féretro de Orsana hasta el cementerio. Detrás de la corte clerical, las figuras melancólicas de Leopoldo y Lorenzo. A la vuelta, tras ser enterrado el padre, calle arriba parecían dos manchas de tinta que resbalaban sobre el gris plomizo del anochecer. En mitad del recorrido quedaron firmes, con el sombrero en la mano, esperando a que Araceli, la querida del padre, cruzase ante ellos y desapareciese: ¡como si no se conociesen! Ella, con una mano asía firmemente una maleta y sobre el brazo de la otra mano portaba doblado el abrigo de piel. En silencio, los hijos, recorrieron la otra mitad del trayecto hasta su casa. Felicidad, en el despacho de Orsana, dormitaba mientras automáticamente formaba estrechos pliegues con una esquina del mantel de Holanda que cubría la mesita; sus ojos estaban secos, quizá de haber llorado tanto
_A pesar de todo ¡Qué pena! _Soledad puso el pie en la mecedora parando así el balanceo de Alfonsito_ Sí, qué pena que D. Paco muriera dejando sin amo ni dueño esa casa. Pobre... Felicidad ¡Tan sola! Tuvieron que pasar los años hasta verla salir de nuevo a la calle. Ya no era ni su sombra; se encontraba muy desmejorada, y apenas si destacaba su belleza de entre el conjunto de mujeres de la edad; el luto y el comportamiento de sus hijos la avejentaron prematuramente.
Juana entre sorbo y sorbo de café se estremecía: ¡Qué paz cuando amaina la tormenta! No volvieron a Granada; salvo que alguien fue mandado allí a por los bártulos. Y sí, los hijos dejaron los estudios. Leopoldo se hizo cargo de la hacienda y Lorenzo desde el amanecer la recorría a caballo; le gustaba la caza... Y no volvía del campo hasta haber llenado el zurrón de perdices, de conejos, de liebres... y de todo bicho que se cruzase en el camino. Felicidad no dejó sonar el metal de su boca, el temor al recuerdo de Orsana y a todo lo que envolvía su fulgor aún latente, le aconsejaban que mejor callar y esperar... no ponerle cortapisas al transcurrir de los acontecimientos. Hasta la noche que llegaban sus hijos se entretenía colocando las joyas sobre cajitas de caréi con los fondos forrados de terciopelo rojo; otros días, al espejo, pasaba las horas con el juego de cepillos, en plata labrada, que Orsana le trajo hacía un eternidad de Sevilla. Al oír los gritos de sus hijos pedir la cena, con un chal morado sobre el traje de crespón negro, bajaba a sentarse frente al sillón de Orsana; ella, por norma, ya había cenado. Sin cruzarse una palabra unos y otros, cenaban; después Felicidad, ceremoniosa en su torpeza al caminar, volvía a su cuarto dejándolos solos... _Alfonsito llevó a la pila la taza que Juana le había tendido, pero volvió al instante_: Los caballos no trataban con la elegancia de antes, ahora pasaban enfurecidos, como rayos, destrozando la imagen transparente y pulcra del recuerdo. Con la mejor selección de cada Feria, llegaban los gitanos a la puerta de los Orsana para que Lorenzo eligiera el mejor Alazán. Siempre un ejemplar aún más caro y elegante que anterior; así iba aumentando una caballería de lujo y tronío. Felicidad, incapaz de rechistar, desde su cuarto, tras los encajes de los visillos, veía volar lo que su marido amasó para un futuro glorioso.
Juana se levantó; de la alacena sacó un almud, lo llenó de granos de maíz en un saco recostado sobre la pared de la cocina y salió al patio para rociarlo sobre las gallinas. Alfonsito con mirada ansiosa y un jadeo canino la seguía en silencio: _Leopoldo se ausentaba cada verano; a saber dónde. Al pueblo llegaban rumores extravagantes, exagerados, malintencionados... En coches infernales, comentaban los rumores, paseaba embriagado en compañía de gente poco recomendable. Tras ciertos periodos, unos más largos que otros, volvía, pero acusando extrañas maneras tanto en cada nuevo atalaje como en gestos y ademanes; lo que provocaba no pocas habladurías: el pelo cubriéndole el cogote, unos pantalones de lona fuerte que le ceñían la figura, y unas sandalias de tiras sujetas a un solo dedo del pie. Del segundo viaje volvió con un coche de motor negro brillante. Fue el primero que entró por el hondo de la calle. Los niños al escuchar la bocina corrieron como banda de lobos a escoltarlo hasta el llanote. Recuerdo los saltos y patadas que las mulas atizaban con el ruido del motor; más de un animal, se perdió huyendo de tan extraño sonido, sobretodo las cabras; algún que otro borrico, más tontorrones, se desbocaron calle arriba perdiendo toda la mercancía de los serones; mas con la suerte o milagro de que, cuando algunos advertían el clamor del aguas en la fuente, se paraban como si tal cosa y se acercaban a beber; poco a poco, todos nos fuimos acostumbrando.
En la mesa redonda del cuerpo-casa se inclinaba Alfonsito sobre el libro de estampas de colores; copiaba la hoja de una higuera chumba; con la plumilla más fina fijaba las espinas minúsculas. En el mostrador su madre esperaba que alguien comprara el medio pan que quedaba, para irse a preparar la cena. El cortinón, un poco corrido, dejaba pasar los últimos rayos de sol de la tarde. Las anillas que lo sostenían chirriaron sobre la barra. Con paso torpe llegó hasta el mostrador una vieja con el pelo blanco y una bonita talega para el pan entera bordada primorosamente:
_¿Tienes pan, mujer?
_Me queda medio.
Felicidad miró al niño que dibujaba al fondo. Alfonsito se cubrió la cara con las manos, apretándose los párpados y los oídos. Miró de nuevo a Felicidad. La madre, con gesto menesteroso le preguntaba desde muy lejos, ya en las faenas de la cocina:
_¿Cómo está de los achaques?
Después de un tartamudeo nervioso e inseguro y aún sujeta al mostrador, Felicidad, contestó:
-¡Cansada, hija; como voy a andar: esperando criar malbas en el cementerio! _Dejó morir un gesto o una mueca o el reflejo de un dolor. Las ondas de nácar, como surcos perfectamente alineados, y bajo esa luz tenue e incierta del anochecer, otorgaban a Felicidad una cadencia entre divina y fantasmal. Alfonsito desde la sombra la interrumpió: _¡Pero aún muy guapa!_ Felicidad sonreía dulcemente: _¡...Ya no soy guapa; antes cuentan que si destacaba...!_ El niño, cuando vio que se dirigía a la salida titubeante, volvió a interferir: -¡Siempre tan arreglada...!- !No, Alfonsito, ya no soy guapa ni para merecer las joyas que en otros tiepos lucia... ¿Ves estos zarcillos? Son lo más feos que tuve; mera insignificancia. ...Todo se han perdido. No sé dónde fue cada cosa a parar; mi broche para la mantilla fuel lo primero que eché en falta: Un rubí en el centro de unas filigranas de brillantes; aún lo recuerdo... y también que resultaba muy difícil cerrar el enganche . Después, como si un terrible vendaval los arrastrase, todo fue desapareciendo, sin dejar rastro, ni una huella... Uno de los primeros regalos que recibiera, que me obsequiaron, fue un collar de perlas pequeñitas, ¿sabes? como granos de café; un día fui al cofre y creo que faltaba ¡no sé!_ Felicidad quedó pensativa. Alfonsito desde su sombra alzó la voz:
-¿Se acuerda de Orsana?
-"...Mis hijos ni siquiera le han mandado levantar una tumba; después de una vida tan gloriosa, es el más miserable de todo el cementerio; Lorenzo alega que no tiene tiempo; Leopoldo se se escuda aduciendo que el no cree en nada... y menos en tonterías supersticiosas. Felicidad se diluyo en la penumbra" Alfonso, embargado por aquellas palabras tan distinguidas, escribió en una libreta: A la grupa de su caballo jerezano... Flamenco, altivo, sus botas de charol... sus ceñideras impecables...
ESTACIONES EN SAN ISIDRO--79
Llegaba merodeando la trinidad.
Tres cabezas chocaron.
A la primera queja, la más
Misteriosa, alzaba los celestiales
Ojos dejando al descubierto su
Sapiencia.
Pidió una mirada;
El regalo fue un penetrar de la
Esperanza en su corazón.
Empapando los cristales: la fiesta.
Sumergidos en la velocidad.
Dentro de un espacio oscuro.
Su alma brilla transfigurada
Tras la retaguardia de la tetina.
La piel ajena a nuevos calores
Se entumece impregnada
De un efluvio.
El mundo inventaba la desgracia
haciendo opaco el brillo de los ojos.
El chasquido,
Lo que tras los ojos reta valiente,
Un duelo en un segundo.
¡Qué pena que el tiempo oculte!
La prolongación sería el amor.
La escasez: un colapso en el alma.
Algo tibio rocía de humedad el aire.
El caballo espanta los sentimientos con
Su cola de bronce.
La confusión tiñe el sudor
Para uncir dos manos.
Juntas, enlazadas
Intercambian brío;
Energía natural y no creada.
En el camino tortuoso
Suspiramos en clave
“Nos veremos al final de
Nuestro sacrificio”.
Cuando el mundo resquebrajado
Unte la piedra de incienso;
Arriba, junto a la pureza de cada desnudez,
Su alma, la adversa y la
De los dos,
Formarán el nuevo Fénix.
Cubríosle con antifaz su evidencia,
Amordazó el maullido con piezas
Descoloridas y se cobijó en la noche.
Desde allí,
Revivió el eclipse.
MI SUEÑO Y EL DESPERTAR
Cuando las pirámides pueblan
El infinito,
Un aullido,
Quiebra la membrana de la razón.
Allí, donde la muerte,
Sostenida por zombis amarillos
Festeja sus bodas.
Allí, surge su esplendor
Reventando colores,
Atropellando el aire.
Cuando el polvo plateado
Mancha el ventanal,
Habré recorrido el infierno
Hasta llegar a ti.
Esta visto que es de un Zambreño, si es que así se denominan a los de Zambra. Yo particularmente no le he encontrado demasiado interesante, tal vez sea porque estoy mas acostumbrado a Camilo José Cela, que es de la zona de los pimientos de Padrón, y era un poco mas rústico. Este Zambreño me parece demasiado refinado. Aún así no está nada mal.
ResponderEliminarManuel Torres el gallego