martes, 16 de diciembre de 2014

Mi tía Isabel


Mi Tía Isabel





Sobre Prometeo informan cuatro leyendas: Según la primera, por haber traicionado a los dioses ante los hombres fue encadenado al Caucazo, y los dioses enviaron águilas que le devoraban el hígado en perpetuo crecimiento.

Dice la segunda que, retrocediendo el dolor ante los picos despiadados de las aves de presa, Prometeo fue incrustándose cada vez más profundamente en la roca, hasta formar un todo con ella.

Según la tercera, en el decurso de los milenios se olvido su traición, los dioses se olvidaron, las águilas olvidaron, y él mismo olvidó.

Según la cuarta, se sintió cansado de aquello que había perdido todo fundamento. Se cansaron los dioses, se cansaron las águilas, la herida se cerró, cansada.

Quedó la montaña de roca, inexplicable. La leyenda intenta explicar lo inexplicable. Como se origina en un motivo de verdad, debe finalizar nuevamente en lo inexplicable.
Kafka: Prometeo.









CAPÍTULO 1

Según llegamos a Toledo, frente a la puerta de La Bisagra y sesgando la mirada hacia la izquierda con ánimo y solaz placentero en nuestra primera y cauta inspección, nos sorprende un picacho poblado de pinos, del cual resalta arriba del todo, en la cumbre, parte de una almena en perfecto estado, tal que si se hubiese construido dos años atrás como máximo. No obstante, si animado y enérgico remontas la ladera entre cedros destartalados, sin abandonar el camino en espiral que paulatinamente te asciende hacia la cima, desembocas en un rellano de guijarros variopintos graciosamente salteados por el brío silvestre de almirones [andaluz], o amargones, o diente de león (por cierto, mal empleada en altísima cocina “rúcula”, palabra italiana), en primavera, en flor, o a punto de empinarse ya granados como plumosas esferas de milanos; anclada en el centro luce una charca, clara y quieta salvo por el intermitente y sinuoso vibrar de la superficie, según arremete con ímpetu y fuerza y con la boca de par en par un pez anaranjado, a la que intenta succionar la inapreciable película amiboidea… Según ladeas la cabeza, la superficie se torna luna o pozo insondable ribeteado con piedrecillas muy vaporosas en rosa palo, que recuerda tanto a las esponjas marinas cuando las alumbra el sol, como a la piedra pómez si la desluciese una nube pasajera. Este falso espejo también refleja una desproporcionada puerta de cristales al más aséptico estilo moderno, pero que se pliega o simula acordeón si de suerte le azota una bocanada o soplo de viento. Mas si antes de entrar inspeccionas de un vistazo el reflejo estriado del cuadro completo, ahora sobre los dos batientes u hojas o lunas montados al aire y tan sólo enmarcados por el jambaje en piedra de granito grisáceo moteado y muy bien pulido, se advierte aún calcado en ellas una variedad compleja de brotes de azahares múltiples en diversos estados de floración y matices... y como colofón un entramado finísimo de lluvia que dota al conjunto de cierto puntillismo post impresionista; por un instante, el juego de contrastes conforma un espacio a todas luces y rango excepcional: sospechas, por saturación ingente de sensaciones, que tal vez, puesto que nada parece real, responda a un fenómeno, a una visión... o a la impronta pictórica de un recuerdo enquistado en los sentidos. Luego, dentro del recinto todo adquiere repentinamente el ambiente impersonal que exhiben edificios entonces emblemáticos y hoy restaurados (siempre en pos de mansas expectativas y ventajas algo equívocas)... por otro lado, sin saber cómo ni por qué ni bajo qué influencia, percibimos el entorno sorprendentemente melancólico; sea debido a un sin fin de matices que se nos escapan... o a que sencillamente nos aturde un ardid ensamblado como experimento, en definitiva y de rigor todo el conjunto atiende a la sensación propia e íntima de cuando acudimos por primera vez a un Gran Circo Mundial. En este singular estado de confusión percibo, al fondo de un largo pasillo, en el cual el olor a linaza y a aguarrás delata una reciente revocación hasta del mobiliario, un mostrador desde donde asoman dos cabezas femeninas casi idénticas en cuanto a color, volumen del peinado y aires estilísticos - tan singulares que denotan la firma profesional de un manos-tijeras en candelero y con exitazo a la vista. A un metro antes de alcanzar el escueto mostrador, resalta su trazo en tonos templados y firmes, aunque más oscuros que el resto del colorido de la pared. Sobre el mostrador ahora las dos cabezas aludidas, cada cual más erguida, se aproximan y elevan expresando una sonrisa al alimón que aún hipnotiza más al ya afectado del característico estado de propensión a las ensoñaciones.
No sé cuánto tiempo pude aguantar derrengado, lacio y en duermevela sobre una de esas sillas atornilladas a la pared, pero que aparentan o emulan estar suspendidas en vilo por una fuerza y estilo tan depurados que siquiera podríamos reseñar de rabiosamente modernas. Y tal si surgiera de alguno de los entramados de entre sueños, oigo mi nombre, pero pareciera lo fuesen deletreando justo rozando el lóbulo incandescente, ígneo, de mi oreja izquierda:
_Hola, D. Antonio, perdone que le haga esperar tanto ¡qué paciencia!, pero tengo adentro a una pareja muy conflictiva; no le digo más que hablan entre ellos acaloradamente y ni de refilón proyectan ni por educación referirse a mi persona... ¡ni de soslayo! O acaso ni intuyen que andan acompañados… ¡nada más y nada menos que por su psiquiatra! Pero no se inquiete, en un pispás agarro a esos dos chirigoteros y los planto de patitas en la calle. ¡A tomar el fresco…! ¡A cagar a la vía…! ¡Bueno, es un decir!
Cuando abrí los ojos, el pasillo estaba completamente vacío, en absoluto silencio... y un rayo o foco de sol tornasolado lo dividía o tachaba en dos ambientes totalmente diferentes a la par que irreales e irritantes; en uno, la luna llena de primavera se despedía ahuyentada por el alba arrebolada… por la sospecha quizá de que su contrincante diurno la fuese a herir, a deslumbrar con su implacable, arrogante y agresivo ímpetu; en la otra, se sostenía hierática y plúmbea la oscuridad total. Entonces, una puerta situada justo frente a mí comienza a entornarse con manifiesta dificultad, entre gruñidos; desde una lejanía rayana con lo esotérico, la quiromancia o la suerte, llega un fuerte estruendo hermanado con el estornudo feroz, y, tras él:
_¡D. Antonio, ya puede usted pasar!
En el despacho nada descuella de lo que entendemos por el típico habitáculo aséptico improvisado como consultorio. En la pared, frente a la puerta de entrada, destaca un ventanal desproporcionado y, en contraste con la pulcritud del conjunto, algo herrumbroso. El Doctor, mi psiquiatra, aún no se ha dignado aparecer; como es costumbre – dejando pasar un instante bien calculado, suele irrumpir de detrás de un biombo, una pieza única y exótica colocada allí o que hubiese aterrizado o directamente caído del cielo... invariablemente, atacándose la harapilla [atacarse la harapilla: expresión muy utilizada en mi infancia, allá en mi aldea, con el significado de “introducir los bajos de la camisa dentro del pantalón”], adecuándose las gafas con esmero y precisión de experto... o sonándose a gusto y entre pitos y flautas los mocos. Su singular manera de desplazarse y de componer ademanes recuerda extraordinariamente a un personaje de mediana edad propio de Dostoyevski, tanto que debes sujetarte a algo sólido para no sospechar que andas librando una de esas pesadillas en las que todo resulta demasiado realista, paralizante y recalcitrante, siempre al borde de un repentino brote de locura. Una vez sentado, no sin antes entreabrir las dos hojas del ventanal, aunque pidiendo de antemano perdón, dado que afuera llueve ahora a cántaros, comienza a moverse singularmente, con repentina y nerviosa embestida… y un que otro requiebro grácil. Normalmente, emprende su discurso con voz carrasposa, queda, casi inaudible; luego resuelve o repara en un tono al azar, nunca estridente, y comienza a divagar por derroteros siempre cuando menos sorprendentes:
_Cada día me noto más Cristiano y Marianista... ¿Le gustan las lágrimas de violeta? Mi madre, siempre que iba a Madrid, nos compraba una de esas cajitas tan exquisitamente perfumadas... ¡Qué tiempos! ¿Ha contemplado el amanecer de esta mañana? Desde la ventana de mi cuarto se divisan Los Montes de Toledo; a esa hora temprana alguien los pinta a brochazos en cobalto: una anfractuosidad y un flujo contenido los orla de vaporosa bruma malva… que según te fijas va virando hacia el rosa e incluso el lila… como yo imagino a La Virgen; tal juego de colores te confunde, te aturde, no sabes ni si llega el día o es que contemplas una postal anónima que te enviasen de tierras lejanas, donde tal vez ya reine el ambarino sol de media noche… ¡Cómo sueño con contemplar algún día el milagro de La Aurora Boreal! ¡Me han contado que cabalmente pudiera representar la antesala de los propios aposentos de La Santísima Madre!
Si en algún momento su añeja letanía levanta el vuelo libre del compromiso médico-paciente, sus ojos, detrás de una miopía pasada de moda hasta para un aprendiz de genio, son capaces incluso de revestir esa piedad subyacente entre las pinceladas lánguidas y llorosas de El Greco. Después se sonríe levemente... incluso él mismo se hurga junto a la boca como si cosquillase incauto su propia sonrisa, y como si se tratase de una polvorienta y rancia representación; en una de tales, me escabullo sigilosamente y vuelvo a entornar la puerta... ¡para que no se disipe el embrujo!

De vuelta a casa en el coche de línea, y según me adormecía con el consecuente traqueteo, bajo el sopor del atardecer, entre el murmullo atónico de la chiquillería de regreso a casa tras las clases diarias, creí observar proyectada a ráfagas sobre el parabrisas una película en la que se sucedían, atropelladamente, dislocadas secuencias muy confusas de la vida de mi tía Isabel, hermana de mi madre. Lo juzgué lógico, ya que me percataba entonces y al punto de que la había olvidado y que ni siquiera la avisé de mi ausencia en la mañana por teléfono, antes de salir de mi cabaña al amanecer camino a Toledo; negligencia insignificante, salvo que… mi charla diaria, aunque trivial o estrambótica en momentos puntuales, en circunstancias tan dolorosas venía sirviendo los días anteriores como paliativo de los efectos desoladores de la quimioterapia en ella, y de los propios de una profunda depresión en mí. Tal apremio lo juzgo hoy infantil o adolescente, egoísta…Debo reconocer, por otro lado, que sus historias y relatos de asuntos propios y ajenos - ya que disponía de una memoria prodigiosa y advertía de alguna manera que le acechaba la parca- brotaban del auricular del teléfono con el flujo propio de historias legendarias aunque espontáneas, por norma redactadas primorosamente; daba rienda suelta a los mil detalles, recovecos claros, oscuros, retintos, empalidecidos… Revivía con exactitud acontecimientos insólitos que pormenorizaba hasta la fantasía... de mi más tierna infancia e incluso de la suya propia.




























CAPÍTULO 2
Me es necesario e imprescindible aclarar o desmantelar el juego de una intención o temor antes de continuar; apunta de la siguiente manera: me resultan completamente lujuriosos y execrables quienes condenan a la ligera, amañando la historia o suceso y apoyándose únicamente en las acusaciones del Fiscal, sin prestar la mínima atención al Abogado de La Defensa; más bien se la prestan al trapicheo periodístico o chismoso de fuera de los juzgados, mucho más fraganti que el de dentro de La Ley… ¡que ya es decir! Esta advertencia servirá, espero, para despejar posibles dudas acerca de mi opinión sobre el calado de lo que llamamos La Información, siempre trillada y molida hasta el disparate; e insisto que aun siendo consciente de que tal intensión quizá exaspere, responde a mi afán por verter cuanto de cada parte, flujo o manantial me alcanza… Aunque provenga de la materia prolija e incluso empalagosa, en sirope… que roza de soslayo la tela o cresa en la que anidan mis recuerdos perdidos.

Quienes me conozcan aunque sea por referencias, de reojo o con prismáticos, de sobra sabrán o conocerán mi aversión progre hacia los coches en general, y su conducción, manejo y parafernalia en particular; en mi juventud superé cotas delirantes en lo tocante a postura y obligación tanto ética como estética respecto a cualquier asunto concerniente al trato o juego con nuestro entorno, ya sea el material o el espiritual; de ahí que cualquier deslinde en discordancia con la disposición humana, que al natural debería decidirse casi en adoración por el medio ambiente, me desbarate los nervios. Normalmente, de todos modos, se opta u optamos por el ultraje más deleznable, aun siendo conscientes de que los delitos y atropellos contra sus sencillas y elementales leyes revierten contra nosotros mismos… ¡y tan a gustito! Acaso bastaría con que la destrucción se realizase sin encono, lo menos agresivamente posible: “fortuitamente”. Pero bueno, abundan sectores acomodaticios a los que basta determinar que ya está su Dios omnipotente para solventar los entuertos; no obstante, quienes no tenemos Dios y nadie nos ampara… ni siquiera su Santa Madre, andamos buscando, escudriñando fórmulas para vivir éticamente, sin recurrir a las plegarias (tan indignas y sacrílegas, según Wittgenstein), ni a sacrificios peregrinos y sofisticados, pero poco útiles: ___clamor estéril de murmuraciones hueras.
Mas, todo mi gozo en un pozo y los principios al carajo: desde hace un mes soy un conductor más… y con el agravante de que ni dispongo de carné; y ya de saber conducir: ¡ni hablamos! [Y ustedes se preguntarán qué coño necesita otra vez El Antonio demostrar enredando o devanando aún más la badana, sin aparente juicio o control de lo que desea exponer en realidad; de saberlo, dirán ustedes, me respondería a mi mismo que ni sé escribir la ilustrísima O con un canuto. Últimamente sospecho que tal vez se deba -lo de insistir escribiendo- a una enajenación de características azarosas o quirománticas, o a yemas o brotecitos sicóticos que afloran y merman cíclicamente; y que de intentar cualquiera encontrarle, por mero empecinamiento, algún sentido, se volvería sin duda tarumba perdío. Así que he optado por no llevarme la contraria a estas alturas de la vida, con este calor asesino que soporto bajo el cielo toledano, ni siquiera en el caso de las salidas radicalmente temerarias como la que ahora nos ocupa.] Pues aquí me ando vulnerando mis principios éticos con un automóvil de última generación; más o menos un huevo Kinder, pero la única sorpresa radica en que no se trata de un coche: acaso de un juguete parecido al de Los Picapiedra: dentro de un armazón simulas que conduces - aunque la realidad cruda y dura consista en que sólo lo aparentas-, atento a expresar velocidad en la sonrisa, con un bucle amañado que denote estar tarascado por el viento: tal que un gallo en Tarifa, y sin perder ese semblante ya característico de cualquier tebeo en que alguno de sus héroes corre que se las pela, aunque no vaya a ningún lugar, tal que un abanto en plena zapatiesta o charlotada.
Y todo lo anterior, para ilustrar los primeros momentos de este particular relato referido a las horas previas e inmediatamente posteriores al día en que se incineró a mi genuina, contradictoria y hasta surrealista tía Isabel.

La noticia de su muerte la recibí el día posterior a mi visita al psiquiatra, a eso de media tarde; según colgaba el teléfono móvil después de hablar con mi hijo Andrés sobre dicha visita al psiquiatra, advertí que tenía unos cuantos avisos de mensaje de voz. Ni corto ni perezoso, comencé a desplegarlos con torpeza de urgencia, cuando ya en el primero escucho la voz de mi padre (para mi sorpresa, puesto que nunca es él quien llama, sino mi madre) gritando con la voz tremendamente angustiada y bronca: ¡Antonio, llámanos deprisa! La primera reacción fue un colapso generalizado, un desvanecimiento; en tanto me reponía iba alcanzando una especie de enajenación y descontrol que concluyó en un llanto descarnado e histérico. [Debo reseñar, y no como excusa, que justo por estos días andaba acoplándome a una nueva medicación con la esperanza de una mejoría en este periodo o fase mía de depresión endógena en una de sus crisis más severas] Luego, algo más sereno, hablé con la familia para determinar quién iba a asistir al funeral. No obstante, todo hubiese resultado hasta aquí normal, dentro de lo que cabe, de no encontrarse mi madre (la hermana de la difunta) sufriendo también estos días una crisis propia de la pena por el inminente y previsible suceso… y propia también, supuestamente, de la edad: vértigo súbito y caprichoso, mareos indiscriminados y de lo más aparatoso, estrambóticos… y lo que en ella resulta aún más chocante: una pertinaz e inusitada apatía, falta absoluta de energía, o, como acostumbra a denominarlo ella misma entre suspiros, vahídos: ¡Chiquilla, que no puedo ni con mi alma; solo hallo arrojo para arrastrar mi cuerpo por los rincones sin la mínima energía!

El resultado de mis diligencias para gobernar quién de nosotros (padres y hermanos) sería el responsable o elegido para representar a la familia en el duelo, fue que sería yo; no pretendo apuntar con esto a una falta de consideración por parte de mis allegados -era natural que acudiera yo, dado que son más pequeños, tuvieron menos trato con la difunta y además acababan de ingresar, ambos: él y ella, mis hermanos J. María y Marisol, en sus flamantes puestos de trabajo… Y ya ni os cuento de cómo mandar al atajo de viejos (mis padres), que, por las propias circunstancias, sobrados andaban de temblequeos, balbuceos… e incluso bordeaban el disparate o el desbarre, en momentos tan críticos-: aunque, a fin de cuentas, por mi estado de salud quizá hubiera sido más correcto y generoso que ¡de tripas corazón! alguno de mis hermanos hubiese ejercido su derecho a ausentarse de su jornada de trabajo por la muerte de un familiar directo, ahora que caigo son de la escuela psicoanalítica, según la cual eso de la depresión no es sino un regusto por sentirse triste que se apaña con dos de pipas, y si reverberase, pues se tira de una jaculatoria improvisada: ¡Es que mi hermano se regodea exagerada y excesivamente en la tristeza… y además es tremendamente peliculero! No obstante, y para no dejar flecos sueltos, debo agradecer que concluyese de tal manera, y conceder que estuvo acertada la elección; de no haber sido yo quien se hubiese desplazado, hoy estaría ya enajenado, debido a mi rutina de autodisciplina, a base de crueles despropósitos, de por entonces, ya fuera durante la vigilia [siento el deber de aclarar que suelo emplear la palabra según la acepción que maneja Kafka en una de sus cartas - aunque pueda quizá tratarse de un ardid de traductor-, con el matiz de instante singular en el que la realidad se pica con trazos o visos de fantasía mientras te empecinas en no apagar los ojos] o estando dormido: ¡Mucho mejor así!

Por tanto, a eso de la seis de la mañana siguiente del día en cuestión, como boca de lobo hasta en los confines, salgo de mi cabaña, aventurándome, si no a resbalar por la dificultad del camino (a oscuras y helado como suele acostumbrar a estas horas tempranas de invierno… y aun en primavera), sí a quedarme sumido en alguna ciénaga. Pero, ni he cerrado la puerta aún, cuando me percato de que desde hace dos días dispongo de un coche flamante (habían bajado a la mariquita azul de una plataforma… porque además de a un huevo Kinder, también se parece a uno de esos bichitos tan simpáticos, revoltosos, saltarines…) que bien me podría acercar hasta el pueblo, donde enlazar con el autobús de ruta… o Coche de Línea. Dicho y hecho: sin pensármelo dos veces abro la portezuela y me acomodo, dispuesto a conducir con todas las de la ley: ¡Faltaría más; y si no sé, aprendo! Giro el interruptor por primera vez en mi vida y el coche, al que parece le hubieran apuñalado en un costado, da un respingo tal que arremete contra el árbol más próximo, reventándose un par de los faros traseros - esos que pestañean para indicar si viras a un lado o a otro, según convenga o esté marcado por las leyes de tráfico. Cabe notar, por cierto, lo siguiente: descubro ahora desde una perspectiva distinta que, por las circunstancias, ni valoré qué había ocurrido; “un insignificante incidente”, sostuve entonces ufano, uno de los muchos que padecen los automovilistas, que ni echan cuenta de ello hasta no haber alcanzado su meta. Sin embargo, el cochecito ni se inmuta por más que presiono el pedal, con mimo, como el vendedor me había descrito en un trozo de papel; de modo que me dejo de miramientos y presiono con más fuerza aún… tanto que se queda un trozo de coche prendido al árbol y yo de frente y montado y sin rumbo en lo que queda del dichoso coche, mariquita o huevo Kinder. Transcurrido todo, me digo ahora que bien pudiese ser que, estando medio dormido aún, tratase a la máquina como a los animales, en particular como al noble caballo, y creyese o pensase por tanto que en vez de interruptores, llaves, palancas y demás manejaba o gobernaba igualmente que en mi infancia, bregando con La Brida y sus riendas o, como solíamos denominarla en Zambra, La Jáquima y sus cabestros.


Percibiendo entonces que me apretaba la prisa, apagué las luces, desconecté el interruptor y cerré la portezuela… y tal cual, a pata, me aventuré hasta el pueblo, donde, como he dicho, el Autobús de Ruta me llevaría a Madrid, y desde allí, en tren ligero, hasta Málaga.




















CAPÍTULO 3
En el último periodo en vida de mi tía Isabel, una vez falleció su marido Frasco (de “Francisco”; supongo que “Frasco” fue lo más viril que él mismo halló para destacar su porte, su hombría, virilidad… y desechar cualquier connotación con lo femenino; aunque es posible suponer que alguien pudo arreglarle el entuerto: dejarle la cama hecha), apenas unos pocos años, ella relució y descolló con todo su empaque, su destacada fortaleza, su brío ecuestre, su exhortante belleza… y su infalible bisturí a la hora de diseccionar cualquier apelativo o chisme para, y como se suele cuchichear por nuestra graciosa Andalucía, cortar un traje a la medida del elegido, o lo que a veces resulta de la insistencia en ello: un mote o apodo indeleble hasta la misma muerte de la víctima… y que aún heredan sus descendientes. (Debo confesar que siempre he temido que tales manías maliciosas afloren hasta en La Conchinchina) Sin pretender resultar muy hiriente reseñaré sólo un ejemplo; así descubrirán el calado de sus sentencias: a uno de sus nietos lo apodaba La Mujer de Domingo, ocurrencia debida a que de niño a este nieto siempre le ilusionaba, y solía imponerlo con lloriqueos, subirse en el asiento del copiloto de cualquier coche, aunque fuese el de un desconocido que le invitara por primera vez; hecho que su abuela relacionó de inmediato- ¡a vista de halcón! -con un caso cuando menos singular de una antigua paisana del pueblo del cual Isabel y su familia emigraron; esposa que jamás consintió que nadie, salvo sus santos reales, se montase junto a su marido Domingo; ya desde el punto y hora en que éste se comprara un utilitario: ¡uno de los primeros!
Con este primer trazo, aunque algo escueto, deseo esbozar una imagen desde cierta lejanía, sin perfilar detalles. Acaso con un bizqueo o su homólogo en máquina, el zoom, ya se la pueda distinguir, como a menudo hacía uno, destacando ella por su viveza y brío entre un grupo cualquiera de los que por mero cotilleo se arremolinan en la primera esquina o quicio más a la mano para poner a caer de un burro al primero que se tercie. De cualquier forma, era tal su osadía, tan fina y aguda su intención a la hora de referir el mínimo chisme que hubiese escuchado de refilón, que hasta algo de lo más insulso adquiría de su gracejo rasgos cuando menos rotundos e inquietantes. Lo que debería reseñar a vuela pluma o como ejemplo de sus sentencias: fue mi madre quién en una ocasión le salió al encuentro con una sospecha o advertencia: ¡Mira, Isabel, no resulta ni pizca de decente que andes despotricando incluso de la familia con tanta holgura y desfachatez; vamos, que no deberías ahondar tanto en intenciones, con tanta malicia. Ten en cuenta que a veces puedes llegar a resultar dañina…! A lo que Isabel respondió al punto, como si ya supiese de qué se trataba: ¡Niña, qué quieres que te diga, pero alguien que aún conserva sin usar siquiera tramos de tripas, no se merece mis respetos! También debería reseñar en este primer esbozo algo que ya resulta recurrente del deje o habla de la mujer andaluza al uso, pues era en ella aún más bronco y altanero- se apreciaba mejor prestando atención cuando empleaba palabras agudas -, impostaba un corte aún más tajante que el requerido por la regla gramatical andaluza, ya de por sí algo caprichosa; un tono y talante más propio de una orden o mandato firme que de la simple charla- ¡y se quedó blanca como la parée! Y lo más singular desde mi cariño, puesto que ni me percaté de si en los demás se desarrollaban de igual manera, fueron los encuentros; cuando la visitabas tras un tiempo aunque fuese de una semana, la faz y la voz se le transformaban, dotándola de una mezcla de semblantes múltiples y revueltos: entre júbilo, tristeza, deseo, sensualidad… después te abrazaba con tal ímpetu y fuerza que te dejaba sin aliento, el corazón desmenuzado. Al despegarte de ella, de sus ojos rebosaban lágrimas que los dotaban por un instante de cierta tornasolada divinidad.

Si me empeñara en recabar ordenadamente recuerdos descollantes de mi tía Isabel, para así recrear una semblanza condescendiente, correcta… sesgando anécdotas intrínsecamente reprensibles, temo que sólo conseguiría una impresión anodina; sin embargo, me apremian más los retazos a voleo, a medias, desbaratados, descabalados… fogonazos de instantes aislados o, por el contrario, en retahíla; estampas escondidas tras resentimientos guardados, enconos y riñas ya ahogadas y arrumbadas en estantes donde denotan excentricidad o un rencor absurdo derivado de la sinrazón típica de cualquier familia. Sinceramente, el último es el perfil que me interesa y desde donde considero, aunque tercamente, podría hacer justicia a un personaje tan complejo y variopinto, o, al menos, aportar pistas poliédricas – señales - al efecto.
Un recuerdo aflora caprichosamente; de hurgar en el mínimo detalle en torno a ella, ya se despliega éste con todo lujo de aristas y matices; se despiertan sonidos, olores, anhelos… hasta se trasforma o trastoca el tramo de la calle en el que transcurrió mi primera infancia (entonces no se hallaba asfaltada y justo por el centro la surcaba un arroyuelo que provenía de la fuente del llanote de arriba, desde el cual a veces fantaseaba yo botando barquitos de papel, a los que tras un soplo brindaba suerte y gritaba ¡adiós! con un trapillo); a eso del medio día (detalle que por la ubicación de las sombras nunca se me desplaza un ápice en el recuerdo, ni siquiera estando yo dormido) y siempre de igual manera, aparece ella, La Isabée, como si surgiera de la sombra opaca en la acera frente adonde me hallaba (sospecho que esperándola con un nerviosismo fuera de lugar); ataviada con traje negro de chaqueta sastre (adornado a su vez en la solapa con un broche improvisado con florcillas silvestres), medias de costura y un llamativo y atrevido corte de pelo a lo garçón, copiado quizás de alguna artista de cine: una de tantas, pero a quienes idolatraba a la chita callando -¡por norma soñaba entonces en convertirse en una de ellas!; por lo demás, salvo una sonrisa pícara e intrigante, de soslayo dirigida a mí, medio oculto ahora tras el cortinón [los ajenos a ciertas costumbre del sur, sin falta y aprisa, deberían imprescindiblemente conocer que en lugares de sofocante calor se suele recurrir a una gruesa cortina o cortinón que se cuelga sobre la puerta, para paliar o aliviarse del sol de plano o justicia en las horas más crudas de la calor y aún para marcar la diferencia de clases ¡como siempre! Había quien sólo disponía de un trozo de saco de arpillera; otros trataban de descollar con tapices pseudo adamascados y vistosísimos y carísimos], todo parece indicar que llegaba a la aldea para asistir a una misa de difuntos; más tarde, en el empeño recurrente de recapitular periodos de mi vida, atosigando a quienes creía entonces implicados en el evento en cuestión, he podido concretar que el funeral se oficiaba en memoria de una hermana de mi abuela: la tía Carmen La Costurera. Esta escena no destacaría por importancia ni valor alguno a no ser porque le debo el sentimiento de compleja y grosera repulsión que siempre me embarga nada más aparecer siquiera una muestra o trazo o reminiscencia de aquel hecho. Hoy, tras los últimos acontecimientos y bajo el prisma de una razón más que dudosa percibo otro matiz de la imagen de entonces: según rumores, tras aquel atuendo de imperativa elegancia y atrevimiento se escondía el hecho de que su marido El Frasco se hizo el remolón en el coche arguyendo que no podía apearse porque se le había descacharrado la barriga. Hoy sé a ciencia cierta qué se ocultaba tras aquella infantiloide y cruel pantomima: desde que ya en el coche descubriera él cómo iba su flamante mujer (llevaban escasos años casados) vestida para un funeral, no cesó de arremeter contra ella de la manera más miserable y vil posible: …que si sólo te falta enseñar el coño para llamar la atención; sí, arremángate la falda ¡cacho pendón, marrana...! Pero no radicaba aquí privativamente la cuestión, el drama grueso sobrevino porque ella, después de venir llorando y esquivando los amagos y golpes que él no dejara ni un instante de endiñarle en todo el trayecto, en un santiamén se empolvó la cara, se retocó el rouge, se adecuó el peinado a lo ¿Heidy Lamar… o quizá la alternancia o parpadeo de dos Estrellas? y saltó del Lancia alquilado tan fresca e impoluta como si acabase de surgir directamente del tocador de un musical de los años cincuenta; hasta con idéntica sonrisa que las del celuloide: más tarde, ya adolescente yo y fuera de la aldea, comprobé que el referido y chocante atuendo al completo fue recreado precisamente de una revista, más inspirado en el traje de novia de Ava cuando se casó con Mickey Rooney. En cambio, de Frasco aún afirman y sostienen que parecía un toro sujeto por los cuernos, sudoroso, con mirar avieso, torvo: un venado furioso… que intentase imprimir en la mirada todo el odio del mundo; hasta tuvo la desgracia de no amansarse bien el flequillo ni sacudirse el polvo; dato que sirvió para que rolase en el aire otra sentencia en su haber: ¡Él, con ese pelo revuelto y la cara empolvada del camino, parecía junto a su esposa el tipo canallesco de una de esas películas de espías desarrolladas en el Berlín de cartón piedra de La Dietrich!

Además de que este suceso significativo me permite explayarme para destacar otros detalles insignes que hagan justicia a su arrebatadora personalidad y exultante belleza, servirá como ejemplo complementario para desde aquí comenzar a desplegar muchas de nuestras conversaciones… o simples historias narradas con tal ardor que si fueran seriales radiofónicos, otrora tan en boga. Además, debo atenerme a este perfil por el hecho de que muchos recuerdos me acechan desde él a la manera de visiones, espejismos… incluso como sueños o pesadillas... y éstas aún más delirantes que las que derivan de fiebres altas… o de arrebatos y deliquios de ardor extremado. Sirva de referente el último suceso mencionado para que entiendan mejor lo que disfruto o sufro con las vicisitudes biográficas de mi tía; lo que me arrastra a mentarles otra singularidad más del suceso o más bien de la fotografía antes descrita: En cuanto al parecido entre el actor referido, Mickey Roonney y El Frasco, lo más preciso y honrado por mi parte sería confesar que después de contrastar con lupa ambos perfiles, llegué en ocasiones a confundirlos.

“Siempre he tenido malafollá para todo en mi vida; ni siquiera cuando me casé pude ir arreglada y compuesta en condiciones… que no pareciese una pordiosera, o una perdularia; recuerdo que sólo consintieron que portase, además del negro riguroso, dos nardos prendidos con un alfiler a la solapa. Y como hacía náa y menos que había muerto mi suegra y tu tío Frasco se quedó huérfano… ¡ya sabes! Por aquel entonces… nos tuvimos que casar aprisa y corriendo; más o menos con lo primero que hallamos a mano. De hoy para mañana La Niña, tu madre (siempre se refería a su hermana Martirio de esa manera cuando relataba historias que compartieron de jóvenes o de niñas) con una tela de paño negro arrumbada --¡sabe Dios desde cuándo...! ¡Miento! Nos la regaló la tía Carmen de una clienta que había muerto antes siquiera de tomarle medidas y de cortar la tela para su mortaja: por lo que la tía no pudo cumplir con encargo tan singular no fue sino debido a que la pobre mujer aquélla se arrojó al pozo de su propia casa y cuando la encontraron andaba ya hecha un gurruño o garabato.-- y yo, sin que se enterase Mamalá (como se nombraba a mi abuela familiarmente, entre sus nietos e hijos), anduvimos dando puntadas la noche entera hasta concluir con un traje de chaqueta que parecía hecho por un modisto profesional: ¡me quedaba como una media! ¡Y ni te cuento el tocado que conformamos con un cacho de velo y unas azucenas; aunque, la verdad sea dicha, el negro para mí representaba algo muy oscuro, y no por el color, sino por lo que implicaba entonces: ni más ni menos, que quien se casaba estaba ya embarazada; pero que no fue éste mi caso especialmente: gracias a Dios!”

Estas maneras excéntricas de componer la memoria hechos, o aislados o trenzados con acontecimientos incluso de ficción, no responden a ninguna ciencia, a no ser que entremos de lleno en esoterismos de pacotilla; sin embargo, si en alguna ocasión tales hechos se despliegan sobre el fondo de la gracia o singularidad de acontecimientos críticos o traumáticos, nos podemos hallar con cualquier fogonazo o relumbrón que nos sostenga por momentos al borde de La Fe o a pique de volvernos completamente tarumba, pero con los sentidos abrillantados tal que luciérnagas. En esto ¡pudiera ser! radicaría la explicación a otra visión que reviví o rememoré justo mientras el párroco que oficiaba el funeral de mi tía Isabel sacudía con brío el hisopo sobre el féretro de madera durante el responso. Envuelto o revuelto entre mis oscuras cavilaciones, primero escuché un aguacero repentino; y después, apareció la estampa aquella de cuando La Isabée se apeó del Lancia con su traje negro de chaqueta y aún con los nardos frescos -¿o era quizá un clavel níveo?- brotando del ojal de la solapa. Mas no se ciñe sólo a tales detalles la visión en cuestión, ni a la otra estampa ya referida: la manifiesta portaba además una orla que encuadraba, intermitentemente, su fisonomía de entonces, y la del fotograma de la película del comunista y Conde o Príncipe Luchino Visconti: Gruppo di famiglia in interno [no ando seguro si así la titularon aquí, en nuestra singular España], en el cual, de entre sus amargos y complejos recuerdos, el protagonista, Burt Lancaster, consigue evocar la sonrisa de su esposa ya fallecida (Claudia Cardinale en su más alto estadío de esplendor y tocada por un tul blanco y generoso, propio de una novia de excepción).











CAPÍTULO 4

La historia o cuento que os relataré a continuación de este imprevisto esbozo o plano, el cual necesariamente nos servirá para situarnos dentro de algunos de los sucesos que en el devenir de los acontecimientos prometo contaros con todo lujo de detalles, se fragua en su interior… o en torno a una casita de proporciones exiguas, escuetas... o acaso míseras. Cogiendo como foco central y principal la vivienda de mis abuelos maternos, no me queda más que situaros geográficamente en ella. La casilla en cuestión aún, creo, la siguen nombrando La Iglesia Vieja; mención heredada por la simple razón de haber sido construida sirviéndose de los cimientos de un auténtico templo cristiano, algunos de sus muros, e incluso de un confesionario en obra de argamasa con media celosía, ya carcomida y desvencijada, que después también separaba el habitáculo en dos partes hermanas de las que mi abuela decidió hacer, por estar justo en lo más fresquito del conjunto, un zafariche, utilizándolas para apoyar tumbados dos cántaros, tinajas u orzas de cerámica burda en los cuales se guardaba el agua para beber y cocinar. Recuerdo...- o tal vez lo he soñado, pero considero apropiado reseñarlo - una ojiva, ya descarnadas las filigranas, aunque útil como ventana al patio… y una ménsula en la salita comedor, donde quizá se hubiese posado antaño el púlpito con el cura o la Virgen dentro- una de esas que en Andalucía se veneran hasta sacarlas de cualquier contexto. A donde alcanza mi memoria o fantasía, en su lugar se apoyaba una fotografía, muy deslucida y plagada de cagadas de mosca, de mi tía Isabel comenzando a andar, en la cual destacaban sobre el entorno, ya difuso o indistinguible, dos racimos de cereza a modo de zarcillos. Otra singularidad o anacronismo lo componía el patio lindero a la cocina, el cual estaba dividido en dos partes iguales por un arco conopial; en la parte más próxima a la casa se erguía inmensa una higuera de las que regalan brevas e higos… exquisitos ambos si se toman justo antes de rayar el alba y directamente del árbol a la boca (el último deslinde, para empatar con el misógino aunque magnífico literato Josep Pla); en la parte contigua, al otro lado del mencionado arco, convivían palomas, conejos y alguna gallina que otra. El resto de la casa, apenas de pie… o ya en inminente desplome, en ruinas...

Fuera de celebraciones por faena cumplida, matanza del cerdo (que generaba desperdicios para engordar a otros cerdos: el grano era entonces, como hoy día para uno de esos pobres cruelmente olvidados allá en otros mundos de Dios, inalcanzable, un lujo siquiera para señoriítos y terratenientes) o festividad de la patrona, en una aldea remota como la mía es frecuente que por menos de un pimiento o pitoche todo se alboroce y que grupos de paisanos se arremolinen batiendo palmas. Es difícil acertar qué clase de festejo se cuece, por qué motivo acuden familiares en tropel vestidos de domingo: curiosos campesinos atalajados con atuendos ya intempestivos (sea por desfase en la moda, o por desproporciones o taras o marcas: la lógica transformación anatómica debida al transcurso de arduas y hasta traumáticas existencias…). Y se podía tratar también de recuperar el traje de novio o ese otro que algunos conservaban de cuando de regreso del periodo militar, allá en cualquier capital de sueños y delirios, cometieron la osadía de adquirirlo sin mayor propósito que ¡por si acaso! Estos trajes, ahora apolillados y con aspecto de pergamino antiguo, quizá influyeran en las maneras, conjunciones o trampas del destino y expliquen cómo y por qué se amontonaban sus dueños para que, sin previo aviso, cual si fuesen vapuleados con látigos propios de juegos sexuales de alto voltaje… y de manera espontánea, surgiera entonces una jarana, un cante, un baile… y todo aparentemente ya calculado y sopesado meticulosamente... “como por embrujo” (así suele justificarse después; y de manera parecida se propagan las supercherías más indecentes… incluso se sostienen crímenes execrables por more de la cada vez más sospechosa tradición: no tienen más que fijarse ustedes en La Real Fiesta Nacional por excelencia) No obstante, no se duelan: salvo por el clamor del swing traducido en fandangos [perdonen la osadía, pero me urge introducir un desatino o licencia fuera de tiempo e incluso de tono y hasta de sentimiento, pero después de que comprueben qué motivo y de qué índole tan tremenda, subjetiva y hasta de capricho, pudo ejercer dominio tan férreo para trabucar o mejor calzar una licencia literaria fuera de comba, seguro que algunos lo entenderán; pues la azarosa cuestión consistió simple y llanamente en el conocimiento por parte de mi hijo Andrés, de Pitingo y su nuevo ritmo o palo: Soulería; todo junto consiguió o colaboró aupar mi ánimo e incluso inyectarme el brío necesario para que terminara esta obrita… ¡gracias a su portentosa voz!] pues, nada tienen estas fiestas que envidiar a aquellas otras ya impresas en nuestra imaginación por las películas o cuchicheos, sacadas de quicio por su excesiva fanfarronada de atrezo; pero la realidad puede siempre superar la ya disparatada hipérbole - y por qué no lo contrario: reducirla, simplificar: ¡experimenten fotografiando meros desperdicios putrefactos bajo las luces y tonos adecuados, que maticen y revelen perfiles! ¿Acaso no puede siempre la exposición y visión del artista destilar lo pútrido como pecunia de “l’art pour l’art”?
Hoy, puedo evocar alguna de aquellas reuniones compilando un poco de información de aquí, un chisme de allá… aunque resulte al cabo un despropósito. El puzzle que pretendo completar no presume de envergadura ni de manierismos. Su aparente dificultad de estilo es el resultado de un exhaustivo cuidado por no salirme del tiesto, por conseguir brisas de realidad dentro de un mondongo más bien de oropel. Ustedes me perdonen, pero a veces es propio de la memoria componer mejor un collage chapucero que concluir el puzzle primoroso que pretendíamos al principio. De ahí tanto perdón: ¡es mi sino! Desde que abarco alguna lógica sólo pordioseo que me lean, que escudriñen y se comprendan tan - o no tanto - aviesas intenciones… aunque no resulte para el prójimo más que un latazo; hoy tengo por cierto que nunca vocearán frase alguna de mi cosecha, ni jefes de estado ni otros artífices de los que componen e imponen el poder; y lo advierto con el mayor aplomo, porque, de no ocurrir como profetizo, me queda que, por mucho calor que haga en el infierno, me acometería al menos una bocanada de frío polar si viera desde allí sucumbir ante la trampa a los intelectuales de la corte… ¡igual hasta se me hiela la sangre creyéndolos metamorfoseados en lindas mariposas! En este punto insólito, de vergüenza ajena, se preguntarán: y tal soberbia, ¿a qué viene? Pues no trae circunstancia atenuante… salvo que anoche - ¡confieso! -, mientras escuchaba el noticiario, noté de soslayo una sentencia acuñada en los Idus de Marzo por Thornton Wilder, pero sustraída por un candidato en campaña, y peor, republicano de EEUU… para reforzar o subrayar una consigna que cuando menos resultaba de principio sospechosa, si no una salvajada de lujuriosa impronta. Y me espeto, y me encaro, con todo el derecho, a Wilder: ¿cómo sostener ajustada una frase en el tiempo para que no invierta su calado primigenio al ser manoseada por incautos o sanguinarios e incluso por iglesias o instituciones varias? ¿No resultaría implícita su falta o falla si el desaprensivo pudiera imprimir o dibujar en ella su intención con faramalla? Ahora, expuestos algunos prolegómenos, mejor resultaría desplegar unos de aquellos ecos, siempre que suenen o recuerden a mi tía Isabel, que a fin de cuentas fue mi propósito firme y primordial… si es que no termino yéndome por las ramas, como es habitual en mí.

Ante todo, debo señalar que siempre fue ella, mi tía Isabel, quien se hacía por norma con el mérito y buen resultado del convite en cuestión; los ecos de recuerdos que me invaden revelan la destreza y el mérito que ella misma y sin pudor alguno se atribuía nada más recoger y apilar los despojos, terminado el evento que fuere. Era de rigor en ella ponderar sin vergüenza que se habían hasta rebañado las sartenes por la exquisitez del menú: un buen arroz con conejo, que siempre fue lo propio puesto que con andar diestro en la caza furtiva se podía disponer generosamente al menos de dicha pieza. La primera imagen que me importuna o me inquieta, al pretender esbozar tal batiburrillo, es siempre el remolino provocado por el giro brusco, ritual, de la falda de a quien le hubiese tocado (por ley: La Isabée) rociar con tino y gracia generosa las especias y los guisantes: giro o quiebro brusco y grácil en el talle, y la falda se despliega inflamada, inflada: farolillo en llamas; se despliega en redondo; la orilla podría rozar la candela, las ascuas vivas… si nos ponemos – tal que uno de los mil trucos del superficial (así le calificaría Patricia Highsmith; yo agregaría el apelativo Fantoche) y famosísimo Alfred Hitchcock. Y en este preciso instante es cuando de la mano de la cocinera brota un puñado de perlitas: una almorzada de esmeraldas… para que contrastando con las figuras ya dispuestas en forma de margarita grana de pétalos de tiras de pimiento morrón resultase tal que un paisaje primaveral näif. Existen ciertas singularidades, al hilo de tanta intriga, que cabría desentrañar para conferir algo más, si cabe, de contraste al cuadro; por algún merito o acontecimiento añadido y que no termino de hallar en ningún recoveco de la memoria, en esta ocasión se ofrecía un pavo en sustitución del conejo de rigor. Y voy a declarar otro incidente insólito más a riesgo de que acaben los lectores llorando a moco tendido, pero la verdad impera; como siempre, era un chiquillo quien ayudaba al matarife en la faena de degollar al animal, y con cierta profesionalidad porque de ello dependía que el arroz quedase de rechupete: la sangre que brota a borbollones del tajo mortal en el pescuezo debe, antes aún de que el bicho deje de temblar, recogerse en un plato sin desperdiciar ni gota, pues estos cuajarones fritos servirán de complemento indispensable, por otro lado, para que el cuadro adquiera un matiz de crueldad suficiente… emanaba un aroma tan singular que sólo acierto a identificar como un perfume que percibiera, ya de adulto, entre los mil que saturaban por doquier el ambiente, en una tarde cálida, sentado al fresco en una terraza de Argelia junto a mi hermano José María y dos impresentables que no quiero mencionar ni recordar siquiera.
La mañana del evento en cuestión, ya desde la cama comencé a notar cierta algarabía proveniente del patio. Desde donde apenas amanecido llegaba el zureo o arrullo de las palomas, hoy descollaba el garufeo histérico del pavo más hermoso que recuerden mis fantasías: plumaje argentino moteado en gris, hacía destacar su cresta copiosa en carúnculas, membrana en forma de moco lacio sobre el pico, y todo de un intenso rojo bermellón. Dispuesta ya la lumbre, los trébedes, tiznándose ya la paellera y el aceite, chisporroteando, a punto para freír, se precisa inminentemente la matanza; de ahí que el griterío in creschendo confunda y enloquezca al más pintado…:

“¡Venga, que se acerque alguien más a ayudar a El Antonio*, que este pavo no es chirigota! ¡Ay que ver qué fuerza se gasta el bicho, Nena!” Dicho y hecho; otro niño, que no atino a determinar entre los vecinos o parientes del entorno, pero que olía descaradamente a choto y sonaba a Manuel*, se acercó y se aferró con fuerza al pescuezo del animal que yo ya creía dominado, pero que sintiéndose indefenso y casi paralizado, aún batallaba con la fuerza de un jabalí herido. Mas ni nada ni nadie fue entonces capaz de frenar al pajarraco; ya con un buen tajo en el pescuezo, ahora chorreante y doblado hacia un lado como un péndulo o badajo, recordaba a esos personajes tragicómicos de guiñol; en una de sus embestidas, propias de la agonía, la dichosa fiera escapó dando morisquetas entre los olivos, entre las zarzas, entre los juncos…


Cuando llegó la noche, los paisanos que habían ayudado en la busca del trofeo (pues hasta se llegó a apostar por quién se haría con él), ya extenuados, se recogieron en sus casas silenciosas, como si regresasen de un velatorio. En la de mis abuelos apenas se escuchaban pasos subrepticios… y el crepitar de la lumbre agonizando, ya sin la paellera, sólo con las trébedes incandescentes a modo de corona destronada… tal que aquella que utilizara Buñuel en su magnífica - aunque vilipendiada por las huestes Franquistas - Viridiana. “¡Pero Isabée… anda, come algo antes de irte; con el trajín, ni hemos probado bocado!” La voz de mi abuela (Mamalá), parecía surgir fantasmal tras la lumbre; mi tía, en jarras, miraba desafiante y fijamente los rescoldos. Entonces, cuando se extinguió el dorado de las llamas dando cabida y realce a los violáceos, platas, marengos… y su resplandor acaso podía ya alumbrar un ligero esbozo de la figura de El Frasco; ella, su esposa, sin pronunciar palabra… ¡ni un mal amago de insidia!, repentinamente, sufrió un batacazo.
Él se quedó como ausente, ajeno… y apostado contra el viento, en equilibrio permanente; su figura en continuo bamboleo: un estandarte, un espantapájaros dispuesto a levantar el vuelo, tal que si él fuese el último… el único artífice del mal fario del Sarao.


* Los nombres de El Antonio y Manuel nada tienen que ver con quien relata los hechos, sino que responden a la intención de unas, creo, bulerías antiquísimas, en las que una de las estrofas reza así: ¡En un corrillo de hombres, los Pepes son los que valen… los Pepes son los que valeeén; los Antonios son valientes… y los Manueles cobardes…!











CAPÍTULO 5
Por mí mismo, no recuerdo detalles nítidos del primer parto de mi tía, pero sí en cambio me reportan cierta desazón, amargura, incertidumbre, comentarios de entonces que se revelan o destapan; y aunque no detecto bien la voz del eco que quizá pospuse entonces por lo pueril del hecho, destacan ciertas réplicas inconsecuentes y contradictorias en dicho acontecimiento: entre el trajín, subidas y bajadas constantes de escalera, cachivaches con agua humeante, caras expectantes, sudorosas, arreboladas, de calado profundo… destaca una especie de estribillo quedo, como solapado entre la algarabía: “¡¡Y Frasco, sin venir!! Entonces no era frecuente que el hombre se inmiscuyera en los preparativos de un suceso de tales características; sin embargo, era celebrado si como primerizo sufría la espera embargado por la incertidumbre y el consecuente nerviosismo: ¡esquirla de un rito! También fue de suma intensidad el instante en que cesaron los quejidos delirantes de la madre y, tras unos momentos de expectación, irrumpieron los primeros lloros del recién nacido. Por la insistencia en lo evidente y trivial, en tales acontecimientos se tiende a eludir o despreciar ciertos sentimientos de talante, cuando menos, sutil, crítico; tendemos a desdeñar lo meramente espiritual; incluso de salpicarnos en plena cara hacemos caso omiso… o le restamos importancia. Nadie recuerda muchas de las expresiones de considerable e intrigante enjundia que suelen discurrir camufladas entre el clamor más franco; una hermana pequeña o vecina o allegada que pese a que primero, a la chita callando, logra despuntar, descabezar una emoción difícil de domeñar, acaba, mientras su gesto y compostura amenazan con descabalarse, emitiendo inopinadamente una estridente carcajada, que el tiempo se encargará de trucar, de descartar por algún otro matiz equívoco, y que de perdurar degenera en un charlotada…o, por el contrario, descarrila en un llanto conjunto de todo punto irreprimible; y al fin deflagra éste hasta que se debilita o extingue en su propio fragor. También son notorios los olores que a posteriori solemos detectar como consustanciales del hecho en sí; basta escuchar casualmente “alumbramiento” y ya se despliegan recuerdos de aromas abrumadores: a especias, a colonias, a talco... y al agridulce característico de los primeros calostros. Después, y sin sospecharse de dónde, comienza a emanar cierto sahumerio dulzón que contrarresta el hedor de la sangriza…
Sin embargo, me resisto a callarme que más de una maña cabría activar, estoy seguro, para conjurar tal ensueño y arrancar el hilván que traba tanto acontecimiento de laya caprichosa con tanto otro de connotaciones místicas. O pudiera suceder que tales sospechas fueran infundadas y expuestas adrede - incluso en mi caso-, sin reparar en que con ello no sólo se desprecia la nitidez de lo explícito y natural, sino que además, quizá, se desencadenan tormentos irreparables e inextinguibles. Si un niño de tres años rememorando descubre tantos indicios, y tan contradictorios al paso que íntimos, acaso resuelva sólo despropósitos y enconos malintencionados y expedidos aprisa para ocultar un deshonor menor o vano… que al natural resultaría lógico, pero que velado por una moral malsana puede adquirir visos perversos: es tal el clima que erigen los mayores en torno a la sencillez limpia y pura, que algo elemental degenera en hechos truculentos. “¡Pero cómo va a despreciar un padre el primer nacimiento de un hijo, si no sufre cualquier tara o disturbio psicológico!” Todo se me revela enturbiado, quizá a resultas de la excesiva, exhaustiva preocupación por desentrañar lo reprimido; se entromete alguna treta mía para apaciguar algo sin mayor importancia, y podría resultar un dolor perdurable, descarnado, desabrido y sordo.

“¡No es que no quisiera a la niña, sólo que él soñaba con un varón; y según la jerga de sociedades ancladas en su propio aislamiento, según una férrea convicción en los valores más retrógrados y tradicionales, no es muy varonil que se conciban hembras, y menos a la primera incursión; dará mucho que comentar!” Aunque el tiempo y nuevos ejemplos sostuvieron indeleble la sospecha de que no sólo sobre la primera hija pesaba tal sentencia de repulsa, sino sobre toda hija que viniera, en las otras posteriores aún con mayor severidad y virulencia si cabe; tuvo siempre a honra desairar sin disimulo alguno cualquier carantoña alegando jactancioso que la algarabía estridente de las niñas le despertaba desazón y un prurito de enfado, de irritación… incluso, con el tiempo, y una vez resarcido con un hijo varón, no simularía nunca su aversión hacia lo que él consideraba formalmente como seres de categoría inferior o floja; a la postre no resulta extraño que si trasponías las lindes (i.e., aparentando o simulando o acusando cualquier matiz de fuera del ámbito o condición sexual del señor que nos ocupa), te deparase ya para siempre al irrisorio “¡mariconazo de pueblo!”

En ascuas trataba de desentrañar por qué lo que se espera como un grato acontecimiento, se trunca sin saber cómo… o se trastoca en algo desproporcionado; por qué el júbilo en el recuerdo no se diluye en su natural proceder, y sirve en cambio para dar paso a sospechas, a temores aparentemente relevantes o en entredicho… Me temo lo peor; esto va a resultar más propio de la frágil psicología de un niño enclenque que del empecinamiento de los mayores por enredar más y mejor la badana. Y no es que me cegaran tales pensamientos cuando corría sin freno a rastrear el vuelo e itinerario de la cigüeña, en este caso encargada en depositar el atillo donde venía envuelto mi primo Antonio: el segundo hijo… o el primer machote, si no recuerdo mal, más que doblegar sospechas desde mis elucubraciones de entonces, cualquier sonido por sutil que fuese servía para aumentar el tropel de sensaciones luchando dentro de mí hasta abocarme más hacia una excitación cuando menos de delirio: “!Corre, corre…!” Gritaba mi madre empapada en sudor e inconsecuentemente para mí churretosa, desgreñada, desgarbada, exhausta: “!Si te das prisa, aun puedes sorprender a la cigüeña ante de que alce el vuelo!” A partir de entonces, no percibo un proceso lógico de acontecimientos, en cambio sí presiento amagos, fugas de hechos dispersos según andan a punto de revelar su autenticidad; algo que parecía adquirir un sentido propio, sin notar el por qué o el cómo, se desmembra… o por el contrario se arisca, se embravece, albergando una relevancia desproporcionada. Rasgos, todos, de entramados difusos; que emponzoñan mejor que despejan. Tanto enredo viene a colación por el regusto amargo que conservo de este nacimiento: ¡sin componenda!, del cual debería guardar los mejores y más coloristas detalles, (aunque revista circunstancias incluso deleznables a posteriori), en cambio es del primer nacimiento de donde provienen un sin fin de matices. Y toda esta tramoya, se resuelve en mi interior, experimentando una pena infinita de infectarse el diapasón de mi mente con algunos acordes… que ni siquiera supe ni sé de cierto cómo acaecieron de veras: “¡Oye, tú, se escucha por ahí que El Frasco no dejó de llorar en toda una semana de la emoción que le embargaba por haber conseguido al fin un varón!”
































CAPÍTULO 6

Cuando alguien querido muere, te parece al principio advertir que la limosnera donde guardas a recaudo sus recuerdos se estremece; mas, si agudizas y escuchas con devoción, apreciarás cómo comienza a desportillarse tal que si anduviese a rebosar; de componerse el continente o recipiente de paño fino ni notas cómo se desbaratan lazadas y nudos, y aunque creyeses que aun no estaba repleto… o, al contrario, que de albergar algo anduviese agazapado en fondillos: ¡a saber dónde! Sin embargo, un día cualquiera, creyendo superada la funesta noticia, te despiertas albergando un sin fin de retazos, jirones, tomos de índole y envergadura diferentes, incluso sobres sellados y reliquias sin firmar ni rubricar que, a saber a qué tanta prisa exigiendo derecho a abrirse espontáneamente, de una batida… como la concha de nácar donde surge La Venus de larguísimas crenchas, que de no advertir cómo ella misma se las sujeta prietas entre los muslos se comprobarían sus rabizas pringadas con las babas de la propia secreción: limbo donde hasta punto y hora en que se lo propuso con rigor Bottichelli se hallaba tal beldad herméticamente oculta tal que si fuese La Peregrina (La Peregrina que recurro y aludo, no es si no esa Perla tan famosa que de la realeza vino a parar al escote o canalillo de Liz Taylor): sospecho y hasta podría afirmar al hilo, que a veces las alegorías nos son más que simples fantochadas de una mente aviesa y espoleada hacia la sin razón... La expectación consecuente se desproporciona; siquiera temes encontrar indicios que a ti mismo te hieran, te sorprendan o incluso te coloquen en una situación incómoda. Pero en este caso y puesto que se trata de La Isabée, difícil sería encontrarse con algo que ella misma no hubiese mil veces vapuleado, aunque ligeramente trastocado o enmascarado o engordado…o al desnudo, para que así nadie jamás osase reconocer de quién o de qué se trataba realmente: una inteligente treta muy propia de finas y exquisitas perspicacias. Según sus íntimas reflexiones a voz en cuello, para declarar o comentar cualquier secreto o acontecimiento en entredicho, ella se las pintaba sola: “¡Y no me pongo ni colorá! “. Me aflora consecuentemente, a cuento, un recuerdo de ella donde enardecida me detalló incluso partes escabrosas de una anatomía femenina que por el grado del ardor de la exposición parecía inventada, pero que conociendo adonde lanzaba dardos y redes, siempre advertías dirección o lugar aproximados: “Mira, cuando entré al baño y la encontré, no me lo podía figurar: ¡Qué cuerpo, qué lustre; relucía como tejida en satén!...” (El recochineo en comentarios de trazas pecaminosas o difusas sexualmente, sólo se advierte en esas mujeres donde queda patentemente explícita y notoria su regia inclinación al desparpajo; quién más quién menos, sostiene en mente a alguna de estas hembras… y el recurrente y común comentario que despiertan; mas, precisamente en ocasiones tan propicias es cuando el macho aludido se muestra más quebrantado, subrepticiamente amenazado; de ahí tan mayúsculo artificio y bravuconería en estado puro: ¡Esa si que trota como una yegua!) “¡Chiquillo, recordaba a una peladilla… o a un jazmín comenzando a abrir: sin mácula, salvo un lunar perfecto situado justo rozándole su pepe… su toto con trazas de corazón! ¡Vamos!: todo una obra de orfebrería; tan tupido, tan retinto, con un rizado tan primoroso y fino¡ Me reprimí, tuve que morderme hasta la lengua: ¡no es de extrañar que esto lo encuentre un hombre, así de sopetón, y se le vaya la chaveta; un peligro!” Luego, de súbito, sin saber cómo, disponía nuevos resortes y con ellos una traslación de elementos y sistemas, para concluir declarando disimuladamente que se trataba de ella misma cuando con quince años a lo sumo y andando sirviendo por entonces en casa de un médico de los más afamados y acaudalados de Lucena: todo un Señorón, tuvo que salir despedida cual bala en rifle para no ser violada. En tales ocasiones hay que determinar acaso una inflexión de seriedad en el tono o resaltar el halo de una mueca fugaz, para entender qué ha propiciado el Tercio; ahora pareciese que por encanto el comentario cediera paso a una solemne confesión: “Éste entró a hurtadilla al baño y… allí estaba yo secándome los pechos después de haberme duchado… ¡duros y redondos como bolas de alabastro!” No obstante y quizá por cierto pudor o fórmula cabalística secreta, tratándose de un hombre, jamás se excedía o declinaba hacia lo morboso; por norma manejaba siempre fórmulas sin compromiso aparente: “¡Todo un Caballero; le bailaban los pantalones!” Aquí se encierra un misterio tal vez repleto de picardía, de ardores ocultos; o, por el contrario, también sugiere que tanto hermetismo aparente, acaso responda a sencillos formalismos de disimulo u cautela. Y los amagos y acertijos…: a triquiñuelas para mantener la brasa en ascuas perpetuas. Pero de implorar enmienda a tanto disparate, siquiera resultarían infundios hueros o de envergadura maltrecha. Todo cala o prende en el marco vivo de los chismes que declinan hacia lo sexual y más en una aldea apartada y cercada por miles de hectáreas de olivares; en cambio, de pretender dignidad intentando desentrañar aquello que la historia satura de prejuicios, de cepos, de añagazas…, andamos abocados a reprimirnos, siquiera a afrontar… o sólo a pormenorizar con fines aclaratorios aquellos de compromiso ridículo para abundar más en meras chácharas delusorias. Aquí, debería calzar un recuerdo avieso, pero que consiguiera aportar luz a todo este entramado, que destaque su naturaleza de por sí compleja y oscura, lindando con lo que advertíamos anteriormente de irrisorio: Existen caracteres de aparente sobriedad e incluso austeros tanto en hechos como en palabras, que de ser tocados o sencillamente estimulados pueden alcanzar perfiles complejos e inesperados; por lo insólito y sorprendente de su naturaleza, hasta advertir horizontes inimaginables. Un sólo ejemplo valdría si destacásemos justo el suceso de entonces más pinturero, más representativo, quién lindase u bordeara cuanto se desprecia aparentando naturalidad para así solapar prejuicios que de suerte responden a miedos infundados por tradiciones inquisitorias. No hallo a concretar si en el primer periodo de casados de La Isabée y El Frasco, frecuentaban mucho u poco la casa de mis abuelos: Papa de la Gancha y Mamalá; por aquellos tiempos, ni en el casamiento ni en el recorrido posterior, una vez abandonada la iglesia tras la ceremonia sacramental… de puerta en puerta, apenas se arrebañaba limosna suficiente para el pasaje hacia lo que resultaría el comienzo de una vida conyugal independiente; de lo que se resuelve que debían aceptar lo primero que les brindasen: regentar un cortijo de labranza… si no, esperar la cosecha de la aceituna a cobijo de un familiar, en tanto se relamían hasta las última mísera de la caridad recolectada cuando arrobados de vergüenza y sin mediar palabra ni despegar los labios, la pareja de novios por tradición o caprichos del hambre, se imponían de pie frente al conjunto de componentes de cada casa: ante los mayores (ya con la sonrisa muerta y una tristeza infinita en el semblante, dadas las circunstancias), ante la mirada torva del típico familiar descabalado, sin pareja, huérfano, que acudió un día a pasar las fiestas y sin saber cómo ni por qué se acopló para siempre como uno más del conjunto, del corro… e incluso distraer la mirada como bobalicones para no espurrear la risa mientras los niños no cesaban de burlarse saltando y chillando entorno a los novios: ¡vivan!; y así de una casa a otra hasta recorrer toda la aldea, mas sabiendo de antemano que siquiera les brindarían una copita de anís o un par de rubias: eso corresponde quizá a la simple caridad, pero nunca ni locos, a la justicia.

Tampoco descubro indicios suficientes para lo que parecía la mayor perfidia resuelta delante de los miembros al completo de la aldea; situaciones que aún hoy, por norma general continúan formando parte de la idiosincrasia absurda y retrógrada en lugares apartados; no obstante, ya no queda otro remedio que desgranar lo prometido mal que nos pese: ¡es necesario, al menos para mi conciencia…! y porque muchos de ellos, una vez descubiertos ni se comprende por qué tanto misterio. Ahora bien, y para no herir sensibilidades, no está de más que nos esmeremos en que el hecho a desflorar discurra en clave de chisme: así, salteando pudores, quizá consigamos lo morboso de aquellas vidas tales como las de aquellos Santos que nos relataban en el catecismo y que más que arrobarnos nos despertaban la lívido hasta el punto de tener que salir aprisa de la sacristía para que el cura no descubriese el consecuente ardor manifiesto y evidente:
Amanecía el día húmedo, de lluvia mansa, de esos que en los distritos rurales se aprovecha para improvisar un festejo; en tales ocasiones, acuden forasteros, sobre todo aquéllos que aun procediendo de idéntica situación necesitan nuevos horizontes o plazas donde mejor lidiar... o, sencillamente, desperdiciar el rato. Por lo general estos eventos solían disfrutarse a rescoldo y cobijo en La Panificadora Nuestra Señora del Carmen; tahona familiar, con un genuino y entrañable encanto sobre todo en estas mañanas intempestivas de invierno; y en el transcurso de esas mismas mañanas las correspondientes idas y venidas a la única cantina para matar el gusanillo: ah en cáa Araceli (último subrayado responde a la manera o cómo se parlotea en mi aldea una vez ya inmersos en su peculiar gracejo: lo que podría traducirse por desplazarse a la cantina de la tal Araceli) Y vuelta a empezar. Entonces acudían los típicos merchantes, mieleros, tratantes, espontáneos de la oportunidad lindando la rapiña… que aprovechaban la coyuntura óptima para ejercitar el trueque: un burro, un reloj, una faca, unas espuelas, un mantón de Manila… cualquier imprevisto vistoso, mas siempre imprimiendo acordes variopintos con tal de provocar alborotos que distinguieran de esplendor al evento para luego el recuerdo. No sé si habitualmente en los días de lluvia yo despertaba en casa de mis abuelos por arte de magia, pero sí detecto diferentes fogonazos en la memoria que delatan que tal vez ese preciso e insigne día sí coincidió y me hallaba ocasionalmente en casa de Mamalá. Perfilo una imagen nítida, recortada y precisa como si se tratara de una estampa recurrente; de principio parece indicar que no sólo en esta ocasión fuese éste uno de esos marcos precisos, escogidos… como escenario o retablo perennes donde suelen representarse sucesos de envergadura, sino hasta los más extraordinarios… de alardes y ventoleras de zafarrancho. La luz que reinaba resultaba escasa, descolorida, débil, de ese tono broncíneo que suele lustrar fantasmagóricamente a objetos equívocos y arrumbados en rincones y recodos de la estancia: también resultaba temerario detenerse en los desconchones de la pared, pues no era truco observar dibujadas o esculpidas figuras de la peor calaña… y de tal viveza que parecían errar azogadas y sin rumbo hasta por las vigas del techo. Simultánea y paulatinamente se iban trabando aromas a candela, a fragua, al vaho que desprende el pucherote del café, a la espuma requemada de la leche mientras chisporrotea… y hasta podría precisar la repugnancia que padeciera al detectar ese hedor áspero, saturado, a plumajes húmedos y calientes. Empero todo aquello, más que soliviantar, sosegaba, le prestaba al ánimo habilidades inimaginables; así, lo que se representase entonces llana y verazmente, hoy podría despejarse en tono de epopeya…, o viceversa. En un suspiro el encanto del conjunto se rompe para ceder paso a una secuencia insólita: Aparentemente todo se representa quieto, salvo las chorreras o guirnaldas opalinas que el agua de las tejas árabes compone chorreando a contraluz al cruzar tras el marco de la ventana: tal que diminutas estrellas fugaces espurreadas a discreción, dando brincos sin rumbo; mas, si desvías la vista e intentas mantenerla fuera del embrujo que proyecta el foco del ventanuco, consigues entender que bajo el encantamiento subyacen otras opciones; y ya decididos confrontas lo que de algún modo pretendías solapar, pero que brota en estallido, sin contención, sin remedio: “¡Isabée, por Dios, pero por qué has venido; no te das cuenta que acaba de despuntar el día; un día de estos, como no te serenes, acabas en un barranco!” La voz de Mamalá se abrió paso entre episodios de llanto, de hipo, de sofoco. Después, agotada, consentía que se filtrase el silencio propio de logias secretas; desde los más dispares y genuinos, aunque de común armónicos… para así distinguir mejor la sonata cantarina del agua de lluvia.






























CAPÍTULO 7

En otra esquina del cuarto ya mencionado, se vislumbraba un catre revuelto con sábanas gastadas y percudías, berrendos deshilachados y cojines desfondados, adonde yacía quieto Papa de La Gancha; la penumbra tamizaba levemente parte del cuerpo vestido y abotonado hasta el cuello, con los choclos calzados y embadurnados de barro pajizo aún húmedo. Una mancha de claridad tornasolada o el rechazo furioso de un trozo de espejo a un terco y malicioso rayo de sol vespertino, destacaba su rostro de apariencia esculpida con trazos rotundos: la nariz, de grácil y perfecta dimensión, resaltaba de entre las demás facciones, aunque prestándoles distinción y la más pura armonía rayando la severidad de los cánones clásicos; cabello vivo, indomable, retinto y ligeramente ondulado hacia atrás; frente despejada y algo prominente sobre la que caía de natural algún rizo rebelde; ojos negros, profundos y hermosos, esculpidos dentro de unos párpados edematosos y violáceos, de los cuales manaban abundantes lágrimas relucientes, de mercurio líquido… que surcaban sus mejillas a manchas arreboladas sobre su tez de aceituna y que prestaban a las pestañas la impresión de estar pegadas a manojitos; barbilla ahoyada y torneada con aspecto lustroso de bollería de postín, sobre la que se distinguía una boca carnosa, trémula, agrietada, erosionada, exfoliada… de la cual brotaban quejidos fieros, agotándose paulatinamente. Sin embargo, con tantas especulaciones, reproches, sentencias, maldiciones… sobre este suceso en particular, apenas consigo componer o descomponer trazos veraces de lo ocurrido realmente. Se rumoreaba que desde muy de mañana ya se desgranaban chismes, infundios… con tal grado de suspense y virulencia que ¡hasta La Isabée! tuvo que acudir requerida para mediar; entonces, desde la candidez infantil, no sabía de tal privilegio, pero se la solía demandar deprisa y corriendo en momentos críticos para que templase los ánimos más conspicuos: ¡genio y figura! O, al menos, así lo expresaba ella, según regresaba, una vez cumplida su labor, hasta La Prensa: un cortijo a pocos Kilómetros de la aldea: “¡Hoy, hemos resuelto despelotar el entuerto, gobernar la muñeca…; veremos qué acaecerá la próxima vez que llueva!” De súbito, irrumpió un golpe de luz, un rayo furtivo, cegador; entonces, la estancia cambió por completo de aspecto, de dimensión; tras un leve temblor o parpadeo, el foco de luz viró desde el mismo ventanuco hacia una estampa en cartulina ya ambarina del clásico San Antonio de Padua (aunque debo rectificar y apuntar a quien no lo sepa aún que no procedía de Padua, sino de Lisboa); dibujo que el artista ejecutó destacando con descaro y afectadamente al Niño y al imprescindible ramo de azucenas, en cambio, tanto en el conjunto como en los detalles pareciera aglutinar embrollados todos los estilos del arte pictórico… y aún más si como se ha referido, fuera deslucido por tan hiriente resplandor. El conjunto del dormitorio, incluidos los cachivaches revueltos en armonioso desorden, se detuvo… paró bajo una intermitente penumbra cobriza; instantes propicios para que tanto mi abuela como mi tía pareciese que rezaban; después, según reanudaban cada cual sus desvaríos, la vista se les volvía a quebrar, a incendiárseles, a zigzaguear:

“Además… ¡si ni siquiera está acostumbrado a las borracheras… y menos, así al amanecer, sin haber probado una pizca de café siquiera…!” Tras sufrir otra espasmódica alteración en su rostro avejentado, consecuente y propia de episodios histéricos, Mamalá mostraba un dolor manifiesto, como si el propio San Antonio le arrojase al corazón los alfileres que antes las mocita le hubieron asestado a él para que les encontrarse novio; luego declinaba de nuevo hacia un estado casi cataléptico: en tales circunstancias parecía desaparecer, diluirse, desdibujarse. Ocasión que aprovecha La Isabée para lanzar toda la gama de exabruptos in acorde e inconexos. Se empecinaba recomponiendo arrebatos antiguos, con sus consustanciales retahílas de reproches sin ton ni son: “Hay que ver, a quién se le ocurre derrochar las miserias, pensando que se traía a casa un reloj de oro de ley; vamos, ¡ni al que asó la manteca!”.

Considero que tuvo que transcurrir mucho tiempo hasta no haber reunido las piezas suficientes de esta historia para que resultase más o menos entendible; debieron ir adhiriéndose caprichosamente: un esqueje aquí, una muestra de allá, una maledicencia de otrora, las mil sin razones de los caprichos más arbitrarios…

De hecho, no resultó ésta la primera vez que se armó trifulca tocante a asuntos tan escabrosos; sólo dos años atrás que merodeaba ya por aquí o entorno a la aldea una tal Sebastiana, en su motocarro lustroso y repulido tal que si aún anduviese expuesto de reclamo tras un escaparate… Un ser en extremo corpulenta, mas sin rayar la obesidad, siempre arremangada para presumir de reloj de oro prieto a la muñeca algo velluda, pero de una bellaza viril tal que absorbía y hasta subyugaba a cualquiera, hombre o mujer, que la espetase, se enrostrarse con ella… con sus dorados cabellos empapados en brillantina; maneras, acaso en ademanes y gesto, demasiado rígidos y varoniles y, en otro aspecto típico de Señoriíto muy español, algo caracoladas las chivarras. “Los convertía en peleles; una mujer, más hombre que otra cosa, y se los llevaba de calle”. No obstante, resultó El Niño Lucena, mi abuelo (Papa de La Gancha), quién arrastró el gato al agua; entonces y en el preciso instante que nos ocupa. Y según comentaban a la chita callando, fue ella al único que reconoció y voceó entretanto procuraba que el motor de la máquina aún entre las piernas se agotase muy lentamente: momentos de éxtasis, mientras se empecinaba en que el motor resistiese en marcha y a medio gas indefinidamente: “¡Hola, Don Antonio!” Tal vez fuera esta la última vez que saludaran de manera tan selecta, efusiva y galante al Niño Lucena. Y que por el insigne detalle, él sucumbiera a tanto derroche de simpatía, de extravagancia, de lascivia. Aunque no hay que desechar tampoco en él un carácter y un físico nada ordinarios, más bien genuino tratándose de un campesino inculto: su leve cojera bien resuelta con un bastón hábilmente manejado y la manera de colocarse el sombrero más propio de caminante o peregrino de romerías gitanas, fueron siempre su baza. Según sentencias, de las que son expresadas con un boato tal que nunca se degrada ni en validez ni en lustre ni en rigor, fuere a donde fuere a parar el sentenciado y su honra, hizo mella en todo el pueblo: “El Niño Lucena es el hombre más cabal y trabajador de cuantos destacan por los contornos; quién sería capaz de trabajar día y noche para alimentar tantas bocas hambrientas: ¡no tienen más que acudir a comprobar cómo duerme sólo apoyado en el mango de la azada, entre los intervalos propios mientras se riega cada bancal”. Dicho lo dicho, se procedía a precisar aún más peculiaridades todas de valía, de honradez, o de fuerza; hasta se pudo resolver el entuerto a colación por ser quién y lo que representaba. Sin embargo, nadie dejaba de murmurar por lo bajito: que en principio sólo resultó un arrumaco por parte de La Sebastiana hacia el Niño Lucena, sin más. Pero no quedó aquí zanjado asunto tan especial y complejo, a través de las más variopintas especulaciones se urdieron argumentos todos ellos sorprendentemente dispares entre sí. Y cuando ya parecía que todo volvía a su cauce, se avivaban nuevas especulaciones: “Pero si casi se despeñan en carreras por toda la aldea y diluviando; no es de extrañar que después de tragar como colodras fueran más borrachos que una cuba: riendo efusivamente y demasiado apretados sobre el dichoso motocarro”. Cuando a los trece años, por motivos de estudio, dado que mi aldea siquiera conservaba una escuela mísera y de suerte arrumbada por si alguien de manera fortuita y temeraria se envalentonaba dispuesto a impartir clases nocturnas, pasé los periodos lectivos en casa de mi tía; entonces, un día cualquiera la espeté creyendo que de andar subida en una mesa dando escobinazos al techo (postura extremadamente peligrosa: para alcanzar tanta altura había que colocar también una silla sobre la mesa) podría sorprenderla con una respuesta espontánea para que, de una vez por todas, se despejara la mente calenturienta de un adolescente en ascuas o en puntas de la razón (éste último subrayado, literalmente copiado o calcado de Walter Benjamin; sencillamente, porque me parece precioso el concepto y la imagen que provoca) Ahora tampoco acertaría defendiendo la respuesta como definitiva y verdadera; sin embargo, es posible que alguna o todas albergasen algo de veracidad, pues ante asuntos de índole tan escabrosa es frecuente concluir con cierto hermetismo incómodo; aunque de tal manera, aún se embarulle y confunda más la realidad: “!Mira, a mí sólo me avisaron porque según algunos contertulios presentes entorno al suceso en entre dicho, creyeron observar cómo La Sebastiana, advirtiendo a Papa de La Gancha algo amoñado, quizá pretendía engatusarlo para algún cambalache con los relojes!” Ella debió percibirme algo desencantado con tamaña respuesta, pues, al cabo de un silencio extremadamente espeso, y aún con el escobino empuñado, desplegó un acrobático brinco desde la silla a la mesa y de ésta al suelo, se desanudó el pañuelo a la cabeza y ya sentada frente a mí y de tal guisa: de cal hasta las pestañas, comenzó como solía proceder en momentos de extrema delicadeza o compromiso, a declamar: “Pues, yo te voy a responder como realmente lo sufro en secreto: tu abuelo hermoseaba un atractivo muy distinguido, el sexo se le derramaba hasta por las orejas y despertaba pasiones, pero nada convencionales ni corrientes; así que no fue novedoso que el tal esperpento ¡por mucho que se empeñen en defenderla como mujer! lo persiguiera como el hurón al conejo; resumiendo, que después de magrearse en la taberna, se fueron con la moto por esas turrunteras del infierno y… ¡a saber hasta donde remontaron! Así que para no marearme más determino in situ que esta fue la versión más aproximada y consecuente…No obstante, cuando acudo a Zambra aunque vaya sólo a un visita de protocolo, hasta hoy se insiste con la dichosa cantinela de que La Sebastiana no fue nunca sino un hombre con dos cojones, un motocarro y un reloj de oro alemán. Pero sí hubo algo de relieve en todo el rompecabezas: Papa de La Gancha, tras el resbalón y unos días inmerso en algún laberinto oscuro y profundo que le provocaba cierta laya de ausencia y despiste, nunca volvió ni a pisar el bar., ni la cantina, como se la llamaba entonces.”.






















CAPÍTULO 8

Es difícil entender por qué sucumbe de tal manera una mujer con características, valía en cuanto a viveza y brío de suerte en su punto justo, perfecto… o acaso algo más fogoso de lo habitual; de belleza muy arraigada y representativa de los cánones mediterráneos, y un timbre y tono de voz con inflexiones de tal virtuosismo, propias del Belle Canto en su estatus o rango más ligero: la opereta u ópera bufa; en ocasiones, hasta demasiado desenvuelta, estridente, colorista. Pero quizá lo más notable en La Isabée responda a su inagotable empuje en momentos críticos, de flaqueza: soltura y maña excepcionales en descomponer un drama en tragicomedia e incluso en una hilarante chirigota. Detalles que quizá se juzguen o valoren en ella a posteriori e incluso hasta no haber sellado el círculo completamente: mientras no concluyan con el tiempo o acaso se olviden a resguardo en sus precisos y preciosos aposentos: urnas o ánforas); su maestría a la hora de solapar la broza, de salir al paso con una sonrisa, un chiste, e incluso conseguir que el oponente no supiera con certeza y precisión qué ocurrió realmente, rozaba lo artístico; mas no con ínfulas de embriagar gratuitamente los hechos, sino por temor a que descarrilase el dolor sordo; un pudor en ella singular rayano en lo patológico. Ante cualquier escaramuza, se zafaba siempre con alcances y una puesta en escena cuanto menos deslumbrante. Como hembra del sur, también muy dispuesta a enjoyarse de vistosos abalorios… aunque por norma, buscara siempre cierto equilibrio al límite… sin rebasar la estridencia hacia el oropel extremo: ¡continúo bascular incluso del alma!.

De ordinario, en una aldea se propician posibilidades de encajar o conjugar bien con el vecino; frecuentemente se suelen apañar parejas manejando sólo el instinto animal, por pura necesidad biológica tocante o derivada de olores, temperatura, ocasión propicia y raposa: ¡aquí te pillo, aquí te mato! Hasta superar enajenaciones propias de la precariedad extrema, apurando la posibilidad del incesto con excusas tan peregrinas como: ¡nunca nos tratamos como primos! A no ser, claro, de atenernos a las Bulerías de los Primos: ¡Hacia Roma caminan dos peregrinos! ¡Hacia Roma caminan dos peregrinos…! A que los case el Papa ¡mamita!, porque son primos ¡niñas, bonita!; porque son primos ¡niña!… Resulta cuanto menos notorio o singular que en nuestro repertorio y dentro de lo que llamamos, aquí en nuestra querida España Nuestra: Cante Jondo, hallarnos con perlitas de esta guisa… No obstante, los más aguerridos afrontan siempre diversas posibilidades, desde una estampida a tiempo, como una ausencia tipificada: ¡Verás, éste cuando vuelva de la mili se engancha con las patas de una mosca! Y para quiénes sólo se contaminan de lo nuevo por breves periodos de tiempo, suelen proceder siempre de cualquier variante frecuente en lugares perdidos, desamparados, a trasmano de la civilización: caracteres que irreversiblemente derivan hacia enajenaciones a regañadientes aceptadas en la comunidad, cuando no amañadas para que no despunten demasiado entre la diversidad aparentemente serena de lo cotidiano… o ¡como debe ser! Quién no encontró al típico tontorrón (disminuido psíquico) de pueblo, aquellos personajes de fortuna al borde de todo, pero escasos en lo esencial; muchos sobreviven depurando ese carácter propio en los cuentos y leyendas de antaño; ahora bien, si no despiertan cierto candor o la consabida ventolera que levanta carcajadas, terminan la mayoría tachados de indeseables y de no resultar relegados o enclaustrados con artimañas burdas a los dominios familiares extensibles a los más allegados, linchados in situ ante cualquier descalabro sin desentrañar, o ante pruebas irrefutablemente exculpatorias. He aquí un ejemplo de entre un enjambre de propuestas diversas sobre la fragilidad de juicio, en este caso en el sosegado ambiente rural, donde el grupo o masa del entorno, de un instante a otro y sin que obre o medie información o reflexión al respecto, suelen saltar de un juego inocente a enardecerse junto al clamor envolvente para exigir, irreversiblemente, la pena de muerte para la criatura.

Así, visto en perspectiva, a distancia, prometen otras maneras clave de subsanar el problema de los quintos, tales como un compromiso de boda a la chita callando; de tal manera se atesoraba por ley la posibilidad y compromiso de que el recluta volviese de regreso hecho todo un hombre derecho y cabal. De ésta manera fue cómo se marchó El Frasco a cumplir el servicio militar obligatorio; en poco tiempo todo se precipitó: murió su madre repentinamente, fue llamado a filas según se hallaba ésta aún de cuerpo presente ¡como aquél que dice! y seguidamente se casó. Esta fórmula resultaba frecuente entonces entre familias inmersas en la miseria más absoluta; pues no parecía descabellado comprometerse en matrimonio, al menos de esa manera no se desmoronaba una vivienda. En esta ocasión, al quedar el padre, El Agüelo de las Perchas (cazador furtivo y un figura en la batida del zorzal, además de arrendatario de un cortijo de labor) viudo y solo, resultaba lo más favorable y razonable que La Isabée de la noche a la mañana plantase allí sus reales, siquiera con lo puesto; así se conseguía economizar salvo en la suela de las alpargatas.

A grosso modo no cabría por qué sospechar respecto al mencionado hecho; en cambió sí aportar perspectivas más trasparentes, de calado profundo, y que entonces quedaron acalladas infamemente. No era frecuente que mi tía Isabel se levantase muy de mañana taciturna, ensimismada… infectada de un síndrome exótico en los nervios periféricos que la obligaban o imponían cierta parsimonia; de cuando en cuando, se la podía observar deambulando como una sonámbula, pero jamás un día completo, de un instante al siguiente se transfiguraba, declinaba el rictus severo hacia una leve sonrisa y seguidamente ésta contaminaba al resto: en tales circunstancias, de conocerla bien, con insinuar una palabra o un gesto cualquiera, al azar, y ya se desbordaba hasta despejar detalles incluso difamatorios; y siempre con el mismo método de espontaneidad extrema, sin percatarse que hasta ese preciso instante había permanecido en silencio: “…¿Y cómo no iba a llorar? ¡Chiquilla! ¿Te sucede algo irremediable para que andes todo el santo día llorando por las esquina como alma en pena? En el vecindario se juzgó la situación como un descarrile de tragedias en cadena imposible de eludir, salvo paliar; y se concluyó que La Isabée había corrido la peor suerte: “¡Con apenas diecinueve años y, de la noche a la mañana, a cargo de una casa, y con viejo dentro! Tocante a una mente por aquel entonces en la primera niñez, aunque de natural hambrienta, sí demasiado endeble y vulnerable para albergar sospechas escabrosas, aunque fuesen sesgadas a tiempo por intuir que posiblemente anduviesen espoleadas internamente y en post de una morbosidad en continúa ebullición. De vez en cuando alguna se escabullía, germinaba misteriosamente y se mostraba ante mí con destreza y alarde propias del pavo real cuando en el juego del amor se inflama, se envara y muy engolado despliega el plumaje multicolor de su espléndida cola: ¡Cómo te explicaría yo…! (al comenzar, los fogonazos o rachas de palabras en principio desligadas mas después, según proseguía, mejor conjugadas, se distanciaban por periodos de silencio tan ásperos y espesos que hasta podrían desgranarse; luego, paulatinamente se estrechaban hasta convertirse en monólogos compactos, en bloque) ¡Los toros se ven mejor desde el burladero! ¡Con el genio tan fino que te gastas… ¿cómo?! Según salía, con el petate al hombro hacia el ejército, en el mismo umbral de la casa y sujetándome el brazo a la altura del codo con un pinzamiento tal que a poco sufro un vahído…en vez de un beso, me mordió la oreja…!Chiquillo, casi me arranca el zarcillo! Al día siguiente, mira, un moratón como el migajón de la morcilla… (Enfrascada de lleno en la conversación, mejoraba su peculiar amaneramiento…dicho a la manera suya, verbal; de tal forma que resultaban infalibles los detalles más difusos) mientras, disimuladamente, me susurró: ¡Sí a mil leguas te cruzaras con la sombra de un hombre, y yo me entero…; entonces vengo y te frío los sesos con la escopeta de dos cañones! ¡Y no creas que exageraba; era capaz de eso y mucho más; o así lo creía yo desde mis cinco sentíos; pues, junto a la tranca de la puerta, siempre se hallaba, cargada y todo, una escopeta de caza de dos cañones!
















CAPÍTULO 9

Nunca he confiado en que la verdad, a secas, brote de contrastar hechos de apariencia difusos, con el propósito de constatar realidades: otras voces, otros ámbitos, la criminología… dado que del fruto obtenido acaso nos resuelva especulaciones que inculpen, pero que jamás despejen entresijos, en tanto y cuanto sospecho que ya entonces, incluso en el preciso instante de la eclosión del suceso, resultaría imposible atusar cada fleco, ajustar todas las piezas, arrinconar prejuicios dentro y fuera de la ley: los remates suelen aparecer luego y siempre delicados, debilitados, deshilachados, extintos… y casi imposible que la tacha inflingida vuelva jamás a mostrarse inmaculada. La farfolla de la sociedad, esa rabiza o rebaba que dimana de la masa, en la mayoría de la ocasiones emprende la marcha corriendo aprisa y sin norte hacia la multitud a vocear proclamas ¡sapos y culebras! que ni saben ni comprende la verdadera intención o propósito del núcleo candente; aunque éste sí se apoya y alimenta miserablemente de la energía sonora renuente de su alaridos, aullidos; amparándose en ella, los cabecillas, afirmo, incendian más y mejor el clamar y clamor en juego y así, ya enloquecidos y envalentonados hasta los dientes, consiguen justificar la perversión engendrada durante el atropello; terminan consiguiendo en casi la totalidad de los alzamientos perder ellos mismos los estribos y el objetivo inicial; regalando consecuentemente pábulo a intenciones que podría atentar contra valores y leyes conseguidas tras miles de años de sacrificios ímprobos, mientras en sueños y desvelos y solo entonces, siquiera hilvanaban todos las utopías; en muchos de tales actos se oyen rumores, se escuchan consignas solapada unas y palmariamente manifiestas otras, mas de fijo a la exigencia inmediata, con artimañas lujuriosas; al fin y al cabo en dirección única: ¡la pena de muerte! Por norma se resuelven crímenes sólo con el propósito de adormecer conciencias, ensordecer los gritos de la zaragalla, pero nunca en despejar conclusiones infalibles que conformen cualquier incógnita a juicio; auque la primera no fueren concluyentes y sí irrisoria. De aquí la reflexión respecto a tantos chismes como barajo y gobierno de El Frasco; ahora bien, de pretender al menos honestidad respecto a tantos y complejos contrastes en entredicho, no cabría proseguir sin haber antes vertido todos y cada uno de los matices, dobleces, recodos… incluso si fuera preciso, replantearse el dilema desde un vértice completamente opuesto. Antes de avanzar, debo remachar aún que el fundamento que me arrastra a enseñar y desmontar las piezas para volverlas a colocar justo adonde antes se hallaban, no responde si no a cierta escrupulosidad renuente de observar deprisa, de un bizqueo, un expediente cualquiera donde la autoridad de rigor concluye con la compilación de pruebas y de constatar que acaso sólo pulieron las aristas que componían siquiera un remate apañadito: ¡y tan frescos!; ahora, de rebasar formalismos del Rito, tal vez concluya desencantando a quién ha preconcebido la verdad desde sus dominios acomodaticios y advierte que se abalea justo hacia el vector difuso de las lamentaciones. Así que decantémonos por captar cuántos retazos, pautas, haz y envés del detalle, cómo y cuándo acometamos sobre dilemas escabrosos, en entre dicho. Y no desdeñar la paja por miedo a resultar indecorosamente prosaicos o como refieren y critican los ilustradísimos, muy barroco; afrontar los entresijos incluso los que cualquiera desecharía por nimios o, al contrario, por fastuosos: ¡Los justos y honestos, siempre deberían ser los que sí pueden, y nunca todos en barullo!

A raíz de rozar el envoltorio aún sin desbaratar, a pesar de los ecos confusos que proliferan sin control, en tropel, de cualquier conflicto inherente en enjuiciamientos cuanto menos delicados sobre El Frasco, deberíamos abundar hasta rebasar las convenciones o prejuicios, sin que nos doliese prendas; al menos yo le debo a mi tía Isabel, que aflore algo de tanto como padeció tocante a lo que tratamos en desentrañar, mas con la mayor y mejor de las intenciones posibles. Uno de tal se despeja al reunir unos cuantos ecos por sorpresa; los celos patológicos o exaltados de furias enconadas, pero difíciles de diagnóstico a posteriori por el pertinaz sentido inquisidor del clamor popular, hoy reinante y entonces sin componenda; mientras nuestro fin debería enfocarse hacia la esencia como meta y objetivo final y de manera irrefutable. Recuerdo cuando apenas unas décadas atrás se aplaudía si un varón respondía al menos con cierto aire de celo tocante al amor, en muchas letras de nuestro flamenco alardean de ello hasta las más insignes o buenas Cantaoras; de lo contrario, hubiese resultado alguien sospechosamente frío e incluso arisco, aborrecible, de la acera de enfrente. No obstante, sobre las primeras conjeturas que apuntaban hacia el susodicho, ya había quién proclamaba al viento que el celo que éste profesaba a La Isabée acarreaba visos bastante sospechosos: “Cuando El Frasco anda con la mosca tras la oreja, el tic que se delata, alternativamente, en sus ojos, el entrecejo y de remate en zigzag hacia una mueca, la cual incidía sobre su incipiente rasgo de labio leporino: ¡malo, malo! De natural, apenas lo advertían ajenos; incluso de andar inmerso o bajo su influencia, se concluía resolviendo que todo respondía a un simple encono sin mayores consecuencias, un fenomenal garabato propio de un hombre irritado, una figura: su rúbrica… Alcanzó visos de espía; quién iba a sospechar que tras su facha jocosa e hilarante urdía o urdiese los infundios más sádicos”. Y para aportar más pruebas, si aún no son suficientes sobre lo antes comentado, mi madre me refirió lo que La Isabée, su hermana le contó encenagada en llanto y estando aún El Frasco de cuerpo presente: “¡Niña; hasta el último día! Cómo no pensar que era y fue un demente incurable; date cuenta que ya en las últimas me endiñó un pellizco en la nalga mientras lo visitaba el oncólogo… ¿Sabes qué argumentó después? Pues, ni más ni menos que me había olido las ganas de macho… ¡Si es que hasta vieja y pelleja te gusta mucho la jodienda! Al instante, comenzaron los estertores de la muerte y espiró”.

Desde mi juicio de infante entonces, también conservo secuencias que delatan cierta ternura en la cual yo me regocijé en varias ocasiones. Destaca nítidamente una especialmente en cierta tarde de primavera con aires y sones festivos, de los cuales puedo sospechar que revelaban la celebración onomástica que en honor a mi otro abuelo, el paterno: El Rubio el Brasileño, se orquestaba con más jolgorio que sustancia. En especial ésta se revela, dado lo aparatoso de su composición, como una de ellas. Sí, de fijo recuerdo que mi prima Mari, la primogénita de mi tía Isabel, de la que comentara al principio que su padre la repudió en el instante de su nacimiento sólo porque nació niña, y quién entonces comenzaba a echar los primeros pasos: esa tarde vestía un conjunto rosa tan cortito que dejaba al descubierto unas braguitas entonces de moda, adonde en la parte de atrás sobre el *culete se adornaba con generosas chorreras de encaje al través para que así hermosearan mejor sus piernas regordetas. Detalle que tal vez persita en la memoria gracias a que entorno a, o derivado del conjunto, se alzaba una orden entre implacable y encaretada: “!Tú, no sueltes a la niña de la mano, que es muy chiquita!” Aun mantengo fijo el semblante risueño de la niña que no cesaba de mirarme con cierta expectación de júbilo. Luego, tal que si de una imagen surgiera o se proyectase la otra, me veo a mi mismo desde fuera montado a refugio entre los brazos de El Frasco que me sujetaban estrechamente sobre el tronco caliente de una moto con apariencia de hormiga gigante, espléndida y feroz, a la que recuerdo como inflamada, llameante: tigre de Bengala cruzando raudo y veloz a lo largo por toda la calle con un niño histérico entre sus zarpas. Siempre descubro extrañado por qué suele ser tan grato rememorar dicho momento, casi de ensueño; advierto quizá un muestreo de sentimientos que le confieren cierto calado entrañable. De ahí puede proceder que algunos de los muchos que conservo se desvíen hacia la parte de moderada crítica, que también acuñé algunos. Y me pregunto, si una parte de él consiguió en alguna ocasión embaucarme, cómo no iba de algún modo a hipnotizar a La Isabée; pues mentiría, si no reconociera que de andar ella bajo el influjo de algún trastorno pasajero de la personalidad (aunque sólo se tratase de los prodigados en la adolescencia) y envuelta en su fragor, no fuese producto de patologías en entredicho, aunque el punto de fricción, atracción, morbosidad… entre ambos chasqueara con frecuencia, y de rigor, en tanto la soledad o la pena suele propagarlos y hasta descabellarlos; o tal vez, una de las mil y una ocasiones llegase a convertirse en irrefrenables: pecados exclusivos de la carne. Sin despreciar tampoco una solapada sensiblería extrema en él; de fijo, de índole patológico, puesto que se le podía descubrir llorando a moco tendido por sucesos tales como los derivados cuando un torero idolatrado por él se torcía una muñeca en una mala tarde en el ruedo. Ahora que caigo y procede, debo añadir una pequeña reflexión o pregunta inherente y constante en toda la relación que mantuvimos en común: cómo él, un chico de aldea arrumbada y perdida entre olivares, además en un estado casi de excepción propio de una siniestra posguerra y aún más de los párrocos que la curia destinaron estratégicamente, se ve inclinado sin mediar afán o estímulo alguno hacia el macabro instinto de la lidia, además sin conocimiento directo de ésta (¡y no apuesten por la tradición sin más! que en este caso como en muchos de parecida índole, se recurre a ellos como si se tratase de un comodín fantástico que nos librase del pecado); de buenas a primeras, y bajo no sé qué de misterio o ardid El Frasco se convirtió en un especialista de La Fiesta Nacional por antonomasia y un fervoroso admirador del matador o asesino de toros Paquirri, su tocayo. Podría confirmar que salvo lo referido anteriormente, nunca más advertí otra singularidad suya relativa a más aficiones ociosas, salvo la de camionero: profesión que a cambio de dos años en el ejército trajo consigo desde Larhache, allá en El Sahara, hoy terreno baldío y abandonado a su suerte por Monarcas de Marruecos… Otro perfil más del susodicho que recuerdo de aquella época consta del por qué de una saña tan incisiva contra el ser humano en general y las mujeres en particular; de cualquier detalle que se hablase sobre la mujer y ya salía corriendo pavorido como gato que presiente lluvia. Ahora, según recapitulo cuanto acierto a recordad de él, resultaría injusto no admitir siquiera un trastorno de la personalidad con no pocas inclinaciones fóbicas: ¡mínimo! Sin admitir por ello que en leguaje popular no se merezca el apelativo de indeseable; ahora bien, aún resultaría más mezquino afirmar que ostentaba una regia y escrupulosa personalidad, pero que así por la ley del Perogrullo, le había dado por convertirse en mero maltrador (debo admitir en este punto que mi postura respecto a cualquier anomalía psíquica, en contra del grueso de psicólogos y siquiatras, me decanto porque quizá, como ya sospechara Musil allá dos siglos, no fuese sino enfermedades de la mente o del alma: como mejor les convenga denominarlas. Y de afanarnos en pormenorizar los detalles que conforman todo un carácter y su idiosincrasia, de justicia debemos incluir su obesidad mórbida, y la fijación renuente hacia sólo un amigo, del cuál apenas consentía siquiera comentarios insignificantes sobre su persona: cualquier detalle entorno al asunto que tratamos se transfiguraba en mera ceremonia de Logias. De apuntar hacia otros ecos, no podemos excluir ni escatimar matices de calado más minucioso: “Lo que no se le da mal a El Frasco, insinúan los parroquianos más longevos, es El Cante Jondo; ¡fíjate! …y sin que apenas lo fuera escuchado alguien debido a su terca y pertinaz timidez”. Para concluir, debo insistir hasta con las pequeñeces o vicios menores, tales como apurarse las uñas con los dientes, hurgarse los pelillos que afloran de la nariz sin pausa cuando escuchaba, y bajo ningún concepto incluso a riesgo de muerte permitir que le introdujeran un supositorio en el recto; al fin y al cabo, simples mañas, pero que de manifestarlas sin pudor e incluso con regodeo mientras él te escuchaba, distraído, ensimismado, desplegando a sazón sus tic nerviosos… te despertaba repugnancia y nauseas; en cambio, de un instante a otro su tónica tartamudez amansaba cualquier resquicio amargo degradándolo hacia la piedad lastimosa. Aunque el tiempo suele aplicar cataplasmas que debilitan la realidad más firme; de suerte, si ahondásemos en ella, a piñón fijo, tal vez nos encontremos de propina la conclusión: sobre el mencionado detalle de la moto me incitan rumores varios, que si la moto aquella se la prestaron para imprimirse importancia, o que se trataba de un simple cambalache en una borrachera… No obstante, sí debo ofrecer insignes señales relativas a dicha moto: “¡Cuando se lo han comunicado a su mujer, ésta se ha privado… y en volandas se la tuvieron que llevar hasta el hospital de las monjas!"; pues, anduve mucho tiempo sin precisar cuánto de cierto había en lo que alcanzó a convertirse en mí en un sobresalto recurrente en mitad de la noche: indefectiblemente, aquél cuando El Frasco me paseó en su gigantesca moto. Tal vez para despejar el entuerto, en el tramo final de la vida de mi tía, cuando charlábamos un promedio de dos horas diarias telefónicamente, en una pausa, la impelí sin más: “Tía, qué fue de aquella moto que tuvisteis cuando yo era pequeño” Sin mayor reflexión ni preámbulo, saltó a la palestra: “Quedó hecha trizas, un amasijo de chatarra; y tu tío… ¡no me quiero ni acordad!, pero anduvo a un tic de morirse entonces”.








* Me exige el protocolo respecto a La Justicia en curso o ¡la más rabiosamente moderna! no aventurarme con aseveraciones o conceptos que linden o rayen con el delito flagrante, sin antes apuntar: presuntamente… o, en el caso que nos preocupa, despejar todo cuanto apunte a pedofilia u otras patologías de índole parecida… ¡vaya usted a preguntar al maestro armero!
CAPÍTULO 10

Destaca una franja o periodo de tiempo en el que no hallo ejemplos de la presencia ni siquiera de la existencia de El Frasco; sé de fijo que nunca se ausentó después del periodo militar, si descartamos algún día perdido derivado de su gremio u oficio de camionero. Sin embargo, nada destacable ni reseñable que despertara la atención de un niño, a pesar de seguir siendo su huésped en infinidad de periodos y ocasiones: salvo los día festivos y vacaciones que regresaba a mi casa en la aldea, debía habitar allí por caridad y por no existir colegio ni oficial ni privado en la aldea de donde provenía… de eludir al típico maestro-escuela de entonces; por suerte o desgracia el único que se esforzaba impartiendo disciplina con ardor, constancia… e incluso con abusos de autoridad castrenses, propios entonces de cualquiera que anduviese dependiendo del Estado, por demás, este nuestro, capitaneado por un Caudillo de los que por mírame vd. allá esas pajas se desfogaba firmando penas de muerte, despojos propios de su autoridad y rango supremos… tanto que al fin consiguió que, como al mismísimo Corpus Cristi de Toledo, le pasearan bajo Palio, y destinado por consignas propias del dichoso régimen dictatorial cruelmente padecido aún con mayor virulencia, en zonas de profundo analfabetismo y sensibles a focos en rebeldía: para lo estricto de sus normas, el hecho de ver reunido a más de dos adolescentes algo exaltados en conversación resultaba intolerable. Sirva de ejemplo cierta curiosidad del mencionado maestros-escuela cuando impartía disciplinas de mayor envergadura; en esta ocasión si alguien no acataba sus órdenes sin rechistar, para nada ejercía amenazas a gritos ni indicios de cólera desatada, sino cierta parsimonia, sangre fría o regodeo en detalles insignificantes: “Mañana, de camino a la escuela, desganchas una vareta de membrillo, que por su flexibilidad suele resistir mejor los golpes: que no se quiebra fácilmente ¡vamos…! ¡Y a ti, juro, te dejaré hecho trizas!” (Paradojas de la vida, este maestro escuela precisamente fue quién mejor me trató nunca, siempre según criterio personal e intransferible; pues sostuvo, creo hasta que murió, su empecinamiento de que el niñito aquél de Zambra resultaría un Genio: De tan espinoso asunto me enteré cuando ya fue demasiado tarde; por un hijo suyo Ingeniero múltiple y destinado a Madrid como jefe de toda la instalación a lo que hoy denominamos en dicha ciudad como el complejo de oficinas de alto standing: Azca. Éste, al encontrar casi analfabeto al niño tan prometedor, según comparaciones constantes del padre en cuestión respecto a sus hijos y a favor mío, debió reírse una jartá, comprobando in situ que el dichoso niño ya adolescente, sólo había optado a trabajar en una charcutería y resuelta su formación sin siquiera el bachillerato elemental) Y ni le temblaba la voz mientras impartía mandatos del calado que fuese. De lo que podría derivarse además que para un muchacho destacarían sucesos e implicaciones de índole más atractivos o imperantes propios de la edad y antes referidos; de ahí que los relativos a El Frasco, los desdeñase entonces por la supremacía o fuerza de otros compromisos más lógicos y apremiantes; y aunque siempre anduviesen allí en calidad de asuntos ocultos ante la supremacía de los derivados de la adolescencia, es hoy, a posteriori, cuando recabo razón y respuestas complementarias del periodo mencionado; y quizá también, muchos de los detalles al respecto, los haya pulido en los días previos o inmediatamente posteriores al fallecimiento de mi tía Isabel: ¡casi estaría por jurarlo!

“Sí, hubo un tiempo en el que tu tío se avenía a todo con mejor disposición, hasta mermaron las figuras y gestos que componía y descomponía sin tregua, como derivados del corazón de un reloj loco; yo lo achaqué entonces a que quizá viendo él a tu primo Antonio, su primer varón, tan hermoso y vivaracho, le fuesen remitido los miedos que traicioneramente le acusaban como de quién no fuese capaz de engendrar salvo hembras. Ten en cuenta que por aquellos tiempos de antiguo y de ignorancia, cualquier leyenda callejera se sufría callado y preso de superstición ciega. Y más él, que como en todo, padecía las peores pesadillas al respecto y no cesaba en repetir que quien sólo apañaba mujeres, resultaba muestra palpable de no responder él como hombre de una pieza. Siempre recurría a un refrán algo ordinario: ¡Sí en una casa se forman muchas rajas, y no se apuntalan con buenas vigas, no tardará en derrumbarse hasta los cimientos!”. De afinar el rigor ético con el que pretendo acometer los fogonazos en tono de semblanza o recreo, que me embargan y saturan según calidad y delicadeza entorno al remolino de La Isabée… y por lo repetido ya en exceso, no cabría sino proceder en el empeño por mera escrupulosidad extrema ante hechos tan singulares; y puedo afirmar que tanto y cuanto escuchara de sus obsesiones recurrentes, más alambicados y complejos según ella se iba debilitando, aunque sin proyectar ni miedos ni pesadumbre, pero acusando una ligera demencia en tanto se enfrascaba en perfiles de calado más íntimo, comenzaron a proceder y sucederse con tono quedo de letanía (hoy mantras). Además, no sintiéndome consciente debido a la depresión efervescente, típico en primavera, tampoco pude afinar etiología de aquel fino dolor mientras la escuchaba… sin atreverme a afirmar, pero que quizá comenzara cuando advertía in creschendo sus mañas irracionales, absurdas e injustas respecto a su esposo El Frasco. No obstante, al intuir, por comentarios anejos en boca de mis primas, sus hijas, que se precipitaba el peor de los desenlaces posibles, concluí vencerme y acoplarme como oyente pasivo, y hasta apabullado por sus cada vez más confusos comentarios. Así que ni juzgué ni juzgo ahora, por considerarlos, si no del todo verídicos sí ricos en matices de los que despiertan curiosidades hasta malsanas.

Creo que esto próximo que voy a relatar, os va a resultar en principio, fuera de lugar o un pequeño desatino o torpeza de escritor; tal vez concluya así, aunque confío que prestéis o preciséis toda la atención porque mi empeño prima en aportar cada detalle que creo servirá para despejar lo que así a priori imagino como un Adefesio (en este caso, aunque proceda del mismo pueblo, no se trata del Adefesio de Alberti), un enredo de artificios y verdades conformando una maraña inextricable. Aunque primero debo referir un hecho que conservo plagado de adherencias, óxidos, podredumbre; el conflicto se agudiza cuando se avienen a la memoria dos hechos de características incluso adversas: el nacimiento de la tercera hija imbricado dentro del accidente de moto de El Frasco: “¡Ni respiréis hasta que vuelva!” Resuenan estas palabras en un tono imperante, mas plagado de sentimiento y angustia; por norma siempre llega acompañado o entrelazado con el nacimiento de mi prima Soledad… o sencillamente resulte una trampa del demoníaco destino. El mandato que acabo de subrayar lo recibo como el comienzo de un suceso oscilante en lo relativo al sentimiento: unas veces desbordado en lágrimas y otras henchido de júbilo. Dispongo de muchas fuentes, todas ellas no potables o turbias; ciertas trazas propias de arreglar y remendar con miras al exterior, se convierten en algo contradictorio, incluso lindando el despiporre. En torno a la advertencia de no moverme, se entrecruzan en el recuerdo ráfagas propias de estertores del tubo de escape de una gran moto; e incluso debí soñar al hilo que sobre aquella moto imponente y entre los brazos de El Frasco surcábamos o perfilábamos un horizonte granate, casi terracota, suspendido de ventura o gracia sobre una grieta candente, como un pequeño charco de lava en ascuas vivas en una noche completamente cerrada. Pues, todo se fragua en el recuerdo como un alambicado sistema de vasos comunicantes; por un lado recibo el rigor tajante del primer golpe de trompeta como reconocimiento en salvas al nacimiento de un bebé; seguidamente, con los mismos elementos conformo un abismo vertiginoso de donde emanan voces anegadas en un llanto desgarrador. Me asalta a la mente, sobre lo ya especificado de este particular que de procesar los sentimientos a modo de destilación, en tal alambique nos resultaría cuando menos un fiel reflejo de hipocresía de la sociedad respecto al qué dirán, incluso de afinar sin más, se conseguiría dirimir que el entorno lo cercó hasta asfixiarlo y el tiempo lo arrumbó con el titulillo y soniquete de lo innombrable. Ahora podríamos colegir que, tocante a temas escabrosos (hoy reducidos por las huestes de la oportunidad a asesinos de género… sin otros estudios al respecto que cuanto menos despejarían las incógnitas que pretendemos reducir por comodidad y porque como proclama política resulta un gesto incluso revolucionario hasta para insignes feministas, alalimón las de izquierdas y derechas), el conjunto de la sociedad y el entorno más cercano diagnostica que mejor acallarlos que espolearlos. De esta manera se consigue aparentar que acaso de la nada surgió un tornado tal que removió y remontó la hojarasca y su despojo, o de lo contrario podría hasta confundirse el conjunto dentro de una veracidad malsana, que transforma el contenido en lo ya referido tocante o emparentado con el Adefesio de Alberti.

Ahora, una vez revisado el párrafo anterior considero llanamente que aún he manipulado o confundido más y mejor los hecho a desentrañar, así que me arrojaré de plano y sin red extrapolando elementos de distinto manantial; y quizá resulte ésta la forma más sencilla de destapar el puchero, sin meter la mano en la candela: “Como si presintiese una nueva simiente de deje amargo dentro de un sembrado aparentemente fértil, pues cuando me sentí embarazada de tu prima Soledad, reuní ánimo y cierta desfachatez, ¡era de cajón que lo ignoraba! ...vapuleando a los cuatro vientos que Sista (así, a gritos llamábamos a la cabrera que de anochecido nos acercaba la leche aún en el interior de las ubres de la cabra hasta la propia puerta o en el umbral de cada casa) había adivinado el género del bebé y que se arrojaría por una torrontera a las afuera de la aldea si no acertaba que nacería un varón con lo huevos más gordos que su padre ” Cuando a La Isabée le rondaba algún secreto, su tono de voz se transfiguraba o adquiría dotes de locutora radiofónica en las ondas nocturnas; manejaba visos de toda una profesional de los medios: “Ni te puedes figurar cómo nació de guapa; ni un defectillo siquiera” Entonces se le quebró la voz: “Gracias a tu madre (su hermana, mi madre) que se hallaba junto a mí cuando entró tu tío a conocer a su hija y que aseguró sin más, dirigiéndose a él: !Chiquillo, ya puedes sentirte contento; anda, no podrás negar que no es pintiparada a ti…! ¡Y cuánto le agradecí siempre tal osadía!; pero de sobra supe que se trataba de una treta bien intencionada, para apaciguar sus arranques de ira contenida, enfermiza, siniestra… pero a la larga, sin fundamento ni remedio alguno. Sin embargo, de un instante a otro su cabeza, de natural arbitraria, entraba dentro de un proceso insondablemente irracional e irreversible: ¡un demente a quién sólo yo temía a la chita callando y por el que con cierto instinto inexplicable procuraba sacar fuerzas de flaqueza para que nadie sospechase nunca de sus alcances!”. Mas no puedo dejar soslayados algunos detalles de aparente intrascendencia, mas no del todo descabellados; mi prima Mari recuerda vagamente (pudiera tratarse del cartel de la película *El Manantial _el guión de esta película está basado en un relato de Ayn Rand, novelista afincada en América de regreso de La Rusia Krasnaya_ adonde Patricia Neal se aferra a las pierna de Gary Cooper para que no la abandone), como en un sueño, que en una ocasión creyó haber presenciado, cómo su madre de rodillas y sujetando las piernas de su padre, según le imploraba a gritos que por caridad no les abandonase, alcanzó tal bajeza; luego divaga siempre al no encontrar el desenlace de aquel vil desprecio. Esta singularidad resultaría firme, aclaratoria o complementaria de no interferir la cerrazón de La Isabée, que siempre que en sus últimas horas le preguntaba por su marido, daba un giro completo en intenciones y le afloraba una cantinela más zafia y recurrente según se iba debilitando: ¡Nadie sabrá jamás lo que yo he sufrido! Seguidamente y sin previo aviso cambiaba de tercio nuevamente: “¡Te voy a confesar un secreto!: ¿te acuerdas de aquel lío cuando tu tío se empotró contra la tapia del cementerio con moto incluida, y que a punto estuvo de costarle la vida, pues todo fue tras un periodo de aparente calma; cuando nació Soledad, nos marchamos a vivir a Rute… y entre el ajetreo, apenas si apreciaba la transformación ascendente hacia un delirio que le anidó entonces y que salvo en pequeños periodos de aparente calma se encarnizó en él por completo… ¡y páa los restos! ”.


























CAPÍTULO 11

Conservo una imagen dibujada sobre mi mente con los sencillos e infantiles trazos propios de la pintura de niños: una humilde casa encalada sobre un remonte y a la vera de un camino apenas visible tras las zazas, arbustos, mala hierba… frecuentes cuando discurre un río o arroyo cerca, como apunta el caso, pues a unos metros frente a la casa, y tras una escuadra de álamos frondosos, firmes y risueños se intuía el río Anzur y se escuchaba el estribillo de su canto; también reseñar algo difícil de encontrar por su delicadeza y finura: una hilera de brotes de la primorosa flor del azafrán al píe de una ventana. Cuando me aproximaba, superando con fatiga la cuesta, aún vislumbro tal si de natural o de gracia siempre una cortina de encaje volandera como un pendón, afuera de la ventana antes mencionada. Esta sencilla y escueta construcción fue muy relevante para mí, por tratarse de la vivienda de la tía Carmen La Costurera, hermana de Mamalá, y de quién se comenta que se hizo cargo de Martirio, mi madre, primero por no haber engendrado ella hijos y por la sobrecarga de muchachos que su hermana iba echándose a la espalda, aproximadamente de uno en uno cada año. Luego, el recuerdo que albergo del interior se limita a una única y recoleta habitación, donde resaltaba la sencillez de una cama de hierro fundido y forjado con el respaldo niquelado con filigranas de ensueño y, de encontrarla vacía, arropada por un cobertor a ganchillo de múltiples colores, una discreta y elemental mesita de noche, adonde en su interior se acumulaban los orines de toda una noche dentro de un orinal de porcelana fina bien adornada por una corona en la panza perfectamente resuelta… o estampada con primor por una guirnalda en flor de lis y coloreada de añil sobre una ristra de hojillas de laurel en oro, sobre su base de mármol: una joya en sí por la pureza del material, varios botecillos de botica y un tallito de albahaca; detalle indispensable para recrear el olor a acetona, a alcohol, a romero… que saturaban dicho habitáculo aún estando debidamente aireado y humedecido con vahos de infusión de hojas de eucalipto; también en un rincón a la vera del otro lado de la cama lucía impecable el traje de novio del tío Juan Luís estupendamente conservado e impoluto sobre un galán de noche; pecios quizá salvados de entre los restos del naufragio familiar. En otro extremo, frente a la cama, se abría una ventana protegida por dos hierros en cruz, la cual nunca se cerraba de no andar durmiendo su esposo venerado… o algo así delataba en cada gesto, acción, comentario, miradas arrobadas y fervorosas hacia el tío Juan Luís; completamente así ocurría siempre (comenta mi madre que allí vivió hasta su casamiento), el silencio en aquella casa alcanzaba calados extremos y aberrantes, tanto o más que los exclusivos en un convento de clausura en el refectorio y algo extraño si al otro lado del tabique, en la salita, se aplicaban silenciosas a la costura unas cuantas mocitas del vecindario para aprender el oficio o perfeccionarlo, mientras no llegaban tiempos de cosecha para el trabajo firme y de paso, mejor quedaban recogidas enseñándose a sujetar la aguja siquiera; un detalle curioso revela que intuitivamente, sin mandato aparente, una vez volvía a sentarse Carmen, pues era frecuente verla ir y venir a echarle una ojeadita ¡por si acaso! …al durmiente, entonces ellas, las muchachas aprendices, arrancaban al unísono con una risa floja que soportaban a duras penas hasta la hora de irse antes de oscurecer, en tanto la ofíciala, la costurera (la tía Carmen) no cesaba un instante en repetir entre risas: ¡compostura, que se despierta el Príncipe! Aunque lo más curioso y destacable de la mentada habitación fue siempre el ritual diario que Carmen ejecutaba con ínfulas, temple y sobriedad propia de sumos sacerdotes en insignes ceremonias religiosas. Del silencio anteriormente descrito y a eso del medio día, surgía un carraspeo preciso y familiar del cuarto en cuestión, como si alguien intentase aclararse la garganta para hablar o cantar; pero no resultaba en modo alguno brusco el acto en sí, sencillamente Carmen tras oír lo que para ella representaba la pauta para el comienzo del ritual, plegaba con destreza y primor la labor y se ponía de pie de un sobresalto; sin mediar palabra y con todo el sigilo que fuesen capaz sus nervios, por demás siempre templados con una perenne sonrisa de las que nunca se olvidan… y que según los más próximos siempre consecuente con el mejor de los humores posibles, hacia donde ya su esposo, por breves instantes, se enfrentaba a un paso de la ventana y de pie, en absoluto silencio, a observar el exterior, aunque siempre con los párpados a medio abrir, como si la brisa de afuera lo quebrantase o pensase él mientras tanto la manera o el ardid de sujetar la cortina de encaje que el ambiente de afuera pretendía absorber por el flujo de la corriente; luego, se volvía a tumbar desnudo sobre el berrendo impoluto que por virtud y destreza lucía en perfectas condiciones cuando ella lo extendía de una arcada para que así no se formasen arrugas; tras domar cada pliegue o costura con pertinaz ahínco, comenzaba oficialmente el ceremonial. Consistía en uncir con un algodón impregnado en alcohol de romero cada palmo de su piel inmaculada y nunca ultrajada con aguas y jabones impuros; se jactaba sin regodeos de que jamás se bañó ni siquiera se refrescó con agua la cara. Una vez se oreaba el alcohol, procedía a espolvorear el cuerpo con talco perfumado. Cuentan que regresaba del cuarto aquél como de presenciar la ascensión del alma de un Santo (aunque sirva de metáfora lo anterior, no corresponde a su fe ciega e indeleble en Dios, pero muy escrupulosa e inconsecuentemente iconoclasta en cuanto a la parafernalia de las religiones en general y de la reata de Santos al retortero que en su caso los juzgaba con severidad desde su estricto parecer, criterio y sentir desde sus entrañas; sirva un detalle para hacernos una idea: a Santiago lo tachaba como al mayor sanguinario que se recuerda y a quien jamás debieron incluir en el reino celestial… y, de ponernos severos, ninguna iglesia debería nunca ceder ante la más mínima muestra de violencia sobre cualquier ser vivo que se precie: ¡para tales menesteres, ya andan abiertos los casinos, los estadios de fútbol, circos para Olimpiadas, las tabernas, los lupanares y las plazas de toros!), y aciertan a ponderar que nunca se le apreció un gesto amargo, ni adusto, ni de resignación… siempre destacaba en ella su inconfundible sonrisa, de las que jamás se olvidan… y que irradian encanto por doquier.

Hasta aquí he intentado mostrar ya compuestos y dispuestos algunos de los jirones que conservo de aquellos ensueños, entonces muy dulces y hoy germen y esperanza de tanto como pudieran ofrecer y aportar luz o contrastes sobre lo tratado hasta ahora como de enigma; según mi criterio y sin ofender a la verdad, me pregunto qué puede inducir a una parte de las mujeres de mi familia para que sin presión aparente sufran en silencio vidas atroces; o tal vez, nunca conjugamos la posibilidad de que no discurriesen por vía natural, sino por recovecos incomprensibles para mentes ordinarias. Por los mil detalles de los que dispongo, en tanto mi madre jamás dejó un día de memorar muchos de los infinitos recuerdos dulces que versasen sobre su tía Carmen la Costurera, pero siempre con la intención generosa de ponderar cada uno de sus talentos y valías sobre cualquier disciplina en la que ésta se aplicase… y con la coletilla: ¡no hay ser vivo ni muerto ni en la tela del pensamiento que la iguale, ni manos más primorosas! Es notorio hasta hoy en día después de cincuenta años muerta que Carmen siga respondiendo a quién mejor engalanaba la cama nupcial de cada novia en la aldea; el punto, tono, ardor y delicadeza con que declamaba el rosario primero que se oficiaba al recién fallecido según le terminaban de amortajar; nadie supo nunca cómo se las componía para que en cada velatorio donde ella oficiaba el rosario y un sin fin de letanías de su cosecha, quedase indeleble el recuerdo de aquélla noche donde nadie cesaba de reír por sus finas y certeras ocurrencias sobre los más estrafalarios percances del difunto en cuerpo presente y que ella de fijo conocía mejor que la familia cercana (esto resulta chocante, pero se entiende que en una aldea donde todos se conocen y hasta puede que entre ellos se entremezclen sangres que procedan del mismo manantial, el hecho de despuntar más vivaracha era razón suficiente para albergar mejor los resquicios más íntimos de cada aldeano) Ahora debo distinguir una salvedad tocante a la relación de mi madre, o de sus recuerdos sobre su tío Juan Luís, el marido de la costurera; no es otra que la sorpresa de nunca haberla escuchado criticar a su tío bajo ningún pretexto, salvo que destacaba y destaca de él siempre alusiones menesterosas, abstractas, difusas, de amañada ternura… a quién siempre se comportara o se le juzgaba más como a un aristócrata enfermizo, endeble… y de quien se difunden leyendas espeluznantes, quizá para solapar la verdad siempre menos vistosa y aparente que la bruta realidad de rigor: hasta por su negación tajante a trabajar en lo que fuere: ¡a posteriori se podría vaticinar en diagnóstico, de una falta absoluta de voluntad! “¡Y más raro que un piojo bizco; pero si apenas se escucha el metal de su boca; y dormía de día y la noche… a saber dónde: cancaneando!, aseveraba La Isabée cuando alguien nombraba para bien o para mal detalles sobre el particular y más si estos se ladeaban hacia la idiosincrasia del tío Juan Luís. Mis fantasías de niño sólo consintieron entonces en dilucidar que tal vez tales arranques de mal humor en La Isabée fueran el desahogo o la liberación de sus propios conflictos... o precisamente los avatares en conflictos idénticos, de observar parecidos reflejados en el espejo, mas de los cuales informan sólo la impronta, eludiendo la esencia y el rigor definitivo o consecuente. Fue siempre notorio en ella cómo criticaba duramente en los demás lo que para sí arrastraba en silencio, como penitencia; pero a modo de fruslería, de chiste, con cierto disimulo afectado… como quién ofrece saetas a discreción por el mero distingo de que ambos arrastran su cruz a cuestas. Y ahora nos resultaría ventajoso que arrebañásemos los mínimos detalles al respecto por insignificantes o anacrónicos que resulten. Debo entender que cuando se agolpan personas, familiares que suben a la palestra si escuchan el mínimo son que las emparienta o distingue, debemos atenernos a algo más que a la pura casualidad, acaso pretender hallar visos que nos reporten aciertos mayores. Sin embargo, por más empeño en distinguir su relación con El Frasco, comparándola con la de la tía Carmen y su Príncipe, fue siempre en vano, meramente un despropósito; para tal resolución ya andaba Martirio, mi madre, presta a ponderar de tratarse de conjeturas que derivaran de quienes la acogieron generosamente. “Además, incidía ariscamente: a mi tía nunca le puso Juan Luís la mano encima… ¡de ninguna de las maneras, ni en parte alguna de su cuerpo…ni poco ni mucho ni náa!” De costumbre o de informar a colación, Martirio aprovechaba para concluir: Y lo más extraordinario del caso fue cuando a punto estuvo de estrangularla en su lecho de muerte; el pobre y a pesar de todo le fue imposible contemplar a Su Carmen del alma sufrir de aquella manera tan cruel, descarnada e interminable: excelsas agonías. Después de una pausa, suspiraba, mas seguidamente remataba el lance tremendamente enfadada: ¡Mira! Cuando entorné la puerta para observar cómo transcurría su sangrante, cruel e interminable agonía… y entonces le viera a él queriéndola estrangular (erigiéndose su dios para liberarla del sufrimiento) con el rosario aquel que tantos velatorios y ella misma habían oficiado juntos, se me quebró el corazón! Desde su llanto quedo, a duras penas alcanzó a pronunciar: ¡Sí ni siquiera soy capaz de cegar su sufrimiento, debería marcharme! Cuando pasó a mi vera, sentí cómo introducía con disimulo el dichoso rosario dentro del bolsillo de mi delantal.

En honor a la verdad debo conducirme fielmente, aún a trompicones, ante hechos tan escabrosos y plagados de incógnitas, aunque procedan de fuentes algo turbias y turbulentas. Era frecuente ver a La Isabée salir de su cuarto anegada en llanto y sin mediar palabra ni gesto alguno comenzar a reír como si de una representación de altura se tratase. Ésta imagen debió repetirse en vida y frente a mí en infinidad de ocasiones, pues su rostro se recrea o destastaca siempre de la misma forma: juguete roto ¡hecho trizas!, en cambio el entorno o decorado se resuelve de mil maneras; de resoltar importante para subsanar claves, hechos… debería aseverar que nunca se repitió escenario: regresaba siempre de un boquete del infierno, pero de ser cierto también este embeleco de tan amarga metáfora, tampoco serviría para aportar más pruebas de las que dispongo a la sazón entre fantasía y memoria. Siempre resuelvo tal imagen como si contemplase piruetas o contiendas sólo con sentimientos desnudos: un juego de contrastes, un baile de pensamientos, penosos compases de otros flujos que desconozco, pero que intuyo debemos bailar, aunque, ni el lector ni yo, dominemos bien el paso ni el compás.

Por pesquisas poco fiables pude concretar que el tío Juan Luís descendía de una familia de esas a las que se les profesa cierto respeto intrínseco, distancia, y un sin fin de anécdotas reinventadas de cuando en cuando para que nunca desluzcan importancia ni expectación… ¡cual chismes excelsos y restañables de arquetipo para la posteridad! También, si alguien vislumbraba entre los aleteos del cortinón de afuera, propio de un palacio, el caminar elegante y engolado de un gato de angora… y ya saltaban las alarmas y los despropósitos; desde que Juan Luís fue hijo único (afirmación rayana con lo verídico) en una familia de insólito comportamiento y linaje o abolengo, hasta que quizás lo hubiesen comprado o robado a unos Cíngaros… ¡por decir algo; en estos lugares recónditos, a nadie se la supone sin pasado; de no saberlo o no entenderlo, se inventa uno impunemente!; dado que lucía un cabello sedoso y rubicundo como el cabello de ángel… se le supone forastero por antonomasia. Cuentan que nadie de este trío singular, jamás dieron o prestaron un jornal; que apenas salían de casa (ni a la iglesia siquiera) de no acudir a La Alsina (así recuerdo nombraban al coche de postas de las once de la mañana) con dirección a Lucena adonde sólo la pareja sin el hijo (el absoluto silencio que reinaba de andar los padre fuera, provocaba equívocos de rango esotérico: ¡Y si acaso fuese un visión!, se aventuraban a referir los más avezados de la aldea. Nadie comprobó el lugar o maneras de cómo se abastecían; requisito éste donde cabía ¡dar tras cuartos al pregonero! Se suponía que con enorme sigilo y precaución, pues nunca nadie los descubrió salvo entrar y salir siempre en la misma pastelería junto a la estación adonde accedían de regreso en La Alsina con un discreto paquete envuelto en papel transparente en un intenso tono rubí. Tampoco se supo nunca si el hijo, el hermoso Juan Luís, que trajeron cuando se asentaron en el pueblo (según rumores, un par de lustros antes del estallido de la guerra civil se presentaron de madrugada con apenas unas simples maletas en un coche chirriante y destartalado; de él en marcha bajaron dos adultos y un adolescente talludo al cual nadie volvió a ver hasta que no hubo regresado del periodo militar… o de algún centro de parejas características) se ausentaba o sencillamente se precipitaron en juzgarlo a posteriori, pues se sospechaba que tal vez periodos tan prolongados de ausencia fueran debidos a un internamiento en un Seminario o escuela castrense, puesto que una y otra disciplina responden de igual manera a la opulencia del gesto y somera exquisitez con las que se dirigía a los vecinos en su escueto, distinguido y sorprendente saludo exclusivo para cada ocasión. Sin embargo, todo aquel misterio fue cediendo para dar cabida a infundíos de toda índole, pero más chabacanos: ¡ya pueden figurarse hasta dónde, cuánto y cuándo pudieron alcanzar los rumores en una aldea aislada en mitad de un olivar y máxime cuando una persona regresa tras un periodo largo completamente transfigurado (teniendo siempre en presente verlo reflejado en el espejo); en el caso a discurrir, Juan Luís se iba convertido en un imponente joven más bien de fisonomía y gesto, porque a panas, salvo para asentir o negar, profería palabra alguna! ¡Resumiendo!: Me refería Mamalá cuando me acompañaba de noche mientras yo enredaba con los deberes del colegio, que quién no se iba a enamorar de su hermana Carmen, cuando nadie contempló hasta entonces a una joven tan bonita y garbosa; un cabello castaño ligeramente mechado de los diferentes y múltiples tonos de toda la gama del rubio; esbelta figura resaltable quizá por la armonía en maneras y formas y una exuberante y firme pechera... o por su aristocrático cuello largo, de cisne, y de donde podrían colgar los collares más lujosos y caros, de haberlos poseído. Siempre he urdido conjeturas sobre el compromiso para un matrimonio de conveniencia o parche para evitar comentarios difamadores; tocante a Carmen y Juan Luís la unión o embrujo debió de resultar del arrobamiento que él padeció en una ocasión primera cuando pasaba las horas muertas cavilando detrás de los visillos en la ventana a pie de calle, y desde la penumbra donde contempló aquel rostro cual reflejo de una aparición: ¡meras leyendas!; Carmen cruzaba a diario de ir a por agua a la fuente, y siempre andaba él ahí, expectante e inmóvil como una estatua en mármol impoluto. De ejecutar ella la acción del trasporte del agua a eso del atardecer, el sol le favorecía de frente y aún comentan los más longevos que el gris perlado de sus pupilas, por efecto del dorado atardecer destellaban entonces a reflejos verdosos y amarillentos. Y por efecto del esfuerzo, su frente amplia y despejada se le perlaba de diminutas escamas áureas propias de una diosa. De tratarse meramente de ficción, sería suficiente la imagen que queda prendida en la retina tal que una filmina o tramo de celuloide arrumbado para realzar un arrobamiento súbito; de cualquier manera, aún respondiendo a nidos insólitos de veracidad, el hecho de que ella, al pasar a la vera de la venta, para así de refilón observar embargada por la emoción si en ese instante fugaz conseguía distinguir ella también a aquel muchacho de ojos de ciénaga y cutis acerado, resulta más que suficiente para quedar encantada, embelesada… Y no sólo Carmen; cualquiera que pasase cerca y contemplase lo que yo desde aquí me figuro como un retrato de Tizziano: El Caballero de los ojos glaucos.

Todo sucedió muy deprisa; se amañaron fechas, se conjugaron sospechas de todo tipo y premura, pero en resumidas cuentas dispongo en claro y firmemente tan sólo el hecho de que debieron casarse en un día de esos que andan la mayoría de los aldeanos en faenas del campo, que se marcharon o tal vez se encerrasen para que nadie se percatase de que allí en aquella casa medio derruida, aunque con un cortinón propio de jeques árabes, disfrutarían de la luna de miel. De hecho nadie se percató hasta pasado un tiempo cuando, sin mostrar mayores artificios en el acoplamiento, comenzaron a participar, sobretodo los padres, como vecinos tradicionales, aunque siempre dentro de un orden amañado y sospechoso; pues lo relativo al hijo por norma o ardid quedaba fuera de lo corriente: ¡algo sagrado; o más próximo a lo mitológico! Ahora debo arriesgarme, a modo y cuenta de no responder al rigor que hasta ahora me domina y conduce, con el proceso razonable de ordenar acontecimientos… o adecuarlos de manera que se confundan y deslicen con suavidad entre lo ordinario. Y fue La Isabée quién de nuevo volviera a poner cada pieza grácilmente fuera de lugar: “En tiempos de guerra, una madrugada nos escapamos a vivir cerca de Puente Genil: al cortijo Los Árales; allí encontró Papa de La Gancha refugio en una cantina a las afuera del pueblo durante un corto periodo de tiempo; necesario y debido, al parecer, a cuando en nuestra aldea un grupo de individuos comenzó a alardear tocados de gorra roja, camisas azul marino e ínfulas en sumo chulescas y despóticas. Según comentarios ya refinados por el tiempo, se hizo insoportable resguardarse o salir siquiera a la calle, incluso en una aldea tan mísera en todos los aspectos; en tanto que el ejército rebelde, golpista o disidente consentía que los requetés que fueron destacados en dicha aldea por un tiempo indeterminado, impusiesen por la fuerza actitudes del todo reprobables y execrables; más, incluso si la trifulca se propiciaba cerca de algún núcleo de hambre o de trashumantes gitanos. No obstante, y aunque con el día a día todo parecía volver a la cruda realidad, el propio arrojo ¡te lo juro! de Papa de La Gancha, concluyó repentinamente que debimos salir a toda prisa de aquella ratonera, y acoplarnos por un tiempo en cualquier lugar adonde sentirnos seguros. Pero… ¡nuestro gozo en un pozo! Ahora recuerdo que tras un suceso escalofriante (rayando el alba nos sacaron a punta de fusil de la cama, a toda la purrela de hermanos, obligándonos a grito pelado a presenciar un asesinato execrable, repugnante: primero, rociaban sus ropas y sombreros con gasolina, a boca jarro, a cuatro individuos con trazas de hombres de ciencia o de parecida índole, prestancia, sobriedad, pulcritud… ¡y les prendieron fuego ante nuestra mirada de espanto!) Cuando los soldados se hubieron marchado, volvimos a recoger los bártulos a toda prisa para regresar a hurtadilla de nuevo a nuestra aldea. Entramos despuntando el alba; salvo algún ladrido, el canto de un gallo o el relincho de algún zopenco, la calle parecía de atrezo, fantasmal. Y fue entonces cuando de paso decidieron dejar a La Niña, tu madre, en la que ya fuese de por vida la vivienda de la tía Carmen y el tío Juan Luís... acaso a dos kilómetros de la aldea. (La última vez que anduve por Zambra, fui a observar el lugar de mis anhelos añorados: la casita blanca; entonces, una choza medio derruida) En el tiempo confuso de la guerra, gentes de la aldea que huyeron a la chita callando nunca volvieron; ni rastro de algunos como fue el caso de los padres del tío Juan Luís ni volvió nadie a mentarlos siquiera; se presupuso, con juicio o sin él, que andaban repatriados y descarriados por esos mundos”.

CAPÍTULO 12


Creo haber referido que en el último tiempo en vida de mi tía Isabel nos pasábamos las horas muertas al teléfono reconstruyendo, desbaratando, extrapolando… e incluso inventándoles conclusiones a ciertas historias vencidas o rebeldes por el mero regusto de la conversación o el chismorreo, de escucharla desenfadada sobre cualquier lid que cruzase por su mente, de subsanar entuertos, hasta de renovar llegado el caso cualquier cuento y amañarlo con verdades a medias; de insistir en la veracidad de muchos sucesos sólo hubiese conseguido descabalarlos más aún. Así que uno y otro, ella y yo, optamos intuitivamente o por mimesis (termino despreciado por mi amado S. V. Strindberg) en despotricar… y hasta de levantar falsos testimonios, si fuese menester. Debo recalcar que de proceder rigurosamente ante la realidad, nos resultaría dificilísimo conformar siquiera el esquema; soy consciente de lo que se acalla bajo el subsuelo, entre líneas, sobre sospechas, en la picota… de ahí que resolviésemos no imponernos cortapisa alguna entre ambos, que nada menguase el flujo atropellado, cada vez más frecuentemente, según se iba debilitando ella entre el fragor canalla y mudo de la propia enfermedad. Al descolgar el auricular del teléfono cada mañana, ya escuchaba cómo si abriesen compuertas y tras unos pequeños titubeos de arranque, el ardor alborotado que se precipitaba hacia mí en catarata para inundarme; siempre se comportaba de tal manera, pero quizá hasta ahora no me he percatado que sin motivo aparente, mas arrastrada o empujada por cierto pudor de consciencia parecía precisar un incesante y arduo proceso para que todo quedase remendado, zanjado y en perfectas condiciones para su olvido perpetuo. Ahora bien, debo proceder con el mayor juicio posible puesto que nos comportamos escrupulosamente cuando se referían hazañas y no siempre épicas; aunque de inventarnos lo más beneficioso, benevolente… incluso ensalzándolo podría fallar en libelo. Sin embargo, si notan que a veces merodeo sin entrar, acaso intuya, sospeche que de seguir en el empeño tendría que manosear, granjear, magrear, trenar… pero, insisto, todo menos herir a terceros gratuitamente: ¡No se extrañen! Lo que favorece o mejor procede a dejar las palabras que cundan por doquier, sin otra rémora que enveredarlas o disciplinarlas para que no descarrilen. De tal manera trataré de ordenar o adecuar o gobernar los espoleos o arranques descabellados en los últimos días, tanto en ella como los propiciados por mero mimetismo entrecruzado: tampoco respondería a un despropósito en tanto que también yo andaba y sigo bajo los efectos devastadores de una profunda depresión.

“¿Recuerdas que comentábamos el otro día que el tío Juan Luís se sostenía a un palmo de multitud de actitudes, pero por alguna razón extraña ante cualquier empeño por norma se tornaba huraño, hermético, ocluyendo los instintos y hasta la razón… a un paso del delirio, de la sin razón, del disparate, de lo legendario? Insiste tu madre siempre en que como el día a la noche se podrían parecer estos caracteres tan singulares ¡mi tío y tu tío!, aunque yo replico siempre que una vez impulsados por patologías fuera de los cánones establecidos, debe haber no uno, sino mil perfiles que guarden alguna concordancia, parejas maneras de conjugar los instintos entre ambos: el tío Juan Luís y tu tío Frasco ¡te digo! Los extremos, cantan quienes no disponen de enjundia suficiente o de mayor alcance, que se tocan, que guardan relación, semejanza; pues, aunque con recelo, me atuve a ello a porfía para descubrir y apostar por cierto parecido entre uno y otro: ¡me fue necesario entonces y ahora…: respiro mejo, con menos fatigar! Ambos andaban enfermos de timidez y de una sensibilidad fuera de lo común; pareciera que nadie jamás, ni antes ni nunca, les prestasen atención alguna: ¡a las imágenes se las venera; no se las juzga!, que hubiesen vivido sin orden ni concierto en sus momentos clave, quién le indicara a ambos un fin concreto, una sola referencia... ¡ni siquiera una veleta oxidada y desnortada! Aunque si reparamos fríamente debemos confesar que reina un tiempo, un suspiro en el cual todo responde al despropósito… y de nuevo todo adquiere tal holgura que nunca encuentra otra salida o escape que seguir incondicionalmente dando vueltas al torno para que continúe brotando la vida gratuitamente; una sabe de sobra que podría huir, e incluso suicidarse, pero enajenada se vuelve al redil dispuesta a proseguir dándole vueltas al ovillo, al cadejo… incluso sin razón ni armonía: a tontas y a locas. Nadie imagina que hay seres diferentes al patrón o patrones establecidos; plagados de vicios irreparables, de mañas, de autoengaño para no flaquear y seguir la ronda ya sin conciencia, sin inercia, cual pájaro ciego a quien aún le han herido las alas; de no acabar con los sesos desparramados, llegarán o llegué yo misma a acostumbrarse y hasta soltarme sin amarras dentro de cualquier remolino. Una vez te implicas, también andas dañada; te contagias hasta de su aliento; entiendes que hasta debes soportar lo más hediondo y execrable… ¿Y por qué? Pues porque has entrado en el redil arrastrada por una enfermiza fe ciega y caprichosa…; entendiendo que en tal estado pudieses amansar las aguas más revueltas, por el sencillo hecho de que no hay otra opción, ni posible escapatoria: ¡palmariamente y de momento, la vida es así de compleja, de enrevesada, de injusta! Es fácil tachar y precisar en los demás aquello que a ti te anda matando; no obstante, el mínimo fallo, un sesgo indebido, y ya todo se trastoca, se trunca, se escora, se abalea, se atora; pareciese que los sentimientos estuviesen compuestos de la argamasa del cristal más delicado y fino; que de granjearlos primorosamente y lucen brillantes siempre, mas de sufrir un pequeño traspié y todo acaba hecho añicos, sin fundamento: ¡en definitiva, creo que eso es amor! La vida semeja a veces un juego de precisión, de esmero, de tacto; de no andar siempre con las alarmas encendidas a todo gas y apunto siempre, un pequeño retroceso a trasmano puede dar al traste con todo lo que has conseguido en años… en siglos; sí, en un segundo todo concluye: ¡apaga y vámonos!

Cuando ya la creías dentro de un berenjenal y encenagada en su propio penar, yo carraspeaba y ella al quite y repentinamente… o acaso por influjo telepático o visionario, cambiaba el timbre procurando un acceso nuevo de energía inusitada; lo que se denomina sacar fuerzas de flaqueza, pues pareciese que por algún mecanismo mágico o de duende intuyera una señal que la desviase hacia otros retorteros, sin levantar la mínima sospecha; en tanto de albergar confianza en ella, siempre regresaba al meollo de aquello que comenzara a relatar; en definitiva, que jamás se despistaba del hilo conductor de la acción:


¡Fíjate en algo de lo más sencillo y primordial; de acatar la realidad sin fórmulas… ¡a saber adónde terminarían verdades como puños, irrefutables! Yo siempre me consideré rebelde en los pormenores; por qué no apuntar hacia lo que se considera bueno sin más, eludiendo lo podrido por ley natural. Pues te lo voy a indicar muy clarito: en personas frágiles, con un carácter melindroso, cualquier singularidad se desproporciona, adquiere tintes y tonos de apoteosis… o de una hecatombe, quizá. ¡Yo aseguraría que tu tío sencillamente sufría por infundíos propiciados y dislocados en su mente envenenada y maltrecha ya antes de nacer! No sé si recuerdas, que siempre tuve un pecho generoso y poderoso en segregar leche buena y en abundancia; tanto, que el médico me indicaba en cada lactancia que siempre bebiese mucho agua antes de dar a mamar, antes de cada toma; pues, ni así se podía aguar: me aseguró que mi leche contenía tanto alimento que había que diluirla en agua y que aún siempre me succionasen bien después de cada toma: ¡No te digo más que parecía meramente leche condensada! Así que viendo que ni La Mari ni luego El Niño podían con aquel caudal, opté por darte a mamar a ti para que no se desperdiciase y de paso rematases la faena: ¡Toma una poquita! Y acudías como un loco sin hartura ni freno. Todo aquello parecía normal, ni siquiera meritorio de mayores comentarios, pero un día va y se entera El Frasco y hete aquí que se arma La Mari-Morena y La de Dios es Cristo por un quítame allá esas pajas. Comenzó a tenerte un odio atroz, incluso desprecio, inquina. Aseveraba enloquecido que a un niño tan mayor no le gustaba la leche, sino la teta; que debía andar jugando en la calle y no siempre enredando entre las mujeres como una niña. Si no supiese con total seguridad que acaso contabas a lo sumo con tres años cuando La Mari y unos cinco con tu primo Antonio, hubiese concluido que eran los celos más atroces que nadie pudiese sufrir respecto a algo sin compostura… Pero, tratándose de un niño respondía a entramados o laberintos aún más complejos y sucios, si cabe. En un principio no daba crédito; luego… y siempre, tuve que amoldarme a los caprichos mas dispares: desde la prohibición del rojo amapola como del color propio de las más putas, según él, y ya de escotes ni te cuento… ¡Qué pena, con el pecho que he lucido siempre, así empitonado como el de Sofía Loren! ¡Si tu tío no hubiese tenido tan mala leche, ni sujetador me habría hecho falta! Te puedo asegurar que nadie supo nunca adónde llegaron tales despropósitos, tal resentimiento sórdido… Un Oscar me debió haber regalado Holywood por interpretar tan estupendamente la vida que me tocó en suerte. Como remate, te confesaré que sintiéndome más capaz y resuelta que él para todo, nunca consintió que yo emprendiese algo a lo que él nunca pudiera alcanzar, por la simple razón de que no hilaba fino en la mayoría de los oficios, y menos aún de tratarse del juicio… ni supo jamás cortarse las uñas, siempre se las cortaba su madre y después yo: en principio lo achaqué a la inmadurez propia en los hombres… de todas maneras,¡que le den por allí que es donde más le dolía!; ahora hasta me he sacado el graduado escolar y todo lo que me ha salido del mismísimo coño ¡perdón, del toto!; si ya no fuese tan mayor hasta me sacaría el carné para camiones (Tras retahílas y ráfagas de tamaño calibre y alcance, solía suspirar, detenerse un instante embelesada; luego, continuaba como si tal cosa, acaso con más brío) Llegó un periodo en el cual ni necesitaba siquiera ensayar; me salía espontáneamente. Y todos aún comentan: ¿Cómo pudo La Isabée despelotar tanto? Ahora te voy a referir lo mas insólito: Cuando tuve a la Tata… ¡de cierto, apunto de entrar en la menopausia; no te digo más! En esta ocasión, ya no disponía de tanta fuerza ni arranque como en los otros embarazos; cada tarde, al trasponerse el sol, el mundo se me venía encima, y sonámbula me acercaba al puerto hasta el espigón con la intención de arrojarme contra los diques, contra el faro: desentrañarme; mas me hartaba de llorar a moco tendido y volvía a casa sin más: ¡tan campante! Entonces él, mientras tanto, había urdido de nuevo aún mayores despropósitos: Alcanzó delirios tales como que si se enteraba quién pudiera responder por la pinta como padre de la criatura, agarraba la escopeta de dos cañones y se liaba a tiros por el balcón como los Americanos; de hecho siempre tenía la escopeta referida a mano y cargada: ¡no van a quedar vivas ni las ratas; ni alma en pena que se interpusiera en mi camino! Ahora, percátate de lo último que te voy a explicar al respecto para que consideres mejor que todo se reduce a sufrir ¡nada más! Fue increíble, y nadie supo nunca a qué fue debido, pero transcurrió un periodo en suspenso, un mutis; parecía que en él conviviesen dos personas completamente dispares; una siguió siempre la vereda de las enajenaciones más atroces, pero en silencio; la otra, ni llevaba nombre, sólo un latente y apagado caminar, mas propio de un iluminado, de un sonámbulo, de un chalado. Tu madre, aunque más desmemoriada tocante a lo más remoto, fue testigo de la mayoría de las cosas que te cuento: en una ocasión el susodicho mandó a su hija, mi Soledad, que andaba por aquel entonces en el octavo mes de gestación de su Álvaro, a precaver a su hermano, mi Paquito de veinte años, hecho un mulo y solo dos años menor que ella, su propia hermana, para que no fuese a tropezar en el sitio al que se tenía ella que dirigir y luego volver, precisamente para avisar a su hermano, porque advirtió tú tío ¡canalla! muy dificultoso el asfaltado de la acera, pero sólo como posible accidente en su hijo varón y nadie más… ¡Y de ésas, te cuento y no paro! No obstante, sí pude comprobar, por desgracia, las verdaderas garras del animal que también mantenía con vida dentro de sí, para que incluso el mismo o sus entrañas fuesen atacados y devorados, llegado el caso. Y tan terrible ocasión vino al fin, cuando su hijo mayor tuvo el accidente mortal: ¡mi alma, mi vida, mi niño!; entonces, no dejó al animal libre, sino dentro de él enjaulado y sin amarras ni grilletes, para que embravecido lo desgarrase vivo por dentro. Nunca se recuperó del trance, pasados dos años a lo sumo se empecinó en morirse y como repetía sin cesar tu padre… Miguelito: ¡Ya se le están poniendo transparentes las orejas a Frasco; en dos días a lo sumo está criando malvas! Y así, con el mayor empeño y perseverancia lo consiguió; pareciera que provocaba incesantemente a La Siniestra para que lo arrastrase consigo al infierno del cual tanto y cuanto había ya ponderado, despotricado, enjuiciado; se regodeaba con saña repitiendo las más atroces y refinadas torturas; entonces consideraba tamaña crueldad necesaria por alguna razón oculta; hoy, de escudriñar dentro en mis propias entrañas, todo lo percibo tal que un cuento horriblemente cruel, pero que me lo hubiesen contado u leído, y no vivido en carne propia…Ahora me pregunto muchas veces: ¿Cómo conocía él los pormenores del infierno, si tan siquiera creía en Dios! Aunque aun resultaba más extraño y chocante que tuviese una fe ciega y fervorosa en La Virgen de Araceli… ¡Dios mío, qué cabeza tan enferma! Recapacito ahora: éste hombre, adonde mejor debería haber pasado la vida era en un manicomio… y nos hubiésemos ahorrado tanto despropósito sangrante!

Al día siguiente, cuando la telefoneé como fuera costumbre en estos últimos meses, se la llevaban a al hospital con la intención de paliarle los terribles dolores y un malestar exasperante propio de la quimioterapia. Entonces debió percatarse que la llamaban, porque oí que ordenaba que la pasase cualquiera el teléfono:

¡Tú no te apures, que llevo unas bragas limpias!

Quería decir en su argot personal que cuando se pusiese mejor, directamente tomaría el tren y vendría a verme desde el hospital en Málaga (hasta aquí, en los Montes de Toledo).

Como suele ocurrir en ocasiones especiales, recuerdo que a lo lejos y en brote de los sentidos, escuchaba su voz, pero no en el presente, sino cuando murió en accidente mi primo, su hijo, El Niño: por alguna razón, en mitad de la noche aquella, ella y yo fuimos desde el tanatorio a su casa para recoger algo necesario que no logro recordar. Agarrados de la mano en todo el trayecto como dos amantes sin suerte ni futuro, apenas despegamos los labios; ya dentro de casa, en su dormitorio, e inmersos o sumergidos dentro de una oscuridad densa y asfixiante, entre penumbras… ¡así exactamente lo recuerdo! ni sabíamos a qué habíamos transpuesto hasta allí; entonces ella insinuó algo que no entendí y en lo que no reparé entonces... ahora lo puedo esbozar tan sólo; quizá el instinto nos derivó hacia ese mutismo total por miedo a insinuar algo que acaso nos hiriese más aún; era de esperar por lo trágico de la situación que ambos anduviésemos enredados en recovecos de los recuerdos más dispares; vivamente recuerdo que el mío se enveredó hacia algo que descubrí entonces: cuando ella nos acompañara a mi madre, a mi abuelo paterno y a mí a que un sanguinario allá en un pueblo cercano al mío (“Cabra de Córdoba”) me arrancase “las anginas” de cuajo, de ella, La Isabée, tan sólo recuerdo esta frase entre suspiros, pero sin detectar si fue pregunta o mandato:

¿¡Nos tumbamos un poco en la cama para que pueda soñar con él…!?

FIN

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.