lunes, 30 de marzo de 2009

DEMENTE DUERMEVELA

DEMENTE DUERMEVELA




de Antonio García Montes
Madrid, 26 de enero de 1.994

A quien mejor ha entendido siempre mis textos: Anna Bitriá, Directora del grupo de teatro de Terrasa.

DIARIOS DE ROBERT MUSIL:
…¡Gracias te sean dadas, casa silenciosa!, tal vez los susurros de los árboles de tu jardín con su melodía monótona lleven un pensamiento ahogado, aún en el vientre, por el miedo de su madre, de forma que ambos murieron; casa silenciosa, por la que noches de luna nueva, vagan, tal vez, las extrañas criaturas que pueblan mi sueño.














Capítulo Primero

Fabi... Fabíaaaana, como le gustaba a ella que vocearan su nombre, con énfasis desmedido, ojos sucios de lágrimas sanguinolentas, desencajados... sospechosos de penas sin fondo ni forma, labios crispados, exangües... y dilatando ese jadeo inminente al grito en el que cualquier experta, aunque a costa de solapar pinchazos fantasmas en las entrañas, considera ya sofocada la cólera; pues alguien al azar, en consecuencia al no liberar tales bríos, hubiese visto sus instintos abocados hacia pugnas rayanas con la indolencia adolescente... e incluso con el prurito perverso y delictivo, consecuente en la misma. Sí, Fabi, mientras discurría el grito en su imaginación, contuvo un instante el aliento, luego, sin inmutarse, quedó de nuevo ensimismada; en tal estado suponía ella percibir mejor el mínimo bullir de su cabellera sedosa, pajiza, veteada, ondulada, larga... cual cascada vertiendo al vacío caudales de plata cantarina e incontinente en atardeceres de reverberaciones y resonancias primaverales... o ya lindando con esmero el remanso de ciertos días infinitos, graves, avellanados... en su imperecedero, pero vacilante y cansino discurrir hacia el sueño, a lo imaginario: instante preciso cuando el recuerdo del sol aún garabatea de lustres sutiles algunas superficies pulidas, turgentes... se enfrentan sombras, reflejos y la nada... se conchaban colores, texturas, aromas; de proponérselo la niña, incluso pudiera precisar cómo la brisa tibia, que ronda siempre de anochecido, se anticipa autónoma, sutil y, a su antojo, juguetea, se filtra entre su melena y, como hálito de joven enamorado, le roza el cuero cabelludo con un beso. También, aprovechando escalofríos propios de sensibilidades extremas, patológicas, Fabi detecta en la nuca cómo el flujo domado y cálido que, tras declinar el sol, perdura sobre el reborde férreo y contundente del inmenso balcón (sujeto con su garras feroces a la fachada principal donde, al parecer, siempre vigilan vecinos y paseantes), se propaga espinazo adelante hacia su fin; junto a la hiedra ácida y hasta rozar con las puntas decoloradas los pámpanos dulzones, enfermizos, exclorofílicos... de una parra enmarañada, retorcida y maltrecha, este primor de niña ha tendido su melena para mejor soñar despierta, obnubilada...; en tanto, va percibiendo recurrentes y alternativas fragancias de jazmines, dondiegos, geranios... y presintiendo resplandores fantasmales y románticos que quizá anticipen las inminentes miríadas de titilantes estrellas en estampida; y siquiera arqueando de modo hierático las cejas (arpas en torno a soñolencias fingidas: como ciénagas al amanecer en calma) parece presumir o defender que así, ojos, pelo, frente... y el nácar trémulo del madroño de sus labios maduros, chispean con luz propia, pedernales en contienda o luciérnagas ateridas. Sin embargo, e igual que siempre, apenas consintió despertar a otros intereses que no fuesen aquellos derivados... o producto de duermevelas sobre las figuras boca abajo de la Señorita Corito: solterona espigada, enjuta, nerviosa... consumida por plurales contratiempos de amores inciertos, fracasos imprevistos, manías alimenticias... un talante estrafalario en el vestir heredado de su madre, sueños delirantes o actitudes extremas y caprichosas en insignes madrugadas tocante a la más insólita noticia propugnada, entre tonadilla y tonadilla, por trinos descollantes de locutores jactanciosos... de tal manera que entonces apenas conseguía afanarse sobre los sempiternos primores de encaje a bolillos, en los que aún sueña, confía, persiste... mas, a la sazón del estruendo fogoso de comuniones incondicionales con el suspiro, responde cada vez más distante, despistada..., pero quizá sólo al indagar sobre vericuetos de realidades más que palpables; y de su cuñada Doña Elvira, enviudada prematuramente y por fortuna, aunque delate cierta contradicción, privada de amores... (y no de sueños y escarceos sonámbulos), antes siquiera de catar jugos del carantoñeo permitido, del que ofician los cánones… más aún, de luto riguroso y perpetuo: falda negra de paño, bobito y rebeca a juego y con visos de trasiego en la pechera, codos, hombros... medias de algodón muy tupidas y algo holgadas en los tobillos descarnados, con troneras... y zapatos deformes, baqueteados, percudidos, aunque esmeradamente embetunados; siempre juntas: atajo de cerezas pasas macerándose en el fulgor compacto del tiempo eclipsado, malva, muerto...; apostadas una contra otra, como cada tarde ¡al balcón! entre labores, o del brazo hostil, por el qué dirán, si no... ¡a buenas horas!, camino de la iglesia adonde y desde tiempo ¡ah! acostumbra la familia a celebrar sacramentos, celebraciones reseñables, Tedeum...; sendos misales empuñados, sujetos por manos artríticas donde como hiedra se enredan fúnebres rosarios: ristras de espinas arrancadas de tocados de nazareno en calvario; e incluso espiándose una a otra cuando, indistintamente, ésta o aquélla ¡da igual! se dirigen de rondó hacia los pucheros al fuego ¡a borbollones!, decididas a rectificar agua, sal, azafrán, laurel, canela... u otra especia venerada por la tradición familiar o ahora en candelero, o en entredicho.
Relumbros que debido al último destello del atardecer despide el dedal en oro blanco de Doña Elvira (regalo del suegro cuando aún se pavoneaba mocita y sin dueño), según se amansa con la cúspide del citado utensilio la reata de hormigas de sus cejas bajo las gafas hipermétropes y ahumadas...; igual que siempre refractan, destellan... y máxime, si ríe o canta la primavera sobre la frente de Fabi... como marcas impresas por unciones sacramentales... o finta grácil ejecutada por El Zorro; tamaño zigzag ígneo, en el marfil de tan admirada frente, era de temer que provocase en las cuñadas vigías, expectantes... al menos un suspiro sin aliento, seco, en escopetazo... Mas, como siempre que acaecían eventos de tal índole, ambas se escrutan respectivos sofocos; de seguido, parsimoniosas, se van nivelando una y otra las gafas; con ardor reprimido se aferran a su quehacer obsesivo, superfluo... y, para los adentros, se disponen a declamar rutinarias disquisiciones sobre el mínimo cambio que advierten en esta niña de ensueños crepusculares... inexorables, imperturbables, hieráticas... tal que si escupiesen pipas de calabaza al tiempo de rumiar letanías en el estado oscilante que antecede al sueño: la vigilia.
Pero no sólo las dos cuñadas se sentían arrobadas por la niña cabeza abajo de la melena rubia, de vez en cuando y en el balcón contiguo al de las mismas, se ponía en evidencia cierto pintor estrafalario; los lamparones de colorinches espurreados sobre gabán, extremidades discordantes, rostro arrugado y curtido al relente de sus desvaríos... y cabello en punta de milano cano, decantaban su oficio; el pincel, junto al imperecedero puro habano, sin resuellos de humo, siempre en ristre, también delataba sus artes en entredicho; de aspecto indómito, ojos verdes de pájaro depredador en campiñas baldías, labios delgados y oscuros, hermanos al de aquellas serpientes que frecuentan sueños de célibes: dientes menudos, frágiles, apanojados a modo de maíz en cerámica inútil... pero descascarillada, mugrienta, alquitranada...; y una prontitud de movimientos tal, que siempre despierta manifiesta hilaridad tanto en Fabi como entre las cuñadas de negro y con gafas. No obstante, y como a ninguno de los ahora presentes, jamás a él se le escucharon sentencia o comentario verbal alguno sobre el particular... ¡bastante se habló ya en su día...! u otro sonido que no respondiese a la típica y escueta frase comodín o la interjección muda... de cuando en cuando entreverada con silbidos desquiciados; sin embargo, siquiera en días de nubosidad variable, cual si anduviese poseído por cornúpetas demonios rojos, de manera indiscriminada y entre rumores oírse blasfemar quedo... a punto de virar hacia el timbre infantil de los ancianos, y espetar con recato y frialdad a la sirvienta Carmen: a la limón compartida por él y las otras, las cuñadas; mas con cierta peculiaridad aneja, puesto que no deja de resultar curioso puntualizar que cuando Carmen asiste en una casa, automáticamente se convierte en defensora acérrima de la vivienda contraria, y viceversa; así que, en absoluto nos escandaliza contemplarla tanto en un lado como en el de la competencia... y, a veces, en los dos al mismo tiempo.
¿Por qué no cisnes? Observó alguien del conjunto, quizá Corito, soliviantada por sus propios anhelos, descabezados antes siquiera de ser formulados por su conciencia... antes que, entre corrientes de brozas encendidas, vagaran éstos de imaginación a imaginación, bordado a bordado, lienzo a lienzo, primor a primor, hasta remontar campanarios, veletas... hendiendo un arco iris en fuga diluyéndose entre suspiros encontrados o por un instante henchidos... acaso antes que, erizados como gatos de mullido plumón de pato, ascendiesen en manada rumbo a las nubes a beber directamente en sus fuentes. Para el pintor, que libaba de aquella imagen invertida a través del cristal espejeado de la ventana contigua y a la derecha de su balcón estratégicamente entornado... de tal forma que a determinadas horas de la tarde el propio fulgor favorecía cuanto figuraba dentro del preciso radio de acción... e incluso de virar el cobre del atardecer hacia bronces o cobaltos, nunca se le planteaban dudas de si sus pinceles se recreaban en algo que se hallaba palpablemente al límite de la fantasía, del sueño, del delirio... o en una realidad de peculiar dimensión... o se conformaba, un tanto, aduciendo que quizá los destellos de su genio anduvieran perfilando nuevos conceptos... ¿por qué no?; sin embargo, nadie osaría reprocharle a posteriori que el resultado no respondía a la copia fidedigna del pensamiento conjunto de la reducida comunidad inerte... y, afinando mejor, de someter el posible fruto a juicios tan profanos, más proclive estaría éste a fantasías unívocas que a tan dispares juicios intelectuales.
¿O tal vez se trataba de meros trazos despistados en pliegues del recuerdo; más producto de intenciones que de realidades propiamente dichas? Pero... ¿de dónde un vestido, replicó quizá el Pintor (¡qué más da!), de seda salvaje y en tono crudo, y a pesar del trajín de los años, iba a mantener intacto cada pespunte, pestaña, dobladillo, festón... incluso el nido de abeja, sin apenas saltársele una puntada? ¿Ni cuándo unos zapatitos de charol tan blanco fueran a perpetuarse sin grieta alguna, ni mancha, ni cascarilla, ni poso... cual charquitos de leche recién ordeñada? Ahora bien, la niña, como cumpliendo a raja tabla y de uno en uno requisitos de ceremoniales al uso de ortodoxias clásicas, siempre descerraja con brío los batientes del balcón e irrumpe en la tarde; a esa hora imprecisa cuando aún el sol hostiga las frondas más tiernas, de los pétalos más delicados extrae aromas dulzones, exasperantes, inusitadas... y las cigarras han eclipsado de manera irrefutable su sórdido chicharreo... transformándolo en ecos recurrentes, imperecederos. En principio, Fabi, se muestra torpe, remisa tras el cristal; acusa titubeos emparentados con aves domésticas, cuando éstas al primer aleteo se duelen y dudan de su magia; según se acerca, vacila ante una mesa donde siempre restallan jarra y baso a rebosar de agua preclara... y coronados ambos con pañitos de encajes generosos, de filigrana, como copos de nieve, helados de nata... y aun con idéntica ligereza y textura que las claras a punto de nieve; ejecuta un giro enérgico, pero sin desatender los destellos que desprende el agua a través del nítido cristal verde mar caribeño; canturrea juntando con terquedad los labios, la mirada baja, burlona, la frondosa melena terciada sobre un hombro, algo trenzada...; y sonríe maliciosa, fija en el jardín, más altiva según repara en cada artefacto en desuso que la broza común y los residuos típicos de tormentas feroces han ido añadiendo... primavera tras primavera, otoño tras otoño: anclas gigantescas, destartaladas, oxidadas... junto a las que anidan penachos de jaramagos y alguna que otra amapola enclenque; capotes, ruedas, manivelas de calesas o de automóviles casi cubiertos de palomina y otros estiércoles, sin futuro, desmineralizados; un arado (esqueleto de un apuesto pajarraco prehistórico) medio sumido en la tierra, donde la última ventisca dejó prendida una hoja de periódico con la silueta a contraluz de la catedral de Santa Sofía, ya desteñida y resquebrajada; rejas panza arriba, maltrechas, carcomidas, mutiladas... de garras amenazantes, al acecho entre manzanilla en flor y bajo una alfombra mágica de abejas fogosas y remilgadas; y el armazón de una cama niquelada, sobre el cual, entrada ya la noche, pernoctan amazacotadas decenas de aves migratorias: cautas cigüeñas, golondrinas pizpiretas, vencejos tristes, zorzales abotargados, palomas torcaces enamoradas, patos taciturnos... y algún búho displicente y mesiánico que acude siempre en calidad de guardián.
Luego Fabi, inflamada de regocijo, pletórica... gira sobre los talones, mientras al compás de su desdén va procurando que la falda en seda ondee con gracia y armonía de baile soñado. Una vez parada, pero en bamboleo aún, se vence de espaldas a la reja tibia del balcón, hacia el exterior; por propia inercia la melena en masa se desflora, se deslía, se precipita a plomo como arcada de agua... y, con el ritmo plácido de las algas marinas, se mese impulsada por amables brisas líquidas. De manera intermitente, en el tramo de cielo que ampara a la comunidad completa, se aglutinan y desgranan ebrios racimos de risas de golondrinas histéricas, alborotadas, adolescentes... que el propio viento vapulea, arrincona... y después impulsa sin tino hacia alturas insospechadas, vertiginosas; desde allí, más cristalinas y puras, se despeñan... como tintineante granizo de primavera, para resarcir silencios, aplacar ansiedades, subrayar perspectivas...
Vamos, esa manía de remedar la obra de Gustavo; no sé cómo consentimos, cómo se permite... ¡De todo punto intolerable; obsesiones crónicas, sentenciaría yo! Y a mí, por otro lado, qué demonios me importa; hoy por hoy, nada me incumbe. Yo, ale que ale; a mí, plin; ni esta boca es mía... Chitón. Luego, por ¡vaya usted a saber!, todo se desproporciona, se desmesura... y te achacan a ti culpas ajenas... ni que fuese servidora tonta y sin luces de situación siquiera ¡van a decir! ¡Lo que una demostró siempre fue abnegación, capacidad de trabajo... y, sobre todo, decencia sin parangón y sin tacha! Además, desde el principio, tales fueron mis condiciones: el que quiera anguilas que se embadurne el guacharro... y el que demande arroz, a Murcia. Vamos, que descubra nuevos logros relativos a la obra de un pintor tan estirado, mediocre... ¡ni hablar del peluquín! Ni que estuviese conchabada con el masoquismo en rama... ¡van a decir! Ni uno ni otro disponen de decencia considerable... ¡los muy egoístas! Hombre yo... ¡verás!, de refilón puedo prever qué grado de altivez ostenta hoy el pajarraco; si sus alas extendidas como abanicos de plumas de avestruz se impregnan del lujo de la tarde, según se empecina el bicho en remontar el vuelo sobre las aguas estancadas de un errante charco de luz líquida... o cómo, con el pico de nácar amolado y tieso, va diseminando una a una las cintas bordadas de un arco iris festivo... como si fuesen de amor. Pero no, ¡no se conforman!, querrían que una, con todo el descaro, desentrañara los más insignificantes y escabrosos perfiles. Sin embargo, ella... o él (para el caso es igual), estoy por jurar, que en absoluto accederían a cacarear con honradez nada que fuese puesto después en tela de juicios sin jurisprudencia; jamás llegará nadie a las últimas consecuencias... ni a defender lo insólito e inusitado... ni a mancillar lo establecido... ¡qué desconsuelo más gordo!.
¡Puntualicemos! Esta mujer desvirtúa la realidad: de tanto bordar primorosamente, con hilo de seda matizada, hojas de lirios del valle sobre inmaculada muselina blanca, de tanto esmerarse en perfiles yuxtapuestos, intrincados, inventados... acaba distorsionando espacios equivalentes, volúmenes diáfanos o, al menos, procura en los demás incertidumbres ópticas muy vinculadas a aquellas que surgen de lunas enrostradas. Resultaría curioso que la vulgaridad fuera a suplantar hoy día esencias propias del saber legendario... ¡hasta ahí podíamos llegar! Menos mal que para mi dicha y tranquilidad no hay periodo ni circunstancia en la que una chispa casual no reavive aquella retrospectiva de mi niñez, en la cual tuve a fortuna experimentar cómo el proceso de creación que cualquier sujeto experimenta en el arte es a veces tan inapreciable que resultaría descabellado apostar por un avance o desarrollo... de manera objetiva, si no, más bien e igualmente lento, un retroceso en la mayoría de las circunstancia. Abordemos el germen de mi obsesión; ahondemos con premura, tino, calma... en la figura de mi idolatrado hermano Gustavo restallando de entre la nebulosa opalina que fluye a raudales desde la ventana forjada tras él... donde, de hito en hito, con suma melancolía y el pincel a modo de punto de mira o lupa, acierta a divisar, precisar, calibrar, reflexionar... para, de seguido, ya inspirado, repleto de teorías renovadas y revolucionarias... verter sobre el lienzo que sostiene el caballete reclinado frente a sí, todo cuanto fue acumulándose y digiriéndose dentro de su mente confusa. Tras enfrentarse al conjunto del lienzo, al primer golpe de vista, observó el bosquejo descollante y firme de una singular niña asomada a la reja; a un lado y otro resaltan geranios de ramilletes encarnados; el resto, lo que podría traducirse por una vulgar fachada desconchada, queda difuminado... como si las imágenes flotasen dentro de un vacío blanco, desnaturalizado e infinito. En días posteriores y a intervalos de tiempo caprichosos, desiguales, inconstantes... pues mis quehaceres de entonces resultaban de todo punto fatigosos e interminables, volví a sorprenderme ante el lienzo en cuestión, cerca de mi hermano, entonces ensimismado, distante, irreal... Pero, según iba familiarizándome con el ambiente circundante y con aquel otro que provenía del cuadro, comencé a sospechar que, en vez de añadir elementos, el artista procuraba despojar al dibujo de cuanto, al reflexionar, sirviéndose de experiencia y razón, juzgaba superfluo; la esencia de la niña persistía intacta, pero en el transcurso de los días sus facciones se apreciaban menos contundentes, más suaves... la expresión algo anodina y una sonrisa proclive a lo efímero; en cambio los ramilletes del geranio denotaban cierta exuberancia, e incluso despedían los clásicos aromas que por norma soñamos en los atardeceres cálidos... ¡acaso aquéllas vampirizaban a la niña en favor de su exultante colorido! En días venideros, el grueso de apreciaciones y logros fue a marchas aceleradas conformando la clave última de mis sospechas. Mas ¡mi gozo en un pozo!; la torre de naipes, a punto de culminar, se derrumbó por repentinos soplos del destino. Aunque algo presentía, no supe hasta mucho después cuáles circunstancias me forzaron a ausentarme del hogar durante un periodo no menor a un año... consecuentemente, apartada también de mis intuiciones artísticas, a casa de mi lejana y siempre enfurruñada abuela paterna; sin embargo, en aquellos meses inefables, interminables... frente a ella, recuerdo con precisión el fino sufrimiento que me embargaba, la ansiedad cíclica, la zozobra constante; y puedo asegurar que no producto de añoranzas familiares ni a hábitos desatendidos por las presentes circunstancias... ni por contrapunto a lo nuevo, sino a la carencia específica de la sucinta imagen de mi hermano junto al lienzo de la muchacha de los geranios. Fueron tales mis querencias y arrebatos de entonces que, de discurrir el viento a mi favor o las circunstancias de frente, a la mínima ocasión recreaba con obstinación y fervor dicha escena grabada en mi recuerdo; sospecho ahora que con la sana picardía de descubrir en la imagen de la niña un progreso sustancial que me permitiera evocarla como si se tratara de algo vivo, latente. A mi vuelta (si mal no recuerdo, la lluvia espesa y mansa se desplomaba sobre imbricados bancos de niebla variopinta, pero inventada... o quizá producto de la enajenación que experimentan los niños en tan incomprensibles sucesos), la noticia a bocajarro de la muerte prematura de mi madre, según pisaba el cuerpo casa, donde la criada, con cierto aceleramiento, inusual en ella, acudió a despojarme de las ropas de lluvia con la cabeza inclinada, un paño de duelo en la expresión y las manos como de trapo mojado... y en tanto descubría yo de soslayo que en una habitación contigua aún relucían cuatro cirios en torno a una mesa ataviada de generosos mantones de raso negro a aguas irisadas sobre los cuales rodaban en grácil vaivén o persiguiéndose entre sí grupos de pétalos de rosas retorcidos... a la manera de caracolillos de mar, la muchacha se precipitó a informarme bajo su de enteroso repicar de dientes: "Su padre y su hermano aún no han vuelto del entierro de su mamá; y fíjese cómo diluvia... ¡qué manera de ensañarse la providencia"; y el trasiego de gentes desconocidas, el tufo que impregnaba cada rincón de la casa: a incienso, cera caliente, polvo de canela, sudor, cal, ropa recién plancha, virutas frescas de madera resinosa, correas de cuero en el rozamiento perenne de sueños fatigosos, pringue de chorizo de matanzas pasadas... me mantuvieron aturdida e hipnotizada durante tiempo indefinido. Por tanto, a pesar de inclinaciones y empeños tan obsesivamente patológicos, fue comprensible mi distracción inocente y momentánea tocante a volver sin prisa, pero con idéntico fervor a recrearme frente a la pintura que a capricho y con mesura desarrollaba mi hermano, a cobijo del fulgor de la ventana y protegido por gorjeos de pájaros profesionales. Mas, cuando el silencio profundo de la siesta hervía a rescoldo de ardores propios de días con tintes turbios y deslucidos y ya cantaba declinando el son monótono de las chicharras, con fervor, de súbito... como un estallido, se reverdecieron añejas aficiones, adiciones, manías... cuyos flujos me enveredaron dirección al cuarto de Gustavo, cual sonámbula inexperta; no obstante, ya, al menos a tres meses de mi regreso, en vísperas a uno de tantos funerales oficiados en aras del alma de mi madre, y ¡aún lucía trazas de gallina clueca! Pero, según avanzaba escaleras arriba, sufrí un aguijonazo que me hizo vacilar más aún... tan agudo que, bien me impulsaba hacia adelante como me retenía sin aliento en cada peldaño... tal que si soportara la garrocha de un rejoneador inexperto y desarmado que picara mis entrañas. No obstante, y tras reactivar el aliento en el último rellano, el deje del dolor propendió a incertidumbres... quizá nuevas sensaciones prestaban música a mis pasos, de por sí en puntas, alados... o acaso el piano de mi madre fuera quien amagaba mi cerebro con afiladas uñas de marfil. Me detenía, observaba largo, aguzaba el oído, palpaba..., pues, al caminar de puntillas sobre el interminable y espejeado arroyo de linóleo... de aquel pasillo en penumbra verde de selvas remotas, albergué sospechas de ser repetidas veces disciplinada en las corvas, con cuerdas de violín. Sin embargo, no preciso con certeza si fue entonces cuando, de soslayo, me sobrecogieron también ráfagas estentóreas de gentes muy apesadumbradas... ¡se suceden tantos acontecimientos enigmáticos en dichas fechas!; en cambio, sí recuerdo, con claridad meridiana, cómo el rostro de mi padre, anegado en lágrimas, satinado, blanco y transparente como papel de fumar, iba asaltándome con cierta insistencia tras cada pestañeo, tras nuevas sensaciones... O acaso, al ir rozando yo con manos temblorosas los cañones de las cortinas de terciopelo grana... o las frondas como la seda salvaje de las aspidistras que encontraba al paso, me reprendía sin palabras. No obstante, y a pesar de los contratiempos, al fin alcancé la puerta de Gustavo, aunque algo indispuesta, demacrada… en contraste con mi pretendida cordura, pues mi resuello se advertía palpablemente descompasado y mis piernas flaqueaban como las del ternerillo cuando en su primer aliento le insta la madre a que se sobreponga y camine. Una vez dentro, no pude a simple vista detectar nada sustancial, quizá el haz de luz, aún más caudaloso y luminiscente que en mis recuerdos, proyectaba con excesivo fulgor; como arrojada con fuerza, la silueta un tanto estilizada y famélica de mi hermano contra la pared blanca, sobre un rectángulo inmaculado, apenas dañado en una esquina por la sobra triangulada de la puerta que momentos antes había yo traspasado castañeteando los dientes. Pero cuál mi sorpresa, una vez amoldé vista y aliento a penumbras aún más distantes, cuando tras el resplandor en chorro y en una esquina en tinieblas verdinegras vislumbro a mi padre inerte, la vista dócil, desacostumbrada en él… siquiera, debo admitir, que se deslizaba amable y confiado hacia el lienzo donde el pintor, por lo imperante de su actitud pasiva y el escorzo estrafalario de la mano que sostenía el pincel, pareciese esperar aterido, inanimado, cual estatua… a la inspiración última para rematar la faena: que la figura quedase presa en el lienzo, indeleblemente. Mas aún tuve tiempo, según disponía en orden las imágenes anteriores y las recientes, de preguntarme asustada: ¿me estará traicionando la cordura? No obstante, el misticismo oscuro de aquel ambiente me soliviantó, me atrajo, me subyugó... y me condujo inanimada hacia el otro rincón, donde poder contemplar más favorablemente a la niña sin alegría de los geranios encarnados y risueños; abandonada contra la pared aún destacaba la supremacía de sus trazos, esa arrogancia que aflorará por los siglos aun bajo polvos milenarios. Pero allí, frente a frente, entre lienzos... acaso contagiada de la inmovilidad circundante que impera cuando se entrecruzan claros y sombras trazados agresivamente, comenzaron a destacar los latidos de mi corazón que sin indicios de vapuleo alguno iba encabritándose con tal furia y aspaviento que, desgarrado y sangrante y de no ser porque repentinamente me embocé con las dos manos prietas, hubiese saltado afuera de mi boca seca, áspera, amarga.
En ascuas me tuvieron... ¡van a decir; ni que una se chupara el puño! ¡Y la de días que mantuve el tipo esperando las periódicas misivas con las que Don Manuel mantenía mi suspicaz interés! Vamos, si una hubiese saltado a tiempo sobre la onda expansiva del progreso... ¡otro gallo más que hubiese resultado ronco! Así fue, tarde a tarde... ante un bastidor más grande que un cedazo y sin inercia para despegar los labios siquiera, como conseguí perfeccionar los pétalos lánguidos de lirios de valles umbríos... aunque sabiéndome observada por señuelos ávidos ¡Y nada más! Disponía de menos libertad que una novicia de clausura; con las alas más atusadas que un gorrión en proceso de domesticación... ¡van a decir! ¡Que si al niño, hoy, lo domina la furia extrema de la inspiración (palabras extraídas de las notas perfumadas de Don Manuel, su padre, el cabeza de familia), que carece de ánimo y brío para enfrentarse a la cruda realidad; que más quisieran muchas... siquiera albergar esperanzas de, en fechas inminentes, catar mieles de un artista en ciernes, acaudalado... Y otras pamplinas que me reservo. Porque... a rebinar, lo que se dice a rebinar, rebinar... no me supera nadie ¡ni siquiera esa tijereta de los bolillos: espíritu de la golosina! Vamos ¡van a decir! Siempre enorgulleciéndose, la muy cochina, de sus logros, su sapiencia sin contornos, su exquisito gusto francés, su empinada cuna de hidalguía añeja... percudía por los siglos, su refinado y moderno instinto...: que si los diamantes acusan más destellos cuando son admirados por ojos encendidos de amor; que si siempre la brisa marina de la Concha de San Sebastián se lleva la palma favoreciendo con gusto exquisito el tono propio de las perlas auténticas; que el clamor del remo, bajo las góndolas venecianas, es clave inefable del irreprimible deseo que experimentan tanto turistas célibes como de talante enamoradizo... incluso las palomas, las gaviotas... La muy payasa; ha conseguido dictar sentencias que, mejor sería, no haberles prestado atención alguna. Recuerdo que, de regreso a una corta escapada a la ciudad de Lisboa (siempre del brazo de su padre... ¡faltaría más!), y según echaba con procurada desidia el pie fuera del Lancea negro, declamó: “La desproporción que las tendencias de vanguardia adquieren cuando se arremolinan en occidente, es de todo punto indiscutible, impepinable...; de ahí que en el casco histórico de mi ciudad favorita se hayan apareado, confluido, emparentado y hasta contrastado tantos residuos y refritos de culturas variopintas... ¡Acaso la comida algo salada, compacta y grasa!”.
Como cada tarde Carmen, la sirvienta, salió afuera muy desenvuelta... (ráfagas de su chancleteo, clamores y vuelos de bandadas de pájaros que a intervalos hienden el silencio celeste, claroscuros que vagan ida y vuelta hacia las sombras... dotan a esta imagen de un aura casi litúrgica; podría aducirse que, cual libélula gigante, gravita entre diversas gamas de rubores en torno a la aguerrida hiedra... y a horcajadas sobre una serpiente de goma verde que, con el pitorro amenazante y engallotado, atendiera a mandatos y ritmos extraños), dispuesta a refrescar aceras, zócalos caparrosas, arriates exultantes, eclipsadas lagartijas y tiestos salteados en las fachadas... en tanto tararea sin principio ni final, ni orden ni concierto: "Francisco Alegre... ¡corazón mío!" Y como cada tarde, cuando se aplica, empecinada, en doblegar el pitorro de la manguera, para que justo alcance el voladizo de cada balcón (recoletos lugares donde el pleno de esta reducida comunidad goza del fresco vespertino y de lujurias inventadas), tanto Fabi, las cuñadas, como el pintor, adoptan posturas desenfadadas: pantomima recurrente que de manera gratuita representan cara a la galería desierta... aunque en definitiva nunca fueran salpicados por el impacto repentino del torrente. En cambio, nadie ha dejado hoy a descubierto sus cartas faroleras, sino más bien arrebatos y júbilos propios de una sorpresa encandiladora: por meros juegos de espejos, el parpadeo último del sol fue conducido, entre intrincados vericuetos, hasta topar contra el caudal curvo de la manguera... y con tal fortuna que, por el ejercicio de la física, la química, la poesía y suposiciones de toda índole... el arco del chorro propiamente dicho, de repente, se tiñó de la incandescencia violenta del caudal de la fragua... Y es más, así de esta guisa, como si de algunas piezas de ficción se tratase... y los destellos de luz llegasen de un sol de atrezzo, perduró el encanto, por un espacio indefinido de tiempo supuesto, hasta que los cachiporras de este relato hubieron desechado aquello que más desazonaba y distraía sus almas de muñeco.
¡Niña, recoge de ahí el... germen de mi inspiración, que va a prender igual que la tea! Se apura a sentenciar la voz impertinente, estratégicamente camuflada en su escondrijo o jaula de espejos tras el balcón. Éste, artista de lo sutil, y según es consciente de cómo las chispas candentes que despide el chorro fiero se disponen a lamer las puntas incoloras de la melena de Fabi, muy diestro, levanta el pincel en una cabriola digna más de bailarín clásico que de pintor. No obstante, ella, la niña, para mejor esquivar el chorro candente, bandea el cabello con ímpetu preciso de yegua joven, fogosa... contaminada por hipoboscos inflamados de crepúsculo. Más ufana, según domina perspectivas, también derrocha guiños pícaros a una y otra de las cuñadas inmóviles... ahora contrariadas por el tono irreverente del vecino en el balcón de al lado, frente a la niña... donde, agazapado y absorto, este mismo, el de la voz singular, mantiene cierto candor de ambivalencia respecto a la melena esparcida en el balcón, como quizás hacia su análoga... en óleo sobre el lienzo, restallante, imperecedero. Después, prosigue él en la tarea, ronroneando con terquedad, a trompicones... hasta, una vez rendido, exhausto, ir paulatinamente vertiéndose sobre el flujo imaginario del río desbordado de sus ensoñaciones.
El sentir al que todo el mundo alude cuando insinúa jactancioso que una imagen prevalece sobre mil palabras, siempre debería ir subrayado por la siguiente salvedad: en tanto que en los tiempos actuales se ha ido sustituyendo la reflexión arriesgada y el razonamiento complejo por la espontaneidad efímera y fatua de cualquier filosofía que aflora en pro de proyectos o estudios sobre la plástica... o a favor de su propio diseño; por comodidad y en detrimento de oscuridades prolijas en laberintos, pero que quizá nos hubiesen encaminado, si no a la verdad sí al divertimento... fruto del merodeo en torno a la utopías, dimos preferencia y crédito a seudo ciencias y logros apabullantes, luminosos, embaucadores. Es por lo que aún a nosotros, sobretodo a mí, el gráfico o bosquejo de Don Manuel, trazado aprisa por Gustavo en su lecho de muerte, pero arrollador y rotundo en lo que concierne de la tácita y trascendente personalidad del modelo (gravitando sobre la peana del salón principal... y más aún cuando esas dos cuñadas maniáticas avivan el fuego) escolla; pareciera erguirse afuera del lienzo para dictar en retahílas órdenes, sentencias... y no imágenes tan ricas y complejas aún tiempo que, por instantes, hasta alcanzan a aturdirnos o a crear bien ambientes de desasosiego como, al contrario, de éxtasis... o nos provocan soñolencias muy emparentadas con sofocos de siesta; me atrevería a conjeturar que, después de muerto, ahí desde los trazos evanescentes, acaso sea cuando más y mejor infieran ciertas enseñanzas suyas: no hay excusa por tanto para no evocarlas en cada ocasión, siempre... si de algún modo ¡o no! existe concomitancia. Y, máxime, si evocamos detalles escabrosos sobre la agonía ya remota de Gustavo (en contrate con recogimientos hipócritas de auto conmiseración o condolencia histriónica trazadas burdamente tanto por Corito como por Elvira): "Quién arrobado sucumbe ante efluvios inciertos, de sueños prolijos en amores imprecisos, o ronda la locura o anda abocado a una muerte prematura y súbita” ¡Por citar un ejemplo! Tal vez por mi carácter veleidoso, reparo ahora, no supe determinar el alcance que aquella singular sentencia iba a suponer para nosotros. Pero ahora que consiento en reconsiderar... Es más, no sería extraño que una de tantas propuestas del romanticismo de antaño estuviese emparentada con máximas de esta índole: como las que por suerte y capricho acabo de rememorar... ¡A la luz del presente, resultan tan verosímiles! De ahí que presuma a veces que la niñita en la cual me inspiro y recreo para, al óleo, describir y desarrollar sobre lagos salvajes y vagarosos, infectados de nenúfares, juncos, juncia.... donde retozan esbeltos cisnes de ampulosos vuelos, de plumajes de fábula y farándula, con agilidad y glamour dignos de bailarines especializados en mitos de leyenda..., no sea más que producto también de aquellos efluvios a los que tanto aludía Don Manuel en momentos clave. No obstante, ahora que caigo, la actitud de mis vecinas tampoco responde a causas ni científicas ni esotéricas, más bien procede y se desarrolla a la zaga o a cobijo de la mía ¡por mimetismo quizás!; sí ¡a pesar suyo!; también ellas debieron caer bajo tal embrujo... Ahora bien, y para concluir, las susodichas cuñadas no han desperdiciado, tocante a sus labores, ocasión de inspirarse o libar en el hálito mágico que desprende la insigne muchacha... Aunque ¡hay que decirlo; por qué ocultarlo! desde añejas rencillas y posterior e irracional ruptura entre todos los del conjunto... y el consecuente distanciamiento general, más por el eco ajeno que del propio, ninguno osas sonar el metal de su boca, salvo con soslayados ronroneos.
El ímpetu y prestancia con el que Fabi procura mejorar la postura que hace un instante señoreaba, ha sesgado resuellos e hilos, propios del candor con que se zurcen meras ensoñaciones, a duras penas insinuadas a los concurrentes. Incluso ella misma, debido a réplicas... tan inminentes, expresivas y rotundas, no sabe, desde su ávido deseo ¡quizá impulsado por los demás!, adoptar otra postura cómoda y vistosa, que equivaliese a la anterior, pero sin repetirla; así que ha optado por retomar, al pie de la letra ¡como aquél que dice!, la ya conocida pose de siempre... No obstante, acusa alardes... cual si fuese a emprender un proceso distinto; ¡se resiste de tal manera a las convenciones, que vacila con la simple sospecha de que extraños la vigilen! Así que, de espaldas, se desplaza unos pasos, hasta quedar en penumbra y apostada ante la mesa que soporta a la jarra y al baso de pañitos en encaje de espuma blanca, desdibujada como una fotografía antigua, sin matices; algo trenzado se adecua el pelo al hombro, se amasa los ojos con los índices... y brinda una sonrisa radiante y enigmática, tal que ciertas princesas condenadas a morir niñas. Después, firme al balcón, se acomoda turbada por su propio gozo... o cual si practicase esquí acuático sobre un lecho de amor... o, asida a una amiga imaginaria, procurase practicar, de firme, con ímpetu, el molinillo. No es de extrañar que el viento, enfurecido, indómito y dispuesto a succionar con avidez la seda cruda del vestido... fuese desatado, en principio, por los soplos enérgicos de comparsas de amorcillos y querubines... y luego, desde allí, en las alturas, pastoreado por estrategias de voluntarios honoríficos, vapuleado por sus indelebles ladridos de mando...
A raíz de estos nuevos acontecimientos, chirría penosa la puerta de afuera... de frente a un trigal que se alarga hasta el horizonte, donde, a la derecha, se proyecta el callejón angosto y empinado que conduce a la parroquia: “LA ASCENSION DE NUESTROS MAS ILUSTRES MARTIRES AL AMPARO Y SENO CALIDO DE LA MADRE DE DIOS VIRGEN”, a la que de amanecido acuden las cuñadas para recibir, en pecado, la comunión en la primera misa. En tiempos remotos, esta puerta debió dar pie a comentarios exaltados, pues, donde aún no fue remendada con latón o zinc escamoso, bien lucían bellotes burilados de filigranas precisas, detalladas... dignos de portalones de insignes y acaudaladas catedrales... y de cerrajerías tal vez de bronce, quizás policromadas. Fabi, guiada por la rutina, por instinto, por esa singular intuición infantil o por su olfato felino... al oír la mentada puerta se apura en adoptar la ingenua, pero arriesgada, postura del principio. Mas nadie acude de inmediato, acaso, un quejido animal se presiente debilitado y a lomo de silbidos trenzados y famélicos. Las cuñadas, tras escuchar tales gemidos, se vencen a la par hacia afuera, circunspectas, martirizándose el pecho contra los barrotes; y el pintor se precipita con esmero y cautela a contraponer espejos y cristales para desde su cobijo ser el primero en descubrir al sospechoso visitantes. Sin embargo, fue la viva agudeza de Carmen quien, todavía con la manguera en acción, dedujo de antemano la identidad y procedencia de tales lamentos en fuga:
Es un perrazo negro... (comenzó a disertar la sirvienta, sin dignarse a mirar a nadie, la vista transpuesta, perdida) que, con asiduidad y cierta chulería al caminar, haraganeaba por estos andurriales, y quién al pretender remontar furioso la valla, después de embestir inútilmente en la puerta, debió reventarse el vientre con uno de los cantos de botella que afloran sobre el vértice; ahora con las tripas fuera agoniza junto al lecho donde pernoctan los pájaros... ¡culillo de mal asiento!. Dicho esto, atisbando a unos y a otros con manifiesta expectación, Carmen volvió a su eclipsada e imperturbable posición; sin embargo, procuró desviar un momento el caudal del chorro de la manguera y enchufárselo al animal para refrescarle la herida viva, sangrante, como anestesia antes de que prorrumpiera en gritos de agonía, en resuellos angustiosos de perro.
Un estruendo repentino de cristales rotos sobre el recuerdo de los presentes avivó la imaginación de cada cual (difusa unos instantes por circunstancias obvias), y dio pie a que éste o aquél rememoraran a sangre fría el día en que Don Manuel ordenó sembrar sobre el bardal aún blando, pegajoso, húmedo, vaporoso... los cascos más afilados que pudieron conseguir aporreando un saco, a medias de botellas vacías y variopintas. Firmes y a horcajadas, el Pintor y Gustavo... a duras penas apostado éste contra la espalda del otro, esperaban a que Corito y Elvira, con esmerado cuido y expectación, les fuesen alargando los cascos elegidos... siempre más afilados aquéllos que procedían de las manos trémulas de la reciente esposa del primogénito: Elvira. Debieron dar de mano, aproximadamente, a la hora que ¡desde tiempo ha! viene alumbrando tan cobrizo presente..., puesto que, según retrocedían hacia donde espiaba Don Manuel, pudieron observar que el último ardor de Poniente había quedado prendido sobre la tapia, como un inmenso y lujoso collar de diferentes piedras preciosas. Con peculiar jocosidad y de la mano de su hija Corito, el supervisor sentenció: "¡Aquéllos que osen remontar esta linde, de seguro quedarán ensartados como pimientos chorizaros!". A unos pasos, delante de la hilera familiar, se hallaba el Pintor (apodo adquirido desde punto y hora que apareció en gabán y con el caballete al hombro, cierto anochecer, como caído del cielo... pues, precisamente entonces, toda la familia, en torno a una hoguera fustigada por aires contradictorios, alzó la vista al unísono descubriendo así su silueta recortada sobre el lívido poniente; se hallaban dispuestos en este mismo lugar... donde ahora agoniza el animal, o a unos pasos más allá, pelando pavos, faisanes... desollando conejos y con sal y cascos de limón lavando tripas de cerdo para la preparación del morcón de Pascua de Resurrección), enfundado en mono de mecánico, se rebullía tal que si el mundo le quedase chico, como si tan lujoso horizonte fuese el trazo mágico que le reportaría mejores y más adecuadas perspectivas para sus dibujos y óleos. Sin embargo, al terminar la sentencia D. Manuel quedó frente a la sonrisa más compleja que quepa imaginarse; incluso se pudo precisar que tal ardid fue subrayado con guiños concupiscentes entre ambos: señor y huésped… para siempre, el Pintor.
Por esto y algún otro detalle de semejante entidad, no era de sorprender que corrieran rumores, que se conjeturara sobre las posibles procedencias de tan extraño artista; tales y cuales se entrecruzaban, se contradecían, se drapeaban... o se disponían en ristra a modo de épicas semblanzas. En cambio, nadie supo nunca cuál de entre todos ellos fue quien primero osó abordar al Pintor; se sospecha que al levantar Gustavo la vista del pavo escaldado que desplumaba, y darse de bruces con aquellas miradas tan furtivas, desconcertantes, atrabiliarias…, no dudó un momento en brindarle con toda sencillez una silla para que colaborase en las faenas; tal que si lo conociese de toda la vida, o hubiese sufrido una revelación repentina, o tratarse quizá de un converso, marginado y psicópata, al que todos por misericordia debieran ayudar, tras un momento transitorio de ofuscamiento o, quizá… ¡aún peor pensaron ajenos!, hubiese llegado hasta allí a mendigar y ¡por piedad!, le hubiesen reclutado para atarle corto tocante a juegos de caridad. Hasta se rumoreó en días venideros que nadie, ni siquiera el recién llegado, ponía ya en duda tan descabelladas respuestas... acaso, con velada e irónica maña, Don Manuel urdía todo lo contrario... ¡por si no fuese poco!; sin embargo, el rumor general convino así: “la charla del recién llegado fue discurriendo con desenvoltura entorno a la hoguera... hasta en las maneras afectadas de la familia”. Mas ¡para volverse locos!, cuando aquello, que de súbito y por arte de embeleco se había difundido y luego asentado, por derecho: como un reguero de pólvora. ¡Lo que son las cosas! Y, acaso de la misma manera y forma que las enseñanzas Divinas, ya nadie dudó que no fuese otro miembro más de la familia: un hermano o hijo fruto de algún amor loco.














Capítulo segundo

¡Qué tiempos aquellos...! Antes de que el extraño visitante rociara en nuestras entrañas la mala simiente, reinaba en casa un silencio casi monacal; hasta los pájaros amoldaban su compás al nuestro... e incluso los demás animales pisaban con pies de plomo: la alondra, vuelta hacia poniente... y bajo el amparo en penumbra de un chaparro añoso, pensativo, doliente, postrado tal que un Cristo esculpido por la erosión, por embrujo, al final del alba, también se ensimismaba, atemperaba su trino; el gallo rojo de Lisboa demoraba su desabrido timbre para no entablar polémica tirolesa con su compinche el gallo del Esthechli, en la Marca. Al otro lado de la calle, la niña rubia, que servía de inspiración a Gustavo y también como despertador... con sus incontrolados siseos de lechuza hambrienta, nunca se desperezaba hasta superadas las nueve... puesto que el sol naciente demoraba su despegar agachado igual que una clueca tras el ciprés más espigado del cementerio; y los demás, aunque tanto desgranasen chuzos, como mañanas primaverales, nos levantábamos vencidas las doce... ¡Qué tiempos! Luego, cual abejorro de mal agüero, surgió el Pintor revoloteando ante la envolvente incertidumbre del crepúsculo; nadie se pronunció al respecto, ni apreciamos indicio alguno tocante a la posibilidad de que fuese éste quien días mediante quebrantase la paz de nuestros espíritus puros. Milagrosamente... y aún conociendo aquel refrán que presume así: “Si tu Ángel de la Guarda se persona bajo el parhelio candente del atardecer... ¡reniega hasta de su sombra; no es de ley!” No obstante, el susodicho Pintor se acercó al fuego acusando su caminar holgado, suelto, derrengado... tal que si dos entrenados pajarracos le trajesen en procesión... y esa sonrisa fugaz de bicha encantada, sumisa, pero algo pícara...; los demás le profesamos respeto, confianza, cariño... incluso todos juntos desentrañamos oquedales secretas de nuestras almas aletargadas. Copa en mano y a rescoldo de las tertulias libradas de anochecido frente a la tapia de destellos amenazantes, Gustavo, la conciencia más débil y moldeable, por encanto, debió sucumbir ante idiosincrasia tan singular y... ¡dudosa a un tiempo!; sustituyó revolucionarias teorías por otras más al gusto convencional; renegó de la sutileza de líneas, de aquel discurrir sereno hacia la pureza de la nada, por trazos tan evidentes y rotundos como groseros. ¿Quién repararía tanta catástrofe? La mañana de su agonía, Gustavo bosquejó el rostro de nuestro padre, con tal furia que más recordaba a los bocetos que el extraño visitante traían consigo, que a esos inquietantes lienzos suyos, de años y años apilados en el desván... donde sutiles pinceladas enmascaran, con minuciosidad y arte, pentimentos de sus anhelos prohibidos... Y el último, envuelto en telarañas y plagado de huellas indelebles, de seguro responde a aquél de la niña rubia que perdura inconcluso; pues todavía hoy restalla el rosáceo de sus labios... y los ramilletes encarnados de los frondosos geranios que la flanquean...
Es impropio... y hasta grosero, que una estampa tan bucólica sea quebrantada por trazos de violencia propios de motivos religiosos. De sumar elemento discordantes, el sentido cambiaría por entero; de hecho, hasta la comunión de intenciones. ¿Cómo una imagen donde se conjugan colores nítidos, purísimos... y amalgamas de elementos cristalinos, dignos de ilustraciones para beatas, puede jamás ser suplantada por arrogancias fieras... y por demás en estado tan deplorable? De repente aquello de apariencia suave va, sin nadie proponérselo, virando hacia encrespados y contundentes contrates de escaramuzas salvajes; el rosa a reflejos dorados que desde el desfiladero hacia poniente lustra la corteza de ese lago donde pilares de precipicios umbríos se levantan al filo de su peninsular contorno... abigarrados de helechos, juncia, gayomba, hiedra, bambú, lirios blancos, violetas, muguete; cascadas rubias que apenas... ni por las orillas siquiera rizan o espumean la inerte superficie, se ha ido tiñendo a lengüetazos grana; el arco iris, acaso deshilachado por el afilado pico del cisne, de repente se va amalgamando a modo de rígido cordón, ya indefinido, difuso; este elegante y sofisticado animal, que gravita grácil entre vagarosas corrientes a colores de gamas armónicas y que de cuando en cuando tasamente roza con sus alas de arcángel el oro liquido... despidiendo centellas en pedrería de altos quilates y diseños de lujo, a traición, ha sido dañado de muerte por la sinrazón fiera del célebre galgo negro que ahora agoniza en paz.
¡Vamos: van a decir! Ahora la flacucha ésa, seguro que querrá deshacer el laborioso encaje de bolillos para, mejor, utilizar lino rojo... ¡De eso nada!; si considera que es imprescindible, que lo tiña después; mi carrete escarlata no lo cedo, así me descuarticen viva...; bueno, en un mal apuro y vistas las circunstancias... no sería del todo descabellado si se sesgara las venas... o, de un pronto, llegase con el encaje en mano a embadurnarlo en el dolor pegajoso del perro... ¡antes que el infeliz se vaya apagando sin que alguien lo avive... o le ciegue de una vez por todas el sufrimiento! Mas ¿no se percatará Carmen, no se dará cuenta que con el chorro de la manguera podría interferir... incluso borrar el crisol de nuestra magia; los sueños propenderían hacia realidades de todo punto conscientes e inverosímiles a un tiempo... ¡Por otro lado, es tan buena esta estrafalaria mujer!; estoy por jurar que no prolongará su agonía por mucho tiempo, inútilmente... Ciertos gemidos entumecen el corazón hasta a una piedra; y además, a este moribundo se le están secando las entrañas, los intestinos; sus ojos degradan brillos... viran hacia esa opacidad digna de los bodegones que decoran comedores de obispos. Mira, ¡estoy por... vamos, que si en cinco o seis minutos la sirvienta no advirtiera el hacha oculta tras aquel seto de jazmines, dudo que no se lo indicase yo misma...! Luego, así, con cierto arrojo y diligencia, como cabe esperar en mujer tan desenvuelta, le seccionará el gaznate de un sólo tajo... ¡Menos mal! Ya ves; antes hubiese estimado oportuno no herir bajo ningún concepto almitas frágiles de niños inocentes, pero ahora considero que úrgeles encallecerse... y cuanto más aprisa mejor: ¡La denostada madurez! Lo insinúo sólo por la presencia de Fabi... si no, !de qué!
¡Seguro que ni siquiera tuvo la ventolera de conjugar efluvios de los recientes acontecimientos; es más, con su ordinario... y execrable gusto estético habrá optado por tonos rabiosos, peleones... así, a capricho... sin reparar en sutiles y elegantes armonías: degradando el verde viejo moscatel hacia el sangre de toro zamorano... o del plomizo de invierno hacia el celeste primaveral...! ¡Dudo que con el bastidor sepa diseminar sedas; de ahí que nunca se haya enfrentado con el típico melocotón a dos tintas! Al hilo de hechos tan delatadores y deleznables no es de extrañar que se me reverdezcan añejas pústulas, no exentas de sufrimiento. ¿Cómo olvidar la estampa deprimente y anacrónica cuando Gustavo, arriba de la escalinata de la iglesia, flanqueado por colosales columnas en mármol trigueño... y ataviado con el uniforme de cuando el abuelo libró guerras y retiradas en confines tan legendarios (casaca hueso con adornos prominentes y flecados en hilo de oro pendiendo sobre el cárdena de las hombreras... y sobre el pecho, donde por la abertura central acaso sobresalían retazos y brillos de festones en chorreras de seda china, alamares también en hilo de oro y vistosas medallas de los rangos castrenses más significativos y preciados; calzones verdinegros y perniles abombados a la altura del muslo; polainas en charol deslumbrante, ceñidas con hebillas de plata de ley a la pantorrilla... enviadas desde Brandebourg por el embajador en persona; y una gorra... o casco en metal, con un frondoso penacho llorón de rectrices de papagayo brasileño, en tonos añil y cobalto al sol... desplumadas a mano por la habilidad mansa de misioneros jesuitas... o a traición y en vivo por secuaces retozones recientemente convertidos a la fe ciega de Nuestro Señor... aprovechando que estos dóciles voladores, en tardes de temporal implacable, suelen planear bajito y sortear frondas... o posarse con sus colas de lujo, largas, pandas...), fue, acaso, mientras deambulaba absorto... a la grupa del postín de su alcurnia y domando la fiereza de su sable de luna árabe a la cadera, intimidado, interferido... y acosado por aquel jaranero plantel de elegantes disfraces? Primero, escalinata arriba... (de empecinarme, podría evocar hasta aromas y texturas de entonces... ¡congeniaban tal diversidad de fragancias!), y como ardillas mohínas y bizcas, accedieron una sarta de niñas de generosas y retintas melenas en tirabuzones, con calcetines de perlé a ganchillo y pomposos vestidos en falso tafetán de fresa madura; con sus trinos y revoloteos giraban rondando al novio... y provocando en el semblante de éste, ya de por sí enigmático y taciturno, vetas y talantes próximos a la turbación... al suspiro de gorrión en la calor. Sin embargo, el ceremonioso acercamiento de mi padre, en la actitud y etiqueta requerida para tan insigne ocasión, y dado que tras la muerte de mi madre aquella fue la primera celebración dirimida por el miembro guía de nuestra estirpe, resultó esperanzador; pues, según lo divisaba, a los labios de Gustavo acudió el reflejo de una sonrisa... y hasta su anquilosamiento cedió..., pero no hacia la ortodoxia que dictan las normas castrenses sino para dar holgura a una elasticidad medida, pensada y antigua. Ahora juntos desfilaban de fuera a dentro, y viceversa... diluyéndose por instantes en la penumbra densa de la capilla, aunque dejando que el eco sincronizado de sus taconeos nutriese de expectativas perdurables el silencio efímero. Entretanto las niñas... ¡y no tan niñas!, debido al embrujo que la escena ejercía sobre sus secretos inconfesables, cual rosas maduras a punto de desflorarse, iban cayendo lacias y desperdigadas a lo largo y ancho de la escalinata… sin proponérselo, pero imitando fidedignamente a decorados del celuloide.
¡Cómo es de lista, de hipócrita... y dominante! Ni siquiera se atreve a confesar que ella, saltándose a la torera brava el protocolo, pues era de ley que como madrina y última reliquia de la familia, fuese la abuela quien presidiera el evento, conviniese por capricho ¡la muy cochina! dejar a tan distinguida dama desamparada junto al chofer de alquiler y a pique de ser... con peineta y mantilla arrastrada entre ardientes bocanadas típicas de cuando en la siesta se avientan cosechas de trigo, y siquiera para engancharse del brazo siempre asequible y dispuesto de D. Manuel..., su padre. ¡Vamos: van a decir...! Con aquel vestido más antiguo que la sarna; según ella, adquirido en París, en una subasta organizada por Josef Beaker a beneficio de hijos de leprosos, pero que las malas lenguas apuntan a que fuera un modista secreta quien calcó el modelo, pero a una estrella de cine, en una de esas revista tan de moda en la capital... ¡Qué risa; si un arcangélico mozalbete no echa entonces casi a volar tras él, hubiera perdido el casco ceremonial... confeccionado con hojas y azahares de pega!; y mientras, ella, entre padre y hermano, se debatía como si le hubiesen arrancado no ya el preciado tocado aludido, sino un brazo aliñado con pulseras y anillos... ¡Aquella imagen, repentinamente vapuleada por polvos en remolino, parecía extraída de un melodrama...! Y así, en este punto, y sin comerlo ni beberlo, fue como se desencadenó el vendaval de tierra colorada más impresionante que jamás haya transitado por nuestras tierras; meramente parecía que las corrientes nos alzaban en vuelo...; en momentos todo se tiñó tal que si una maldición, tiempos ha sentenciada, se hubiese cernido sobre los asistentes allí reunidos, en manojos; incluso hubo hasta quien se desplazó, a bastante distancia, en busca de limosneras, chales, cascos, velos, sombreros... aunque algunos de tales complementos no aparecieron jamás, ni siquiera a las puertas del infierno.
¡Todos andan confundidos; ni han advertido jamás que no fue Gustavo quien consintió influenciarse de mis teorías plásticas y pictóricas..., sino yo tras él quien anduvo, mientras él vivía, lamiendo, arañando... absorbiendo esencias de su estilo sutil e inimitable. Ahora, al amparo de una endeble brisa, todo se torna distinto; los colores propenden a fugarse, las imágenes a desinflarse, por meros indicios las armonías se divorcian regañadas, pelean empatías… Y además, todos mienten cuando porfían que surgí bajo el influjo de un crepúsculo violento. Tampoco vine de peregrino extremista, acaso a la grupa de una yegua torda de nombre Lucera... sí, aquel santo y casto animal que perdiera cordura y orgullo ante la sequedad del entorno y quizá también por el sorprendente huracán de arena... que, de súbito, eclosionara aquella infortunada tarde de mi llegada... ¡Qué fatalidad! En días sucesivos a mi definitivo asentamiento, fue dejando de comer... ¡pobrecilla!; perdió alegría, brío... Una siesta, de las pocas que la lluvia osa descargar a conciencia por nuestras latitudes, el sufrido y taciturno animal debió desertar enajenado y nunca más hallamos un rastro fiable. ¡Que la fortuna le haya sonreído...! Ahora fabulan, despotrican sin tino; sólo rememoran viejas rencillas, trifulcas, envidias, recelos...; devalúan lo que pudo ser inconsútil e inmaculado y siquiera resultó patraña. Si afinaran más, dilucidarían con mayor nitidez cómo, tal que un poseso, rastreaba yo ¡y no otro! posibles pistas del gracioso tocado de Corito; cómo, arrobado por la singular belleza de su rostro envuelto en un tul de polvo rojizo y ensoñador, más tarde me precipité de nuevo a su vera, temblando... y con el gorro de la disculpa ofreciéndoselo en bandeja de plata le susurré: "No consienta que se deshojen ilusiones, perdería usted infinitas oportunidades aún verdes, aunque después retomaran su proceso de gestación natural, progresivo, esplendoroso". Entonces Corito no utilizaba gafas; su ojos violeta mustia, enormes y excesivamente abiertos vacilaron vibrantes y sin propósito ni fin... persiguiendo tal vez sosiego frente a trabas y conjeturas que jamás nadie evitaría, salvo su padre; tampoco resaltaba tanto su fragilidad de hoy... todavía no había conseguido emular el simple garabato de lo que ella consideraba la silueta perfecta. Superada la turbación mutua, ella se despegó fría y distante de mi mano... conduciéndose a continuación hacia su padre; aleteaba los brazos como un pollito funámbulo intentado no perder paso en la cuerda floja. Malherido plegué mis propósitos y, al ir a virar, di un traspié desproporcionado y cómico. El viento cesó en seco, como por encanto... ¡y en absoluto por mi gesto!, favoreciendo así que la novia descendiera con cautela de un Haíga terracota..., pero que debía lucir negro y brillante antes del vendaval. Todos en círculo aplaudieron afanosos, con fervor, las manos empolvadas y musicales... sin embargo, yo resulté impedido, atónito, sin inercia ni ardid para desplazarme afuera de la escalinata donde había quedado anclado. Allí, aunque atolondrado pude comprobar que, aquélla, a quien pretendían desposar con el fantoche del plumero a la cabeza... e inmerso en un desfile imaginario, más bien representaba a una niña de primera comunión y de luto. Luego no sé, debido a qué inercia postrera pude escapar de allí y, a continuación, trabar a Lucera en un prado cercano y baldío; mas, mirando en derredor comprobé que aún me perseguía el vértigo propio de quien estuvo cerca de atragantarse con espinas de pescado azul; entonces, impulsado por instintos de supervivencia, avancé de nuevo hacia la plaza... y sin preguntarme por qué ni cómo se iba descentrando mi presente, me conduje en picado hacia un destino sin retorno ni futuro... y evitando otros brotes de locura me sumé al último de los invitados que se aventuraban hacia el interior de la iglesia, como un miembro más.
¡Ardo en deseos de que concluya este día tan indeciso y extraño, que como es corriente mañana vuelva Carmen con opacos refunfuños y runrunes de noticias ordinarias, pero frescas; no sería descabellado afirmar que el Pintor anda ya en compromisos de retocar la pintura bajo el prisma de las últimas circunstancias. Vamos ¡de cierto que, primero de situarse ante las nuevas perspectivas, ya transmuta colores y formas, por la mera ventolera del riesgo desnudo... o del lucimiento pedante! ¡Si no le conociese! Nadie me disuadirá de que no es más que un aventajado embaucador: un tunante... ¿Quién aseguraría que no se trata de un recluso que, desengañado de su suerte, hubiese optado por escapar de presidio; trocarle a cualquier caminante, que se hubiese apiadado de él, sus ropas ordinarias por el hábito carcelario... y seguir después la senda y dirección del viento sin norte, sin volver la cara? Es más, cuando apareció traía las manos como la miga de la morcilla y el cuerpo como de leche; sus ojos despertaban inquietud... y se le eclipsaban ora como a los canario en cautividad ora como novicio presto a tomar los hábitos Franciscanos. ¡Vamos: van a decir! Además, ahora no sufre ninguna enfermedad, como propagan a los cuatro vientos los incautos; de concederme estos merque chifles de mi entorno más autoridad, demostraría que simple y llanamente se detuvo a ejercitar meros caprichos con empecinamiento y terquedad insustanciales, hueros... y se quedó prendido; alguien que se zambulle en la soledad absoluta, sin preparación previa y meditada, irrefutablemente lo vence la enajenación, la manía... si no, ¡mírennos a nosotras! ¡Huir; pobre chiquilla de lujo, de ensueño! Fuiste doblegada por un cansancio repentino y traicionero... o tal vez mermada por la romántica melancolía, tan propio en ella. ¡Dios, qué infundíos se fraguarían en mi mente si me dejase arrastrar por el curso del deseo...! Pero es necesario que persistan recuerdos, que se despejen dudas... No obstante, el día menos pensado algo hará explosión y la cruda realidad saltará por los aires en mil pedazos... Y todo se ordenará de nuevo, según la inercia del capricho del momento.
¿Dónde guardarían mis prendas de luto cuando, en vísperas de la boda de Gustavo, mi padre consideró que debíamos postergar penas y secretos... ya manidos, propios de una etapa tan tenebrosa y patética; porqué, según objetó él, in situ, cuándo y en qué lugar sino iban a injertarse las buenas nuevas...? Recuerdo, pues, una blusa no muy entallada, un espurreo de hojas chiquitinas y caladitas, como de olivo, sembrando la pechera... y vainica doble, a un dedo de todos los repulgos, que era un capricho...; ¡me hacía la mar de estilosa...! ¿Y el sin fin de lamparillas titubeantes, tímidas, tristes... que en aras del luto distorsionaban la realidad, pero que a veces otorgaban al espacio latitudes y dimensiones ora indefinidas, ora sospechosas... o de repente concretísimas; quiénes las irían apagando y destruyendo a la par? ¿No sería, quizá, fruto del manejo desmedido de aquellas jacarandosas mujeres, de brazos robustos, pantorrillas turgentes y gordas como panza de coneja preñada... y mejillas arreboladas; autoras también de otros tantos zafarranchos… que ni una cuarta de la casa dejaron indemne. Salvo el gabinete ¡claro está!, donde pintaba mi hermano, y que aún hoy se mantiene intacto. Así, cómo voy a rememorar con cordura aquel periodo ni sus consecuencias; creo sinceramente que, una vez arrumbados todo tipo de indicios comprometedores, el conjunto de fuerzas o maleficios consecuentes debieron ensañarse contra nosotros, dejándonos desprotegidos, a la intemperie... y expuestos a los peores augurios. ¿Sería el Pintor parte activa del conjuro? ¡Ya muchas de las incógnitas nunca quedarán solventadas!
¡Siempre... a la mínima oportunidad, de manera despectiva y hasta injuriosa, remítase la Señoritinga a tales señoras: quiénes, en ayuda de la servidumbre estable, contrató Don Manuel para adecentar e imprimir lustre y cordura a la casa entera! ¡Vamos: va a decir! Y nunca reconoció ni confesó que la identidad del grupo ése, de capaces y activas trabajadoras, no respondía sino al de parientes lejanos míos...; diligentes y bien dispuestos, por cierto, a apoyar el hombro fuere donde fuere. Aunque de paso arremetieran ¡no digo lo contrario! con un montón de inútiles cachivaches... que, en honor a la verdad, no servían más que como guaridas de ratones y para propagar pelusa. ¡Vamos: que se deje caer con otra nimiedad si puede! Al parecer… ¡la señoritinga! andaba siempre muy indispuesta...! y ocupada en menesteres turbios: tales como la selección exhaustiva de cada fruslería que consideraba oportuna de ser tragada o sencillamente admirada... o la preocupación inminente de cómo arrojarla después... con la mera excusa de que estómagos tan endebles como el suyo a veces no toleraban ni Gloria Bendita... ¡La muy payasa! ¡Que hubiese ella fregoteado aquel porte de mierda inútil; verías cómo digería hasta el afrecho! Pero no, también necesitaba leer libracos de recetas culinarias mientras se recuperaba de los vómitos, y hojear revistas para mantenerse dentro de la norma, y proyectar viajes con su padre porque los parajes de su entorno minaban su salud, su ánimo... aunque al regreso siquiera empecinada en mantener con conminación desmedida y terca el luto austero y riguroso en cada miembro, incluso del servicio.
Una mariposa, en tonos alimonados y con un ojal negro en la parte superior de cada ala, intenta libar la sangre reseca y granate que el galgo negro del lunar blanco sobre el ojo retiene en la nariz; luego, desengañada, vuela hacia la frente de Fabi y, allí, se posa con suma elegancia, liviandad y delicadeza. La niña acusa a la par una mueca que vacila entre la sonrisa y el malestar, entre la placidez y la impaciencia...; acto que el Pintor retiene y considera para, de seguido, plasmar en el cisne herido del lienzo un gesto de desagrado, quizá por intuir cómo el halo que hasta el momento tanto dignificaba y embellecía al animal pudiera disiparse por el insignificante aliento de una golondrina incauta. Las cuñadas se afanan también sobre sus primores: la una para, y sirviéndose de los alfileres que aprisiona entre los labios, perfilar en el encaje el pico de un pato doméstico que persigue el vuelo torpe de un gorrión amaestrado, y la otra para regocijarse orgullosa del acierto del lazo azul que acaba de diseñarle a la oca que fatigosa despereza las alas dentro del bastidor. En cambio, Carmen, se mantiene imperturbable, salvo que ahora, con el caudal incesante de la manguera, apunta hacia las llamativas y cautivadoras flores del granado chaparro apostado junto al tramo de tapia... por donde el desafortunado animal, instante ha que se destripó al saltar. La mariposa, algo más animada, determina de seguido brincar a asirse en los cabellos que el aire desprende y airea del grueso de la melena de la niña... para, con la ayudada de sus minúsculas patitas, ir tejiendo primorosas telas como de araña.
En el lateral izquierdo del crucero de la capilla, arriba del baldaquín que día tras día protege y da esplendor a La Virgen de la melena más larga y frondosa que jamás nadie osara en colocar a una imagen en madera de limonero, resalta un rosetón estrellado, a colorinches, el cual y según declina la tarde va trasluciendo todo tipo de tonos, contrastes, brillos... que de conseguir evocar su proyección exacta sobre las infinitas guirnaldas de nardo entreverado con hiedra… ensartadas de banco en banco, tanto asientos como respaldares todo cubierto de encajes nobles y vistosos... y que, con arte y distinción, reposan también proyectando armoniosas arcadas que descansan sobre el reborde en marquetería de ébano y cerezo del zócalo de caoba que festonea el perímetro de tan santo lugar, hoy sería el mortal más dichoso sobre la corteza terrestre. Sin embargo, como en hilera se anteponen un sin fin de lamparillas y velas titilantes que difuminan y hasta distorsionan... no sólo a los citados adornos florales, sino las cromadas y barrocas figuras del retablo del Altar Mayor; lugar donde tanto racimos de monaguillos endomingados como el trío de sacerdotes en máxima gala se disponían, inquietos y arrebolados unos, circunspectos y pálidos otros, a oficiar la misa previa a la ceremonia de la célebre boda.. Sin embargo, también se me entrecruzaban, alternativamente, acaso murmullos de hormigueros de gentes uniformes, pero ricamente ataviadas con galas de ritual. Y es más, sospecho que de cuando en cuando se filtraban cientos de rayos y centellas que ahora desde el recuerdo observo tejiendo filigranas prendidas a imágenes adyacentes, a lámparas de cristal, a flores ya resecas de antiguos Oficios… entre los reclinatorios repartidos sobre el tablero de ajedrez del suelo de la iglesia... y con tal nitidez y precisión que a veces siento voluntas de apartarlos de mi vista como si fuesen calidoscópicas musarañas... Ahora bien... ¡y esto perdura indeleble en mi conciencia!, cuando aquel gentío desparramó su jolgorio altisonante y brusco sobre el emporio del rellano, el sol se había sonrojado lo suficiente como para, con su oleaginosa secreción ambarina, armonizar aquel derroche de policromía que tanta inquietud y malestar me hubo causado durante la cantada e interminable ceremonia… y con tal fulgor que las reverberaciones sobre las más dignificadas cabezas consintieron emular hasta halos perfectos de santidad. Al respecto, en contraposición y ante tanto derroche, la totalidad de vecinos que a sazón habían ido floreciendo mazorcados a la manera de tiaras o gargantilla de perlas muertas... en torno a la muchedumbre, paulatinamente sus ojos profundos y mansos de miseria se fueron desorbitando tras las rejas o entre corrientes de puertas propias y ajenas, quedando por tanto inertes, exangües... tal que temerosos fantasmas ya aburridos y desgastados por usos y abusos de los siglos. O, acaso, se conducían en silencio, a tenor de los acontecimientos, que si La Santa Madre Iglesia se pronuncia tan estricta respecto a normas a cumplir (aunque sólo respetadas por aquellos de condición física y moral depauperada por inaniciones crónicas) e incluso inflexible respecto a penitencias impuestas, por qué los potentados no sólo desdeñan con liviandad tales normas, si no que incluso se jactan sin pudor respecto a su suerte, inteligencia y abundancia, e incluso se exceden y regodean en comentarios tan superfluos que hasta pudieran impunemente agredir al prójimo más ignorante y obtuso; a no ser que, y debido al simple hecho de practicar rosarios, el Ángelus, conmemorar fiestas de guardar, prometer ofrendas de buenas voluntades para con enfermos infectados y contagiosos (pero que la iglesia contenga en sus encíclicas) y asistir indistintamente en pos de la vida o muerte de tantas ceremonias fueran convocadas... o por el simple hecho de pertenecer a meras ramas de linajes con abolengo excelso. ¡Claro está!, en tanto que los mismos, con disolutas actitudes y proceder, no dañen tan nobles principios. Sí, por todo el conjunto, acaso queden libres del pecado... y, en consecuencia, de acatamientos de leyes... libres también de recomendaciones, sacramentos... y hasta del mínimo decoro; y máxime si, como es frecuentísimo, se consideran a ciencia cierta merecedores a priori de los más altos privilegios allá en La Gloria: exentos de penas, del mínimo fastidio, dolor, desazón... y dignos aún de continuar disfrutando con creces de aquellos dones que, por La Gracia de Dios o por tradición, les fueron amañados en vida... ¡Si no, cómo osar conducirse tan arrogantes... y con semejantes cabriolas!
Capítulo Tercero

Fabi, a pique de derrumbarse y ser atrapada y luego deportada hacia el infierno en llamas de lo imaginario, ensayando morisquetas con el pensamiento ha conseguido burlar al diantre y acceder aprisa al flujo rojo que el alazán implacable de los sueños del Pintor va propulsando, a su paso por la vereda marcada en la realidad soñada de ella... sin ceder al disfrute que su propias manitas de ángel en porcelana china le van reportando... según se aferra trémula y expectante al engañoso, firme o flácido, talle de él... o, acaso, la suerte de su exuberante aunque hoy marchita juventud de entonces... y a grupas tan retozonas, cabalgar con armonía hacia recuerdos que el dolor o el deleite del otro van transfigurando a su antojo y semejanza.
De haber oteado tan tumultuoso, colorista y desbordante acontecimiento, desde el campanario coronado de abrojos a guisa de guirrote o capirucho de emperador ruso sin cruz ortodoxa y sí con veleta sin norte... o calcando cigüeñas con cuellos y lenguas de serpientes vigías, exhortantes y voluptuosas, hubiese estimado que, como porfían los mundanos más imaginativos, la realidad casi siempre supera a la ficción; tal riqueza de lujo y despropósitos, sumergida en aquel fluido de aceite de oliva virgen, prometía convertirse en un portento... y máxime si el conjunto apuntaba, desde Oriente a Occidente, a culminar en un cielo arrebatado de oleajes sin crestas y bien con jorobas como de dromedario gris marengo, y con frentes furiosos y festoneados de encajes a tintes de toda la gama quisquilla... más intensos a medida que aquéllos se apresuraban sin freno hacia el sol inflamado sobre el horizonte.
Como fuera siempre su costumbre... ¡Pero cuánto esmero y diligencia derrochó mi padre frente a los mínimos detalles de la boda de Gustavo! Apenas con un pie fuera de la Iglesia, en el rellano, fuimos sorprendidos por ruedas concéntricas, amplias y perfectas (en continuo movimiento y a contrapelo entre sí) de camareros franceses... remilgados, envainados en rígidos uniformes color rojo Greco, generosos en sonrisas frías, en miradas henchidas de promesas falsas... y dueños también de bandejas en mimbre trenzado, ricamente adornadas con hojas de hortalizas de armoniosos y contrastados tonos, texturas... (quizá recurrieran a aquellos legendarios lechos, propios de querindangas bohemias... y mantenidas por el bala perdía típico de la más distinguida y rancia burguesía), cuyos centros, en honor a sueños ligeros entre sábanas húmedas, venían dispuestos y coronados con los manjares más exquisitos que quepa imaginarse: ínfimas croquetas de bacalao portugués, magdalenas de jamón ibérico, hojaldres rellenos de chorizo de bellota, rodajas de salchichón de Cendra sobre buñuelos borrachos de aguacate, tapas de riñones al jerez aderezadas con sabrosas setillas extremeñas, coscurreante pajarillos fritos recostados en lonchas de pan candeal recientito, menudillos de orgullosos pavos a la pimienta verde, picatostes untados de pateé de oca engordada a mano y a conciencia por rubicundas y pecosas matronas de la rivera del Loira... y a la postre sacrificadas en vivo, pero ebrias de coñac añejo, con batidoras tan estrechas y precisas que sin dañar apenas sus gargantas profundas, las mismas matronas o sus hijos, o sus maridos... ¡para el caso es igual, pues todos heredan con creces la habilidad precisa! consiguen penetrárselas hasta los hígados, lugar donde los sofisticados artefactos van a ejercer su postrera y doble función: bien de batido hasta la emulsión, bien de dulce y voluptuosa aniquilación a fuerza no sólo de armas sino de añejos y exquisitos alcoholes... Todo ello, servido sin rastro de titubeo ni escaqueo... con velada insistencia, y regado... o acaso humedecidos con vinos del los más prestigiosos châteaux de Francia... ¡Cómo se entreveraban apetitos, cómo se distinguían aromas!; diría se que Dios desde su grandioso trono de sultán pretencioso nos custodiaba risueño... que, mientras se distraía enredando con su barba de chivo y prendado de tanta bonanza, con hálitos tibios iba despojando el ambiente de cuantas impurezas pudieran interferir en los delicados y sensibles sentidos de cada cual... Y así percibíamos, tanto esto como aquello, nítido y absolutamente distinguido.
Yo, en honor a la verdad y sin morderme la lengua, podría confesar que sólo tuve gusto para probar una pizca de jamón..., porque cuando iba a picar de la bandeja del salchichón y comprobé que se hallaba sobre algo así con consistencia y trazas de boñiga de niño chico y pelón, fui presa de tal repugnancia que a punto estuve de arrojar el sorbo de café de la mañana... ¡Van a decir! ¡Cuánta tontería! Verás: donde se ponga lo natural, lo clásico... que se quiten todas esas forasterazas melindrosas, de pacotilla... Bueno, para no levantar falsos testimonios tendría que rectificar, puesto que la cabeza de jabalí asada en el horno de la panadería del pueblo resultó muy sabrosa y tierna, y no menos las tortas de chicharrones. Pero el resto... ¡Vamos: sin perjuicio alguno se podría haber dispuesto todo en lebrillos al sereno y de amanecido, como margaritas rociadas y, sin pena alguna, habérselo arrojado todo a los cerdos!
A la grupa de tan retozón alazán... aquél que cual chispa de hulla encendida y en menos que canta un gallo hubo superado, indemne, alambradas espinosas del devenir, arribó Fabi... ya sola, sin el Pintor (extraviado quizá entre intersticios de sueños dulces), por fortuna vestida y calzada acorde para la ocasión... y justo en el instante donde la parte femenina del vecindario... (previamente adiestrada y surtida de canastos de paja cruda), se disponía a esparcir, sobre venterillos aún retozones y picaruelos, pétalos de flores aromáticas y variopintas; según manejaban iban adquiriendo, sin proponérselo, armoniosas posturas y gracia propios de quienes se consideran especialista hasta en siembras aún menos fructíferas y agradecidas que si fueren cizaña... e igual que ellos remontaban con brío y energía la simiente vana, ligera y de colores complejos, pero no en tierras rebinadas sino sobre huecas cabezas tocadas con pieles y abalorios, cuando menos estrambóticos. Posteriormente, tras comenzar a descender tan magna lluvia de pétalos risueños, llegó de lejos un estrépito de clarines en retirada... al parecer huían que se las pelaban de un frente de trompetas furiosas, seguido muy de cerca de guitarras españolas, bandurrias, acordeones circenses, platillos de apoteosis... y de un intrépido, solitario y triste, pero virtuoso violín austriaco. De suerte, los invitados, para imprimir más carácter al ardor sin freno y manifiesto, propendieron hacia el delirio su ya irreprimibles alborozos y charladurías; el tradicional pasodoble, por mera inclinación a la excentricidad, degeneró en vals. Y fuera de sí, mas sin contraer compromisos ni convenios con aparceros de juerga o con aquellas furtivas parejas de ocasión, y a pesar del parapeto impuesto por los círculos de camareros franceses en constante trasiego; convinieron, a ráfagas... y contagiados de la ebriedad ambiental, transgredir lo establecido y lanzar aquellos despojos del derroche contra el silencioso y panoli público aferrado como lagartijas a las desconchadas paredes, a las rejas verde oscuro... Pero no sirviéndose de maneras irracionales y a la par temerosas, propias de los niños... o bromistas de ocasión, sino de actitudes extravagantes, repentinas, livianas, desenvueltas, mundanas y muy modernas.
Para comprender mi aturdimiento, la siniestra desazón que me embargó al respecto, habría que iluminar, despojar, embellecer... ciertos recodos y rugosidades de mi vida, de mis recuerdos... ya roñosos por súbitas e inexorables crisis que en progresión y sin piedad hoy me castigan y acongojan. Verán: procedo de una familia que, aunque no de clase preferente... ni de campanillas de plata, en cambio sí podría enorgullecerse de intromisiones o galanteos varios: ya con unos, ya con los contrarios... y un tanto propensa a ciertas ciencias y sapiencias que no reportan más brillo que el preciso para regodeos escuetamente internos. Hasta aquí me han perseguido rumores de que uno de mis abuelos comprometió corazón, talento, ocio... inmerso, hasta la extenuación y miseria, en alambicados estudios aplicados a croares y saltos de ranas exclusivos y propios de la región, con el simple objeto de contraponerlos al de aquellos otros anfibios... expuestos en estampas a plumillas como alarde de animales insólitos, inauditos, remotos... (así es como consta manuscrito en un diario familiar, después de esta línea hay un borrón, luego la nada blanca); otro de sus hermanos se impregnó de purismos emparentados con demoníacos ideales, sin pretender otros favores que el sentirse mero cogollo... o, cuando más, líder de tertulia, aunque pasado el tiempo y por la tradición de extravagancias subyacentes, se viera postergado al olvido absoluto; y en cambio la hermana mayor de ambos sacrificó juventud y algo de la fortuna que aún conservaban, fundando, regentado, prodigando y manteniendo una Orden idéntica a la erigida por las Carmelitas Descalzas... Sin embargo, defendía con manifiesta cerrazón detalles para ella primordiales: de considerar necesario desplazarse en postulación delirante por andurriales pedregosos e inciertos; no veía impedimento alguno en impartir, con anterioridad y muy aprisa, remedios eficaces para encallecer tanto pies como almas del personal seleccionado al respecto... Mas, y a pesar de todo, ninguno se enemistó ni repudió jamás al pueblo llano; amigablemente, convivían entre la escoria más andrajosa y hasta estrafalaria del entorno... eso sí, con tal que no degradasen estatus ni dignidad. Mis padres, producto de estas rarezas y de alguna otra que me reservo (pululaban y se confundían entonces lenguas, ideas, postulados, tendencias... incluso muy radicales), y por pura ortodoxia propendieron hacia la práctica de la enseñanza sin trabas, arbitraria, colorista, de chirigota... Pero, apenas habían consolidado esto y aquello, hubieron predicado verdades sin ataduras a los cuatro vientos serranos, llegaron a importunarlos ciertos ecos de las corrientes más intolerantes que cabría sospechar; de un día para mañana todo se transmutó... (al menos por esta zona) en pío, severo, envarado, sanguinolento, acedado... ¡no te digo más! De resultas de tal despliegue, confusión, acoso, conglomerado y desconcierto, mi padre se disipó como eructo en un remolino... y mi madre, algo pelandusca, huraña, estrambótica... aunque instruida, quedó relegada, confinada... y suprimida de cargo y funciones... Allí, en la falda de una montaña, donde defienden territorio tanto lobos como águilas reales, proliferan plantas aromáticas, medicinales, especias... y las tormentas desahogan, con tronío y grandiosidad, propio de los ensayos musicales de las grandes catástrofes...; allí, en el abismo de sus ojos, ya de por sí profundos, comenzó en vivo a restallar un relampagueo constante de perplejidad que desembocó en ausencias. Y... Verás: como acaso nos manteníamos a base de esas hiervas que... (a cien pasos cuesta arriba, y antes de cruzar un arroyuelo rico en cangrejos y en ranas con buenas ancas) entre mies, el campo desatendido produce por encanto y de manera altruista. Como complemento y de amanecido, también nos uníamos a las huestes armadas de cestas de mimbre y de valor para el rebusque de aceituna, ajos, espigas... Así que nuestra estampa fue transfigurándose un poco y nuestra mente un tanto yéndose por las ramas de árboles demasiado altos para tan atusadas alas. Sin embargo, como Dios aprieta pero no asfixia, mi tipo, en detrimento del de ella... que engordó y degeneró hacia la estampa de una foca en gelatina, fue adquiriendo, no gran tamaño, acaso finura, gracia, donaire... Y mis facciones... ¡tres cuartas de lo mismo!: un lustre como de cerdo en manteca. ¡Hasta los jilgueros que, con estridencia vivaz y colorista, adornan setos de espinares picudos y velludos, alzaban su gorjeo al advertir mi presencia... y otro tanto ocurría con los grajos que, cuando planeaban bajito y mesurado, se prendaban hasta del aire ambiental que proyectaban mis ademanes! En cambio a ella... ¡le aullaban hasta las cabras! También confluían varios rumores: ¡Que la chiquilla se muestra algo ligerilla de cascos y de ropa; que si éste o aquél rondan su puerta con demasiada insistencia y chulería, sin que la madre oponga traba ni impedimento alguno...! Bueno yo, cuando Don Manuel me requirió por vez primera, siquiera me atreví a alegar que acaso tales rumores no fuesen más que habladurías sin luces ni fundamento; tanto yo como mi madre, ya por entonces a punto de perder la chola y acaso con el comportamiento trastocado, nos comportábamos... ¡con tanta decencia como la que más! Sin embargo, intuí que, precisamente por lo dicho y entredicho... y más que solapó él según me escrutaba sin vacilar, a corto plazo convino considerarme la presa adecuada para facilitar y extraer a su inexperto y dengoso muchacho los más rebuscados colores... Ahora bien, de contemplar lo expuesto, en un alarde de reflexión máxima, aún no me explico por qué hoy no he desechado... ni siquiera en evocaciones a la chita callando, aquella prueba de extremo recato mostrada entonces y en veces sucesivas ante Don Manuel. Y… ¡sin ser proclive a tan lóbrego sentir!; según me acomodaba frente a mi futuro suegro, siempre rondando a esas horas donde temperatura como los destellos fulgentes de la ventana fueran propicios para quedar él velado en la penumbra, en tanto yo restallando y totalmente a la intemperie, comenzaba ¡pobre de mí! a torear tanto respuestas, envites, preguntas, observaciones... como denodadamente y por contra él me lanzaba al quite y con voz de terciopelo, ya dispuesto en capa para envolverme..., pero sin permitir siquiera una altisonante respuesta ni un atisbo de réplica por mi parte. ¡Van a decir! Lo que de seguro tampoco produjo el mínimo desconcierto fue mi pataleta sufrida a cuento de comprobar cómo los de mi misma condición y clase eran no más considerados, por aquellos ebrios chistosos de mi reciente familia, como tentempiés de tiro al plato... ¡Verás!, había gastado los últimos cartuchos de mi paciencia...! Pero... hay que aclararlo; más antes, y de introducir el pasado en un saco a modo de cachivaches, mejor zangarrearlo con furiosa... aunque no es preciso rebasar el grado de borrachera frecuente en bodas. Así que, una vez hube tabaleado la tarta nupcial como una jabata, de la mano de Gustavo y entre deslumbrantes fogonazos de retratista ¡pobre de mí!, con apariencia y gestos de grajo histérico: un traje tan fúnebre, bizco... ¡Según y cuando! Pero nunca me olvidaré de aquella sensación… una calvicie amañada con emplastos de greñas pegados en forma de caracol muerto a una frente de porcelana, e intermitentes arrebatos y requiebros... así de animal pulgoso; no permití ¡hubiese sido mejor catarsis! dar rienda suelta a mis instintos señoritingos, burgueses... (aquéllos que la mayoría disimulamos bajo la piel), arremeter contra los aludidos estafermos de mi reciente pasado, replegados en cadena contra las paredes… Si, la manera de esas contiendas inocentes que libran a tartaza limpio, tanto listos contra tontos, como gordos contra flacos... incluso con igual desenfreno que aquellos personajes de las películas mudas... que nunca viera, pero que mi madre me había desmenuzado hasta la saciedad.
Debilitada la furia, se impone la calma; una vez los invitados fueron escurriéndose entre el flujo de su clamor, el grueso de los más allegados declinó por un peregrinar distendido y en hilera de a dos hasta la cercana mansión de la familia... los demás, levantando el polvo del sendero que conduce al pueblo vecino, desaparecieron sin más... entre brumas anaranjadas, sirenas de auto, y destellos metalizados en fuga. Don Manuel, en cambio, se empecinó (contrariando a sus dos hijos: Corito y Gustavo) en proyectar una vuelta a pie alrededor del pueblo... para tomar el fresco y recibir de lleno y de frente el relente reparador de la luna plena. Yo, si cabe, más aturdido que al principio, me despisté entre el bullicio del vecindario (ahora, degradando decoro, compostura... y, con esa risita bobalicona y primitiva, lanzándose unos a otros los desperdicios, cual manada de caníbales contra misioneros entrometidos), y luego me enveredé hacia la finca vecina donde, pastando y trabada, dejara hacia ya un buen rato a Lucera. Ante mí una penumbra veteada de plata, de serpentinas de piel de serpiente al resplandor lunar, de lechos enfundados con sábanas de vacuidad, de luciérnagas deslucidas… No obstante, nada más advertir el eco de mis pasos cautos, el pacífico animal distinguió el silencio con un relincho fogoso, amigo... y una tufarada húmeda y fluorescente que brotó de sus narices dilatadas, y de su sonrisa estridente... Al tiempo se escuchó un "¿quién va ahí?" que en principio me quebrantó sobremanera; mas el tono de voz cundió luego tan afable y precavidamente que tras el suspiro de rigor no tuve más opción que retomar fuerzas, reparar despropósitos y, simulando azoramiento, condescender a tan digna pregunta: "¡A la paz de Dios hermano!". La yegua, celosa y trémula, se interpuso entre ambos; gesto que aproveché para acariciarle la crin, el pelaje sudoroso, y vencerme sobre su vientre hinchado, cálido, borbollearte... A través de su grupa convinimos (mi voz y la del intruso) que el mínimo ajuste del refrigerio había resultado... procedido... y se hubo lacrado de manera tan precisa, como desenfadada... con ese halo de elegancia propio de las grandes convenciones: como Dios manda... con aires y reflejos de fiesta de altos planes... "No es de extrañar (reflexionaba él... quedo, algo trémulo y con cierta hilaridad contenida) que a gentes tan desocupadas, desenvolviéndose de modo tan grácil y desatada como siglo a siglo vienen demostrando, se las rifen en tantos eventos como convengan organizar... y máxime si se esmeran como lo demostraron hoy aquí; así pues, y sopesando resultados, no es chocante tampoco que, a cambio, muestren cada vez más afán y mayor delirio... ni tampoco que, ineludiblemente y con asiduidad, sean invitados a celebraciones y refrigerios hasta intercontinentales: ¡una cosa lleva a la otra!". El preludio de nuestra charlatanería discurría con absoluta naturalidad, con calma... como si una fuerza ajena y hábil se empeñase en paliar los pro y contra que dificultan o ciegan una amistad en ciernes... Él, cada vez más envalentonado, apostilló que, en unos minutos atrás y al procurar esconderse tras una columna de la iglesia, con el fin gratuito, sano y desprendido de entrever siquiera cómo se divertían los demás, se hubo sorprendido desfavorablemente... o mas bien se hallaba muy contrariado y triste al descubrir que el suelo tan majestuosamente plagado de pétalos de rosa (en principio algo magullado por invitados y artífices, acaso con el trasiego impropio y desmedido de los otros: vecinos del pueblo y alrededores, se hubo transformado en un apestoso lagar sucio de escobajos, pepitas, hollejos... Mientras parloteaba, su rostro se iba erosionando a lunares de sombra según la luna conseguía agazaparse tras una rama de olivo joven; de cuando en cuando también pestañeaba, fruncía el entrecejo, se sonreía y amagaba con reclinarse acaso en la yegua... Yo, intuyendo un estancamiento propio de pesadilla atroz, opté por disposiciones menos campechanas, más castrenses... para poder así, de las riendas de Lucera, dirigirme adonde los pasos majestuosos de aquel hidalgo fantasma tuvieran a bien elegir. La noche alardeaba rebosante de matices, aromas, requiebros, intenciones... A nuestro paso restallaban proyectos... tan frágiles que, según eran acariciados por alguno de nuestro alientos, se desvanecían sin dejar rastro... como pompas de espuma atacadas por insectos distraídos; los olores, presos dentro de cápsulas turgentes, eclosionaban por el mero hecho de percibir nuestra atención... y surtían el ambiente de sueños perturbadores; los terrones de tierra oreada bajo nuestras pisadas a sincronizadas adquirían resonancias enterosas, tal que sin precaución ni conciencia ni consideración anduviésemos estrujando escarabajos en letargo...; y de vez en cuando, olas tranquilas de vientos monótonos traían enredados, entre los tirabuzones de sus guías, rumores fugaces de zaragalla en contienda... tal vez propios de la terca y fogosa chiquillería que, aprovechando la ebriedad de los mayores, se empecinaba en no retirarse hasta que cantara el gallo de Morón. Al final de una cuesta y al borde de un precipicio abismal: a modo de voladizo al vacío, detuvimos nuestra ronda... y, sin mediar palabra consentimos, uno y otro, en observar aquella inmensidad poblada de señuelos: sombras como de feroces bandoleros de mostacho yerto que anduviesen en reyerta, animales quebrantados por la miseria y el hambre en continuo vagar sin rumbo cierto... Transcurrido un momento sin dejar de escrutar, y como por encanto, toda la grandeza de la panorámica se fue salteando de crujidos, de luces titilantes: inertes lagos de azabache floridos de luciérnagas, frondas verdinegras y presas en la quietud exasperante, y arroyos de mercurio donde barbos de bronce bregan para elevar álgidas temperaturas nocturnas. Entonces, aprovechando la peculiaridad del momento, Don Manuel, de sopetón, me exhortó a declarar, tanto la procedencia como los motivos que me habían arrastrado hasta un lugar tan apartado, árido, inhóspito; sus palabras emanaban bienintencionadas, aromáticas, musicales... sin embargo, el miedo impuesto por el silencio fatuo del entorno me dispuso alerta; sin saber por qué, quise preservar el castillo de naipes de mi conciencia… y, sin más preámbulos, consentí responder... bien iba intuyendo aquello que, preso del infinito de sus ojos, me infligían sus propias prevenciones, o aquello causal que mejor me venía derecho. Nada más otorgar rienda suelta a los hálitos que preceden a la palabra, y quizá también por la reciprocidad tan manifiesta de su ansia y la sequedad consecuente de sus labios, deduje que cualquier rasgo, matiz o indicio que me incitara a volcar lo que fuere sobre el abismo doloroso del alba de sus sueños, no tenía por qué eludirlo, ni acogotarme; claro está, siempre sirviéndome de mis frustradas ambiciones... no exentas del rescoldo insuflado por la amistad incondicional de Lucera. Conforme proferí: Aunque no aparente trazas, me dedico a remedar sobre pinturas o frescos deteriorados de épocas y estilos venidos del renacimiento o similares; precisamente no hace mucho desembarqué en España procedente de Urbino, donde por mis méritos notorios fui requerido para intentar reproducir algunos de los motivos, apenas apreciables ya ni en la cumbre de la bóveda, sobre los estucados zócalos del destartalado salón que una sofisticada y demente millonaria había adquirido de alguien... que con anterioridad le fuera cedido por ¡sabe Dios quién!... que, a su vez, heredó de otro alguien muy singular y que en un pasado remoto fue benefactor incondicional del célebre Rafael. Como todo hospiciano que se precie, no fue nada fácil mi tránsito por el tramo de mi existencia ya vivido... y más, hasta no alcanzar sentido común facultativo y reprimir los típicos y frecuentes voluntas de robar y asesinar al primer pajarraco que osaba interponerse en mi camino; incluso subrayaría que, más que deslizarme alegremente, fui, a modo de rehén del típico bounty-hunters de western, arrastrado por pedregales y abrojos hacia un destino más incierto, accidentado y vertiginoso aún que el infierno de donde provenía. Resumiendo: hoy puedo cantar victoria, simple y llanamente porque me ha sonreído la suerte Mariana y la Gracia de Dios al mismo tiempo... si no, ¡andaría más perdido que Carracuca! Los bártulos e instrumentos de trabajo, si se percata bien, no viajan conmigo, los ofrecí en prenda, por la deuda adquirida tras un mes de pensión, a la patrona de la misma... sito a las afueras de un pueblo no muy retirado ni tampoco demasiado cerca de aquí. También se preguntará... ¿dónde habrá dilapidado este individuo los frutos de su trabajo? Pues, no sabría responderle; como al cantamañanas de la canción de otrora, a mí... ¡también se me va a los baños el río de mis dineros...! En este momento recuerdo que aproveché para prender un cigarrillo y restaurar la postura que más se ceñía al relato impreso en el revés de mi pensamiento... reflejado en el espejo roto de su apetito. Luego concluí con rotundidad: Así que, como habrá colegido, soy nada más y nada menos que UN HOLANDES ERRANTE; alguien sin patria, compromisos, fortuna... que, previa ofrenda indeleble de su suerte, se expone tan sólo a aquél que le va a procurar amistad, solaz, cobijo... No hube perfilado la frase completa cuando ya Don Manuel me brindaba un billete, pinzado por el índice y anular de su mano izquierda (la derecha, con elegante garbo, la mantenía abandonada atrás sobre un bastón reluciente y contra la cadera; quizá imitaba al crustáceo que, sumergido en agua salazón y laurel, intenta con precaución y armonía menear las extremidades... según se eleva gradualmente la temperatura del recipiente de la cocción, pero sin ruborizarse), al parecer de notable cuantía... y previamente extraído del mismo bolsillo donde colgaba presa una leontina de oro macizo con diseño exclusivo. Y una vez repuesto el gesto que adoptara para la ceremonia de la entrega del billete, pero sin reprimir el arrebato, se acercó cauteloso, y presionó con fuerza y calor mi hombro en tensión; sus ojos persas permanecían cerrados mientras tanto... Luego adujo: "¡Tú, llegado el caso, te comportarías como un perro fiel...! ¿verdad...?" Ya a lomos de Lucera y justo antes de emprender la senda hacia el pueblo cuyo nombre me fue facilitado por el capricho de la invención, brincó a mi mente una duda: ¿sería él consciente de tan enigmático proceder... o acaso fuera todo reflejo de la profusión espontánea de esas ideas y sueños descabellados que afloran cuando menos se esperan? No obstante, conseguí, tras errantes jamelgos de niebla putrefacta y florecida, vislumbrar cómo Don Manuel, envenenado ¿o contento?, escamoteaba cada ramaje que salía a su encuentro... sin apenas detenerse ni descomponer la apostura ni siquiera propulsar al firmamento aros de humo efímero y santurrón... ¡tan socorridos!; quizás, y con el daño que se causaba en la acción de despejar ramas de olivo, intentara reparar el tono de su estudiado aplomo... o, por el contrario, sólo zaherirse de la trampa que le había tendido su propia temeridad. Así que, forcé a lucera a torcer hacia donde se preveía el camino. Ésta, sin venir a qué, se enfurruñó, bailó aires jerezanos, chozpó, alzó las patas delanteras... al tiempo que retozaba con aspereza, brusquedad. A la sazón venía levantando cierta polvareda, sólo perceptible por la sensación áspera que la brisa procuraba; pero hasta entonces no sospeché que tal vez todo respondiera a maldiciones propias de luna llena... puesto que, escasos momentos ha y sin motivo aparente, se había agazapado ésta tras un bloque en mármol arabescazo... y como una arpía sólo consentía irradiar amenazas... O ¿estaría fraguando alguna de sus maniobras acostumbradas? De cierto fue que, a consecuencia, mi ánimo declinó hacia un paroxismo sin precedente; y por su flujo quedó todo eclipsado, marchito, deslucido, muerto... Sin embargo, sensaciones diversas se presentían entre el aire... cual si estuviesen vivas: aleteos góticos, sordos y tenebrosos de mochuelos y otros voladores nocturnos... que sin el mínimo recato retozaban muy próximos a la punta de mi nariz... y aunque tal vez actuaran a espaldas del tiempo y del espacio, no sería de extrañar que desprendieran, según vagaban entre aires ficticios, singulares tufos a estancia de moribundo... henchido y saturado de vahos medicinales, de excrementos, de esperma reseco, de esputos de ancianos, de orines calientes... O por capricho imitaran a aquellas legendarias rapiñas que apuestos y rampantes caballeros medievales, a caballo, se regocijaban en conservar, reparar y ejercitar, tal que si se tratara de preciados e infalibles instrumentos de caza; tras desfogar su ansía criminal, estos diestros avizores, pringando sangre y aún con algún miembro de la víctima prendido a sus garras, planean de regreso a la mano extendida y enguantada de su amo y señor... para que, según van recobrando equilibrio con espasmódicos aleteos, ineludiblemente y sin demora, vayan siendo cegados con una caperuza específica para la cabeza menuda del ave criminal.
El sutil cambio al que es sometida la quietud de embeleco, en la que háyanse inmersos nuestros casi inertes protagonistas; hubiese pasado inadvertido... de no ser porque Fabi, al desperezar los párpados, ha detenido la mirada sobre la manguera verde... comprobando que ahora ya no la sostiene ni empina mano alguna, sino que se halla enroscada, dormida y babeante sobre la gravilla y junto al yaciente galgo del lunar blanco en el ojo... de casualidad atosigado por moscas y mariposas multicolores; también, en el otro ojo, nimbado por el sol, se afana una urraca. Es de suponer, por tanto, que Carmen, la sirvienta, había huido sin levantar el mínimo alboroto, ni una mota de polvo tras su típico chancleteo siempre en fuga... ni siquiera una sospecha. Después y sin sufrir alteración anímica alguna, la niña proyecta rápidos barridos de ojos al frente... donde, como si no envejeciera el tiempo, la Señorita Corito, Doña Elvira y el Pintor, continúan, aunque algo más demacrados, esmerándose cada cual mejor en su labor; la luz también permanece anclada en el límite de su rubor adolescente... Sin embargo, al remontar la vista, ahora expectante hacia atmósferas superiores y vertiginosas, contempla un notable y súbito deterioro, tanto en la textura de muselina como en el tono flamante y cristalino de hace unos instantes; ahora, de horizonte a horizonte, de norte a sur y de aquí a la eternidad, todo se cubre como tocado por tules inmensos y primorosos: restos, ya zurcidos, de esos velos que el enjambre de novias ultrajadas y abandonadas echan a volar para que asciendan y remonten a otras atmósferas menos guerreras, menos conflictivas. Mas, los velos, aún desde las alturas, tampoco remiten ni aflojan sus actitudes y trazas de amenaza resoluta... ¡menos mal! para, en tanto se brinde la ocasión, degenerar en red burda de cazar gorilas... y desplomarse sin piedad sobre quienes causaron tanta desdicha. Contrariada y aturdida, Fabi opta por entrecruzar sus largas y retintas pestañas: tras su enrejado de reminiscencias carcelarias, el fondo se advierte triste, demacrado, desencantado... piando por desvirtuar las líneas de su perspectiva, o quizá aquéllas pretendan escapar raudas y disfrazadas de venablos hacia el seno de un huracán en ciernes... de ésos que adquieren tal magnitud, intensidad y furia que, de fraguarse con las pautas imaginadas y todos sus ardides, conseguirían sin miramiento alguno arremeter contra cualquier mácula que pudiese emborronar a tan desesperante cielo; aunque primero, ya que quizá anduviese el tul prendido a las orillas con alfileres, lo insuflara, lo tensara, lo zarandeara y lo forzara hasta rajarlo; sin embargo, y según aleteasen lo jirones en remolino hacia el sur, se fueran emparentando más bien con borras o algodones desmotados en vellones pequeños... o en unidades de ovejitas deshuesadas. Por el Este, el cielo vuelve a restaurar su radiante fulgor de frambuesas hendidas por la luz; no obstante hacia el Oeste (tras espiar el horizonte completo) aún vagaban motas o restos de aquel impetuoso zafarrancho de tejidos inventados... ¡tan violento! Pero, al fin y al cabo, ¿por qué los accidentes atmosféricos, de manera tan encarnizada, se empeñan en horadar el solaz de nuestras almas? ¡Ay Dios mío; de un instante a otro, qué borrachera de elementos, qué profusión!; por tanto no es de extrañar que, ciertas tiras de tejidos, a su paso, y por los pliegues más almidonados y rígidos (allí donde anidan los parásitos luminiscentes de entre soles), raspasen rodales en la bóveda turgente, inconsútil... Y que tales desconchones sean fácilmente identificables con un específico jirón de luna... tal vez ése en el cual, y entre ribazos nevados, se intuyen lagunas muertas, colmadas de polvo de grafito; mas donde nunca se zambullirá nadie desnudo ni con escafandra... ni en el resurgir de las promesas, fraguadas en sueños, emergerán siquiera nenúfares metálicos, al tiempo que de espaldas afloren y canten aun sirenas de sueltas y largas cabelleras como de espuma sanguinolenta...
Recuerdo, tal que si hubiese sucedido justo antes de implantar la última puntada sobre este charco repleto de seda argentina... ¡que me está cegando los ojos y la salud! el preciso momento cuando mis padres, sin orden ni rigor, pero tras mucho divagar, consideraron... ya que nuestras endebles contexturas jamás rebasarían a ésas otras de afuera... tan magras, turgentes y vivaces que, igual que hiedra, bien prenden en entramados de celosías en colegios caros, como se aferran a parras contagiadas de mildius, en internados de beneficencia... o, día tras día, recorren sin fatiga nueve kilómetros en bicicleta para asistir, en punto, a clase de francés o griego, sin perlárseles la frente... o tal vez exhalando sutiles aromas a lavanda ácida, recocida, marchita; sí, entre murmullos sin armonía, consideraron que tanto la educación de Gustavo como la mía corriera a cargo de las regletas firmes y contundentes de esas señoritas pías, enérgicas e instruidas, mas oficialmente sin certificado acreditativo alguno... ya que las infelices, al carecer de iniciativa y agallas, se les tostó el arroz vacilando: ora me sepulto en un convento de clausura, ora ingreso en la universidad. Y, entre tanto, estas mocitas singulares no cesaban de afanarse e instruirse agrupadas tras ventanas cuyas rejas floreadas ejercían de amparo y parapeto respecto a las docenas de pretendientes que cada tarde acudían en riada, sin escrúpulos y jactándose de las repentinas hinchazones que incluso antes del cortejo ya acusaban todos en la entrepierna.; con la avidez de las avispas hambrientas yendo a libar en la maniquea flor de la coliquíntida... Ahora bien, respecto al latín, un tanto nos podría valer Don Paulino, el párroco fiero y albino de nuestra umbría parroquia... ¡Qué fastidio!; palpablemente y con igual intensidad no cesa aquella plaga de pajarotas de celofán nacarado que bullen furiosas ante la enigmática realidad de mis recuerdos... y que enturbiaban y enturbian los hechos, como tras un tupido tamiz; mas, curiosamente y según el bochorno de extramuros, desinflaba los mofletes cual angelote... con el mero afán de, a ráfagas, procurar volumen y aire a los visillos lánguidos y fantasmales del gabinete. La penumbra se constreñía y, debido a los alientos cálidos de mis padres, recalaba en oquedales del entorno para que, así (hoy aun infectando el recuerdo), pueda recrearme en sus imágenes, aunque deslucidas, distantes, circundadas por un halo refulgente. Acaso aquel día haraganeaba yo oculta, pero muy quieta y a golpe de aliento de los susodichos parlanchines y, me figuro, un tanto sorprendida y soliviantada por los incesantes cuchicheos que éstos intercambiaban referente a nuestra defectuosa educación, y postrera resolución. Sumergida en la penumbra densa y a cuajarones verdinegros de ciénaga y maleza, bajo las fulgurantes y supuestas pajarotas (acaso ya descritas) que, ora sí, ora no, alzaban el vuelo para seguir regocijándose entre brisas aromatizadas de brea y vainilla... aunque, y debido (como refería antes), al flujo que dimana de la fusión entre alientos ardorosos e internos... y bochornos del exterior, fueran esas minúsculas sultanas nacaradas, adquiriendo tal agilidad que, ni a trochemoche, erraría de afirmar que llegó un momento en que no cesaban de chocar y arremeter contra todo aquello que interfería en sus altos vuelos; después, tras una pausa, aún revoloteaban con mayor rebeldía si cabe, más rocambolescas, desenfrenadas, sin concierto... Sí, definitivamente, me hallaba aquella tarde bajo el influjo de algo misterioso... o destemplada sobre la piel de cebra (mi abuelo, desde la Sabana, la hubo transportado, orgulloso de su hazaña, y sólo con el propósito de que mi abuela la pisotease en negligé; ahora en cambio, relegada a felpudo o alfombrilla, cubría el enlozado bajo la gran mesa de caoba donde mi padre, tras ajustarse las gafas inalámbricas, diseñadas en Milán, con fina caligrafía y en un cuaderno de piel repujada, plasmaba los más curiosos y relevantes sucesos del día), o tal vez sólo reposaba la digestión de las tres guindas en aguardiente que en el almuerzo me habían forzado a ingerir... tras un repugnante ponche de aquéllos tan... (como porfiaban las criadas) buenísimos para... ¡abrir boca!, cuando mi padre, de espaldas a mi madre, resumió: "¡Hazte cargo, mujer; estos hijos nuestros despilfarran tontería a capricho, y mucho mimo; no valen... ni para un barrido ni para un fregado!" Pero aún más me sangra el alma cuando evoco la actitud que mostró mi madre al respecto, y que para concluir el cacareado asunto exageró el cuadro, ante el reverbero de la ventana, de la siguiente manera: tras hurgar con exquisita y elegante repugnancia el codo de una horquilla de su lustroso moño, y con la misma mano suspender unos instantes su collar de perlas auténticas., encajó los dientes blancos y perfectos, acusó los pómulos, enarcó aún más las cejas, y escudriñó el infinito rojo que se proyectaba tras los barrotes; mas, con tan acusado desdén, abstraída… tan brillante de luz blanca que, acaso, recordaba a una de esas esfinges de alabastro arrumbadas bajo la claraboya, en el desván.
¿Qué estaría urdiendo... que casi se atraviesa un dedo con la diminuta aguja de bordar? Verás: ¡a que hierra el paño y todo! Aunque por otro lado, ¡no es descabellado que una, al menor indicio, recele, sospeche...! Recuerdo que su padre, mi suegro, siempre le echaba en cara que a todas horas andaba... ¡distraída tras dos moscas pegadas que rolaran en torno suyo; y, comiendo, conseguía hasta que se le fuera el Santo al Purgatorio! Pero ¡la verdad sea desentrañada! tampoco reprimía él deseos constantes de recalcar a los demás: esto, lo otro, lo demás allá... A mí, sin ir más lejos, me insistía con marcado atosigamiento que, por qué no me esmeraba en simular mejor ese no sé qué mío tan singular, pero tan proclive al de las razas exóticas: "Mujer ¡depílate con más primor las cejas y el bigote, consigue un composición que te esclarezca un poco ese pelo tan cetrino que luces, úntate algo de Veía aurora en el cutis... y no te restriegues el carmín como si fuese pringue de chorizo; en unos días experimentarás logros insospechados y notabilísimos!" Y aun olvidaba a mi alcance, como trasconejadas, láminas y fotos de mujeres imaginarias... aquéllas de pelo volandero y ralo, pómulos de raso de seda, boquita grana de piñón, narices gatunas, ojos cual girasoles, cejas trazadas con compás de mina finísima...
Al mirar el lienzo, así, de sopetón, desmotivado... el Pintor experimenta, siquiera, una aguda y fina punzada de insatisfacción, de melancolía, de asfixia; la concavidad huera que de ordinario alberga, tanto soplos inconsistentes, como volutas tejidas con hilos espirituales y encapsuladas en pompas de jabón (indistintamente emparentadas con el alma... o el ardor), se le desproporciona y a la par se le atesta de tal forma que, de no hallar remedios eficaces e inminentes, confía al menos en que de mutuo propio sofocará en exabruptos... o le estallará cual triquitraque. No obstante, considera a la sazón que, de empecinarse en desenmascarar tan repentino y barroco acceso de sentimientos a colorinches, acaso conseguiría otro quebradero de cabeza más agudo si cabe, pero gratuito. Así que, mejor olvidarlo tal cual... o, ya puestos, conseguir la mayor ventaja deseable. Entonces opta por retener y engordar las lágrimas, hasta extraer del cuadro una visión vacua, vacilante, repleta de lustres, de zigzagueos vertiginosos, de meteoritos en fuga hacia la muerte... declinando al anonimato, a la nada... como anfractuosidades perfiladas en sueños y que al borde de la mañana, por la reverberación del alba, deciden transmutarse aún más difusas, inalcanzables: atisbos de artificios conformados con plumón dorado. Al borde de la enajenación, el Pintor profiere para sus adentros: "¡De perpetuarse las lágrimas, me convertiría en un artista fuera de lo habitual, de renombre, imperecedero, extraordinario...!" Luego, sobre lo consumado, decide trazar algo que traduzca esos voluntas repentinos por vuelos a ninguna parte; recreándose en el aleteo risueño e ínfimo de un cagachín despistado, esboza lo que en su instinto artístico propendería finalmente hacia la beldad del Mascarón de una nave que zarpase, fantasmal, las velas izadas, rumbo a otras atmósferas mejor henchidas de aromas prosaicos.
Fabi, asperjada de sudor, fruto quizá de la recurrencia de un anhelo en entredicho, es aliviada por el aliento que levanta el vuelo sordo de un murciélago enamorado, ávido; gracia bien aprovechada para que de nuevo se le incentive la inercia incondicional, dirección a los conflictos ajenos y gratuitos que se fraguan en ambientes próximos. Semiconsciente reta al más difícil todavía; a la grupa de tan denostado animalillo remonta distancias... así podrá elegir, adecuadamente, el esqueje de vida que más restalle en este instante... y que más y mejor sacie ardores y caprichos.
Capítulo cuarto

Preguntaba desgañitándome, e insisto ahora para mis adentros: ¿por qué ese empeñó en viajar presumiendo y alardeando de tan ortodoxa singularidad, de alpacas reflectantes y champaña como las que entonces sólo se atrevían a señorear aquellos forasteros cursis... u otros recalcitrantes imitadores, genuinos del país que, de manera desenfadada, bien distinguían fiestas, caminos, ferias... o provocaban también hilaridad, sorna y desprecio? Y en tanto que además siempre había escuchado que en el extranjero, excepto en el Sahara, te movías y regocijabas entre aires menos caniculares, algo cantarines, risueños y nítidos; entonces, mucho más a mi favor si nada más desembarcar en Atenas comenzamos a experimentar que, como sirios de cera virgen, nos íbamos derritiendo pata a bajo. Verás: no desvarío... ¡ni un tanto así! si osase declarar que, en la plaza Omonia... donde unos camareros de negro, tras requerir, yo misma y de manera insistente, la carta a voz en cuello y en castellano, y tras desesperar más de una hora volteando huesos del aperitivo de aceituna picuda con uñas lacadas en rojo, se dignaron servirnos tomates crudos rellenos de arroz al orégano ¡por cierto: aromáticos, ácidos, jugosos y muy fresquitos! y, de base, cordero pascual al espetón, flotando en salsa de romero en flor: esto último, quizá un tanto briznoso y revenido, cundían calores de mil demonios cabreados... y un sol de los apodados ¡de justicia!; es más, aquella descomunal, destartalada, transitada e intransitable plaza recordaba a esos muladares o vertederos o cementerios nucleares o automovilísticos.. adonde invisibles funcionarios públicos se acercaban a descargar polen, milanos, pétalos, algodones, motas... que con anterioridad fueron sacudidos por la exuberante y singular floresta ateniense. Y en estéticas de tan asfixiante ambiente también colaboraban, o se entreveían, y no de menor grado ni ahínco, racimos de apuestos señores enlutados y repartidos por lugares inverosímiles... de facciones rotundas, mirar opaco, ensimismado, vertiginoso, ancestral... en cuyas pupilas negras apenas se advertían ranuras ni máculas que imprimieran más o mejores indicios de movimiento y vida que los mostrados por un vacuno que flotase, ya cadáver, río abajo sin retorno... Ahora bien, tales señores, tras el velo vacilante de aquella calina saturada de esencias, filigranas, garabatos, cintas, culebrillas, chispas, remolinos... de atmósferas opalescentes y múltiples, además de extrañeza, irradiaban apostura y, tal casta, que podrían incluso ser equiparados a aquellos personajes de capitales piezas dramáticas de antaño clásico, cuyo sumiso o... ¡daría igual! impetuoso trasiego en el devenir de la literatura, en el transcurso de los siglos, ha venido propiciando el que dotados y agudos profesionales consideren a tan singulares figuras como espejos adonde adecuadamente contrastar los complejos más recurrentes y puntuales de la sociedad en curso; es, por tanto, que, de tropezarse un profano con alguna copia de tales artífices, sorprendido y atónito no dude en considerarla siquiera fruto de nebulosas indefinidas, vacilantes... o inconsistentes trazos de ensoñaciones hueras: ¡cómo, pues, sin desternillarse de risa avistar en un espejo a tu propia alma esquematizada! Así que cuando advertimos, tanto Gustavo como yo, que desde las copas de los árboles se desplomaban gorriones... ¡fritos y todo!, pero sin que a tan renombradas figuras de la antigüedad se les apreciase el mínimo guiño o mueca de dentera... ni que, al menos, tales figuras estáticas y decorativas, con su propio tacón anquilosado no fuesen estrujando las crujientes cabecillas de aquellos exhaustos pajarillos; por tanto, no nos resistimos a aducir que, cuanto observábamos en derredor, tan sólo eran reminiscencias, o prueba fehaciente de que la cultura clásica nunca fue tan clásica, sino todo lo contrario... Mas... ¡Santo Cielo, por Dios Bendito! ¿para qué cataría Gustavo el trozo aquel de tomate con arroz?: estuvo el pobrecillo dando arcadas lo menos una semana... Claro, no es de extrañar tampoco que, entre esto, aquello, lo innombrable... y, por demás, las mareantes travesías en barco, Gustavo no se dignara acercarse a mi vera en todo el... (como gustaba repetir, sosteniendo la varilla de sus gafas, y en un tono más bien de retórica) en todo el periplo; de inclinarme siquiera a ofrendarle un beso, una caricia, un requiebro y... ¡ya el pobrecillo se corrompía y enturbiaba como agua estancada de tormenta! A veces, también se disculpaba alegando que me hedía el aliento a especias exóticas y a cebolleta. Mas mascullaba, apesadumbrado y según de anochecido se retiraban a nuestro compartimiento... con aquel pijama de seda lacia, dócil... y sufriendo un escalofrío tras otros... ¡el vello de a cuarta, no te digo más!, que era presa indefensa de ardides demoníacos. Vamos: ¡van a decir...; con la calina tan sofocante y exasperante que reinaba... igual de noche que de día! No obstante, y ya superada la crisis derivada del tomate relleno, siempre alegaba lo mismo: "¡Cariño, por favor! hoy mejor no te acuestes a mi lado, se me ha rebotado el yogur de la comida; ya viste que, en la cena, no pude probar bocado... sólo una infusión de tila" En cambio, en la vigilia de las noches interminables, desvariaba como un demente insólito y algo traicionero; o tal vez, una a una, desgranaba todas las ocurrencia que se agolpaban bajo sus sienes; tales como...: "¡Cuánto gozaría si me evaporase paulatinamente, de pies a cabeza, entero...; diluirme entre la barahúnda del estrambótico, colorista y peligroso Pireo...!" O aquélla...: "¡De decidir decantarme en este preciso momento, perseguiría balandros, barcos, yates, pateras... entre tan jacarandosos delfines mediterráneos, hasta extinguir todas las energías; después, me abandonaría de espaldas sobre la risueña estela de algún trasatlántico a la deriva y, mientras la espuma de los días lamiera mi contorno, quizá fuese aun macerándome paulatinamente... para, así, proceder a convertirme en plato de carroña de las repugnantes y cegatas gaviotas!" Nadie podrá jamás disuadirme que estas rarezas, pamplinas... y otras excentricidades que me reservo por pudor y decencia, no fueron sino fruto de la educación tan rebuscada y estilizada que sufrieron tanto él como su hermana y, de rebote, también yo; de parte de la sin par y pía "Señorita" del austero traje gris y diadema de pelo muerto; portadora de aquella bolsa de tela floreada y asideros de madera ligera y barnizada, cuyo abdomen, estómago y costillares iban siempre lanceados por decenas de agujas de tejer lana, tal que un San Sebastián de trapo. Es que... ¡hay que ver! Mas, existe algo que no casa, que no concuerda; cuando navegábamos entre la noche, bajo un firmamento cuajado de pestañeos de astros... de lujo, recreo y fantasía, le agradaba que lo siguiese a cubierta. Allí, en cualquier banco o recodo, y expuestos a que nos descubriesen los típicos miembros de la tripulación... (quiénes hasta en altas horas de madrugada, ejercitan en camiseta de tirantes los famosos pulsos y escaramuzas, que alcanzaban su clímax con sexo violento y salvaje: anti-natura ¡válgame dios!) además, presos y expuestos, bajo el opalescente claro de la luna de estío... o acaso por mero ensañamiento de violentas trombas tormentosas ¿por qué no? acabáramos como pasto de peces sin ojos en el fondo de mares lejanos, se empeñaba, pero sin exhortarme primero a prácticas tanto espirituales como de índole más magra... o siquiera a ensayar antes, en declamar correctamente párrafos de "La perfecta casada" de Fraile Luís de León. Y no concluye aquí todo el cachondeo: mientras tanto y a traición, se empecinaba en posar su mano flácida y húmeda entre mi liga y la braguita nueva, alegando que se le quedaban los dedos... ¡como témpanos...! Y, sin parpadear ¡tan ancho como largo! procedía en su faena. Sin embargo, yo, reprimiendo al mínimo el temblor en mis labios, le impelía con quejidos, garrasperas, gañidos... hasta que él, apenas de entre las pestañas consentía que trascendiese ese fulgor característico en los perros fieros... cuando, de madrugada y sin cesar de correr ni aullar, intentan debilitar el ardor del galanteo. Recuerdo también que advertí muy turbada cómo, a pesar del bochorno de julio, brotaba de su boca exangüe un aliento denso y blanco como a vapor de cocido madrileño.
La sonrisa de Don Manuel transcendía a pesar de la socarrona y ambivalente oscuridad, incluso ante sutiles fantasías inventadas por relumbros en zigzag que dimanaban de la hoja trémula de una imponente navaja Albaceteña, con la que yo pretendía domar y pulir la vara de membrillo... elegida con precaución y talento, de fusta para vapulear y conducir diligentemente a Lucera; por supuesto, en tanto lo facilitaban los claros de luna... que, al escondite o al ajedrez y entre nubes blancas y negras, a veces perdían la chola sin determinar cómo, dónde... Pero, y a pesar de la evidencia, los ojos del intruso acusaban cierta turbación, no siempre sincera ni creíble... (jamás se deberían declinar aventuras en detrimento de meros indicios discutibles), si acaso, con el fin ulterior de solapar codicias que, a modo de remolinos convexos, aparentaban o presumían tales que vértices cónicos... de grafito cultivado; o salvaguardando aquellos planes secretos que el tunante, de seguro, amañaba para no manchar su honor... y no vincularse a la idea tópica de aquél que escapa chispando con el culo al aire. En cambio un haz de luna directo a su frente despejada, turgente, morena, prominente... le conminó a que, sin otras alternativas, abandonase las pamplinas y fuese más derecho al grano; aunque él, aún más remiso, intentó derogar las réplicas, ahora con carraspeos floridos de guiños livianos, de muecas refinadas... Harto pues, pero valorando en firme los posibles porqués relativos a la ausencia absoluta de cualquier propuesta digna y en beneficio de soluciones transcendentes... y ¡fuera bagatelas! me enfurruñé con denuedo...; mas a la sazón y a contrapelo de mis principios... o debido quizá a embrujos ambientales; yo mismo propicié meros atisbos de chanza o si acaso de expectación: el puño nacarado de la navaja abierta, en tanto desfogaba brío y talento a favor de la monda artesana de las típicas varas verdes de olivo joven... o de las marrones de membrillo, que tanto una como otra se enorgullecen y empavonan trocándose disciplinas o fustas, con un soplo mágico le facilité un brinco ágil hacia algo contundente, pero franqueable; la hoja, con su correspondiente cacha nacarada, sumida hasta la mitad en la tierra seca y frente a los ojos pasmados de Lucera... que no cesaba de piafar mientras despedía vaho violáceo por las narices y entre sus perfectos dientes de mulato risueño, vibraba proyectado un vagaroso hálito parecido a ciertos nudos de insectos hendidos de resplandor... o como un dominguillo; hecho que provocó en Don Manuel súbitos y recurrentes alborozos... y cierta tirantez a la hora de desplazar miradas. Pero debido a tanta confusión solapada, fingida, huera... o a la intermitente luz lunar, no detecté la arrogancia de su figura con absoluta transparencia (tal vez, a causa de las propias reminiscencias del impacto causado la primera vez que, sin esperar... así de sopetón, presencié uno de sus singulares montajes), en cambio, sí intuí esencias de su donaire, de su casta: la manera de adoptar sin proponérselo posturas emparentadas con esas reliquias pétreas o broncíneas, frías, calladas, fieras... siempre a la grupa de furiosos, forzudos y arrogantes caballos de pezuñas lacadas en brea… al viento, amenazantes o, acaso, irrisorios. También, algo que contribuía a la fascinación de la estampa, fue el fraccionado silencio envolvente; ecos tristes y dilatados de un arroyuelo lejano, los cuales solapaban relinchos bruscos y dolidos de otro animal hermano y próximo, al que con insistencia anduviesen forzándole el bocado o, siquiera, no viniese manejado por jinete alguno y se hallara solo ante un peligro inminente... al que no conseguía disfrazar; triquiñuelas que, al punto, detectó y luego contempló Lucera para replicar derrochando por doquier voluptuosidad, mundología, viveza, vulnerabilidad; en tanto, también yo hice acopio de arrojo necesario para brindar al contrincante, tanto impulsos como muestras claras y suficientes que facilitasen meras posibilidades de escapar indemne de tan inextricable madeja... donde, quizá por presunción, ambos habíamos sucumbido. Así que le insté con voz queda y de manera afable: "¿No insinuó aquella noche clave, tras la ceremonia matrimonial de su hijo Gustavo, que yo debía regresar cuando saldase cuentas y compromisos de mi pasado inminente...? Y entonces ¿no prometió de manera categórica que, aún no siendo ni estando en su proceder protocolario... ni de su incumbencia siquiera, procuraría allanar y adecuar lo mejor posible el sendero de mi regreso... incluso dentro del umbral de su casa? Pues, aquí me encuentro: ¡a su entera disposición!; sólo le exijo plena discreción y no poca holgura tanto en el tiempo, como económica... y recomendarle encarecidamente que, si por casualidad navegasen por sus oídos rumores adversos, ácidos, ofensivos... no dude un instante en botarlos con desdén, autoritarismo... ¡valga la redundancia!; siempre responderían a tretas urdidas para escapar airoso de aquellos vericuetos o atolladeros en los que, con certeza, y en beneficio de súplicas expresadas por usted, me veré inevitablemente implicado" Don Manuel asentía agachando la cabeza con ceremoniosas y cautas maneras... o imprimiendo, en tales, adecuada superioridad, arrogancia. Al tiempo y amparándose en idéntico rito, alzó la mano que no procuraba tirantez en las bridas, para señorear algo que en absoluto supe calibrar ni distinguir... ni tan sólo imaginarlo a golpes de luz de astros. No obstante, el cálido y efímero fogonazo en lengua flava que surgió de su mechero a gasolina (bien adiestrada en lamer puntas de cigarro), de paso sí amarilleó la atmósfera que abarcaba el campo donde se hallaba sumergido el artefacto... desmantelando, si no a la realidad plena, al menos insuflando de expectativas mi atorada esperanza... Y la magia de la inventiva tradujo y despejó incógnitas, no sé si in situ o sobre la membrana donde después, tatuado, mantenemos per saécula seaculórum el ardor de realidad, tal que si fuese siempre reciente, fresco, natural, arbitrario. Ahora, planeando sobre mi propia memoria, advierto que regresa hasta mí el contenido de aquella carpeta... según se esparcía entonces y se dilata ahora, fantaseado por la luz y, a la vez, vapuleado por el requiebro oportuno del animal de Don Manuel que, embrujado y rabioso, parecía y parece ahora, reculando, pretender franquear el espacio luminoso que nos distancia de la nada: oscura como boca de lobo. Así pues, sobre negro, se fija y amplía la primera lámina apaisada, de colores tenues, deslumbrante de luz que no proviene de parte alguna o, quizá, dimane de un entorno aletargado, o del propio centro (coliseo de descarnadas columnas a la intemperie eterna, donde en su interior acaso deambulan ángeles sonámbulos); las calles adyacentes no albergan espíritus de ninguna especie, acaso persisten brisas absurdas que nunca inflarán cortinas ni consentirán que vibre cristal alguno, pero según el tiempo va imprimiendo en cada lienzo su huella indeleble, nadie dudará jamás que tales y rotundas perspectivas, obviamente, se hubieron delineado bajo auspicios soñados... por aquellos artistas del renacimiento que con arrojo y ampulosidad perseguían dejar constancia de sus anhelos. En la segunda lámina, también apaisada y a tonos igualmente dulces y glaseados, la luz gélida y desnutrida insiste... e insistía entonces en intimidar o retener al Tiempo, al Espacio; parece como si el singular resplandor, a espaldas y en discordancia absoluta con el propio pintor (discípulo de la SCUOLA DI PIERO DELLA FRANCESCA), intenta desentrañar la genuina naturaleza de lo ideal, de lo imperecedero; lugar inhabitable, árido... donde extraños seres con apariencia mecánica, bien si conservaban posturas estáticas propias de su intrínseco proceder, como si de súbito fueran sepultados por una turba gigante... o una plaga de langostas, se amparan siquiera en las nulas intenciones del entorno, en cómo deslucir su absurda y locuaz jactancia. Sin embargo, la tercera y última de las láminas, de tan valientes perspectivas como las anteriores, si cabe, acusaba importantes muestras de vida, en tanto cualquier línea, trazo o garabato expreso incurría en manías tales como propender sin resquicios ni titubeos hacia atmósferas marinas, tasamente diseñadas al fondo, allá donde confluyen perspectivas: atrezzo en sedas de organdí y raso, del cual restallaban barquillos de papel nadando sin rumbo; también, tras de algunas columnas (expertas en acoger arcángeles insignes e insenésceres que, con imperecederas varas de azucena blanquísima y en mano, por los siglos de los siglos ¡amén! continuarán ofrendando a quien corresponda), se cimbrean cipreses verdinegros, maltrechos, retorcidos, jorobados... bajo un cielo deslucido y triste. En consecuencia, Don Manuel intentó pronunciar con voz frutada (de aguja, como el clarete del Penedés) un sucinto mensaje que reparara tanta incertidumbre, tanta sorpresa... a pesar o en consecuencia de la brisa húmeda que comenzaba a trocarse lluvia flecada de tul blanco ilusión: "¡Resguarda estas láminas del aguacero, sólo son imitaciones esmeradas de cuadros italianos muy antiguos y valiosos; cuando te instales, consérvalos en lugar seguro, pero asequible, porque, quizá, los aprovechemos, no sólo para abundar en signos de tu proceder, sino aun para reforzar cualquier oficio que convengamos inventar... sin demora, incluso esta noche mismo si fuera menester! Dentro de este hatillo granate existe, como apoyo, un surtido con todo lo necesario para argumentar y defender la que tal vez sea la profesión más idónea que debieras adoptar...¡Es más, y en tanto que coincide y se complementa con la obsesión a la que Gustavo viene entregándose plenamente, así resultaría más apropiado y fácil permanecer alerta y en su propia sala. Tus ocupaciones anteriores, ni otras fruslerías anejas... !no me incumben... no interesan!; me consta que no discurrieron como Dios proyectó. Así pues, mejor olvidar y comenzar desde cero; y aunque para el resto de mi familia, de todas, todas ¡tenlo por seguro!, oscilarás entre lo malo y lo peor, siempre debemos ampararnos en el dicho... que ¡por mucho que la mona se vista de seda mona se queda!; nos beneficia en modo sumo esa fama y trazas de trotamundos que aparentas, defiendes, te jactas...: artista y pintor pirado que, escrutando sin aliento ni pausa, hasta se rebaja o se enaltece en pos de mendigar motivos de inspiración... allí donde anidan escorpiones: ¡bajo las piedras, si fuese preciso!; singularidades estudiadas por mí (acaso alguien se envalentone y proceda o preguntar), que a la postre resultarán ¡ya lo verás! de lo más ventajosas... en tanto que, y respecto a teorías pictóricas y otras opiniones de género ordinario, Gustavo y tú os parecéis considerablemente; habida cuenta que ambos, cada cual en su área y a su estilo, acariciabais pinceles y os hallabais desde la infancia muy ensimismados, demasiado sensibles... y ¡más endebles que guacharros de paloma! Ahora... ¡escúchame con esmerada y tísica atención... y de ningún modo concluyas que por acallados son eludidos otros sutiles, pero evidentes entramados, fruto de la voluptuosidad ambiente!; de sobra, entonces, anduviste alerta o al menos te moderaste al intuir que alguien interesado y pendiente de tus vacilantes propósitos no cesaba de observar... ora el pícaro interés que prodigabas a mi hija, ora el no menos intenso y lascivo sentimiento que con astucia entreverabas, a base de miradas de soslayo, contra mi indefenso y obnubilado hijo. Procura, pues, conservar el equilibrio; y en tanto que... y como de sobra habrás intuido, a mi hijo apenas le restan meses de vida... y a mi escuálida y excéntrica hija... quizá ¡otro tanto de lo mismo!". Concluida la disertación, Don Manuel recompuso el gesto... (insistió hasta convertir la sonrisa en mueca fría, de bronce rociado) y fue frenando e instigando al caballo hasta obligarle a que reculase hacia la incertidumbre; entonces una cortina de agua espesa y a entreveros plateada se interpuso entre ellos y nosotros.
"¡Francisco alegre... corazón mío...!" Esquejes, brotes, esencias... de esta tonadilla suenan enredados o prendidos a la brisa que ventila la memoria de la Srta. Corito; exhausta, confundida, sudorosa... tal que si la exclamación del estribillo en entredicho, disfrazado de hoja de acero, le amagase con saña el corazón. O siquiera (se pregunta ella, y el resto lo corroboran inconscientemente) dichos gañidos los despida Carmen desde el antepecho de la ventana, en la cocina del Pintor... mientras proyecta, risueña frente a bandadas de golondrinas, qué aviar de cena. No obstante, ¡era de temer! La Srta. Corito necesita abandonar por un momento la labor y avistar mejor el infinito... para así cerciorares adecuadamente dónde y quiénes levantan trinos tan estridentes: "¡No fuera que... (zahirió en voz muda) prorrumpan de las entrañas mismas de mi cuñada!" Después, entorna con amargura los párpados lívidos, pellejudos... Y justo en el momento de volverlos a entreabrir y, en consecuencia, dilatar la vista, advierte cómo un hálito embrujado, cálido y cobrizo, remonta y enmaraña la melena de Fabi... y, no del todo satisfecho, este mismo elemento fantástico, a veces eclipsa el conjunto entero para alzarlo en vilo; pero, como tantas otras, lo sostiene y frena... cual si de un comenta amaestrado se tratara... O quizá remedase mejor al cisne de nuestra común invención, ya que, igual que él, al intentar despegar el vuelo de la superficie del lago aquél ungido del arrebol del atardecer, la propia densidad del fluido supuesto... (habida cuenta de su apariencia sólida e irisada cual sustancia de perla peregrina) tratase de retenerlo; entonces, angustiada y ajustándose las lentes, la Srta. Corito aprovecha para exhalar un suspiro con la manifiesta intención de derrocar encantos tan canallescos, tan hipócritas: ¡no podía más!.
¡Qué Dios me absuelva!, pero deduzco, y tanto mejor en la distancia, que mi padre, mientras vivió mamá, apenas se supo artífice de otros ardides, sino de aquellos que selectivamente refuerzan posturas anímicas, propias de la fragilidad patológica de ella... en constante estado crítico, desde punto y hora que se supo infectada del clásico y razonable sentido común, antes de la pubertad; sin embargo, acaso en los albores del día, él, afectado por atmósferas tan agobiantes, y antes que mi agónica madre desperezase totalmente, demandado cualquier bagatela, quizá diseñara paseos en torno al pueblo (primero idílicos, luego geográficos), para así entablar conversación y algún compromiso furtivo con aquellos vecinos o forasteros que, a horcajadas sobre burros pencos y recamados de mataduras, emprendían la desbandada a diferentes fincas de labor, para librar jornadas esporádicas y de sol a sol... Pero hasta la siguiente mañana del segundo funeral, en aras del alma de mi madre camino ya del cielo, no enfatizó maneras ni tonos en los encuentros... Y tal vez no prosperó ninguno de ellos hasta la mencionada mañana... tan singular, cristalina, primaveral... en la que quizá la providencia exprimiera volutas de ozono sobre gavillas de cebada verde... ¡tan milagrosas!; recientemente cortada y apilada sobre un remonte umbrío... ni muy lejos ni muy cerca, más bien a la distancia perfecta donde los pajarillos picotean, trinan y gorjean a sus anchas, alborozados... sin el menor reparo ni miedo a que algún bien-andante (un tanto atormentado y desabrido... y tocado de sombrero de paja cual espantapájaros que rigiera sembrados de trigo dorado), declinase su ventolera y en detrimento de la ecología... Allí, según se detuvo la aspirante a esposa a admirar tan distinguida estampa... (a contraluz: gallarda, fascinante y sólida silueta a la grupa del animal) y en tanto con ampulosos ademanes exageraba su regocijo sobre tamaña profusión de fragancias arremolinadas, bulliciosas, de colores distinguidos... debió fraguarse el encuentro clave entre ambos: Elvirita y mi padre; ¡maldita sea...! Quizá, en vez de a ella, mejor y más próspero hubiese resultado tropezarse con una camada de gatos... ¡digo yo! Aunque, de sucumbir al galanteo incondicional, bien si al son se padecen arrebatos súbitos y propios de ambientes lejanos, sofisticados, luminosos, dulces... y no tan típicos; ¡aunque se proceda en favor del placer facultativo! Es más, si uno se empeña, puede conseguir realidades equiparables... sin parangón. Por tanto, no sería de extrañar que así discurriese la farsa: "Qué de mañana acude usted al pueblo, Srta. Elvirita; no se apresure, puede que aún no haya pujado la última hornada de pan; en especial esta última siempre requiere bastante más cochura... ¡como los panaderos a esta hora andan tan cansados, pues aún mejor me lo pone...!" Entre risas, sofocos y accesos agudos de timidez fingida, no fue disparatado que al punto repusiese ella... procurando que su falda roja, al ritmo del trueque de su cintura, de gráciles jaleos a su melena azabache, y no menos al ahuecarse el volante que tanto enriquecía y honoraba su voluptuoso escote... construyera como un remolino de sangre limpia y sana, para verter todavía templada y espumosa sobre un repecho próximo y cuajado de flor de manzanilla, de jaramagos en flor; y de seguro, se agachó la pícara truhana al atisbar que Don Manuel hacía amagos de bajarse del caballo: "¡Huí, pero si no me dirigía a la tahona; de fijo que usted y su familia opinan que ando siempre a la que salta!"
Desde la más tierna infancia tuve por firme y verdadero que tanto mi cuerpo serrano como mis facciones, que con brío y gracia apuntan a aires africanos o húngaros (labios perfilados, oscuros, esponjosos... el tono aceitunado de la piel, la melena... y también ¿por qué no? ese culote respingón que hasta sin música baila al compás de mis propios pasos y aun... de los silbidos de quienes se hallan cerca, comiéndome viva con los ojos... y esa singular manera de guiñar, con tanto desparpajo, un ojo y el contrario), fueron los causante de la irrefrenable atracción que yo levantaba en los demás, sobre todo cuando campaba retozando por esos andurriales de Dios, con mi falda roja de capa, el clásico picorcillo... frecuente y típico en la edad clave que disfrutaba; sin descanso ni pausa presentía el acecho vivo y furioso de miradas anónimas, que bizqueaban presas en cada punto discordante de mi figura... o tal vez, de veras, las advertía prendidas de aquellas protuberancias de mi tipo que mejor vibraban a ritmo de espontáneos y gráciles requiebros propios y ajenos... Y hasta cuando seguía caminando, sin cesar de avistar horizontes, por tiempo ilimitados o infinitos, percibía ardores a mi espalda, cerquito al cogote... Y aunque no peinase moño ni trenzas ni rodetes: ¡Van a decir! Así que, cuando Don Manuel propuso, por mediación de uno de sus sirvientes, concertar una cadena de citas furtivas conmigo, no es de chifladas que experimentase como si mi pecho se sollamase... tal que un corcho impregnado de alcohol y cercano a la lumbre. Luego, procedió todo ¡tan aprisa!; tras fijar, él mismo, nuestro primer encuentro junto a la acequia maestra que proveía de agua de riego a sus ilimitadas huertas, apareció envuelto en vahos vacilantes de lejanía... y así, como si de maniobras infantiles se tratase y, nada más creerse reconocido a la grupa de su caballo jerezano, simuló, con sorna, como si derogara la entrevista concertada con un ademán propio de despedida... con oscilaciones tristes de su brazo cansado; tal vez para que me confiara y, sin vigilancia alguna, me aplicase robando habas de a la vera del camino, hasta completar dos talegas si fuera menester; triquiñuela que acepté de buena gana, acaso con el fin perverso de entrar en el juego típico del abuelo y la nieta, del ratón y el gato, del novio y la novia: ¡corre, corre, que te pillo! Después, cuando hube formado la lazada en el gañote de la talega repleta de habas, y sin dejar de observar de refilón, ya andaba él procurando intimidarme con miradas pícaras de maletilla jubilado y una indiscreta sonrisa de recluta cascado, perpetuo... que afloraban, intermitentemente, de un flanco y otro de cierto nogal, orgullo de la familia. Mas, cuando fingía embebida, ajetreada y aún anudando la última talega con el culo en pompa, presentí tras mía, como si anduviesen fraguando ciertos acosos irrefrenables; de refilón comprobé cómo se bajaba el pantalón, la manera ridícula de caminar con él en traba... y la verga apenas tiesa, pendulota, enhollinada, sujeta entre sus dedos trémulos y sarmentosos... Y cómo arremetía sin demora, pero de manera torpe, contra mis nalgas al sol... apenas protegidas con braguitas de ensueño a ganchillo; luego, refregó con furia desmedida la presunta altivez de su aparato venéreo... o siquiera... ¿impuesta? contra mis muslos... Al instante, imitando a los conejos, ya eyaculaba, se vencía inconsciente y de espaldas, incluso pataleó un poco. En cambio, cuando remediaba trazas y compostura, ya a la grupa de su caballo jerezano, advertí que, al tiempo, reprimía manifiesta propensión a la náusea espontánea, en escopetazo; es por tanto que pospuse enjuiciar tan ridículo acoso: nulas explicaciones respecto al hecho en sí, escasa disposición en barajar otros deseos que no fuesen los propios... ni dirigirme otras soeces que las oportunas cuando los golfillos pretenden satisfacer a burras en celo. Luego, instigó al animal con denodado ahínco, pero aún consiguió que, a escasa distancia de su retirada, frenara para así advertirme: "El eco de este percance, confío que se disipe antes que levante vuelos. ¡Y acércate mañana por mi salita, que me urge comentar contigo de cierto asunto muy delicado; quizá no lo expresara bien en la misiva primera, aunque... ¡tenlo muy presente!: sólo para eso fue verdaderamente para lo que te requerí" El animal, sin más orden ni ruego, muy precavido, pero fogoso, reemprendió la retirada tras relinchar eufórico, con excelsa distinción y orgullo postrero; las nalgas turgentes y membrudas relucían al trote como recamadas de espejuelos.
En nuestra primera infancia, tanto Gustavo como yo: muy quietos, calladitos, sudando bajo calinas atroces y máxime si nos obligaban a dormir la siesta, de manera desaforada e ilimitada pujábamos por el cariño estilizado, protocolario y, en apariencia, ecuánime de nuestros progenitores; de manera arbitraria y alternando: ora a éste, mañana al contrario... según la luz, los deseos de la carne, la temperatura, los sueños, la estación.... Sin embargo, jamás les sorprendimos en actitudes de favoritismo o inclinaciones hacia uno u otro de nosotros... ¡se comportaban, no sólo como provincianos de honor y principios inefables, sino igual que padres modelos que defendieran a ultranza cualquier matiz que le reportase lustre y caché... (incluso, y a la postre, aureola de leyenda) frente a los de su entorno próximo y del futuro... éstos y aquéllos, siempre sumisos, postrados... aplaudiendo y, por contra, sin reparar ni juzgar aquello que sus omniscientes artífices declamaban con engolado tono... ¡por muy novedoso y extravagante que les pitase a ellos! Más tarde comprobé que, de forma muy estrecha (dada la civilizada y tácita discordia que reinaba tiempo ha entre ambos cónyuges), anduvieron conchabados y resueltos tocante a ciertas singularidades nuestras, más bien en el plano de la educación, y en el monetario. Lo supe porque una tarde que, y sobre ciertos murmullos en el círculos concéntrico de la servidumbre más de batalla, según discursos titubeantes de aquellos otros criados más adictos, fieles, dignos... y resentidos además, todos pudimos entender que... "Los Señores, desde la aurora, disfrutan ya camino de su anual viaje de rigor, de recreo, de esparcimiento... dispuestos, como es habitual en su clase, a frecuentar, bajo reverberaciones propias de otoños cobrizos en la ciudad de Lisboa, este o aquel rincón que mejor les dicte su caprichoso talante turístico; van a reparar... rellenar periodos en blanco, vacíos... (cual papagayos y no con la debida dignidad, repetían y repetían... en el día mismo de la partida... y por orden expresa de mi madre, ya, y mientras otros acoplaban el equipaje, sentada junto a la ventanilla próxima al asiento trasero de la izquierda del Haíga negro), allí donde zambullirse, con propósitos nunca transparentes ni resueltos... allí donde convalecer y paliar amarguras sobre tumbonas en crochet de hilo de pita... o, acaso, trapisondear frente a brisas marinas, reconstituyentes, refrescantes... en detrimento de calinas y ventoleras del recuerdo...". Hete ahí un ejemplo nítido del porqué de mis berrinches y pataletas de entonces, pues ¿a qué ella y no yo?; pero no sólo en detrimento de la ciudad, cuna de los Fados, también tocante a cualquier otra... de las muchas como por casualidad hubiesen resultado ultrajadas o siquiera maculadas por los remilgos de forasteros tan provincianos, garullos y singulares como mis padres... y en particular mi madre, aunque estos solapasen sus ostentosas maneras bajo equívocos epígrafes brillantes, imitadas por bocas tan profanas; no obstante, superados los oficios propios del funeral de mamá y tras un periodo de luto que abarcó incluso hasta la noche anterior al casamiento de Gustavo, mi padre, decidido a reparar o ahuyentar para siempre penas equívocas y tradicionales... y disuadirme de aquellos enconados y crónicos sentimientos de culpa... ¡tan recurrentes! dispuso, pues, nuestra primera escapada. A la sazón me advirtió también ­(recuperando para la ocasión el tono afable que me prodigaba cuando era muy niña... y no el otro adusto que adoptara desde mi adolescencia hasta que asumió definitivamente el que yo fuese y me comportase igual que tantas Señoritas... aquéllas delgadas y elegantes de las revistas de moda), que el día menos oportuno, de manera irrevocable, y aunque me empecinase o sostuviese lo contrario, daría con mis nervios y pellejos en el retrete más próximo o en cualquier esquina. Al regreso, ¿por qué iba, insistía yo, a presumir y resaltar menos que ella, tasamente, recuerdo que osaba argumentar, declamando casi en éxtasis y a voz al cuello, que... de allá en la ciudad donde estuvimos, justo cuando se confundían ocasos con auroras, y la atmósfera baja se tornaba... "¡paleta, a la cual acuden ángeles en lento descenso, para mojar con esmero y regocijo los delicados pinceles de sus alas desplegadas... dispuestos al instante a plasmar con arte y firmeza: ya sobre anhelos de enamorados o bien contra viento y marea... espectaculares diseños de naturalezas valederas para días inminentes; acaso, dichos espíritus materializados, se ensimismaban antes de actuar, suspendidos y presos de oleajes esmeraldinos y recabados de diamantes, sin cesar de difundir, con aleteos rítmicos, destellos y gamas completas de todos los colores!" Ahora bien, figúrate que, por casualidad, en periodo tan crítico... (no el relativo al que yo disfrutara visitando por primera vez Lisboa... y de regreso, casi etérea, planeando a una cuarta del suelo, sino entonces, cuando mis padres se fugaron acaso de madrugada) me sentía, tal vez por la incapacidad de expresar mi codicia latente ante los criados, inspirada y propensa a profanar y husmear por allá donde nos fuera vetado siquiera detenernos mi hermano y yo; por tanto, es comprensible que me resultase fácil encontrar y abrir, con un llavín oxidado y hueco... (de manejarlo a base de esmerados rozamientos sobre la parte afectada o dolorida, en manos brujas servía y sirve para aliviar tanto congojas de pecho, como en prácticas de abortos) que, por inspiración o casualidad, a buen recaudo hallé envuelto entre corbatas y pajaritas ya percudías en un cajón de la cómoda del dormitorio de mis padres, siempre en penumbra: persianas bajadas, cortinas y visillos corridos y el abrumador y empalagoso aroma que emanaba del par de áncoras de imitación... alzadas sobre sendas jardineras de madera en nogal bruñido... y ricamente coronadas de ramajes de tomillo, romero, abrótano, lavanda, orégano, sándalo... a un lado y otro de las cortinas adamascadas, pero algo corroídas y descoloridas, donde los bajos; o siquiera fuese allí, dentro del cajoncito de la mesa situada, acaso de adorno, en el primer rellano... nada más terminar la escalinata, la cuál se bifurcaba en dos más estrechas, y no ya de mármol, sino en madera crujiente, gótica... adonde, contra la pared y bajo una ventana ojival y vidriada en tonos multicolores, resaltaba un gigantesco lienzo... en tal grado renegrido que apenas se apreciaba la silueta magullada y putrefacta de un Cristo Muerto y desnudo... de finas facciones y guapo como algunos revolucionarios sudamericanos, al que se supone abandonaron sobre ribazos de tierra volcánica, a poco de trasponer el sol... y aún cuando la atmósfera no ha perdido del todo su lustre. Mi instinto de espía se disparó entonces al entrever, bajo un taco de papelazos amarillentos, una cartera entre cuyos documentos sellados y lacrados se ocultaba un pliego de papel de barba; en el borde lateral interno y prendido a la parte superior con un clips, resaltaba una nota que, por sus maneras protocolarias en cuanto al contenido y forma, pareciera estar prevista como anexo para incluirse, presumiblemente, al testamento familiar... ya que, y como agravante o indicio, ostentaba ínfulas caligráficas de puño y letra de mi padre, pero en cuanto a la esencia del texto sospecho ahora (entonces lo adjudiqué sólo a un cerebro de fama) que quizá derivaba hacia talantes emparentados con ciertos artículos, entonces en ciernes para profanos, aunque en mentes privilegiadas ya en candelero... divulgativos, muy prósperos... donde de seguro se hacía hincapié o se concluía que, apoyando a la escuela vienesa de psiquiatría, y en contraposición con la anglosajona, resultaba mejor y más beneficioso, hasta desde el punto de vista psíquico y fisiológico, erradicar la ley que lícitamente sigue prodigando favores absolutos al primogénito; que... ¡ya estaba bien de propender o beneficiar siempre al mismo! en detrimento de los otros más pequeños... incluso, aunque aquél sea descendiente de la realeza y apto hasta para dominar el mundo... Conclusión que no dejó de socavar mi mente, en tanto y cuanto me viera inclinada a sospechar que mi progenitor no resultaba tan trigo limpio ni noble como aparentaba, más bien todo lo contrario; habida cuenta que ya conocía él el canallesco y fatídico pronóstico de mi hermano, su hijo primogénito: éste moraría ineludiblemente y sin apelación posible antes de alcanzar la edad madura... salvo si la Providencia (a quién mi padre no profesaba ni excesiva fe ni casi respeto) obraba debidamente... o la suerte, o la magia... ¡que para el caso es lo mismo!: conducirse de canto y sin ningún roce ni contratiempo, a base sólo de jaculatorias que progresivamente virasen el ambiente infecto y fuliginoso hacia púrpuras de lujo, muy aromáticas. Volviendo al eje madre de mis incursiones al pasado, supongo que jamás logramos ninguna de las quimeras en candelero: aquéllas que nuestros padres diseñaron, sin disimular hipocresías y con el sólo propósito de brindarnos una educación que no despertase escándalos ni sospechas... o equiparables siquiera a esas escuelas que difunden textos seudo-científicos o de pacotilla, acaso fueron las que se llevaron el gato al agua. Es obvio por tanto que, a través de atmósferas inventadas, nos acostumbráramos al menos a no sufrir y, de manera extraña o en principio debido a insistentes y perversos juegos compartidos, en pro de resquemores súbitos... cuyos flujos iban cundiendo camino adelante por marcadas y exactas bifurcaciones, procediésemos, tanto Gustavo hacia un mutismo rayano al autismo patológico, como yo misma en plancha hacia una irreversible muerte por inanición... fundamentada en los peregrinos escrúpulos relativos a la comida ordinaria o, más bien, en la propensión al atiborramiento de chuchearías y refrescos, a los vómitos nocturnos y diurnos... Y, consecuentemente, tal conducta, propia y digna de dementes aherrojadas en manicomios... o de novicias a cal y canto encerradas en conventos de clausura. También sucumbimos víctimas de un amor recíproco: tan espiritual, enfermo, romántico, pleno, infinito, frenético... que, a poco, quebramos la frontera de las normas ortodoxas. Y más Gustavo que, cuando en las enfermedades infecciosas (muy críticas en él, de ahí que se adoptaran precauciones extremas), sufríamos convalecencia compartida, se aferraba a mi talle como a un clavo en ascuas; en ocasiones estuve a punto de expirar debido a sus fieros abrazos. Por distinta vertiente, en diferente plano... continúo observando episodios de nuestro pasado, envueltos en penumbras sospechosas, indefinidas, escabrosas... o enfrascados en empresas de difícil comprensión para los adultos: tales como el recabar con exhaustivo afán, y de libros arbitrarios, información, aunque huera y estrafalaria, pero suficiente para, de proceder un supuesto jurado, como de chirigota, condenar y conducir a nuestros padres al garrote vil... mas siempre zozobraban las últimas pesquisas y, debido quizá al mero furor compartido... o de andar ya cercanos a las conclusiones definitivas o, por el contrario, temer que nos enveredamos hacia el texto indicado, pero sin el objetivo idóneo, titubeábamos... Así, de tal manera, afluyen a mi memoria... tantos y tantos esquejes de nuestras correrías, envueltas de atmósferas sofocantes, ásperas, turbias... siempre al retortero de sombras deslucidas... o desprovistas del mínimo lustre, sonido, olor: espolvoreadas con harina de cuento... ¡Pero con la fuerza real y nítida de aquel enjambre de moscas de pedrería que ronda vertiginosamente ahí sobre la barriga ensangrentada del pobre perro aún caliente!
Capítulo quinto

El pintor, al tiempo de recrearse en el efervescente y bien alineado batallón de moscas, ya ahítas, zánganos... y dispuestas a desfilar en retirada, de nuevo hacia otro manjar... tal vez más maduro y aromático que aquél que les hubo brindado el animal destripado, percibió la imagen inmóvil y transparente de sus facciones reflejadas en el cristal del batiente derecho de su balcón... largo tiempo espejeado por las reverberaciones cobrizas del último sol en coma profundo, mas ahora antepuesta a esa otra de las moscas fogosas y flavas... como si se tratara de un lienzo donde el supuesto artista hubiese conseguido plasmar el pensamiento evanescente, volátil, furtivo... de alguien muy espiritual que penara ante una escena sobrecogedora... la cual y a la sazón anduviese acosada por una torva de insectos histéricos, indeseables, hambrientos.
¡Pero en absoluto conformados todos los puntos y vertientes de tan alambicado proyecto!; entre una y otra de las expuestas imágenes, y en el mismo plano, intentan solaparse trazos de mi estrafalario recuerdo. Dato: tras la concertada charla con Don Manuel respecto a mi ya definitiva y bien celebrada vuelta a su finca... al día siguiente, cuando recostado bajo el voladizo de un cortijo sitiado por un frente de cipreses que, quietos, firmes, expectantes... a la distancia propicia para vigilar con exactitud el mínimo acto en pos de la decadencia del inmueble... y quizá aun de su inminente derrumbamiento... y mientras degustaba silencios superpuestos a brisas dulces de aquel alba, a burdos brochazos de malva, vislumbré una escena aún más inquietante, repelente, abyecta e insólita: un cabritillo a rodales blancos y canelas, debatiéndose entre vida e infierno, arriba del tronco de un olivo añoso, a vetas negras, de líquenes, musgosas... con hojas arrebatadas por manchas extintas, de naturalezas enfermas... y mientras un halcón, suspendido por su elegante y majestuoso aleteo, se afanaba en ensartarle a la víctima el ojo, que aún se mantenía latente y sin reventar dentro de la órbita... sirviéndose de la parte superior de su pico curvo y afilado: en garfio de carnicero pirata; el mirar de tan magnífico y orgulloso pájaro, todavía se filtra en el recuerdo de manera feroz, inteligente, desvergonzada... ¡debilitando mi estabilidad, mi cordura...! (recapacita el Pintor, temiendo que, indeleblemente, tan mayestática mirada se fuera perpetuado para interponerse, al fin y por siempre, entre cualquier mero visaje propio del ensueño, de realidades eclipsadas, planas, sin volumen... igual que entonces cuando, decidido, vehemente, y resuelto a engordar las filas de tan deteriorada comunidad, cabalgaba de espaldas al crepúsculo, ya próximo a su destino final: una destartalada finca, entera incendiada por el consecuente resplandor), sí, debilitándola como si a partir de ahí esto se convirtiera en algo intrínseco a mi ser... Fui... ¡para qué negarlo! presa de aquella persistente y cruel visión... incluso cuando, y una vez superado el umbral de la magnífica puerta que a duras penas hoy otorga postín y brinda permiso a quien envidia penetrar en el jardín de entonces (ahora planicie árida e infecunda donde duermen reliquias de maquinarias oxidadas... que, de manera paulatina, día a día, minuto a minuto... por inclemencias o el propio peso se van sepultando más y más hondo... en la tierra, bajo la broza), presenciaba cómo los gerifaltes miembros de la familia en cuestión desplumaban aves de diferentes especies, de variopinto plumaje... alborozados con motivo de no sé qué fiesta de reciente celebración. Al pie... y a rescoldo de una lumbre de grandes troncos candentes, ramas de olivo... y entre triquitraques, chisporroteos y llamas despiadadas y fieras, las múltiples aves, ya desplumadas, eran, por el grueso de la familia, flameadas con celeridad y destreza. Es más, conduciendo de reata a Lucera, según enfilaba de frente hacia el grupo, comprobé maravillado cómo se trocaba cada una... de tan singulares, expectantes y variopintas miradas, por otra distinta, displicente, broncínea, jactanciosa y única para todos: la del bello pajarraco en entredicho, que brincaba en mi memoria desde el amanecer, con perseverancia... tal como lo hube percibido nada más abrir los ojos, o en el instante mismo cuando el magnífico animal de rapiña, ya con el globo ocular del cabritillo prensado en su pico característico, escrutaba mis entrañas... con suma frialdad, dominio, instando a mis vísceras para que se levantasen en pie de guerra a luchar con denuedo... en vivo y sin otro amparo y padrino que el amanecer desnudo, descarnado...
Ese alma cántaro no es de este mundo; habría se visto cuajo suficiente para... ¡ni inmutarse siquiera por tamaño enjambre de avispas en pleno furor por encontrar colmena! De no apreciar cómo, jaleada por el viento, bandea con brío la melena de la niña medio dormida, supondría, aterrada, que se trata de un fantasma, un recuerdo, anhelos... o la muestra hipnotizada de un mal augurio. No obstante, ya porque la luz ambiente no favorece nuestra visión última... o por lo que fuere, creería que su estampa, adherida al balcón tibio, se transparenta y degrada por instantes... como el regusto de un sueño placentero cuando va vertiéndose sobre el seno de la cruda realidad. Pero dejémonos de bagatelas: la estática figura de Fabíana y la de su cabello rubio, aunque difuminados, deben persistir en su fructífero empeño y a costa de lo que encarte, al menos mientras nosotras piemos... o en tanto su aureola y flujo persista suscitando necesidades o caprichos en almas ajenas... o en la específica de nuestro sufriente y... ¿denostado? Pintor; ¡tal cisne, siempre a pique de emprender vuelos sin norte, continuará imponiendo clamor y tonos a cada destello que propaguen sus alas en abanico, sus cabriolas... para que tanto el perceptor infalible como el distraído ordinario acierten en plasmar todo cuanto sus inextricables, pero necesarias observaciones convengan... y al son que mejor consideren las sensibilidades en juego del entorno presente que las admira! Vamos: ¡faltaría más! Del estrafalario discernimiento que despliego, en arco desde el presente hacia la nada, ningún alma osaría juzgar un sólo matiz, atisbo... ni siquiera un fugaz indicio que cundiera desde el mismo; tales particularidades, aun cuando de mera futilidad presumen, son infranqueables. Ahora bien, en el pasado... ¡acaso Don Manuel imprimía influencias sobre tantos como suscitasen sospecha o quebranto en derredor suyo... incluso sobre otros miembros que se hallasen a resguardo... interfiriendo en el proceder ordinario... o encima de cada hálito de nuestras selectas iniciativas, impulsos, ademanes... y por desventura, y en grado superlativo, en los míos! De verme, como ahora, libre de los insistentes acosos que sobre mí ejercían, uno tras otro, cualquier miembro de la casa, ya hubiese resoplado y retozado a gusto... ¡ya!; tanto que, para mí, tan maquiavélico personaje y otros más de su estirpe a retortero, hubiesen desmerecido más que alfeñiques... Vamos: ¡van a decir! Tan sustancial cambio debió granar cuando, al regreso de nuestro viaje de bodas y tras comprobar en carne propia que Gustavo nunca fecundaría ni mis sueños ni quizá mis proyectos, exploté refunfuñando: ¡hasta aquí hemos llegado!. Mas, una tarde cuando observaba cómo su depauperado hálito de vida aún más se precipitaba hacia hastíos sin retorno (allí, desnudo, amagando sin convencimiento ni éxito, el chorro furioso y humeante que brotada del caño de la bañera... y a la sazón ensimismado como quien degusta el fugaz destello de un arco iris atípico...: entre luces... y al filo de la rebaba de una tormenta en extinción) y, sin excusa, sintiéndome abocada... atraída por la fuerza a raudales de aquel espectáculo en emulsión: estatua de alabastro rociada de escamas líquidas... centelleantes, según libraban zarandeos de brisas henchidas de sol y esplendor, no tuve siquiera condición para negarme a enjugarlo con sábanas de hilo, sobre mi regazo... como si estuviese malherido, como si se hallara muerto, desplomado, lacio... y, sin dilación, sintiéndome cual Piedad que socorriera a su Hijo ensangrentado, una vez los sayones lo fueron descolgado de la Cruz. No hay que olvidar tampoco que, debido a mi frustración latente, sin freno, comencé a declinar hacia hoyos recamados de incertidumbres profundas... a notarme propensa a la sensiblería más de pacotilla que cabía sospechar. O… ¡acaso todo partiera a raíz de cuando falleció Gustavo...! que, y debido a tan inexplicable comportamiento mío, tanto interno como periférico, me viera entonces en la disyuntiva de adoptar la actitud resoluta y propia de quien a partir de ahí jamás osara comportarse como hasta entonces... o responder, sin embargo, a los mismos estímulos que pudiera suscitar cualquier trozo de magro sin bautizar. Es por tanto comprensible que el apogeo ascendente de mi comportamiento periférico culminara cuando, derrumbada sobre una de las dos mecedoras que para la ocasión flaqueaban la puerta tras la que mi marido agonizaba, cundió hasta mí su postrero estertor; de súbito me hallé presa de un temblequeo sólo comparable al de los cachorros caninos que, por incumplir la mínima norma disciplinaria, les hubiesen asestado la reparadora tunda. En cambio el otro, el perfil espiritual, de manera arbitraria decidió escapar fuera de mi cuerpo: ora en llamas... como fantasmas de brujas medievales que, tras consumirse sobre rescoldos improvisados, aún reluciesen... etéreas e insustanciales camino del infierno; ora transmutadas en un sin fin de sonrisas independientes, ajenas y en extraña desarmonía respecto a sus rostros... que, en mansa peregrinación, accedieran paulatinamente la ladera suave y verde de una montaña violácea y coronada de nubes de armiño invernal... hasta alcanzar donde la piedra viva se empinaba de forma brusca, imponente, grosera, escarpada, en pared de Tajos Rondeños... quizá con el propósito de prestar marco adecuado a decenas de escuadras de grajos que, sumidos en atormentadas reflexiones, tal vez sin concierto, atolondrados, confundidos... rolasen sin estilo antes de planear gráciles hacia campos donde se celebraría el definitivo y último asalto... entonces, al unísono, ellas mostraban fisonomías, señoreando dientes, cada peculiaridad estimable, envergadura, idiosincrasia, color... en tanto que una sola, de tantas como pretendieron la cumbre, restalló con peculiar esplendor, gracejo... semejante al que regenta todo caballo jerezano; así, una vez y otra... y con la celeridad de una película al trote. Luego, cuando volví en sí, todo se hubo superado: duelo, cortejo, enterramiento, pésames, visitas de consuelo o compromiso, funerales, visajes y esencias propios de mortajas y protocolos, de la extremaunción... con regusto a muerte, a retama... cierta profusión de aromas: a laurel, dalias, anémonas, pensamientos, narcisos...; al parecer y en consecuencia sucumbí a un letargo sin precedentes.
El día que al fin tuvo acogida en casa nuestra exultante institutriz... entonces muchacha redicha, remilgada, de azabache melena domada en curva irregular... y reposando a nivel de sus clavículas prominentes, desde las que se prolongaba un cuello de avutarda acordelado en su base con perlas de imitación; en su extremo contrario se acoplaba una reducida y vivaracha cabeza... distinguida siempre por horquillas austeras de monja hombruna... y diadema de pelo muerto insuflada de crepé, en exceso recamada de estrellitas... o bien de herraduras minúsculas y doradas, siempre fija y, a conciencia, despejando de su frente plana y crispada el mínimo bucle que pudiera emparentarse con el clásico flequillo...: así, su melena áspera, ahuyentadora de cualquier apetito que no fuese pío, respondería infaliblemente a sus propósitos; como base lucía una espalda atlética, trapezoidal, y de giros estudiados, precavidos: el proceder armónico de sus movimientos leoninos le imprimían cierta feminidad estrafalaria, mas desdibujada por... (aunque, acaso en julio y agosto exhibía austeras camisas blancas de hombre mojigato) chaquetas varoniles en tonos tristes, deslucidos, autoritarios... y piernas estevadas quizá por la inadecuada y escasa alimentación en su niñez; sin embargo, procuraba taconeos tan impetuosos y rotundos que, en la lejanía, sus ecos resonaban con el son de aquellos otros... de jóvenes militares en servicios nocturnos. Sí, en la tarde aquella cuando chirrió la puerta, Gustavo y yo consumíamos segundos y brisas soñando largo y tendido sobre un banco de piedra pulida, marmórea, fresca... que entonces, cual cenotafio (hoy a medias sepultado) restallaba en la penumbra verdosa, bajo una escuadra de álamos negros, fuertes, gigantescos, musitantes, inquietos, escupiendo pelusas níveas... allá en el lateral contiguo al de la puerta que ofrece paso a un exterior siempre incierto, distante, abismal... Él se mantenía inmóvil, a medias recostado boca arriba sobre mi regazo en perenne tensión temblorosa, la vista vaga, errante, vidriosa... soportando el fluir constante de un sin fin de pensamientos atropellados, confusos, en riña... (sin pausa y con exhaustivo ahínco, yo reparaba en sus deslumbrantes ojos, pendiente además en distinguir cómo sus iris se estremecían, dilataban y ocluían ambos tal que pareja de medusas cuando se duelen presas de cualquier estímulo compartido... incluso, de súbito, las niñas... ¡de mis ojos, más bien! intensificaban el propio verdor para, de continuo, languidecer morosamente hacia tonos ambarinos de tristezas cálidas); en cambio yo, conjuntada de blanco a lunarcitos rojos, uniformes, drapeados en la pechera recabada de encaje y bodoques de un verde intenso, no sólo agradecía el leve peso de la cabeza caracolada de Gustavo, aun presumo... y presumía convirtiéndome (para que su melancolía no degenerase en migraña... en dolores diversos que masacraban su cuerpo y de rebote enmascaraban el horizonte de su futuro) en tutora y guía de discernimientos retardados por su ya entonces declarada enfermedad: entre perspicacias y brujerías iba perfilando aquello que no alcanzaban ni entendían sus objetivos en fuga. Es por tanto que no resultará extraño si como otrora conviniese desgranar cuanto... y al hilo de las circunstancias, segregaba mi talento (a juego con el suyo), mientras posaba la vista sobre nuestro alrededor más cercano: El cielo a la sazón vacilaba cubierto por un manto curtido, liviano, gris a visos de distintos tonos e intensidades y salteado de grandes y pequeñas troneras... cuyas aberturas, flecadas tal que gaznates de ballena, consentían flujos redondos de luz iridiscente... vibrando sobre esta rama, la otra... allá, aquí trémula sobre la boca ya de por sí exangüe de Gustavo... como tintineos de monedas en platino roñoso, condenadas a no sosegarse jamás; los pájaros, la mayoría golondrinas y vencejos, se conducían con amanerada desarmonía y vicio... diseñaban curvas de manera temeraria, precipitada, sin reparar apenas en destrezas de otros voladores, en vuelo aun... ni con las marañas farragosas de mosquitos prendidas al aire con chinchetas de filigrana: por causas ajenas o por un desdén desmedido acaso vinieran, tanto pájaros como mosquitos, tiempo ha extraviando el sentido de su estricta disciplina. No fue descabellado que, de mantener la visión alzada en defensa y apoyo de altos vuelos... como hubiese deseado él... de contar con la razón medio enfilada y en calma, mi ánimo, también vaporoso, vagaroso, inconsistente, propenso como el suyo a la más abyecta desolación... de escasa envergadura, a pique de sucumbir a retorteros... ¡sin exagerar! más temblorosos y ronroneantes que camada de felinos engatusados y hambrientos, tomase las riendas y despegase alas... con presteza de mosca o mosquito furtivo, dotando a nuestra iniciativa de algo así como de cierto impulso enérgico, con brío, fantasía...; o, al contrario, en esa tesitura barruntasen aires promotores de catástrofes: por mimetismo las frondas cercanas estuviesen ateridas, húmedas... o se doliesen a gritos, a crujidos... en presencia de cualquier extraño, al mínimo estímulo proyectado desde el exterior... Pero, ante tanto temor infundado, de entre la barahúnda ambiente, sólo destacó el proceder de la puerta a chirridos sobrecogedores, de enterosos, extintos... (de sobra comentados en diversas ocasiones), aunque ahora más insistentes aquéllos que degeneraban hacia implícitos lamentos de alma en pena; uno y otro, pues, sobrecogidos y expectantes... (de manera repentina Gustavo había se erguido, medio aliviado del síncope), pudimos comprobar que quién surgía del umbral con tan estudiada desenvoltura, no podría ser otra que la Señorita Matilde, la "indiscutible" y esperada institutriz, quién en días anteriores fuera, de entre muchas aspirantes, seleccionada por mis padres... con extrema cautela, escrupulosidad, exquisito tino, habilidad... aunque con reticencias desmesuradas y en extremo manifiestas... por una y otra parte; sin lugar a dudas, era un ritual cara a la galería, pues, respecto a talantes estrafalarios de Aspirantes en general y a sus notables intenciones (persuasión sin límites frente a todo propósito explícito en su historial), con creces rebasaba Matilde la tasa impuesta por mis padres para merecer tal puesto. Así que... ¡qué menos! Aunque desde entonces nunca pudimos eludir su pertinaz presencia, ni en sueños siquiera; tal vez por algún encantamiento añadido, aspavientos y trazas específicas de su persona... de manera insólita cundían hasta herir nuestra más estricta intimidad... y ante el mínimo conflicto, la evocación más insulsa, el pensamiento más fútil, la charla más trivial; ¡fuera de bromas!, cualquier ardid suyo se desplegaba sobre nuestras mentes de tal manera que, por tiempo ilimitado nos fue imposible centrarnos. Ahora bien, a lo lejos, como ha quedado... ¡más que manifiesto!, resonancias de su caminar... (con exquisitas mañas... y la acometida adecuada desde sus pupilas violáceas, penetrantes, de escalofrío, palpablemente proclives hacia donde Gustavo y yo nos hallábamos ocultos, consiguió que ambos cerrásemos los ojos) se dilataban ceremoniosas, contundentes, reprimidas... y, como ya conjugara... ¡creo! idénticas a aquellas típicas del militar de academia que, fumando a lo largo del pasillo de una maternidad en penumbra, aguardase noticias sobre el parto de su esposa... Sí, con lo bueno y malo que la metáfora aporta; hasta puedo rememorar con suma precisión que, al superar ella los tres peldaños de acceso a la casa, la música de su ejercicio al andar, de súbito, se truncó... y a punto estuvo ¡la muy soberbia! de caer de entrañas contra el adoquín último. ¡Qué mujer tan sibilina y perversa!; tras recuperarse del trance, sin mostrar decaimiento ni debilidad alguna... ni descomposición periférica, complementaria... no obstante, a veces y a la sazón me inquiero yo misma sin piedad, me acuso con perseverancia, o me pregunto directamente frente a un espejo: ¿a saber por qué y con cuál fin consintió la educadora: Matilde, según se levantaba, para que el manojo de folios, hasta entonces firme bajo la sisa de su americana gris azulado, se desbaratase, se desprendiese... desplegándose luego de uno en uno y, ya autónomos, desnortados, volanderos... y pletóricos, optaran por remontar aires difíciles... con estrépito y propulsión propia de cometas sin liana; o quizá fueran arrastrados por remolinos furtivos, pero a quienes ni siquiera un niño cualquiera les prestaba interés alguno. Y, sin apenas estremecer los hombros... ni volver la cara, se adentró fundiéndose en la densa sombra, propia de cuando el veraniego y lejano sol de geografías ecuatoriales decae hacia la meta... y, desde allí, aún proyecta palmariamente sus rayos de luz flava, aunque ya inofensiva. Mis padres, como vino siendo costumbre siempre que, bien a amigos... o a extraños, se les concedía bula para trasvasar el cerco más íntimo y familiar, a una hora previamente acordada... y razonable para acceder a la ceremonia de degustación de nuestro aromático café con magdalenas sin leche, recibieron a Matilde: mi padre, con el desgarbo elegante y manifiesto de quien, entre luces o sumergido bajo el flujo cobrizo de la ventana, dispuesta a un poniente eclipsado, viste atuendos ligeros, frescos, a reflejos, abarquillados... y adoptaba solemnes y pretenciosas maneras, pero sin demasiada importancia: sueños manifiestos para que la serpentina azulada, fluyendo de forma incesante entre intersticios minúsculos de la ceniza frágil de su célebre cigarro puro... y en ambiente tan compacto e infranqueable, sigan bordado filigranas primorosas, de embeleco... o eslabones de humo que, por algún encantamiento repentino y por las grieta de un horno de tierra, pudiesen brotar directamente de entre los dedos de su mano derecha... La izquierda, a lo largo del brazo de la butaca de fiel imitación modernista. (por terquedad, acaso elegida siempre de entre el variopinto mobiliario imperante... pues, y de forma irrefutable, él profesaba toda suerte de ventajas y garantías, como quien se decanta exclusivamente por perros callejeros; los otros, aunque de más pedigrí, le traen absolutamente al fresco) que, en cuyo asiento vacilante, se hallaba siempre apoltronado; recurrentemente, se acompañaba con las uñas, al son reiterativo de su pierna, a caballito sobre la otra que reposaba adherida al pavimento… con donaire, premura aquélla se hallaba descansando en la tabla bruñida de la mesa color caoba... apenas lindando el resplandor caudaloso de la ventana; en cambio mi madre, sin reprimir suspiros ni requiebros de abanico ni quejas abreviadas: ¡ay, Jesús! según delimitaba con esmerado tiento... y sirviéndose del filo de sus uñas lacadas groseramente de amapola, también procurar rozar el margen interno de su apreciada ristra de perlas auténticas hasta la cintura. Mas degradando ritos y formas inexpugnables del protocolo familiar, se puso de pie... muy presta a tender a la muchacha su mano en exceso enjoyada; no obstante, tras un amago incierto, perezoso... acomodó la mirada en el caudal vaporoso que desde la reja y con parsimonia propendía su flujo hacia la lejanía, y se volvió a sentar. Recuerdo que la sirvienta, al regresar, orgullosa cual perdiguero con la presa entre los dientes, ya consciente de que el café debía servirse ni muy caliente ni helado, aunque sobre bandeja de plata previamente atalajada de encajes... y justo superados los instantes más tensos y quebradizos del acostumbrado trasvase de veleidades típicas, nos amplió impresiones en tono de chismorreo: "Cuando de nuevo se apalancó vuestra mamá, la atmósfera reinante... hasta el soplo más liviano se trabó con exquisitos perfumes, múltiples caprichos, penas infinitas... tanto que, según yo brindaba reverencias a diestro y siniestro, con el pensamiento alcancé olfatear la esencia inmarchitable de las primaveras de mi pueblo". Entonces, Gustavo y yo sonreímos al unísono, comprendiendo que aquello, por contra a la disertación de la sirvienta, no era más que muestra palpable de que mi madre, tras un repentino arrebato de desatino, se había hinchado de gozo... hasta explotar dentro de su delicado pellejo; prueba evidente que ocurrió como lo propugno fue que, nada más conducirse la sirvienta disparada hacia la cocina, desde el lugar de donde había surgido: del gabinete... y sobre las voces monótonas que lo ocupaban, comenzaron a resaltar los primeros acordes de una melodía a piano... fresca, nítida y alegre tal que arroyuelo surcando por sevillanas una cañada umbría, honda y solitaria.
Debido a comentarios fortuitos entre la servidumbre, o de corrido ésta refunfuñando mientras barría, fregaba y repulía con escrupulosidad e insistencia cada detalle, por insignificante que fuese; o a ciertos y desaforados arrebatos de Don Manuel, tangibles a partir de librar disputas absurdas consigo mismo: a brazo partido contra su propios fantasmas... más frecuentes y estrafalarios según iba perdiendo facultades, estabilidad... según comenzaba a padecer traspiés frente a la sombra de su ego transido; y la ya recurrente y tácita forma con que esta espingarda, mi cuñada, solapaba manías... al tiempo de librar rubores de niña tonta y absorta ante los lugares y rincones más caprichosos (después de indagar descubriría que tan peculiares ámbitos suelen correlacionarse con aquellos otros que, próxima a su fin... cada vez más proclive a la estética del alma en calvario... y cual esfinge resquebrajada, la madre ocupaba como lugar estratégico para sus fines más perentorios... o, a veces, sólo con alardes de reverdecer inercias marchitas... aún precisas para sentirse con derecho a continuar despilfarrando prontos característico de ¡mujer de armas tomar!... que en tiempos remotos fueron bien temidos y a la postre... ¡tan buenos resultados la reportaron!; mas luego, sobre almohadas y embozos almidonados, todo en ella, según me dramatizaron en vivo quiénes estuvieron presentes, fue tornándose muecas agrias, ademanes grotescos, gestos infernales, suspiros desgarradores, carraspeos sangrantes... típicos de agónica confinada, repudiada, aislada... aunque tras la muerte quedase reducida al típico cadáver con derecho a que admirasen de ella siquiera sus faltas, los pecados... como si en la faz y en el instante último hubiese conseguido acuñar trances, desgracias, fatigas propias del discurrir de los años... la marca indeleble de, como otras muchas mujeres, haber sido moldeada a base de sesgadas reprimendas del marido, del párroco, de su impertérrita mamá política desde la distancia... a suerte de mensajes estrafalarios vía paloma... ¡qué ironía, la de la vida!) Sí, por cuantas curiosidades iban aflorando en mi presencia... allí, tras vigilancias exhaustivas por mi parte y donde no hallara cotejables ni tan sólo huellas de espíritus hueros, no pude al menos hacer de tripas mondongo y sumarme al sentir general; puesto que... y en tanto los miembros más doblegados, al parecer, nunca consiguieron ni sobreponerse tampoco a la presencia incorrupta e indeleble del fantasma en entredicho... sobre todo en apartados donde a trazos de punzón de tatuaje se imprimieron los párrafos más significativos que, en presencia tan singular, libró la dichosa familia... Convine al puto: ¡si de aquí en adelante, aunque por circunstancias ajenas a mi voluntad, resuelvo y consigo transitar entre tanto enigma... para qué eludir o engañar con morisquetas a sus espíritus! Verás: también en un principio hube de transigir... ¡ya puesta! con ciertas manías, en tiempos inculcadas por la susodicha aún viva (a golpe de disciplina contra esas almas cándidas que, bajo bríos implacables, sentían se obligadas a conseguir que, frotando sin freno... tal que máquinas diabólicas, bronces y cobres relucieran más que patenas ante el Cuerpo de Cristo... ¡no te digo más!), tales como...: ¡alto!, prohibidísimo descender por la escalinata de no llevar enfundados guantes blancos de algodón fino... al menos sobre la mano más proclive en aferrarse a la baranda rechinante, o con dedos pringosos servirse de pomos y aldabas para abrir o aporrear cualquier puerta. ¡No fuese... (asentían resignadas las chicas de servicio, pero con cierta sorna) que, por relumbros traicioneros, la señora, como cuando merodeaba en carne viva, reparase hoy con trazas y alma de fantasma, en refregones, manchas, desconchones... por desgracia, acaso a la vista de algún invitado de campanillas! Pero, si me venía en gana, tampoco arrumbaba a un lado el flujo de mi propio furor; sin llegar a las manos, aunque demostrando contradictorias dotes de mando, no fui menos implacable ni rotunda en la práctica de contradecir órdenes que solapasen a aquellas convenidas bajo inspecciones autoritarias de mi suegra viva y muerta... Así que, por H por J o por B, hasta no ser arrojado todo el servicio de patitas al arroyo... ¡no exagero! el grueso de tan infelices muchachas anduvo días y días como puta por rastrojo.
Capítulo sexto

Tal vez debido a la brisa serena, aquella noche discurría nítida, pero con arrebatos, pálpitos, contrastes... típicos de aguas profundas y a resguardo en abismos de desfiladero; la cal, más blanca si cabe, relumbraba como nieve de luna, en tanto las sombras, quizá más oscuras e inquietantes que de ordinario, se alejaban augurando distancias insuperables, de pesadilla; mas si absortos nos deteníamos en la inmensidad del cielo, miríadas de estrellas descendían prestas, solícitas... con el fin altruista de regalarnos luz suficiente para surcar veredas sin apenas necesidad de fósforos, de una lamparilla; aunque tras un requiebro, algunas de estas rutilantes estrellas, justo antes de tornarse tangibles, se fugasen ¡echando chispas! O si, en cambio, tal que sujetos de proceder engolado, pero sin muchos aspavientos, decidíamos doblegar nuestros más intrincados pensamientos, retrayendo semblantes (los párpados a media asta, el mirar aguanoso y hierático, la sonrisa fría, condenada bajo pómulos crispados, de duelo), sin preverlo siquiera, por pura inercia... nos íbamos ensimismando frente a los cristalillos punzantes de los bardales; entonces, sobre la oscuridad y por capricho, restallaban en tropel infinitas y mínimas mariposas blancas que, cual jazmines en flor, agitaban sus pétalos para propulsar hacia nosotros esencias dulces y distinguidas, propias de ambientes con magnetismo. En una noche tan singular, después de la frugal merienda-cena tan apropiada y bien celebrada en las calores: a base de gazpacho helado, embutido casero, sarcófagos habitados por pimientos fritos envueltos en jamón como papel de fumar, queso fresco de cabra, frutas de la estación sumergidas en agua escarchada, leche merengada... y pipas de girasol en sus panales aun verdes... que bien aderezan somnolencias como aun charlas peregrinas de camino hacia la parroquia... ¡a que derramen las mocitas verborreas en tono mustio, con ojos encendidos! Fue entonces que noté, en vibraciones y pautas de lenguaje en signos, presiones cálidas de la mano de Don Manuel sobre mi brazo desnudo, tibio... justo donde el vello degrada hacia lo lampiño del hombro, advirtiéndome del andar tan indefenso y renqueante que acusaba su hijo... a pesar de deslizarse éste del brazo entre Corito y Elvira... sobre pavimento tan bien empedrado y llano, de pedernal... ése que, sensible al roce de cualquier calzado sólido y jornalero, despierta destellos como de fragua. Luego, tras un instante de místico y embarazoso silencio, me detuvo... para de este modo instarme a que espiásemos juntos cómo nuestros tres acompañantes, sin deslazarse y a trompicones, ascendían la escalinata: arcadas desformes desde el primer peldaño al último donde, vestidas de fresa y tocadas con moñas de cintas en ceda sobre largos tirabuzones con sabor a limón dulce, años ha brincaron las niñas de las arras; éstas, como nosotros ahora, también se distraían, aunque atentas siquiera a los movimientos castrenses del Gustavo casi polluelo de otrora, de su acharolado taconeo, su sandunguero penacho de crin en plumas a colores exóticos al viento terracota enfurecido: salvedades, todas, que en el recuerdo han ido virando hacia aires remotos... y tan sofisticados que, de intentar cualquier testigo rememorar tamaño espectáculo, aún creería que todo respondió a mañas delirantes de un aristócrata demente; no obstante, el mismo iluso podría sostener que, en tal ocasión, el Señoriíto Gustavo lucía mejor y más ricos ropajes que un virrey de estampa... tras aquel... ahora chirriante y oxidado enrejado de filigrana que tanta dignidad otorga aún a cualquier ceremonia o sacramento que se celebre, o por acontecer... yendo y viniendo de una columna a otra, de las dos que flanquean el atrio empavonado de la iglesia; a pesar del devenir, del bochorno, de comentarios tergiversadores... todavía y en trasiegos sinuosos por veredas de mi mente enferma y con relativa asiduidad, recreo sombras enigmáticas con ritmos ordenados, lánguidos, solemnes, de aires tan fieles que hasta pueden levantar arrobos, sobresaltos, pellizcos, duendes... como si auras que prevalecieran suplantando vidas, aún más sosegadas que entonces, paseasen remedando retahílas o disputas, ya libradas, del brazo de otros espíritus rebeldes. Antes de exponer reflexión alguna, Don Manuel, con donaire manso, sinuoso y cierto alarde de mago internacional, prendió la punta roma y chupada de su clásico puro habano. Ahora, preso en la dificultad que halla el cisne de mi lienzo, una vez ha remontado el vuelo (por suerte idéntica al que todo pájaro se enfrenta en ese instante del día cuando la brisa, la luz y la temperatura confluyen o se amalgaman para inventar atmósferas líquidas), puedo precisar que su voz, según él retomaba con aplomo, fiereza y galanura el paso para rondarme, surgía impulsada por reflujos de suspiros profundos, mas al tiempo y de manera gradual conseguía adecuar el timbre... a ráfagas atemperado o aflautado, según el chorro potente de la humareda del cigarro surgía más o menos denso y blancuzco: “Cuando mi esposa concibió a Gustavo, ya andaba infectada por la enfermedad que luego heredaría éste; aunque, según he venido observando... (al vuelo, siempre que, a la mínima ocasión, detecto algún chisme, a la que autónomo discurre éste de hito en hito, de mirada en mirada, de vecino en vecino, de criado en criado...) tal anomalía ya la hubiese contraído en la infancia... o tal vez anduviese diseminada, tanto por ventoleras de melancolía como por pálpitos de delirio. Mi suegro, genuino vejete inveterado de bigotes a la manera de la testuz de búfalo y cierta picardía en su escrutar estudiadamente avieso y sonámbulo, defendía furibundo que, relativo a tantos delirios histéricos como achacaban a su hija... quizás... (convenía él) propios de crónicos mimos y dengues... ¡no lo pongo en duda! pero frecuentes y naturales en cualquier señorita... del linaje que se precie... o en las circunstancias más estrafalarias que quepa imaginar...: y por qué no entonces... ¡ya puestos! o... sin llevarse las manos a la cabeza... Sí, por qué no confesar que, acaso, aquellas faltas triviales, siquiera atendían, como réplicas, ante situaciones de impotencia... y máxime cuando a la infeliz le ofrecían, como óptima y genuina, la escueta, desabrida e hipócrita participación por parte de los artífices de su entorno, en los acontecimientos más señalados: cumpleaños, navidades, ferias, fiestas de guardar; y puesto que mi niña ¡tonta no era! cómo, por meras tonterías o prejuicios absurdos, iba a despreciar oportunidades... propicias para montar sarracinas de excepción en circunstancias tan notorias, tan clave; servidas, como si dijésemos, en bandeja. Siquiera la mitad de tales desarreglos... ¡faltaría más! podían surgir como fruto de la singular educación impartida a su niña... "porque la otra mitad... ¡queridos míos!” (la voz de Don Manuel adquiría un tono singular al alzarse en apoyo a la del suegro, máxime si éste despotricaba de... o ante aquellos sirvientes que él mismo consideraba responsables directos respecto al trato deficiente hacia la niña de sus ojos) “Sí, la mitad restante... más bien es propio de su exquisita y desproporcionada sensibilidad; frente a otros sucesos o panoramas... ¡puedo ratificarlo! e incluso cuando afloraban entreveros de dramatismo en derredor, entonces, la pobre chica fue presa de tal histerismo que no halló remedio más justo que protagonizar episodios de talante un tanto histérico, estridente, rechinante... Al parecer, sin alma en el cuerpo, tez exangüe de beldades en piedra... como quien tienta a la muerte esperaba en suspenso a que le remitiesen sus características y recurrentes crisis... manifiestas en temblores prosaicos, para más tarde declinar en reiterados periodos de paroxismo! O cuando en la iglesia.. (con notorio esmero, quizá mayor según adentraba se en el meollo, Don Manuel templaba el metal de la voz para, mejor dotada, si cabe, prestársela al padre de su mujer; no obstante, los acordes y los tempos no se avenían con corrección a la melodía pretendida... debido tal vez a que las descritas bocanadas de humo en el imitador, se lanzaban con una violencia diferente a como pudo haberlas diseñado el imitado; o acaso respondían mejor a las del típico parlanchín ebrio, fumador empedernido... y a la sazón quién, jactándose de ello, pretende crear escuela, que lo imiten) ¡Pobre niña mía! el viernes de Dolores aquél, cuando de la mano de su tía Dolorcitas y al aproximarse junto a la pileta de Agua Bendita a recibir en la frente el signo de la cruz empapado y reparador, prorrumpió en alaridos... tal que si se hubiese chocado de bruces contra el Rostro Santo de Nuestro Dios Padre Incorrupto... (aún más encolerizado, fuera ya de sí... se desgañitaba el parlanchín respecto a este último punto, interpretando con mayor precisión y firmeza los múltiples tonos que, sobre el particular, el suegro debió adoptar... para luego, en tanto se venía hurgando las guías de los bigotes de alambre retorcido en caracol, aducir): Tenga en cuanta que, a pesar del indeleble ateísmo que en carne viva padezco y con el que estrechaba lazos ya por entonces, mi hija, mi tesoro... profesa una fe católica y apostólica fuera de toda duda... y norma; aunque, ahora que lo pienso, no halle explicación a esa manera suya tan singular y extravagante de acariciar sus perlas auténticas en presencia de Dios... Pues bien, la niña, el tesoro, después mi esposa... a la sazón de su fe tuerta también derrochaba otras manías, tantas y de tan notable singularidad y envergadura que incluso consiguió, sin apenas darse cuenta, ir imposibilitando uno a uno sus órganos más vitales; enfermó seriamente, por derecho, por despecho... Salvo la vez que sucumbimos ante no sé qué añagaza… quizás por la ingesta descontrolada de unas copitas de orujo... a la sombra rizada de los chopos más lejanos en el jardín saturado de polen; o sin comerlo ni beberlo, pero ebrios... y de pie, a la que íbamos o veníamos persiguiéndonos como perros enrabiados por corredores en penumbra... hacia nuestro cuarto, contra puertas y ventanas, sobre la piel de cebra que años ha trajo mi padre de la Sabana… Pero que, de improviso, a costa de una sorpresa mayúscula, al día siguiente del último funeral por el alma del insigne guerrero africano y a hombros de un sirviente sudoroso y sin aliento, mi madre (su viuda) nos remitió, mas sin otro argumento que cierta nota anexa donde, con caligrafía precisa y sin remilgos, exponía que... ¡muerto el perro, se acabó la rabia!; sin embargo, a cuento de todo aquel despilfarro erótico, sucumbo a crisis cada vez más paralizantes... donde me atosigan múltiples preguntas que, desesperado, lanzo esta noche a quien corresponda: ¿no sería que, sin más, sin proponérnoslo previamente, ambos experimentamos ese apoteósico orgasmo que cantan los poetas... aunque a la vuelta de tres semanas fuésemos recompensados con el presente portentoso y crudo de una gestación... por demás surtida ésta con las típicas peculiaridades... o, sin exagerar, muchas más que las previstas en una niña mimada y primeriza? Sí, salvo la extraña vez que sucumbimos al punzante furor, ella propendía con frecuencia, previo erizamiento hasta de las meninges, hacia el repelo somero, el respingo incontrolado, a la piel en porcelana de las bañeras mugrientas, al pellejo de gallina desplumada y marchita; no obstante, siempre que tras las orejas, en rubores perpetuos, le musitaba palabras inflamadas de intención ¡la muy mojigata y marrana! Se quedaba más inerte que un caracol en letargo. No es descabellado, por tanto, que nuestro matrimonio, sin haber superado el periodo de rigor, acabase conformado por un cúmulo de normas apergaminadas, sobresaltos, inconsecuencias, tembladeras, lloros, suspiros, gemidos, estudios a piano... y paréntesis de apatía donde apenas transitaban hálitos esporádicos, silenciosos... Suerte o desgracia que hubo otra excepción que confirma el percance: la vez... ¡sospecho que la última! cuando bregué hasta la extenuación, intentando forzarla de nuevo para que... y tras superar ambos uno de los paréntesis viciados, antes descritos, sentados en el insigne banco-cenotafio y al amparo de la pelusa estimulante... que desprenden los chopos en primavera, retomásemos el juego ese de... ¡tiento va, tiento viene, a aquel orujo tan rico! Mas no es que mi esposa respondiera como el más preciado fin de mis anhelos... o la sal que, en noches en vela, sazonaba ansiedades ciegas, indelebles... o, con monerías pícaras, quién me encrespara la libido, sino que a veces... o quizá por las expectativas insanas que despiertan a contrapelo esas mujeres dotadas de candor iridiscente... y entreveros de mojigatería, beatitud... o de malos redaños... por demás tan frecuentes, no tuviera por menos y para no abusar de mi fuerza y proceder varonil que, con ardides típicos de pervertidor profesional, empujarla hacia el oprobio”.
Agotada la perorata, apenas sin respirar, Don Manuel se ajustó el sombrero... atento al gajo de luna argentino... que de espaldas se deslizaba por la ladera broncínea de la cúpula de la iglesia. Consiguió, no sin antes exponer una pirueta... de espadachín con gesto fiero, emparentarse, de repente, con el lobo estepario: “Quién tanto sucumbe sumiso como, de un morisqueta sabia y audaz huye del plenilunio cautivado…” Luego, volviendo a su ser natural prosiguió, aunque despreciaba matices y acordes significativos... en cambio medía hasta el delirio andares, gestos, ademanes... como si pretendiese, con la punta en plata del bastón de bambú, mango de marfil finamente tallado, acaso por el manejo y sudor ya irreconocible, cierta carita achinada de risa leve y melosa, tildar cada palabra y proyectar acentos e interjecciones con énfasis desmesurados sobre conveniencias arbitrarias: “Cambiando de tercio, si me lo permites, aduciré; claro que... Bueno, no ha de tardar para que conjetures... ¡sí, no repliques! si me he... o no vuelto un excéntrico empedernido; en tanto adviertas que tal vez mis titubeos desprenden cierta degradación, deterioro... Acaso no andes mal encaminado. No obstante, aún albergo cordura y tiento suficiente... ¡espero! para discernir sobre preguntas y dilemas tan frágiles, delicados... que ¡tanto nos atañen, como nos resbalan! y a los que..., mas y siempre que los asistentes a la novena por la Virgen de Gracia continúen favoreciendo nuestra solemne y cristalina intimidad, pretendo incluso desentrañar y sondear con denuedo... entre los entresijos del mondongo... que por desgracia, cual remolino de abejorros, tanto perturba mis sentidos: ¡Quizás responda a grados de senectud propios de cuando, sin apenas darnos cuenta, ya otoñales comenzamos a reconocer percudidas asperezas, rodales y depresiones en la inteligencia... en consecuencia bastante garrafales!; o a la sazón, aun sin preverlo, descubres sensaciones extrañas, como picazones que, partiendo de las asaduras, van en declive hacia el típico vahído del caduco. Como debes comprender, en tales circunstancias uno sucumbe a las mayores vanidades, tanto o más si disfrutas de cierto desahogo económico y de un elevado nivel social; entonces ¡perdona que insista! te sientes abocado a la tradición más ortodoxa. De ahí en adelante ¡ancha es Castilla!; empiezas por naderías y concluyes componiendo odas a María Santísima. Sí, no te asombres; al rebasar ciclos tan conflictivos y desesperanzadores donde, respecto al Más Allá, se contraen miedos y angustias inextricables, vertiginosas, de escalofrío... buscas suerte y amparo en el primer clavo ardiendo que hallas a retortero. ¡Aquí, en este país de contrastes, con mayor alevosía si cabe! Pero, si por contra, como viene resultando costumbre, vez que desbocado te encarrilas hacia las típicas supersticiones rayanas con el sacrilegio, propongo y ratifico que... ¡mejor dormirse en la inercia de la tradición! ¿no te parece?¡Ya me gustaría a mí tener templanza y juicio suficientes para no caer como todos los viejos en la beatería; ser fiel al juicio y a la razón, sin derivar al: por si acaso! ¡Con dos cojones! Bueno, todo este cúmulos de vaguedades viene a cuento para dejar zanjado cierto asunto, tal vez olvidado ya, o quizá maltrecho por el trajín; puesto que para romper tal compromiso, trabado bajo juramento y a cobijo de nuestro primer encuentro, necesito sin tregua tu irrevocable renuncia; no será extraño que para ello te conmine a que contemplemos juntos la contrarréplica oportuna. En resumen: donde dije digo, digo Diego; ¡y no hay más que rascar! Aunque, puesto que al hombre siempre le ampara y respalda meramente el honor... con altanería hasta pudiera reservarse la última palabra, pues, sin miedo a menosprecios por mi parte, puedes tú acogerte a tal disyuntiva; con que... ¡mantente en tus trece! Ahora bien yo, tras rajar el himen que separa el ateísmo de la fe perpetua, y aunque quisiese…¡ya me gustaría en los últimos día de vida, como ya te he dado a entender, lucir con orgullo ese talante adusto, de mirar sabio y enigmático, cierta arrogancia en la manera de apoyar la barbilla sobre el bastón... como terca y sabiamente mantienen los viejos rurales... cuando de anochecido parecen vanagloriarse seguros de aliviar al sol en su agonía diaria! Sí, aunque quisiese no conseguiría recular hacia la razón de antes... incluso considero que, bien mirado, tanto el dolor como el sufrimiento (en este caso con miras al alma de Gustavo) podría servir de cataplasma para salvaguardarnos del fuego perpetuo. Y a mí... que me dejen la consciencia tranquila; ¡que ya está bien! Sin embargo, desde otro ángulo, con otro prisma, de soslayo... ¿por qué no considerar que todo el embrollo derrocha tintes de milagro? Date cuenta que apenas he reflexionado sobre el particular; en cambio, de un día para otro y según resbalo arrastrado vertiginosamente entre laberintos del sueño, voy declinando más y más en aras del rezo tradicional... incluso con cierta prosodia ya, corriente entre obsesos desenfrenados… ¡me lo temía!”.
¿No sé cuándo la inercia en hélice, radial... de su caminar en derredor mío, se dislocó... viéndose él, por tanto, abocado a la más perentoria incertidumbre; ni tampoco... además conociendo que tales cabriolas, como convino diseñar, no correspondían sino a síntomas manifiestos de una súbita enajenación; o por qué pasivamente consentí que su silueta se disipara entre los brillos de la noche y el óxido de las sombras? ¿Responderá, tal vez, a que todo en la vida depende de una puntada, de un soplo...? ¡No conjeturen, que desvarío; pues entre el pasado, el presente y el futuro, a veces se entablan relaciones que pudieran delatar hilvanes de brujería...! Si no, ¿a qué viene que el perro muerto del jardín, y a garras de un rapiña inmenso, ascienda en el preciso instante que el cisne de mi lienzo procura, en su fuga, herir la misma nebulosa ambarina que aquél por los aires; o tanto Elvirita como Corito, impávidas y según escrutan al unísono el melenazo que acaba de trazar Fabi... en sueños y reclinada de espaldas sobre las rejas tibias del balcón, hayan, amabas muy dignas y quebrantadas... quizá como princesas zangolotinas, mustias, ofendidas, velazquianas... también arrojado desde las alturas: una, el bastidor de su labor... aunque atenta a si el lazo celeste, que en su proceder desmedido pretendía no sólo dignificar el cuello al ganso, acaso cuando el viento silbara, que ondease aquél las guías cual estelas de vapor de esos barcos que surcan caudalosos ríos de selvas vírgenes; y la cuñada, apenas con su sarmentosas manos trémulas, la cilíndrica almohadilla adonde... y en tanto la haya recuperado tras superar los instantes facultativos para que de nuevo se avengan las voces de la historia, seguir poniendo todo su empeño?
“... La Cruz de Jesús que me diste tú...
¡Francisco Alegre, tiene un vestío...!
Ni cuando Carmen les brindaba a las cuñadas sus labores, ya recuperadas de los abrojos y brozas, siquiera entonces desvirtuó el soniquete quebrado de la recurrente tonadilla, o cualquier otro ademán de su amaneramiento singular; salvo que, cuando alargaba la vista hacia el lugar donde a duras penas gravitaba el águila y su presa, con la mano aviserada trucó un mohín en mueca... Elvira, con el alma en un puño resopló... en tanto con la uña levantaba la hojita verde de olivo que a modo de buena nueva o premonición venía prendida al pico del ganso del bordado. Sin embargo, Corito, más sosegada, doblando un poco el talle sólo tuvo ardid para sostener la almohadilla, mientras musitaba algo parecido a un cumplido. En réplica a tanta eclosión parece que crujiera la tierra, que la luz vibrase, que las sombras se retrajeran, que palpitasen los objetos... tal que si a empellones se hubieran precipitado corrientes de frío polar ártico... o un diablo maternal meciese al mundo lloroso en su regazo; circunstancias que Fabi, desde su estrambótica postura, aprovecha para escrutar cierto ramalazo de color... suscitado, quizá, por revuelos rojos de la falda de Carmen (cedida en vida por Doña Elvira... cuando ésta optó por enlutarse para los restos) y ahora diluyéndose sobre un fondo negro, profundo... o por el reflejo que el cristal del pintor proyecta, según viene y va zarandeado por trompetazos de su aliento, su tos..., si cabe, cada vez más altisonantes.
Capítulo séptimo

Si procediésemos a retener entre luces cualquier situación o su correspondiente estampa viva, como quien granjea anhelos... o con igual intensidad y empeño que inconscientemente derrochamos entusiasmo a favor de una obra... por suerte consagrada en el marco idóneo, resultaría curioso comprobar que, de volver a observar, ya nunca se ajustarían distancias ni colores ni volúmenes; tanto el cuadro impreso en mente, como el gráfico real sobre quien nos inspiramos, siempre se hallarían en continuo proceso de restauración, de cambio, de metamorfosis: a tenor de nuestro ánimo, sensibilidad, del tiempo, del bagaje cultural, del trajín diario, del capricho... Por tanto, cuando Fabi acomoda de nuevo la vista al frente, ya el panorama sufre tan sustanciosa transformación que todo, aunque igual, parece distinto... De ahí que al Pintor, tras su jaula de cristal, ahora le afloren muestras de deterioro: ciertas erosiones presentes en torno a ojos, boca, bajo los pómulos descarnados... quizá de análoga etiología que esas manchas que acusan las preñadas de abandonarse a prolongadas exposiciones de sol andaluz: mapas terrosos sobre mares de marfil. La Srta. Corito, impenetrable y abstracta, y a cada momento aún más difusa tras el fulgor crepuscular del ambiente, acaso se intuye hasta lozana, más joven, etérea, fatua...; tiende a trivializar la extraña y acerba sensación que fuera despertando siempre en los demás... y máxime si éstos, por exceso de sensibilidad, como si dijéramos, sufriesen de espeluznos, dentera y repugnancia al detenerse ante tal semblante... que siquiera anduviesen, los mismos, pendientes de inoportunos desajustes de sus propios esfínteres. Y Doña Elvira, quizá tocante a empatías con el entorno, comienza a desenvolverse cual niña avispada, presumida, pizpireta: se aferra con exacerbada ansia y arrobo a sus labores, procurando que, incluso a considerable distancia, las puntadas se adviertan airosas, altaneras, muy largas... subrayadas con guiños pícaros; que todos sus gestos, mohines y ademanes respondan de igual manera al empeño. No hay tampoco por qué despreciar cuanto de ilusorio conllevan esas imágenes forjadas tras intensos momentos de arrobamiento... o bajo los efectos acaso de una embelezante y mágica quietud, a intervalos quebrantada por la estridencia de un canario blanco, bravucón, jactancioso... Pongamos por caso: si al fondo de un cuarto amelocotonado de luz de atardecer... adonde mustio, melancólico o enamorado convaleces sobre un sillón de orejas en tonos verde limón a vetas lila mustia y yema de huevo, no sería descabellado que te enajenaras distraído ante cierta vasija añil, esbelta cual ánfora, y distinguida sobre una ovalada mesita de caoba oscuro; o, menos extraño aun, si percibes que el conjunto, tanto si lo relativizas como si lo ensalzas, se va tornando difuso, intangible..., aunque... ¡acaso adivines que no es magia sino destellos de armonía que lo encumbran... o ciertas reverberaciones de ensueño! Y, ya la caraba, si entre sueños adviertes cómo sólo el añil... (al margen de materia y forma) flota, se estiliza, engorda, se pulveriza... y en un suspiro alejase de la superficie que lo conforma para pasear amenazante hacia ti, hasta cercanías insoportables... cual resuello fétido de fantasma enamorado y en celo. Pues, ni siquiera entonces debes por qué alarmarte, ni ofuscarte...: en el mundo existen fenómenos enigmáticos, sobrecogedores, fácilmente reciclables para las artes... y aún por desmenuzar; así que, si en consecuencia no experimentas o provocas fagocitosis idénticas a las celebradas... quizá por poetas de enjundia excelsa y equiparable en nivel y envergadura a la rebasada en E. A. Poe... que hasta muchos de sus inefables relatos fueron elaborados bajo actitudes, efectos o prismas de índole parecida a la del ejemplo; más inteligente resultaría despejar musarañas y procurarse sueños de marmota.
Me lo iba a callar; pero ¡ya puestos...! En el primer periodo de mi estancia, junto a tan insigne familia... ¡la verdad! andaba yo algo receloso respecto a las acometidas que, veladamente y a pesar de mis rotundas negativas, Don Manuel me hubo afianzado, bien por sonrisas como por gestos adustos y húmedos; subía las escaleras con el corazón atorándome la respiración, temiendo que tras la primera cortina aterciopelada del corredor fuese su voz a sorprenderme, mas con la polla amenazante cual espada desnuda y empavonada; luego, ya en mitad de la noche, a cada ulular del aire o crujir del suelo o al mínimo chirrido de bisagras o temblequeo de cristales, me atizaba el sofoco, me zarandeaba el jadeo y, bañado en sudor frío y más agarrotado que un bacalao portugués, me cubría con la sábana hasta las cejas... como quien teme... ¡por Dios Bendito, no...! caer en las redes del mismísimo Diantre en carnes magras... o presa de tribulaciones ambivalentes, obtusas, demenciales... Incluso después del alba, cuando las sombras se aligeran extenuadas, aturdidas, porosas... cual rebaño de tahúres celestiales, que más incitan entonces al amor que a la contienda... ni ahora siquiera cristalizaron algunas de mis estrafalarias sospechas. Acaso en cierta ocasión (capacitado, diestro y dueño de mis fantasías), presintiera al espectro de Don Manuel intentando masturbarse agazapado en la densa y verdinegra oscuridad de la siesta; resoplando sin aliento entre los barrotes a los pies de la cama... en esas tardes sofocantes donde ni siquiera se auguran brisas: en tales horas presumen aires cuyo ímpetu y ventura albergan brío suficiente para abombar cortinas de hilo crudo, jalear hojas nuevas, risueñas, cantarinas... de aquellas copas más espigadas e independientes de los álamos más próximos... por ventura ¡tan sugestivas, reconstituyentes, evocadoras..., aunque sólo sean estimables de proyectarlas en sueños!; ávido, gimiendo con los dientes aferrados y tamborileando sobre la barra niquelada... y dispuesto, antes de disiparse, a convencerme para que trucase su empeño en mi comunión... que, oculto bajo la sábana, aun perfeccionase en mente su silueta, su sombra... y el eco de sus balidos de oveja malherida... ya en declive, en tanto que su alma, sin explicación alguna, declinaba huir injuriando a Dios y a Pilatos: volunto de mi imaginación forjados al sesgo de un soplo huidizo. Es por ello que... ¡en tono de súplica, con aires de duelo! seguidamente sospechara que ni en sueños prestados ni cedidos comenzaría mi pobre súcubo a disfrutar... ni siquiera una erección como exige la norma, sino amagos y arrobos esporádicos de una eyaculación precoz... o, acaso, la supuesta palpitación atribuible también a los pimientos verdes fritos cuando, chiflando nerviosos en la sartén, intentan absorber la pringue ardiendo. Sí, resulta obvia y jactanciosa mi presunción..., aunque bien fuera que lo barruntase debido a un soplo espiritual... o simplemente lo evocaba a golpes de capricho, pero lo que se advierte por una arremetida en toda regla... ¡jamás!, ni siquiera en pesadillas. Bueno, miento; quizá en cierta ocasión fuera que..., medio obnubilado bajo el influjo del aroma soporífero y dulzón de cierto manzano vencido, aplanado y repleto de fruta exuberante... y según intentaba con ramajes de amapola disuadir... (imitaba el desdén airoso que derrochan potrillos, incluso durmiendo, según se flagelan las nalgas con las crines desenfadadas de su cola de caballo) al tábano obstinado y zumbón que pretendía libar la miel pegajosa que debido al bochorno segregaba la junta de entre mis nalgas arrebatadas de sol y un bañador de holgado pernil, me inquirió con algo atractivo y equiparable a un enigma, pero presumo que al cotejar éste mi indeleble estoicismo... o viendo que, a tan imperiosas demandas, no respondía servidor con la presteza deseada (pues nunca me interesó espiar al sátiro en cuestión, ni qué compensaciones reportaría tal enigma), con gestos lascivos y parcos intentó al menos soliviantarme: sus jadeos y suspiros inventaban mañas, sueños, figuras... para que su vergajo, más fiambre que bravo sobre ribazos entre muslos soñados, y ante tanta expectación de cigarras enloquecidas, bullera ansioso y raudo como un hurón... siquiera disciplinado y por consiguiente presto para un trabajo pulcro y rápido: mero refriegue quizás; porque... "por nada del mundo... (entonaba jadeando una voz de ultratumba, insólita, distorsionada), dejaría de respetarte.... ¡faltaría más!" A pesar de todo y acaso porque a partir de la voz intuí de quién podría tratarse, aunque ni un pulgada osé levantar la vista, me mantuve firme, apalancado, ponderando el letargo, tal que un doncel de piedra... Mas como su sexo (ya lo predije en anteriores ocasiones), no se le empalmaba ni con almidón... ni empuñándoselo bajo los calzones y arremetiendo luego con furia desatada contra lo que fuere menester... ni tampoco atizando empecinado sobre cualquier arista o esquina con su flacidez de peso muerto y, ya exaltado, prometiendo paraísos en tono de arenga para masas. Aún más aturdido, hierático... optó por desistir de tan traumatizante empeño; después, según se alejaba, oí lloriqueos como de niño chico... ¡Pobre sátiro enmascarado: fuere quien fuere; qué rápido comenzaba a replegarse ante fracasos tan endebles, nimios... mejor que contemplar otras posibilidades, apetitos, maneras, formas, retos...; qué temprano sucumbir a tan dudosos deterioros, tanto físicos como sensoriales, y en menosprecio de su propia dignidad...! Mas, ya por último, de colofón, viniera a sugerir el nombre sólo de Don Manuel como sospechoso, de inmediato éste debería armarse de valor y atajar el empeño con otro ánimo, entereza; y puesto que el infante, de cara a estos asuntos, y algo más torpe, tampoco era lo que se denomina un portento, pues mira: para qué sulfurarse... ¡más se perdió en La Habana! Tampoco yo, debido a miles de contradicciones podía presumir de portentos. No obstante, también el aludido, mi amigo y presunto alumno: Gustavo, sufrió lo de Dios en Cristo; tras el sí, pero no del viaje de novios, o viceversa para entendernos, más los titubeos y requiebros días antes de mi repentina intromisión y ultraje, por cuyo retortero merodeaba él oculto bajo las sombras cual soldado sonámbulo entre catres de camaradas en pleno sueño de guerra, iba declinando de nuevo, y más taciturno si cabe, hacia el arte estéril, efímero...¡condenada ocupación producto de la desidia... o a falta de mayores alicientes! Y, como ya fuera tradición, bajo los efluvios de su atípica enfermedad, ahora en efervescencia... (ésta, según el cariz de los sucesos: bien empeoraba, como remitía), y máxime sabiéndose él mismo, a ojos del entorno, contrincante de honor del recién ordenado miembro de la familia: el Pintor. Ahora bien, de reconsiderarlo en la distancia, como cualquiera que se precie, lo cacarearía a los cuatro vientos...; ¿por qué nunca resaltar tales atributos, incluso con ínfulas, arguyendo altaneros que, ya que se trata… y siendo soldado honorífico, con mayor razón, de la única muestra cotejable de su escondida o casi nula propensión al conflicto... en detrimento de su pacifismo... pues, mejor que mejor? O, al contrario, sopesar su actitud como mera inclinación o sometimiento místico...¡también sería razonable! No hubiese sido fabuloso, de reseñar entonces que tal vez todo respondía a que el romántico muchacho, como su sensible madre, despreciaba la vida en favor de un definitivo retiro, de la melancolía postrera...: amurallado y protegido en el gabinete, pertrechado tras áureas frágiles y crudas, sumergido en opacos e inextricables pensamientos... y abundando en las sombras internas, sin palabras, con desdén, apático... (actitudes quizá más limpias que las protagonizadas por su madre); y es más, en tanto las horas vanas del día iban a hurtadillas infectándose de esencias agridulces, rancias... con destellos nauseabundos, equiparables a aquellos que desprenden las enfermedades mentales, y también en consecuencia de tal, se iba degradando hacia un paroxismo ciego. Sin embargo, si, de anochecido, Gustavo se apuraba con mañas idénticas a las utilizadas por asmáticos histéricos a punto de estallarle el pecho... o inflamársele la sangre... o, a acaso, en peores circunstancias todavía, en proponer un desahogo, un salida airosa..., aunque en parihuelas y proyectada sobre contornos cercanos, Don Manuel, condescendiente, presto... y demandando a posteriori agradecimiento (pues defendía que tales determinaciones suyas nos libraban a todos de nuestro arduo y difícil menester); se las componía para que, de cristalizar sus deseos, más acertado fuese que su hijo desahogase su sensibilidad de la mano del Pintor; jamás de la de su propia esposa ni de la de su hermana. Luego aducía: "Además, nunca viene mal... y máxime si influimos para que ambos cambiéis impresiones sobre vuestros respectivos proyectos artísticos: !Rien ne va plus!".
Yo en cambio, pieza comodín, de pretender saciar mis ansias… ¡rápido me las tenía que ingeniar! No obstante, aún hay más...; por aquel entonces mi cuñada... (sospecho que algo se nubló en su ambición salvaje: algún viaje truncado, un vestido de fiesta sin la caída precisa y grácil, un capricho extravagantes abortado antes del primer impulso...) superaba un periodo de extrema delgadez y delicada salud: meramente representaba al espíritu de la golosina en época de ayuno y abstinencia; ¡vamos: se daba la vuelta y parecía que se hubiese esfumado! Y no sólo llegaban ahí modos y maneras, sino que debido a estado tan crítico... de inanición, de manías, de gritos, de mohines... y en consecuencia con tales, sus pesadillas superaban el delirio estipulado... tanto que, a pesar de su delicada y áspera idiosincrasia, creyó oportuno ¡la criaturita! demandar alguna que otra caricia... y hasta insinuó o transigió o exigió que... ¡por qué no ser rondada o protegida, acaso, en las noches más turbulentas; aunque a la mañana siguiente ¡faltaría más! volviese a sus respingos y redichos de rigor; mas en detrimento de mi propia vida, de mi sosiego... Lejos, relegada y de espaldas a las indecisiones y morisquetas que día a día me brindaba Gustavo y, como cabría sospechar, bajo el atosigamiento implacable de mi suegro, no tuve otra opción que, la mayoría de las noches, ordenar trasladasen un camastro junto a la que presumía: ¡ahora agonizo, mañana aleteo cual mariposa sobre setos floridos de lavanda! para protegerla en lucha sin cuartel contra monstruos... cuando menos de siete colas, que con todo lujo de detalles y al hilo de las pulsaciones de su propio cerebro ella misma describía. Pero, como era de temer... con el trasiego mental propio del ajetreo constante, noche tras noche y a duras penas, me las veía y deseaba para reprimir los consecuentes sofocos... debido a mi condición y estado impropio... y para que, al mínimo movimiento, el consecuente flujo no trascendiese en oleadas... y luego inhalado por Corito ¡procuraba mantenerme las horas muertas alerta, en vela, al pie del cañón!; mas, una madrugada mis ruegos al Todopoderoso... (a quién prodigo el máximo fervor) fueron desdeñados: con el calor, el amago de un vahído, la fuerza incisiva de un pronto, la amenaza de sueños traicioneros y la manera estrambótica de bregar ella en su delirio, fui configurándome tal grado de inquietud, de desesperanza, zozobra, vértigo... que no tuve por menos que saltar veloz del camastro y desmandarme pasillo adelante... como una posesa, sin echar cuentas que, ante descuido tan mayúsculo, la agónica pudiera descubrir el talante y la etiología de mis arrebatos... Hasta la puerta del cuarto de Gustavo me arrastró la inercia; allí... (temía, pues, que él descubriese también mi atolondramiento) esperé jadeante, arrebolada, desplegando aromas incitadores..., mas cuando, con extremo sigilo, iba a girar el pomo rechinante, una fuerza bruta... y tan impetuosa que parecía premeditada, redujo hasta mis pensamientos, el tic tan del corazón; algo extraño se abalanzó con saña sobre mí, me atrajo, estrujó me entre sus brazos de fiera y, como si al pasar se hubiese enredado en marañas de deseos ilícitos, me redujo a empellones, con rabia, brusquedad...; no conforme me obligó a ladear el esqueleto y, entonces, sin dignidad alguna, sin rechistar... a que consintiese a cuatro patas... ¡como una perra! En mi palpable degradación comprobé sin sorpresa..., mas con gusto, cómo hebras de saliva se dilataban desde su boca hasta el suelo, mezclándose allí con las mías... y cómo juntan conformaban un engrudo compacto, sólido... de tal envergadura y proyección que, de inmediato y al unísono, nos sentíamos amarrados como a un puerto incierto donde por siempre jamás quedaríamos atracados, encallados... noche tras noche. A la sazón también el Espontáneo pudo saciar su perverso e irrefrenable ardor... según le convenía: ¡a capricho...!; pues poco faltó para que me introdujese su miembro enhiesto por una oreja. Luego, al tiempo que a ambos se nos extinguía la laxitud propia del orgasmo, él descorchó mi vagina con brusquedad, sin miramientos ni piedad... Y con el miembro aún erecto y pringoso, tal que la lengua babeante de perro enamorado, huyó. También, tanto esencias como siluetas ajenas, se fueron diluyendo en el ambiente sin apenas describir un murmullo, un gruñido, un visaje... o siquiera el pálpito de una promesa. Sin embargo, en varios intentos y según me apuraba en borrar resquicios de la violación, bajo cierto resplandor que de una lamparilla fluía lentamente, a lomos de los miasmas rizados de la noche: turbio, parpadeante, temeroso, e imprimiendo brillos esporádicos sobre las aristas más descarnadas, escruté las trazas de algo que se emparentaba con fantasmas... y aun escuché cómo se entornaban al menos dos de las puertas del corredor. Entonces, me acosaron preguntas que ahora me vuelven a sobrecoger: ¿cuántos, quiénes y de qué dependería que, de manera tácita, unos y otros comprometiésemos votos de silencio, de anonimato... además frente a tan descabellado y abyecto asunto?; jamás resolví el dilema... y aún hoy conservo mis dudas intactas al respecto.
Harta de planear sin norte, fatigada por la desmesurada carga, sin aliento... y atribulada la razón, el águila resuelve abandonar a la suerte al perro del lunar abierto en canal... y con las garras derrengadas, flácidas... aunque doloridas, disponerse a hender la bóveda del cielo como una flecha; el cuerpo sin alma, desplomado, deforme, amazacotado, por un instante flotando... sujeto en el aire de modo extraño, inexplicable... cae de seguido para desentrañarse sobre un artefacto contundente del jardín: aquel arado con trazas e ínfulas de animal prehistórico, ya medio asfixiado entre la maleza... ¡Qué estrépito! Pero nadie de los presentes dispone tampoco de ardid ni fuerza para soportar tan gratuito acontecimiento, ni sobrecogerse siquiera... y menos Fabi, que detuvo el discurrir de sus conjeturas, un instante atrás, por miedo a ser arrollada entre flujos vertiginosos de un remolino soñado; así que, embebidos, cada cual sobre sus genuinos cuentos, persisten en su afán... sin levantar la vista, con la cabeza gacha, amarrados y presos de su condición... o acaso el Pintor que, de manera inconsciente, arbitraria... utiliza el color mulato de la sangre reseca para restaurar ramalazos de sombra, un reflejo marchito del crepúsculo en el ala dolida del cisne..., quizá algo forzado. El resplandor, anclado en su propio fulgor líquido... y denso cual estaño en ascuas, persiste como viene siendo habitual: dilatando el espacio, preñando al tiempo, trazándole a cada cual una dimensión insólita... donde se fragüen las más peregrinas ilusiones... y procedan sueños sin mayor alteración que aislados e inapreciables vaivenes, allí donde se insinúa el vértigo.
No sé quién, a través de los tiempos, ha osado difundir que el conocimiento exacto de nuestra idiosincrasia, mejor que cada cual el suyo, más certera e infaliblemente lo aprecia aquél que te espía de cerca, de frente, sin prisas, escrutándote con lupa... e incluso si te quiere mal, mejor; para demostrarlo, con certeza alegará que dada la estrecha implicación entre el ego, el yo ordinario y la consciencia de cada cual, se pudiera, en detrimento de la propia realidad, interferir parcial, considerable o especulativamente... ¡Qué bagatelas! Mas yo apuesto... y hasta alardeo que, si con absoluta nobleza te muestras ante el espejo de tu propia conciencia, repararás al instante que, quién mejor especula respecto a las cuitas de tus entrañas y hasta de los mínimos detalles del contorno que lo conforman y, aún más, de las escamas protectoras, no es otra que la implacable, exhaustiva y crítica actitud de nuestra propia razón pura... sin otros aditamentos; por supuesto, amparados en la valentía y el libre albedrío. Quién precisaría mejor que tus tobillos son algo gruesos respecto al conjunto de tu figura; que el verdor de tus ojos se realza si te muestras algo irritada y frente a una luz restallante, cegadora... quizá para que el iris se ocluya prestándole así más intensidad, protagonismo y glamour a la niña de tus ojos..., aunque en tal proceso, por sistema, merme la proyección de la intensidad propia, la profundidad de sentimientos, lo alambicado y sutil del ingenio, porque, como ha quedado zanjado, unos ojos vidriosos, aún en fotografía, son capaces de irradiar y propagar encantos arrobadores, irrefutables, indelebles... incluso a través del tiempo, de la forma, de las maneras...; capaces de atrapar al más pintado: Un excéntrico doctor en psicología, en extremo estrafalario, curioso, sistémico... y de nombre muy extranjero, lo propagaba ya desde hace algún tiempo; y de manera irrevocable aducía que, mostrándoles a unos señores, escogidos al azar (aunque con cierto ramalazo de lascivia impregnada bajo sus perillas pías, pícaras) varias estampas de seductoras y magras señoritas, con la astucia de mezclar entre el conjunto de los retratos una sola donde una de estas beldades además de sus encantos irreprochables exhibiese con descaro una singular dilatación en sus retinas, e instándoles después a estos mismos señores a que sin prejuicios confesasen a cuál de ellas estarían dispuestos a ofrecerle el oro y el moro... y, por contra, relegar a la novia de siempre como mera señorita a quien cubrir, tal que si fuese la otra, con atenciones exclusivas y de compromiso, para su exhibición en fiestas familiares, de rutina..., todos sin dilación coincidirían en elegir a aquélla de quien con anterioridad el insigne Doctor defendía fuera la afortunada... O quién dilucidar mejor que tus irrefrenables y patéticos celos son producto de cierta anomalía anclada allá en el umbral donde también se revuelven y entrelazan ansias insatisfechas, amores indefinidos, sexo mal experimentado y mal resuelto... o producto de una condena perpetua al celibato, o al onanismo frío y desolador... ¡que para el caso es lo mismo!; es probable que, de no sufragar el ardor que dimana desde el núcleo de estos conflictos, algo que decline hacia una enajenación como Dios manda..., bien propensa a una prostitución en toda regla (lesbianismo incluido) o hacia un convento de clausura, te vuelvas tarumba perdida, te quedes en las guías o consigas inflarte como un trullo. Así que no es de extrañar por tanto mi extrema delgadez; ni el celo constante para que mis impulsos causados por tales demonios nunca escapen ni afloren fuera del umbral de mi control... sino a modo de inquina sorda contra mí misma... ¡que me van a conducir a la tumba... o acarrearme lo que no está compilado aún en libros de medicina! De lo que se colige que, mal que les pese a muchos, y de ser honrados y sinceros respecto tanto a defectos como a virtudes, nosotros somos quienes más capacitados estamos para extraer claras y precisas respuesta ante cualquier peculiaridad propia, que se precie. Y afinando... y recordando, hasta podría localizar el punto preciso, e incluso desentrañar con todo lujo de detalles, vericuetos, pautas y exacerbaciones... que en su discurrir azaroso vinieron conformando algunas de las singularidades, espinas y excrecencias de esta familia nuestra... y en particular aquellas que atañen o repercuten ex profeso sobre trabazones con mis congéneres. No obstante, y puesto que por obvio lo de mi madre queda al menos trazado... ínfimas singularidades en los modos y no en las esencias: la mirada, en ella mejor educada y difusa, los andares más comedidos, la voz alto mansa... y nuestra delgadez y estilo en el vestir, a veces equiparable e incluso confundible, acaso, me ciña sólo a detalles de mi padre. Pues bien, hasta donde se extiende mis recuerdos, Don Manuel, como gustaba ser nombrado a los cuatro vientos, tal cual se definía entonces sin incurrir, por la coyuntura social, en abusos de autoridad, ni en ostentaciones..., fue lo que se dice un perfecto dandi; recuerdo que cuando yo, apenas levantaba un palmo del suelo, él exigió al servicio, distinguido para tales menesteres, que, al menos una tarde a la semana, me señorearan en su presencia... alzada sobre un taburete de orfebrería árabe y al sesgo del fragor de una ventana a poniente; ¿un compromiso con la armonía... o quizá trataba, el pobre, de no descomponer su estudiada y quebradiza compostura... pulida en el manejo de ilustraciones de revistas extrajeras..., meramente dispuesto a admirarme bajo el ángulo preciso: a la luz y altura que, desde la cuna de la moda en París, los expertos y estudiosos del canon de belleza consideraban y aún consideran el más exacto y oportuno; también... ¡ya puestos! y a raíz de tal, le enorgullecía... según declinaba la tarde y cada recodo o promontorio o arista... con exquisita y sutil gracia se iba asperjando de cierta lividez efímera y triste, exponerme ante el servicio... a esta hora, y antes de preparar la cena, siempre andaba ensimismado éste, tomando el fresco acodado sobre los alféizares de las ventanas abiertas al jardín, vestida de encaje y holganza blanca; a dos pasos caminaba tras él, cual perrillo faldero y al compás de los acordes a piano que mi madre expresaba sin alma desde el gabinete..., pero a pesar de todo, yo rastreaba pistas inventadas tras el arrogante caminar arrítmico y parsimonioso de él, entre geométricos setos de abrótano que otrora delimitaban los exuberantes y abigarrados arriates de rosas amarillas, encarnadas, blancas, embriagadoras... de aquí a allá en nuestro perfumado, exótico, elegante, atildado y extenso jardín. Mas el eco de ciertos e inoportunos comentarios, de boca en boca entre nuestras doncellas más pizpiretas, hizo días mediante depauperar el encanto almibarado de la referida y recurrente escena...; tras aquellas insinuaciones, de cuyos ecos cundía que tamañas manifestaciones no eran sino meras posturas, formas para luego él jactarse con petulancia, sin mesura... ante un público enajenado y, según su conciencia, embrutecido, algo se truncó; acaso entonces y por puro recochineo, quizá, se amaneraron más sus formas: se detenía, giraba el torso despidiendo sonrisas efímeras, furtivas... regodeándose tal vez sobre lo que, en detrimento de mi hermano Gustavo, me enaltecía... o, abiertamente y a voz en grito, me distinguía de aquél; ya de mayor pude cotejar que, a la misma hora, el afectado: mi hermano Gustavo, con veneno dulce insuflaba su orgullo... al reverbero de la tarde en un cuarto cercano, solventando errores que Matilde, la institutriz fría, sanguinaria y ataviada de gris hubiera detectado en sus ejercicios matemáticos de la mañana... por supuesto, bien adiestrada por mi padres en tales ardides... y, por contra, aun autorizada para aducir que ausencias y errores tan singulares acaso fueran los de un genio; o se prodigaba, D. Manuel, mi padre, fijo en supuestos paréntesis, sombras, vacíos... en la distancia, alardeando sobre lo que él denominaba prodigiosa inteligencia femenina... y de un talento para detectar en derredor esencias y maneras sin parangón. Después, como era de prever en una niña de edad tan imprecisa, conflictiva, confusa, caprichosa... no hallaba consuelo hasta la vez siguiente, cuando de nuevo se dignaba a exhibirme... con halagos y trazas de trashumante trompetista ofrecidos a la cabra estrella de su espectáculo; sin embargo, aunque ya entonces sospechase que tan opulento despliegue de cariño apenas servía más que... para despertar en el público ambivalentes expectativas y a la sazón despejar en él pecados incrustados y sin etiología, me regocijaba de gusto; y es más: quizá... y de contemplar lo acontecido en soledad, sin despegar los labios... sospechase que cierto relumbrón mágico, cerca ya de la tapia del jardín, en parpadeos de su último adiós... y no siempre, dejaba prendido en mi alma preludios de una promesa en ascuas.
En el sopor de la siesta, mientras sobre el sudor oleaginoso percibía intermitentes cosquilleos, arrebatos, alivios... ¡valga la rareza!, acusado por remolinos de aire tibio, educado, receloso... impulsados y animados por un frondoso abanico de revoluciones desarmonizas, ásperas, quebrantadoras de estados anímicos exasperantes... que, con desidia y desdén manejaba Elvira... en puntas frente al lienzo de la niña de los tirabuzones rubios y geranios reventones a ambos lados... y que su imberbe esposo, ajeno y presente a un tiempo, trataba de retocar con pacífica melancolía en la mirada y no poca languidez en el ardid para manejar pinceles. Ostentaba aquél, en su condición de artista, cierta sonrisa lujuriosa de perenne adolescente, a punto de vacilar tanto hacia muecas de virtud infinita, presentes en los ángeles, como hacia la lascivia más depravada, según retraía o estiraba el pincel para calibrar resultados... al margen, claro está, del aroma que impregnaba la atmósfera con tufaradas de índole anestésico; ahí que, de tan mística atmósfera, brotara el pálpito o ardor postrero, suficiente para, desde entonces, cosechar plausibles esperanzas de un trato afable y compartido entre los allí presentes... y mejor aún, a espaldas de los ausentes... Porque de advertir, tanto Corito como su padre... en estado de gracias y del brazo, atrás en la calesa bamboleante, perfumada y crujiente... quizá entonces invadiendo veredas... y, por tales, atrochando mórbidos campos de viñedos maduros, bosquecillos de esbeltos pinos entreverados de melancólicos eucaliptos y coronados ambos por tiaras de niebla estática, pegajosa, triste, amenazadora... dirección a Oporto, que, aunque por un magnetismo azaroso, circunstancial..., disfrutábamos de cierta prestancia, armonía y tendencia a la estampa familiar enmarcada cual lobos ensañados..., enfurecidos hubiesen regresado a impedirlo, a costa incluso del escándalo, de su frágil bienestar; es por ese temor recurrente que los ánimos y algunos detalles periféricos, también por azar, cundieran hacia la discordia absurda, al enfado inconsecuente. Sin embargo, apenas pude dar rienda suelta a mis augurios presentes; habida cuenta que, al desliar y mezclar el artista nuevos óleos sobre la propia paleta, el aroma intenso, frío y áspero característico, reemprendía planeos trenzándose entre soplos de abanico, resuellos a botica manida, rancia... frecuentes en la boca de Gustavo, y los perfumes penetrantes y frutados que, según agitaba el brazo Elvira, fluían de ella...; además, la atmósfera venidera mitigaba contrastes... hasta tornarse tiniebla densa... capaz de disipar cualquier esperanza, ilusión, sueño..., aunque sin mayor sentido. Mientras tanto yo, frente a ambos, a contra luz, y con premeditación y alevosía, adoptaba no pocas posturas singulares, extravagantes, groseras, emparentadas con estáticas sombras de pistoleros de Weather... ¡pero sin acertar por qué!; o quizá con el fin de subrayar aun la actitud postrera que yo mismo presumía adoptar instantes después: escapar de allí como si intuyera que alguien anduviese esperando alguna señal para emponzoñar el aire... No obstante, según huía caminando, alcancé a detectar de soslayo que la pareja, en réplica... o como suspicacia a mis temores, pretendía siquiera acompasar respiraciones: tal vez estudiaban atónitos que la reciprocidad de actitudes agónicas, fútiles... duplicada en ambos cristalinos, no correspondía con los anhelos últimos por todos acariciados. Así pues, mohína, ella replegó intenciones, su abanico gruñón... y, dirigiéndose hacia el alféizar de la ventana, donde tras la cortina se intuía una tarde de San Miguel esplendorosa, exultante: a visos firmes y decrecientes, desde el tono más intenso del rojo hacia el amarillo, suspiró aturdida, tímida... como si, acaso desliando a la chita callando ciertos juicios propios, fuese a desencadenar un inexorable cataclismo en su interior; en tanto él, hermético, cabizbajo, con la cadencia propia del benjamín de esas familias empedernidas, rancias, conservadas en alcoholes y afeites, se condujo hacia afuera. Puedo porfiar que aquella tarde Gustavo derrochaba jugos, secreciones; superaba aquello catalogado como ordinario, estricto, facultativo; a través de la nariz de porcelana se le deslizaban trémulas gotas que por virtud estallaban limpiamente... con desparpajo sobre sus labios en satén morado... y que debido a ello su rostro delataba un velo de intensidad y textura muy espiritual; ¡más imagen en cera, que de carne y hueso! Para cuando la figura se hubo percatado que sin prever ni meditar... ni soñarlo siquiera, se hallaba lejos de su entorno... del cerco que, desde punto y hora que enfermara o, quizá, desde siempre, lo hubo protegido y atado corto respecto… y según la familia, al amenazador, infecto y nocivo medio ambiente, ya la inercia ciega iba encarrilándome campo a través hacia un chilanco escondido... en un recodo protegido y oculto tras un llorón añoso, digno, con casta... dispuesto a no escatimar en las inmediaciones alguna veta de humedad para el sustento, incluso interfiriendo en el curso del río que entonces… hoy sendero árido, resquebrajado, inútil... paraíso donde yacen esqueletos de rana, de lagartos, de truchas, botellas vacías... y el tronco del citado sauce, caído y cuajado de grajos sin cesar graznando entre álamos, zarzas, cañas y junqueras, surcaba con esfuerzo, fatiga, dolorido... tramos de aquellas tierras de escalofrío; una vez allí, hasta percibía cómo fuerzas mil o picazones irrefrenables mediaban invitándome para que presto y temerario me zambullera... quebrara o, acaso, hendiera la turgencia húmeda y verde cenagoso de la epidermis... infiltrándome antes entre las reatas de insectos vigías, fieros, armados, descarriados... en rondalla a un palmo de la superficie... quizá inmutable, salvo en las proximidades del caudal de su abastecimiento... En cambió, mi ánimo, al margen, ajeno... y a punto de piafar o chozpar enajenado, se debatía, tratando de superar pudores propios de adolescente ñoño: ambivalentes taras que experimenta por doquier quien, con perseverancia y mañas mágicas, se considera dueño y dotado para lanzarse en plancha: exultaste, airoso, lozano... contra todo lo presumiblemente virgen, in con sutil, preclaro..., pero no dueño ni capacitado para afrontar resultados al margen de la norma vigente... ya que es plausible que en cada adolescente también cohabite un carácter psicopático al menos, en pugna perpetua con lo establecido... o diametralmente opuesta a él... o siquiera, y por contra, endeble y de pacotilla... ¡qué lástima!; esta última, por meras sospechas infundadas... a la limón con aquellos que pretenden enturbiar el ardor desenfrenado del atardecer, o dudas sobre si dentro del chilanco o, bajo otra superficie cualquiera, cundan o no, y en clandestinidad, formas y cuerpos escurridizos, ávidos, mórbidos, juguetones... un tanto dispuestos a manjares exóticos, frescos, inusitados... a expensas o en detrimento del capricho. Mas, sin descubrir por qué, vencí atavismos, me desnudé rápido... y, en pelota picada, me zambullí; ya en el primer chapoteo intuía cierto deleite y comunión con el medio, algo generoso y benévolo sobre el conjunto: los grados precisos: ¡ni frío ni calor!, esencias efímeras, pero de manera extasiadora... y cierta ligereza, específica de los ángeles, que proyectaba sosiego y seguridad a mi alma; luego, según flotaba de espaldas y cegado por la luz, comencé a experimentar un cambio crucial tanto en mi interior como circundándome... que pudiera traducirse por una comezón o estado atípico, singular..., pero encomiable y cotejable. Fruto de tal fue la visión furtiva de una junqueral florido de puros falsos, de pega, despeluzándose vivos, y que comenzaba a temblar... a, según se enveredaba o... acaso torcía el curso del viento, despedir pelusa insuflada de la luz fotogénica que caracteriza al atardecer; a la sazón, tras esas frondas enhiestas, amenazantes... levantaba el vuelo la voz aguda y frágil de Gustavo, en un intento por emular tonos emparentados con marchas militares sin precedentes... o, a resultas, quizá, de un fulgor indefinido, anárquico, contradictorio e intolerable en derredor... en el instante preciso que descansa el sol sobre el horizonte. Y a continuación, mezclado con la estela que persiste... y aún más en el deseo, la estampida bronca, áspera y violenta de una perdiz seguida de su camada. Así, con tamaño epílogo, cómo no iba a sentirme inclinado a confesar, y al hilo ir argumentando sobre nuevas adaptaciones y semblanzas de mi pasado revuelto..., aunque para ello tuviese que ir tronchando, de una en una, cada penca del cogollo sangrante de mis entrañas. Entonces irrumpí, a ritmo, son y proceder... en la tarde de su agonía; mi voz erraba junto al agua como vaho matinal sobre costras de ríos serenos en mañanas de febrero bisiesto... y como tal se desparramaba sin forma, lenta y en mansa cadencia sobre la superficie... también adormilada, lánguida, despreocupada, mas predispuesta a ser soliviantada, seducida y besada por fogosas y amalgamadas reatas de peces: boquitas ávidas, mudas, frías, en corazón. En ese previsor estado de la consciencia, ahora en conflicto, intentaba apaciguarme a la chita callando...: ¡siempre habrá un roto para un descosido...!; pero sorprendido advertí cómo, tras mis labios herméticos, florecía un hormigueo vivo, furioso. Luego, intentando sostenerme yerto en la superficie, exhorté: "¡A quién corresponda...!; con cautela ladeé entonces la mirada hacia la mentada junquera, y procurando... ¡apenas estremecerme!, proseguí. Sin embargo, cuando mi conciencia considere beneficioso sacudirse esquirlas dimanantes de un razonamiento feroz, por dignidad no dudaré en recogerlas... o, al menos, desenmascararlas. Ahora bien... y ya que muy lejos en la memoria me afloran destellos nítidos y punzantes, espolones o adherencias en mis orígenes, y puesto que lo hube prometido, conjugaré in situ: Todo aquél cuyos conocimientos, fundamentados... hueros o abstractos... sobre su propia madre, responden siquiera a endebles descargas procedentes de anhelos enconados y distribuidos entre la consciencia y el ensueño... máxime si, cual mercenario (como es costumbre entre "niños del torno" que no se decantan por el proxenetismo de elite) se pavoneara distinguido con el tatuaje tradicional: amor de madre... y hasta consigue trucar groseros panoramas por sugerentes espejismos, o viceversa... de recrearse, por costumbre o inercia, en el caminar de una muchedumbre que, con trazas chabacanas, se aleja de espaldas... este individuo piloto podría incluso confundirse, sobrecogerse... o, al contrario, hasta encapricharse de cualquiera del conjunto con tal que atendiera, aunque de manera superficial, a las premisas por él exigidas, expuestas, inventadas, cosechadas... o, si fuera menester, acaso dependiente de cualquier otro sujeto anónimo, pero que soterradamente provocase en él indicios de un compromiso sin parangón. Después, una vez olfateadas las mieles del comienzo, sin explicación aparente renegaría hasta de su sombra... alegando ¡si recupera aliento! que su cese acaso fuera debido a ese sentir perruno del que trasciende cierto husmo repulsivo... algo que incita a tratar al mudo... como si cada cual respondiese al prototipo de la evanescente madre fraguada en sueños, despreciando que tal incertidumbre pudiera embotar el fluido de muchos de tales pesares... condenándolos hacia vertientes de desarrollo inconcluso, deficiente, patológico... No es de extrañar, por consiguiente, que cada uno de tantos como fueron condenados a malvivir sin arrullo materno ni de nadie, también acusen cierta endeblez en las relaciones, propia de esa mayoría silenciosa forzada o expuesta a errar por el mundo sin apegos ni trabas de ninguna clase; ni descabellado, por tanto, que en general los mismos propendan hacia el típico desarraigado aventurero..., aunque nunca consiga éste desgajarse de su entorno más inmediato... Ahora bien, y aunque no es tan descabellado lo que pretendo... ¡quizá mi exposición desnuda y clara consiga desmadejar ciertas incógnitas, de tantas como la familia al completo albergáis sobre mi pasado...! Al hilo de la interjección, según pretendía ordenar y matizar con desparpajo alguna de las lagunas manifiestas, perdí cordura, aplomo y equilibrio... sin dominio sucumbía al abismo.. precipitándome a expensas de los escurridizos, bulliciosos y ávidos barbos. Mas, al ascender a duras penas a la superficie, incómodo por tanta refriega, besuqueos... pude, bajo la embelezante película de amébidos, avistar el contoneo trémulo y majestuoso de un cisne blanco quebrantando la calma celeste con marcada arrogancia, parsimonia, inquina, talante de emblema... o la clásica ceremonia propia de quién necesita culminar una hazaña, fuere cual fuere los resultados: novia, reina o monja... dispuesta a ascender escaleras arriba hacia la gloria.














Capítulo octavo

Cabe referirlo, puesto que en escasas ocasiones le daba lugar y tiempo, a ella misma, a interpretar o remedar el batí burrillo de sus sueños de vigilia en una niña prematuramente madura, quizás debido a estímulos excesivos; ya desde tempranísima edad, en la cuna, demandaba primero palabrería vana y luego cada vez más y más detalles de las intrigas de un pasado que aún no se ha apaciguado en los remansos de la nostalgia... que en otro tiempo acaso se entretuvo en devorar libros, fuesen del tema que fuere: novelas, ensayos, de historia... y, por su mala cabeza, hoy relegada a trajinar sin norte ni concierto mientras trama y desentraña argumentos, ya de atardecido, alcanza una silla (tapizada en cretona a listas horizontales verde hoja seca y helado de vainilla, ceñida a la base de las patas por una cinta de pasamanería tan primorosa y delicada como si se tratara de lencería femenina y donde dichas patas, bien torneas y pulcramente enceradas en un tono más bien oscuro, surgen arqueándose como las de dos jinetes enfila... o acaso como las de esos adolescentes que exageran su hombría con rudas y forzadas maneras; el respaldo se alza ligero y elegante cual instrumento musical de cuerda) y colocándola a dos pasos de frente… justo donde la oscuridad de adentro comienza a lamerle las sienes, se desploma: ¡tan exhausta!, serena el ceño y los pómulos jóvenes y nacarados; sus párpados van abriéndose con el candor de esas flores que, sólo cuando declina el itinerario del sol al atardecer, comienzan a abrirse; y su barbilla, siempre trémula, a duras penas puede ser domada por el temple y maneras de su terquedad. Antes de comenzar la retahíla, aún tiene acción para apaciguarse el peinado con ademanes torpes y carentes de toda coquetería: más adecuado sería referir que con cierta parquedad masculina. Luego yergue un instante la cabeza y asiente soñadora con la mirada; el tono en exceso rosáceo de sus mejillas, por malabarismos de sombras atónitas... pues la luz vieja de la tarde arrebola aquello que encuentra de frente, se torna tostado y aún más cálido:
Si alguien pudiese acallar esos gritos, gemidos, tanta histeria ininteligible, desasosegante... Porque, como repetía mi padres: si la música va directamente a apaciguar los instintos más primarios y en punta, por qué sofisticarla y conseguir con ello que éstos se ocluyan... y ni la asimilen siquiera. Y por tanto se revelen: si tienes que intelectualizar la música, no vale... ¡apaga y veámonos! Aunque, la vulgaridad extrema, a veces, puede ser recalcitrante. Francisco Alegre... ¡por Dios! Bueno, a otra cosa mariposa; a lo que quería argumentar. Me contaron que en un museo de renombre luce un cuadro tan extraño y enigmático como un recuerdo de infancia... en el cual el propio pintor aparece tras el caballete; a unos pasos a su izquierda posa un ramillete de figuras: gente menuda y extraña vigilada desde una puerta entreabierta, allá en el cuadrante superior derecho, por un adulto bobalicón que ensimismado se hubiese detenido un instante. ¡Creo que dicho cuadro hasta lo he contemplado en una estampa, o lo he soñado...! Este grupo singular, según me han contado, quiere representar al sector infantil de la corte real de uno de esos Felipe que tanto abundaron en la época gloriosa de nuestra historia. Sin embargo, también me apuntaron que dichas figuras, más que infantas, parecen zangolotinas enanas ensayando una farsa, adecuadamente vestidas con ropas cedidas por la misma corte. Y ¡lo que son las cosas! los entendidos consienten en que se trata de uno de los cuadros que mejor retrata una época, un momento y una sociedad; sí, así con tan escasos elementos. Recalco esto para que, aunque mejor sería brincar como es de rigor a mi edad, entiendan con mayor juicio ese otro cuadro que, a raíz de una realidad más bien dudosa, conformo y pulo cada tarde dentro de esa linda cabecita mía. No se inquieten... Ni menosprecien anacronismos, contrastes, mentiras a medias, verdades contrapuestas; en el tintero donde para inspirarse moja tanto el artista como la imaginación de una muchacha, no existen verdades ni mentiras absolutas: todo es lícito. Algunos biógrafos de literatos, consideran más riguroso si excusan o acusan a éstos argumentando que, en tal o cuál párrafo de aquél u otro libro de aquél de quién recopilaban detalles para explicar su vida, no fueron en absoluto lícitos ni fieles a la realidad, que distorsionaron casi su totalidad aumentándola o empobreciéndola; y máxime si retratan o se inspiran en personajes públicos o, sino, reconocibles. La realidad ni supera ni rebaja ficciones; sencillamente dispone de otras características quizás más casuales. ¿No es igual de relevante, tanto si tu Pintor es bueno o mediocre, o si las cuñadas se contradicen refiriéndose al mismo hecho? Son personajes... y éstos, nunca atienden a leyes memas de gentes que reiteradamente declaman aquello de: el orden natural y perfecto de la naturaleza nunca se debe cambiar ni mancillar cuando es plasmado en un libro o cuadro, puesto que tal orden responde siempre a leyes naturales y perfectas. No existe la perfección... o, según se mire, acaso todo es inconsútil: como la armonía de aquella... aunque momentánea conjunción sexual entre todas las figuras de tu cuadro. Mas, y como siempre por malas artes de la culpa, ni ellos mismos lo consideraron nunca: se hizo trizas; la ingenuidad y el candor volaron para regresar disfrazados de hostilidad. ¡Atiende! ¡Obsérvalos ahora! Aunque no dejan de rememorar semblanzas propias y ajenas, ninguno es consciente de la complejidad que aportan a cada cuento, según se empeñan en puntualizar más y más el mínimo detalle, según se quitan unos a otros la razón, según se arrebatan protagonismo, se arropan o desnudan... De lo que se colige que la pluralidad siempre enriquece cualquier ejercicio artístico... ¡y filosófico, por supuesto!: A veces sostengo... ¡por qué no admitirlo! que todo se disipó acaso cuando Don Manuel se despeñó, caballo incluido, por un terraplén; tras obligar al animal, con todo su empeño y una fusta como de demonio, a que remontase el falso obstáculo de luz diseñado por un sol mortecino sobre un peñón tan pulido como una joya gigantesca, juntos y envueltos en auras compartidas volaron hacia el final... Quizás, descubro ahora, que tanto miramiento en la forma, en el detalle... fuese sólo para que la estela que desprende todo suceso espectacularmente romántico difuminara la esencia.
Después de vomitar y vomitar aún me notaba ahíta, vagaba de una ventana a otra sin esperanza alguna; como cada anochecer me sentía abocada a una asfixia sin remisión; por otro lado... ¡es tan indigesta la calabaza condimentada con cilantro! Siempre que la inercia de la claridad del día va cediendo protagonismo a la parquedad de los contrastes: esa expectativa creada en torno a objetos, recuerdos, anhelos... se introduce en mi discurrir, ya de por sí atolondrado, un elemento que acaso sólo siembra cizaña. Desde una ventana ojival, allá en el rincón más recóndito y entelarañado del desván, en el preciso instante cuando el sol deja su perfil canallesco para tornarse manejable, cálido, esponjoso... y confías entonces que, envuelto entre su caudal manso, arrastre todos los abrojos que atoran nuestras entrañas, que desluce tu respiración...: cualquier sufrimiento adherido gratuitamente, contemplé lo que parecía el caballo de mi padre desbocado hacia la línea imprecisa del Oeste. Siquiera me pregunté: nunca podrás alcanzarlo. Después, hincándome las uñas sobre mi mano, en la parte más bulbosa, donde quirománticos iluminados sostienen que radica el gráfico del amor... traté de amansar todos mis sentidos, quedarme suspendida en la nada. Una vez hube vuelto en sí tras el desmayo, intrincados ecos alcanzaban el umbral de mi realidad dispuestos a invadirme... cuando sólo se desmoronaban tras el impacto. Sin saber por qué, sentí que nada volvería a ser como antes.
Verás: claro que nunca podría ser como antes; la familia estaba desmembrada, a punto de desmoronarse. ¡Esta esmirriada tiene unas ocurrencias! Lo que nunca consigue precisar es si aquellas estilizadas visiones acudieron a su mente antes o después del suceso; acaso nunca lo sabremos. No obstante, yo apuesto porque cristalizaron en otra dimensión; lógico es que, tras sufrir un vahído, despunten sobre tu mente plana imágenes correlacionadas con palabras que de fijo rondaban en derredor tuyo. Puedo jurarlo: Corito pasaba esa tarde como cualquier otra, queriendo acaparar la atención.
Fabi mira fijamente…, ya perdida en la lejanía plana, quizás obnubilada, tal vez balanceándose en cualquier doblez de lugares y tiempos remotos. Luego gira la cabeza inapreciablemente, apenas para intuir el balcón del Pintor, cuando descubre que ya no se oculta éste tras los cristales, que acodado en la reja la observa de hito en hito, como si ella representase un enigma; entonces, se vuelve para encararse a él, pero éste ya ha desaparecido... sólo se presiente en la distancia, perdido entre contrastes muy extremos. Su chaqueta debe ser de un verde muy oscuro, pues, escasamente contrasta con la noche; sus manos también renegridas siquiera hayan ascendido a sus orejas con afán de obstruirlas... para impedir que escuchen más propuestas; ahora ¡mira! parece que implorase, destacan sus ojos luminiscentes como un perro loco... ¿Habrán desaparecido ellas también: las cuñadas? ¡No quiero mirar, ni pensarlo siquiera! Cuando se acaba el día ¿dónde batirá las alas el cisne que planea suspendido sobre el lago imaginario... que con tanto afán y esmero proyectan todos sobre el propio leite motive al inspirarse en el torrente de mi melena al viento?
En una inmensa llanura de resquebrajada tierra pajiza, quizás salpicada de matojos de retama, se desplaza una nube de polvo cobriza hacia el sol que muere. A lo lejos, en el lado contrario, duerme, recostadas sobre azul inmaculado, un grupo de montañas broncíneas. Se mire hacia donde se mire, el horizonte que se despeja es inmenso, sobrecogedor... y máxime si apreciamos cómo, esa torva de polvo viva, difumina las furias desatadas de un caballo castaño oscuro. En el instante de ocultarse el sol, todo se pinta en letargo... o agónico... o, tal vez, muerto... salvo el caballo que, al percibir como entre el polvo una liebre sale a su paso, pavorido se flamenca, relincha... y, tras recular con las patas en alto, se precipita luego por un abismo.
Maúllan los búhos, las pajarillos entreveran trinos, graznidos, zureos, gorjeos; pareciera que una densidad súbita pretendiese asfixiarlos. En el cielo huyen grandes nubarrones tenebrosos perseguidos por otros que pareciesen estar desintegrándose en una polvareda espesa y revuelta. El entorno, a penas trasluce entre el inmenso fragor que el viento en remolinos, en contienda, tanto el que apareja a la lluvia, como el que arrastra polvo y broza, arremete enfurecido contra este lugar en ruinas; siquiera se perciben maltrechos y angostas alcobas que hubiesen sido resquebrajadas y rotas por una explosión, por un derrumbe. En una de ellas, aun cuelgan, sobre paredes desconchadas en diferentes tonos imprecisos, apagados, sucios… algunas fotografías; éstas (típicos retratos de principios de siglo), simulasen que vigilan a la otra parte de la tragedia; una especie de palacete donde cascotes y esqueletos de ventanales de alcurnia se amalgaman entre flor de manzanilla, jaramagos, amapolas, hierbajos, aparentando artísticas piezas de museo experimental. Mas, apunto está de que torbellinos de niebla densa difuminen por completo el cuadro al óleo de una niña rubia, de cabellos largos… casi oculta tras múltiples macizos, ramilletes de geranios rojos.



San Martín de Montalbán, 9-07,06

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