de Antonio García Montes
Madrid, 27 octubre 1.989
Entre el amasijo de castaños centenarios, coronados por dos nubes de algodón, surgía la fachada de una casa destartalada, aunque de regios muros y poderosa puerta de madera. A unos tres pasos del umbral se alzaba un cenotafio flanqueado por dos limoneros chinos y, a cuatro, un anciano que dormitaba sobre una mecedora a la sombra conjunta de estos dos árboles. Un golpe de aire zarandeó ramas, hojas y el aldabón de bronce de la puerta, dando así animación a este paisaje dormido. Sin embargo, la figura yerta no se inmutó hasta que una gruesa mujer, vestida de colores chillones y enjaezada con todo tipo de quincalla, salió afuera como una exhalación:
__¡Despierta! ...que pasas el día y la noche transpuesto.
Una vez lanzado el reproche, con velada beligerancia, Miranda quedó, por un instante, inmóvil e inexpresiva mientras contemplaba al señor. Luego se le trasmudó el gesto mágicamente y desapareció por la puerta dando un respingo. Él, igual que otras veces, cuando la gruesa sirvienta pasaba a la vera, levantó el rostro mostrando su nariz de pico de rapaz; también se ajustó, parsimonioso, las perennes gafas bifocales, a la vez que retenía en mente, como en una fotografía, la imagen de otra Miranda de rasgos apacibles y ojos marinos caprichosamente dañados por lenguas de sol. A pesar de las migajas de autoridad __incrustadas en los pliegues entorno a la boca__ que D. Miguel aún se empeñaba en resaltar, su mirada no portaba siquiera residuos de la arrogancia empleada en otro tiempo para ojear lo inusitado del universo, o cuando emprendía un nuevo rumbo, o una nueva aventura amorosa; ahora estaba presa bajo un entramado de cataratas y lágrimas. Tras una mueca de desaliento agachó la cabeza y procuró leer el papel que, momentos antes __entre trago y trago... entre sueño y sueño__ había manuscrito sobre el mausoleo. Pero una fuerza absurda le impedía enfrentarse al relato. Tan sólo acertó a presenciar pasivo, aunque después de múltiples intentos, cómo el folio se transformaba, mágicamente, sin proponérselo, en diferentes figuras de papel. Al fin quedó satisfecho con una pajarita, pero cuando se dispuso a soplarle entre las patas, para facilitar así su primer vuelo, una bocanada de viento la arrancó del mármol erigiéndola guía de una herradura de pájaros de azabache.
Al cabo de un tiempo, sumido en la más absurda soledad, D. Miguel, con cierta petulancia en el gesto, sostenido por la herencia de una impertérrita mueca de desafío, se fue irguiendo y, ayudado por un bastón de madera y mango de carey, intentó desplazarse hasta la balaustrada metálica que delimita la vieja residencia. Desde allí, a gritos, pretendió soliviantar lo que él creía ocultarse descaradamente ante su presencia y que le despertaba, no ya el miedo irracional del presunto asaltado, sino, más bien, la preocupación tácita por algún delito, aunque fuese de poca monta. ¡Corrían rumores endemoniados ...que a ciertos oasis incrustados en tierra baldía, como diamantes sobre burdo metal, había que extirparlos y montarlos de nuevo sobre tierra fértil! Pero eran tantas las elucubraciones que se amasaban en su cerebro al morir la tarde... y tantos abismos los que se abrían entre una y otra, que necesitaba aferrarse a una quimera... a un clavo candente. Y, mientras tanto, las copas de los álamos, presas en el azul, se cimbreaban al son del trinar de las golondrinas que, de cuando en cuando, acudían atropelladamente para ejecutar la pirueta más difícil y luego diluirse en el cielo sólo con el somero reconocimiento de la criada, siempre embelesada.
Viendo disiparse los últimos pensamientos y sin esperanza de atraparlos jamás, D. Miguel quiso gimotear, pero la estampa de aire renacentista que el frente le brindaba hizo que la pena se transformase en júbilo y que la gorda sirvienta, con ojos de imagen, asomada a uno de los paneles de la ventana bigeminada, le recordase a las vírgenes de DA VINCI, postradas a la espera inminente de la visita del arcángel anunciador. Entonces, ebrio, con el éxtasis que todo aquello le procuraba, se abalanzó hacia el mausoleo para asirse al borde y recitar un brindis mostrando la copa con lágrimas en los ojos:
__¡Juro por todos los demonios que no tardará el día en que te haga mi esposa!
Y tras un estudiado TEMPO, la copa alzada, acometió de nuevo empleando un ligero tono de conmiseración:
__¡...Miranda, criatura! ¿es que la pereza no permite interés por algo más que un alféizar, una silla, un quicio, una cama... o el borde de cualquier elemento, con tal que recuerde a un asiento? ¿Ni tan siquiera te percatas de la belleza que nos brinda el universo? ¿No te das cuenta, pobre diablo, que a todo esto lo llaman caprichos de la naturaleza y que sólo los elegidos sabemos degustar?
Las últimas palabras las pronunció con afectación infantil, pero la obesa y sudorosa Miranda, haciendo caso omiso, frunció los labios para después ir sacando la lengua muy lentamente. Él, en cambio, exageró el efecto causado y, tambaleante, como niño aturdido por el llanto, fue a acodarse sobre la baranda; justo en la esquina donde se divisa, entre ramas, el sendero por el cual los aldeanos pasean en las horas plomizas del atardecer... cuando se congela la luz y la naturaleza, alineada contra el horizonte, pierde volumen. A esta hora los sonidos adquieren también resonancias equívocas: los pasos , diluidos en el polvo, se deslizan entre el follaje como serpientes ávidas, los cuchicheos se descomponen en notas de gregoriano y el trinar de pájaros más bien parece el lamento de ánimas errantes.
De repente, entre las ramas, brotaron las figuras esbeltas de dos adolescentes que corrían alocados y riendo. Al más aceitunado de ellos le descubrió D. Miguel esa innata zalamería, no exenta de un amaneramiento ostentoso y tenso a la vez, que algunos chavales derrochan a diestro y siniestro... igual que esos reptiles que, al mínimo estímulo __aunque tan sutil como el del insecto__, segregan veneno para matar a un elefante. Sin embargo, el compañero era de otra pasta, más sofisticado, más exótico, más rubio..., pero como las llamativas flores suscitan la avidez en las abejas, él también provoca un irrefrenable instinto sádico. Al pasar junto a D. Miguel se detuvieron un momento, simulando escuchar el solemne saludo con el que siempre los agasajaba; mientras el uno sostenía la sonrisa presa y roja y su antagónico un mohín calculado y frío.
__¡Adiós, caballeros! __les gritó__ ...que los dioses les procuren una tarde excelente.
Tras el ceremonial la pareja espurreó la risa y, chozpantes, reemprendieron el paseo camino arriba; el rubio, pesado, como si forzara los movimientos ya de por sí ásperos; el moreno, en cambio, parecía volar... compuesto de un gas más ligero que el aire. Cuando llegaron a un montículo, del cual se divisa todo el oasis y buena parte del estéril contorno, extendieron sendos pañuelos blancos, dispuestos a charlar libremente sobre cualquier cosa, mientras recíprocamente presumían de su varonil manera de fumar y de la destreza al lanzar las colillas como si fuesen dardos. También eran conscientes, y de ahí su lascivo regodeo, de que su paso cada tarde por la abadía, provocaba en los solitarios habitantes un desconcierto, un miedo... posiblemente una avidez... Porque a su vuelta, entrada la noche, el señor le había increpado en más de una ocasión con alguna aparatosa cólera sospechosamente ficticia..., sin otro fin confesable que la invitación a un cigarro; mientras ella __aparentemente sumergida en baños de lodo, reposos a cada hora y aquel ensimismamiento con las musarañas__ reptaba vigilante, tras las ramas..., como la leona que espera, ante una manada de ñúes, a que alguno se despegue del grupo. Pero allí en la cumbre, a pesar de las múltiples fantasías respecto a la curiosidad de los viejos chochos, por suerte nadie podía verles ni escucharles; los interesados tendrían que conformarse asediando al eco cuando la brisa les fuera propicia y, luego, con cuatro datos azarosos, inventar algún cuento para degustar en silencio.
De súbito y cuando estaban más embelesados __Miranda, el rostro estremecido, contemplando desde la ventana de la alcoba cómo el horizonte se tornaba más incierto a cada instante; D. Miguel, recostado en la mecedora, atento a cómo al armónico agonizar diurno se le iba sumando el civilizado trasiego de los animales de la aldea vecina en busca de cobijo para pasar la noche al fresco__ comenzó a correr un viento desapacible y con tal intensidad, que provocaba un extraño crepitar entre las hojas. Acto seguido, los animales empezaron a moverse enloquecidos, quizá fustigados por el mismo diablo.
Ella bajó la escalera, aterrada, a implorar ante el mausoleo; pero, sorprendentemente, desde allí todo parecía quieto. Hasta D. Miguel contemplaba el entorno con absoluta calma. No obstante, y desafiando al miedo, echó otra ojeada alrededor para cerciorarse de la repentina normalidad antes de volver de nuevo a la ventana. Entonces vislumbró cómo un hálito fluorescente festoneaba los contornos de la casa: parecía suspendida en el espacio a expensas de ser remontada por una bocanada de aire. Quiso gritar, pero, como en las pesadillas, el aliento se le adhirió a los labios; tampoco pudo erguirse y llamar así la atención del otro, ni suplicarle permiso para emprender la huida antes que fuese demasiado tarde; sintió cómo se desplomaba sobre el mausoleo, a tiempo de ser arrollada por la desbandada de un grupo de animales domésticos.
A D. Miguel, al otro extremo del rellano, le acometió un absceso tan fuerte de tos, entre calada y calada al cigarro habano, que necesitó atajarlo con un gran trago de ginebra; después respiró hondo. Recuperado, advirtió con sorpresa cómo un banco de niebla gravitaba sobre los árboles de alrededor, igual que jirones de tul dispuestos para cubrir el bosque. Pero no se alarmó. Como si intuyera una presencia, ladeó el cuello para contemplar el cono de luz que fluía del farolillo colgado en la entrada y que arropaba a Miranda, dormida junto al cenotafio. Por tanto no pudo ver a la pareja de muchachos que, sin mirar atrás, se alejaba corriendo; ni cómo un remolino de polvo y papelajos perseguía a estos pisándoles los talones. Sin embargo, la sirvienta, que no prestaba atención al amo, sí pudo admirar con qué destreza el moreno desprendía de la espalda de su amigo una pajarita de papel medio quemada ...o, tal vez, derruida por el tiempo. ...Y mientras tanto el viejo, de nuevo al frente, dormitaba fraguando historias en un estado de irrefutable vigilia y ajeno a la bóveda incandescente que las llamas construían sobre su cabeza... y a los gatos enloquecidos, lanzando maullidos demoníacos, que se precipitaban al abismo rojo como saquitos de arena desde un globo aerostático que perdiera altura.
Parece insólito que, en tiempo inmemorial y sobre tierra tan estéril, se formase un vergel repleto de sauces, álamos, castaños, hayas, nogales, chopos... hasta de los más variopintos frutales. En la memoria de los aldeanos de estos contornos no existe dato alguno de cuándo y cómo brotó este generoso manantial de agua cenagosa: volcán de lava fría y rica en fertilizantes. Sólo se barajan bosquejos de añejas cavilaciones: la aparición de la Virgen sobre una roca, provocando un venero de agua medicinal bajo sus pies desnudos; quizá el tino de un rayo milagroso que, al clavarse entre las rocas del jardín de una vieja mansión __cuando ésta ardía, según rumores, como la tea__ provocara un surtidor de fango; o, tal vez, la ventolera de un solitario forastero perdido en la inmensidad baldía, a una hora cuando no viven sombras, y que al forjar hoyos, donde creía vislumbrar destellos, tan sólo encontró alivio para la fiebre en el fango que comenzaba a brotar sin mesura bajo sus pies doloridos.
Años más tarde la Iglesia quiso esclarecer el misterio, dando por sentado la consumación de un milagro, con la ofrenda a la Virgen de una ermita sobria, sin abalorios... En el crucero del interior de dicha ermita, toda de añil desvaído, estaban los tres únicos altares: el mayor __popularmente llamado el de la morenita: una virgen como el tizón aunque bien atalajada de encajes y sedas inmaculadas__ ubicado en el centro y protegido por un baldaquín de seda asalmonada; los otros dos, más sombríos, a cada lado. Ante el de la izquierda, o el del Cristo Muerto __una caja de caoba, ostentosamente labrada y bruñida, con un boquete en el lateral superior por donde se divisa el rostro lívido y ensangrentado de Nuestro Señor__, un tenebrario de plata era el adorno más valioso que lucía la ermita, junto con la corona de platino de la patrona. En el de la derecha, frente al féretro, se hallaba otra virgen más llorosa, enlutada y humilde, presta siempre a salir tras el hijo muerto; aquí y tras un primoroso biombo __donde se alterna, a cuadros de a cuarta, todo el Vía Crucis en relieve con celosías de entramados diversos__, se ocultaba una portezuela, medio destrozada, que iba a dar al claustro de la abadía.
Un lugar este silencioso, vacío... tan sólo animado con leves trinos, o con indiscretos, aunque armónicos, cuchicheos que, a ciertas horas, fluían por las ventanas de las celdas. También, al anochecer y antes de llamada a Completas, los frailes más jóvenes rotaban, custodiados por el prior, en derredor del naranjo que había en el centro del patio, como mero ejercicio para aplacar sus insaciables ganas de reír; pero, eso sí, con disciplina, decoro, recogimiento... sin apartar la vista de los dedos de los pies, que surgían del hábito al andar igual que pececillos en busca de esparcimiento.
La construcción externa de la abadía propiamente dicha era, más bien, de corte clásico __piedra gruesa y pajiza__ como esas estancias que se antojan confortables e ideales para la holgazanería, esos monumentos antiguos donde combina lo cristianamente austero con el lujo en el detalle. Algo, no sólo atractivo para el gentío que en principio la visitaba, sino también para los gatos, gallinas, perros y demás animales callejeros que acudían en plaga a refugiarse entre el frescor de los sótanos vacíos; pues en los pueblos de alrededor, cuando el sol de julio alcanza el cenit, no hay quien resista bajo su flujo achicharrador.
Y fue por estas circunstancias que el recién estrenado prior, al frente de aquella almáciga de jóvenes monjes y en una noche de luna llena, enloqueció sin remedio. Según confesó él después __con tono almibarado, el gesto blando y sereno como los San Antonios de las estampas__ mientras los bigardos celebraban ritos demoníacos los fue degollando, a pares, hasta exterminar al último novicio. Cuentan los más ancianos que, por un tiempo, toda la ciénaga se tornó granate; que, al ponerse el sol, parecía el infierno; y que, hasta pasadas dos primaveras, no florecieron azahares sin salpiconazos de sangre... Y, es más, al parecer algunos claveles blancos siguen brotando con máculas sospechosamente rojas.
Todo el lugar quedó abandonado y maldito, hasta que el terreno fue adquirido por un acaudalado indiano que transformó la abadía en lugar de reposo para ancianos solitarios, cultos y pobres. No obstante, esa remesa de artríticos __diluyéndose desde un principio con cada ráfaga de aromas amembrillados__ sólo servía para aplacarle al dueño los accesos periódicos de melancolía, con escuchas sumisas de arengas a bocajarro que él mismo impartía en los atardeceres anaranjados y quietos del veranillo de San Miguel; siempre empuñando una botella, del brebaje que fuese, con tal de emular al legendario capataz de las haciendas de caña de azúcar. Al final quedaron solos él y su mancillada criada... sin otras perspectivas que la ardua tarea de soportarse mutuamente, aunque con cierto regusto, también compartido, por lo meramente teatral.
Corre la leyenda que un día, una vez más, toda la finca amaneció negra como el suelo donde se consumen hornos de carbón de encina y que, milagrosamente, se fue arbolando a través de los años.
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