PARA
CARMEN PONCE DE LEON HERNANDEZ
de Antonio García Montes
Madrid, 3 de junio 1.989
El aula tenía la forma perfecta y pulida de un tronco piramidal de alabastro tumbado sobre una ladera. Sólo el trapecio de uno de los lados estaba estriado, para frenar así la riada inminente de alumnos que, aferrados como a clavos a los bolígrafos, parecían atraídos hacia la base pequeña; donde se veía, enmarcada en madera de pino bien barnizada, la gran pizarra negra. Allí, al borde de la tarima del mismo tono, pero aún más bruñida, flotaba una mesa escueta con patas rojas y delgadas de cigüeña. A su rectangular plataforma lacada en gris se adherían unos folios iluminados por un flexo en forma de aeronave.
Cual pelota de lana bateada por un demente, el murmullo monótono del aula saltaba de un extremo a otro cuando la puerta, firme trazo en la pared inmaculada, se abrió de súbito. Uno de los folios se desprendió de la mesa revoloteando hacia el ventanal __araña mutante aferrada al centro de la base superior__, donde se libraban las carreras de nubarrones de abril. Al instante apareció la estilizada figura de la profesora especialista a quién según programa, le correspondía la charla sobre TRASTORNOS DE LOS SENTIDOS. En altísimos zapatos de ante negro caminaba segura hacia la mesa donde, sin inmutarse por el extravío del papel, posó un portafolios de piel de cerdo. Lucía media_melena perfectamente planchada, suéter ceñido al busto del color de las auroras y falda negra de un tejido que al andar se pega insistentemente al muslo.
Con la precisión mecánica del decorado de las grandes óperas, una nube de tormenta ensombreció la escalinata. Las cabezas giraron al unísono en el instante preciso en que el cabello de la profesional se fundía con el negro de la pizarra. Entonces, la palidez del rostro resaltó con la intensidad de las esfinges: una crueldad entre divina y diabólica, perfilada por el carmín rosa, acentuaba los rasgos armónicos, aunque generosos; unas cejas como fugaces rayos negros iban tomando posición sobre la frente que no se fruncía en exceso __quizá la tersura de su benigna madurez lo impedía__, pero mostraba la crispación suficiente para denotar inteligencia; y unos pómulos firmes, seguros y, a veces, risueños.
Mientras alargaba una mano amarfilada y sin joyas a la repisita donde se amontonaban las tizas, su mirada, hasta ahora sólo proyectada a la primera fila, se tendió hacia el infinito, soñolienta, intentando perderse entre la bruma que la imaginación romántica crea al atardecer. El tiempo __sujeto por aquel discreto reloj a la muñeca__ se detuvo en la punta de la tiza alzada con destreza de domador. Desde ese faro opaco, pudo apreciar cómo sobre los cientos de cabezas también se paraba el fluir constante de los rayos del atardecer y cómo la negrura se filtraba entre las ropas. Todo iba tornándose mortecino, igual que esos recuerdos que al ser evocados en el instante de su desvanecimiento, se plasman sólo unos segundos para luego diluirse con la esperanza de otros retornos. De nuevo se abrió la puesta para dar paso a un diminuto conserje parkinsoniano y estrepitoso. La profesora, inmóvil, alzó mesurosamente la vista; pretendía evitar el empeño de éste en plantar las patas del trípode. Con ligero cabeceo ahuyentó la crispación creciente y se volvió, segura, al encerado. De espaldas y sin más preámbulos rayó en la pizarra: INTERRELACIONES GUSTATIVOSEXUALES; después se dirigió a la mesa ignorando al resto de la humanidad. El pequeño individuo, mientras tanto, se pudo escurrir entre el cortinamen de terciopelo verde situado al otro extremo del entarimado.
Antes de disponerse a hablar, con la barbilla alzada, la profesora giró la cabeza para cerciorarse de que en la pantalla sobre el trípode se apreciaba la escuálida imagen de una adolescente sobre una báscula: "EL GUSTO es el sentido... ¡el tercero! que más relación tiene con el sexo __el graznido de un violonchelo en vuelo acalló un instante a la voz aterciopelada__; parece un apéndice de él. __tímidamente fueron sumándose las notas suaves de los violines, como polluelos que pretendieran seguir a la madre__ A esto se llega, necesariamente, mientras se indaga entre lo que flota en la balsa craneal: esas cáscaras, hojas, flores... elementos muertos que al mantenerse sobre el agua conservan la apariencia de lo vivo y que para algunos pintores sirven de matriz colorista".
Apenas apreciables, la últimas migajas del ocaso traspasaban el insecto gigante. Ahora, en la escalinata en penumbra, tan sólo se revelaban aquellos rostros de las primeras filas que, acariciados por el resplandor del flexo, más intención expresaban en la escucha.
Mientras hablaba, descubrió, confundida, que, entre las imágenes endebles de la segunda columna, unas insistentes pinceladas no cesaban de romperse, para de nuevo unirse aún con más gracia. También pudo apreciar que estas imágenes poseían unos ojos y que esos ojos irradiaban un encono exacerbado para con la figura cadavérica de la diapositiva. Y fue el chaparrón de notas de piano quien ahuyentó a la manada de cuerda y también a las oscuras cavilaciones de la profesora, siempre dañadas por los residuos de una frustrada inclinación al dibujo. Apretando los párpados, aunque sin descomponer la elegancia, ésta se agarró a las esquinas de la mesa, zarandeó la melena para dejar al descubierto unos diminutos destellos en las orejas, y se dispuso a prestar más atención a lo que ella misma estaba diciendo:
"...al extinguirse un sentido se intensifican los restantes: los ciegos palpan más, los sordos ven hasta las ramas crecer, los mudos..., bueno, etc. Entonces ¡pienso yo! que al oscurecerse el apéndice de uno de ellos, obligatoriamente debería intensificarse el otro: de ahí el gusto irracional por el picante, o la intolerancia extrema hacia tal o cual dulzor..." __Con meticulosa dedicación y la intención de incrementar fundamento al contenido, se limpiaba el sudor de la frente y del cuello. La otra mano sopesaba el bloque de folios por leer, cuando una irrefrenable fuerza la obrigó a saltarse varios de un golpe__ "...familias, donde el progenitor es un figurín que se alimenta tan sólo de mendrugos de pan, son capaces de llegar a la docena de hijos antes de sobrepasar la cincuentena. Por el contrario, personas muy dedicadas al paladar... repostería fina, chocolates y salsas agridulces, suelen ser solteronas gordas, de gran sonrisa y peculiar gusto por el atuendo: estampados de colores ornitológicos y ostentosa bisutería..." __Aquí se detuvo para contemplar el vacío fantasmal que se posaba sobre las cabezas, cada vez más borrosas, casi imperceptibles.
Un punteo general __picos ávidos, duros y precisos__ del cuadro de violines acometió por sorpresa a los anónimos prometeos presos en sus butacas. Luego, mientras chorros caudalosos de trompetas limpiaban los desperdicios, ráfagas alternas de clarines purificaban el aire, arrasaban los alientos, rebañaban los humos. La profesional vislumbró cómo las formas, hasta ahora en un continuo disloque concordante con la música, se iban serenando a medida que subía el tono de su voz. Disfrutaba del retumbar de las paredes, del caer trémulo de los desconchones... esporádicas gotas de verano rayando el vacío: una dimensión espesa y trasparente, como si las sombras bucearan en el fluir denso del aceite refinado. Y allí, a esa enorme masa viva __ya de pie ante la hilera de lucecitas que la separaban del abismo_ dirigía las palabras elegidas y precisas, con la maestría y singularidad de un orador iluminado:
"...Lo que guardan en común este nuevo género de personas, es el carácter sexual (en unos encubierto y en otros irremediablemente aparente). A los encubiertos pertenecen los obesos, mientras que a los irremediablemente aparentes pertenecen las escuálidas... y me refiero a individuos de una delgadez u obesidad lindando con la caricatura..."
Una mano cálida la asía fuertemente el brazo donde sostenía los folios hechos un cucurucho:
__Señorita ¡tiene que acabar! ¿...no ve que han desaparecido los alumnos? ...Es tarde y debe estar muy cansada. ...Si quiere, la acompaño. Tan sólo quedan las luces de situación.
Estas frases, entrecortadas por el jadeo, las iba soltando un muchacho __ojos llameantes, pelo rubiaceo a cepillo y boca infantil, húmeda y esponjosa__ al son de su envarado bailoteo, una especie de acoso como la del pavo a la pava cuando están en celo. Ella, ajena, los folios contra el suéter, giraba con la locura de las indígenas en el punto culminante de sus danzas florales. De repente, los dos, uno de espaldas al otro, pararon en seco: sobre la pizarra se congeló la estrafalaria pose de un bailarín; la profesora, al borde del entarimado, veía, con mueca de despedida y ojos turbios, el volar de las hojas en espiral hacia lo oscuro.
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