E N L A L U N A
A mi amiga Lola
de Antonio García Montes
Madrid, 2 de septiembre 1991
Aunque circulen rumores sobre si mi ama de cría fue o no una perra __no sería lícito explayarse ahora, por razones que posteriormente expondré__, a la mayoría de los miembros de su especie los tengo por espingardas; y si algo envidio en ellos es su hocico. Cuando paso ante esos artefactos que las humanas, con intención de retocarse a cada momento el rouge, colocan en lugares caprichosos o, al amanecer, merodeo distraída, junto a espejuelos de lluvia o, embargada por impulsos inquebrantables, oso en alargar el cuello entre frondas de geranio y aspidistra hacia aquellos otros cristalillos alunados que se estremecen en la incertidumbre de fosos sin fondo, he observado una cara, aunque bella y en extremo exquisita, con cierta malafollá en el morro: ¡ese labio leporino nos resta encanto y no pocos seguidores... O sencillamente somos tomados por parientes de esos mezquinos, siempre cautivos y comiendo hierba! Sin embargo los canes... quien más, quien menos __no hay por qué negarlo__ son dueño de un morrito agraciadísimo y además embaucador. Pero no existe mal que por bien no venga: respecto a la boca, nuestra especie ha hecho acopio __como la mujer en cosmética__ de armas con significativo poder de persuasión... y además, utilizadas diestramente, hasta podrían alcanzar niveles de seducción inusitadas.
Cuando afamados investigadores han llegado, por exclusión, a la certeza de que el mundo es una balsa de aceite... o por el contrario aseveran que se precipita sin remedio hacia el abismo... o tal vez ya nada se les ocurre sobre aquellas prometedoras teorías, que en su juventud anhelaban y sus esposas porfiaban, les da por especular sobre cuántas utilidades importantes, además de las conocidas, barajan los gatos en los bigotes. Mi amigo Agustín __de esos atolondrados gatuelos que, de ser humanos, conducirían moto; siempre finalista en los populares concursos de quién es más hábil dando apelativos a las partes del cuerpo menos tocadas y, sin embargo, más acariciadas__ asegura que son ya ciento treinta y cinco hasta la fecha... y que el último descubierto, usado con cautela e inteligencia, nos podría servir de mucho provecho.
Según estadísticas, y siempre que, bajo el collar de plata, disfrutamos las caricias de las uñas largas, afiladas y lacadas en rojo fuego de una dama distinguida, nuestros bigotes sufren el envaramiento siquiera propio del pelaje del puerco espín; contagiados por ésta, de no sé qué fuerza, razón y argucias, mantenemos fija la mirada... provocando cierta inestabilidad en el varón de turno, que en ese momento nos está incitando; circustancia utilizada, obvia, ineluctable, indefectible... aunque, inconscientemente, en provecho de ella e, indirectamente, también en el nuestro.
De manera categórica sostengo __sin despreciar el insólito descubrimiento__ que no hay por qué subvalorar la intensa fuerza deslumbradora del par de marfiles que lucimos tras el triángulo de nuestra boca; impar pareja de perlas en perfecta simetría, e insuperable armonía, con las gemelas esmeraldas de Madagascar... Al menos, entre un sinfín de dispares ronroneos y al tiempo de ser desengastada del minino de mi señora, así lo escuché en boca de un príncipe hindú: "Ni como pirata en la época del siglo de oro español, sondeando océanos encrestados, inmensos, profundos, remotísimos..., ni desvalijando joyeros de doncellas abúlicas y ya hartas de excentricidades indígenas... jamás hallaría un verde tan intenso, ¡ni siquiera en Madagascar!"
Pero dejémonos de bagatelas; el trayecto de nuestra vida gatuna nunca fue sembrado de rosas, dechado de virtudes, ni manejado, por más que los humanos __regazos meramente__ lo proclamen a los cuatro vientos; nunca nuestro destino llegó a ser interferido por quienes sólo utilizamos de referencia, a veces stop, y otras guía, para adentrarnos o no, en la selva virgen.
Hablando en plata y supuesto que es un rumor __como ya dije__, no puedo afirmar que corra por mis venas leche de perra; mas sí dar fe sobre ciertos matices de carácter, los cuales me otorgan singular distinción respecto a mis congéneres... a no ser que me autodiagnostique de histérica. En contraste con la mayoría de una especie ponderada de huraña, pero fiel hasta la tumba, nunca mantuve largo tiempo los reales dentro de un hogar __rasgo nómada de la personalidad que cuajó una vez superadas las difíciles pruebas de mis primeras experiencias__, por muy tolerantes y magnánimos que fuesen conmigo. Señalo tolerantes, puesto que son escasos quienes aceptan a una gatita presta siempre a derrochar favores con el que encarte... Y no maúllo en febrero, sino que, en noches de plenilunio, simplemente aúllo como los perros...
Al hilo de estas singularidades voy a relatar un suceso que, de no disponer de una inquebrantable personalidad, de un indeleble estoicismo, y no poco de picardía, hubiese dado con estos huesos, aún de museo, en un psiquiátrico gatuno... ¡por expresarlo de una manera distinguida! Supuesto que lo más natural en nuestra clase es acabar de piel para zambombas, curtiéndote al relente sobre angarillas de esparto.
En la casa donde caí la primera vez, en un cestito de mimbre acolchado con virutas de cedro, plumón de pato y paja fresca __verdades a medias: fruto de remotas imágenes, ponderadas cuando en otoño me invade la melancolía__, existían ocho piernas; las cuales, indistintamente, campaban por sus respetos al ritmo de un soniquete, en principio desagradable. Sin embargo, sólo con las cuatro más endebles tenía que bandeármelas para, en los primeros días, no perecer aplastada como un racimo de uvas; las cuatro más largas, aunque nunca dejaran de desplazarse a un lado y otro como avestruces, jamás __excepto el definitivo__ tuve mayor tropiezo que el acaecido un día sin importancia cuando, después de una reyerta en la habitación compartida por el matrimonio, la mujer, que lloraba amargamente, me arrulló entre sus senos diciendo: "¡tú eres la única que me comprende...; el muy estúpido asegura que, en definitiva, es más íntegro Wöigtila que Grace de Mónaco!". No obstante, ella, al fin y al cabo, tuvo la culpa de mi marcha.
Debo reconocer que, precisamente la dueña del par de piernas más finuchas, a fuerza de puntapiés, fue quien arrancó de mi corazón la primera esquirla de calor humano; con su caminar tambaleante e incierto, día a día, despertaba un amor tan intenso en mí, que llegó a declinar en dependencia; agradablemente soporté pellizcos, bocados en las orejas y hasta tirones en el hopo con tal de sentirla feliz junto a mí... Quizá no toleraba cómo, sin venir a qué y con exabruptos, cada miembro de la familia le echaba en cara su falta de apetito.
Espero desechen cualquier interpretación que induzca a pensar que atisbos de ínfima compresión hacia seres indefensos sean sinónimo o ramalazo de alguna tendencia religiosa; lejos de mi raza la hermandad con animales, tales como aquellos legendarios, capaces, con babas, de erradicar hasta la lepra. Los felinos... ¡y perdón por la expresión! acatamos sin reservas el empirismo radical; podría afirmar, orgullosa, que siempre estuvimos del lado de los proscritos... Se rumorea... Abundan historias... Historiadores empeñados en demostrar... ¿y por qué no tan ciertas éstas como otras? ...Firmemente empeñados en atestiguar que procedemos de un lugar remoto en Asia, de donde también se cree oriunda la raza gitana... Tal vez a todos nos asocien con emigrantes; o, por ejemplo, nos comparen a mis primos los de Angora, del Asia Menor; o con esos otros, tan apreciadísimos por químicos contagiados del síndrome de la algalia, también procedentes de Asia...; o tales hipótesis se alimenten simplemente de los rasgos sociológicos y transculturales que ambas especies comparten. Aunque, desde mi punto de vista, me atrevería a debatir que sí existen claras connotaciones de temperamento entre la etnia gitana y la gatuna; y, sobre todo, cierta equivalencia en sus manifestaciones artísticas.
En numerosas ocasiones habrán presenciado cómo una gitanilla o gitanillo se sienten sobrecogidos... heridos por el primer acorde musical; él o ella, se hallen donde se hallen y en las circunstancias más dispares, con el cuello erguido, rígidos, estremeciéndose cual moña de jazmines azotada por ardores de amante furtivo..., intentarán alzar el vuelo. Pues también, si se fijan, descubrirán en el gato un arranque idéntico: éste, se encuentre donde se encuentre y en las circunstancias que fuere, si es invadido por un perfume exquisito, con el cuello erguido, envarado, estremeciéndose cual ramillete de violetas azotado por resuellos románticos..., intentará mostrar la zarpa... que como todos sabrán es prensil, padece de hiperestesia y dispone de garras tan afiladas como punta de alfiler. Pero zanjemos ya esta cantinela ¿Para qué conocer orígenes y etnias si ni siquiera sé quién era mi verdadera madre...?
La primera infancia transcurrió como la de cualquier michito; viendo que tu vida, sin remedio, se precipita hacia la necedad; observando cómo vuelan los cuatro días que te han asignado para instruirte, endurecerte, vagatunear... junto a seres que emplean años en diferenciar un canto de un caramelo; condenada, si no te armas de coraje y te arrojas al asfalto, a ser culpable toda la vida de lo ocurrido entre las familias... No obstante, y aún intuyendo consecuencias peores, me encadené a esta niñita rubia y displicente. Todavía recuerdo la película que vimos pegadas al televisor y comiendo palomitas de maíz. Se titulaba La Mujer Pantera: un insólito argumento sobre hembras de extraña naturaleza, pero de donde emanan alcances aún más mórbidos... Me viene a la mente cuando, en un tugurio nocturno, una de ellas, que ya se hallaba en el recinto, al ver entrar a la mujer pantera, sufre un espeluzno de gato y muestra, entonces, sus garras afiladas y lacadas de rojo; la pantera entrante, intentando huir, explica al acompañante que alguien de su linaje se ha enrostrado con ella... ¡Ahora entiendo por qué el choque frontal de dos mujeres, con rasgos de personalidad semejantes, genera tal violencia!
Una noche, los padres de la rubilla, trajeron a casa un chucho enclenque y lloricón; quizá, viendo que su hija tornábase cada día más taciturna, se sintieron culpables. Herida en mi pundonor, digna y muy altiva, salí entonces de la cesta __demasiado estrecha para dos__ y, ni corta ni perezosa, me encaramé al alféizar de la ventana; desde allí podría vigilar, tranquila, sus primeros movimientos y conjeturar sobre posibles amenazas. Mas debo confesar que no cesaron un instante los gruñidos; su cuerpecillo entero temblaba como hoja precipitándose al vacío. Sobrecogida, y puesto que ni abrazada a un oso de peluche era capaz de conciliar el sueño, contemplé objetos en la habitación que jamás advertí antes. Sobre la pared celeste del fondo se recostaba un piano oscuro con un candelabro de plata labrada en cada extremo sobre el teclado. En la pared contigua, la versión naif de la clásica estampa de Jesucristo, ataviado con sus mejores túnicas de seda y oro, en un jardín, evocador de cementerios, y ante hileras de niños tímidos, tristes, zarrapastrosos... pero embargados, se podría decir, por una fe fuera de toda comprensión. Junto a la cama con doselete una, inmensa repisa repleta de muñecas de tez brillante, ojos asombrados y diminuta boca color fresa... de esas que recuerdan a putas mojigatas de la campiña inglesa. Lloré largo tiempo y, aún sobrecogida, di un giro, dispuesta a observar el panorama que ofrecía la ventana, de par en par. Reinaba la paz de un amanecer otoñal, generoso en colores y matices; un fondo tapizado con telas de delicada textura y trasparencia, en tonos cálidos, sutiles, desvaídos, melancólicos; ante el cuál, y aupado por las veletas de cuatro iglesias, resaltaba un nubarrón muy algodonoso y de un blanco estremecedor. La lejana silueta de tejados, sembrados de antenas de televisión, se apreciaba caprichosa, hiriente... como un cañaveral abandonado y seco; sin embargo, un aire templado y dulce cimbreaba las elegantes copas de ciprés, medio ocultas tras la tapia de un palacio renacentista... Tal vez el hálito opalino, en torno a ellas, fuera el primer auspicio sobre la salida del sol.
No sé de qué manera ni cuándo entró el hermanito de la nena cautivadora; no obstante, al mirar de nuevo al cesto, allí cerquita se hallaba atento y desafiante el cachorro... ya dispuesto por instinto a mostrarse como su siervo. Repentinamente se filtró por mis carnes la flema de un demonio perverso, juguetón... que, como ratoncillo rabioso, fue carcomiendo, desde los bigotes hasta la punta del rabo, cada una de mis terminaciones nerviosas. Quizá presintiera los acontecimientos que se avecinaban... o se consumara entonces el encanto de las primeras miradas que los dos animales nos cruzamos... ; aunque la consecuencia más descollante fue la sarta de venablos y posteriores veleidades que brotaron de boca del muchacho humano, se podría decir: "Que sea la última vez que miras a esa gata maula; sólo sirve de estafermo para la tonta de mi hermana". Él, aun torpe en ademanes, pero guiado por ese innato talante, que tanto estiman los humanos en el perro, me ladró a la cara. Mi respuesta fue un ahogado maullido que simulé tras mi zarpa.
Pero, tras aquel triste amanecer, donde todo transcurría ya igual que si estuviese previsto, cambié de actitud. Se definieron papeles, con acuerdo tácito entre ambos, meras mascotas; por siempre, y cara a la gente, representaríamos a los típicos enemigos: al fin y al cabo, perro y gato. Y, como cualquier felino, llevé airosa nuestro estigma característico: el rencor... Y mi compañero, su aire de absorto filósofo rastreando verdades como puños.
Nunca olvidaré una tarde de finales de verano __el cielo, por el bochorno, se tornaba amarillento y con ciertas franjas levemente anaranjadas... como pulpa madura de melón de Villaconejos__, que tras desgarrar la ración diaria de ovillo de lana granate, me dije, así, sin ton ni son: no estaría de más montar una buena escaramuza... ¡de las que hacen época! Sigilosa y sumisa enderecé mis zarpas hacia el cuarto donde se hospedaba el "enemigo". Ya en el pasillo, creo, rezongué gatunamente al cruzarme con uno de los humanos mayores, no recuerdo cuál. Después me deslicé entre montañas de juguetes y, aprovechando el haz dorado que fluía por la ventana, me acerqué contoneándome. Él, al principio, ni se inmutó; con ojos soñolientos mantuvo la mirada... __aquella impostada y acordada por ambos, como ya comentara, para que los humanos nos dejasen retozar a gusto__ en el sutil balanceo de unas brujitas de papel que colgaban del techo. Más arrogante si cabe, me interpuse; dando a entender, por el contrario, que allí estaba dispuesta enteramente a su capricho. No obstante, él se desperezó ignorándome..., sacudióse las pulgas... Muy lentamente fue a husmear entre mis nalgas. Al principio retuve el incondicional repente que todo gato normal padece en momentos así de delicados; tragándome la rabia disimulé que ronroneaba como ante un gato cualquiera... o como frente a un perro diferente. Mas, apenas recuperado, me pregunté: qué insuflaba a mi ánimo de tal arrojo, de tal aplomo...; pero despeinada y resuelta, me volví no sin mi peculiar desplante... Pero... ¡por los pies de Cristo! Tras un leve vahído, me sobre puse; no obstante, nunca he podido calibrar el tiempo que pasamos mirándonos a los ojos, aullando a la par, o maullando al unísono; qué fue antes o después... Sin embargo, conservo una imagen nítida; como una fotografía, en mi frente perdura la fisonomía clara y precisa del chucho más guapo que existiera jamás.
Cuando acudió el segundo miembro de la familia de la escala por edades, estaba el cuarto destrozado, las cortinas desgalichadas, las cajas de música enloquecidas, las plumas de los cojines revoloteando sobre nosotros... Aún escucho el martilleo átono de la voz de la dueña: ¡Apartad de mi presencia a esta gata enferma; jamás quiero volverla a ver! Dicho lo cual se desplomó; sus ojos extraviados pareciese que miran la lluvia de plumas que aun revoloteaban por la estancia.
Después de aquella traumática experiencia, un día que intentaba suicidarme por sobredosis de cabezas de sardina, fui acogida en casa de la rica y guapísima Madame La Canaria... Y, a partir de ahí..., donde una anciana excéntrica y anoréxica; a resguardo siempre tras la mecedora de un poeta con gafas apenas sin montura, salvo por los alambres que acaso se adaptaban a sus orejas belludas... y un jerseys de cuello vuelto, siempre el mismo, ya desportillado por el trasiego impúdico de los años y las penurias propias de quién escoge el triste porvenir de oficio, hoy tan vilipendiado, tan ostentosamente alabado, aunque sin el apoyo preciso para que no siga de por vida sólo adornando (sus libros, por supuesto) anaqueles de pretenciosos, de absurdos intelectuales; una pareja de neurobiólogos amigos, por norma dispuestos a cercenar, en teoría, al primer cerebro que les viniese en mente... Todos muy afables y extremosos conmigo, pero de quienes sospeché siempre aprensión y recelo respecto a mi vida privada. Así que, harta de ser una gata encantadora y tras pedir consejo a aquellos viajeros de nuestro linaje que descubriera menos cortos de miras... ¡también los hay qué...!, decidí pasar el resto de mis días en un pueblo: medio o lugar, en el cual existe un sano despego hacia nuestra calaña; se vive al margen de los humanos y, salvo cuando se es alcanzado por algún perdigonazo __a veces destinado a un gorrión__, nunca entablas con ellos más intimidad que la estrictamente culinaria. El resto del tiempo lo inviertes en gatunear, espolear gallinas, dormir la siesta o emparejarte con quien te place, aunque fuere con otro chucho..
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.