E L
U M B R A L
Subió la escalera, lentamente, regocijándose del andar dolorido que provoca el ejercicio físico y atenta hasta de la mínima zona henchida y tersa de sus trabajados músculos. El crepitar de los peldaños de madera, a su paso siempre armónico y enfundado en zapatillas de bailarina, iba esparciéndose en el vacío igual que chispas de candela en la oscuridad. También el vaho del sudor caliente, aliñado con perfumas almizclados y cremas dulces, dejaba suspendida en el ambiente una estela densa, igual a la de aviones de propulsión.
Una vez arriba __ante el inmenso espejo que se alza como un cielo fantástico donde también se refleja, igual que si flotaran en un atardecer asalmonado, los diferentes ají meces y puertas en blanco de una de las paredes, todas idénticas, que componen lo que antaño fuera salón de baile y hoy sala de ejercicios de suelo de un moderno gimnasio__ entornó los párpados para observar, entre el follaje que crean las pestañas embadurnadas con rimel, a una figura atemporal. Su esbelto y bien torneado tipo contrataba con sus pies sembrados de callos y juanetes, con el cuello pellejudo y con la cabeza de muñeca: reflejo de aquellas antiguas de porcelana que, a montones entelarañados, siembran inútilmente repisas de tiendas viejas y aun alguna que otra cómoda arrumbada en el desván; aunque aquí con la endeble utilidad de asustar a niños temerarios que dificultosamente se han aupado hasta asirse al tablero de mármol... donde éstas, con el mecanismo del pestañeo roto, acechan para clavar su mirada tuerta... Sin embargo, el rostro de la gimnasta, arrebatado por el cansancio, parecía pletórico de juventud. Pero esta débil ilusión fue decayendo a medida que sus mejillas, surcadas con restos de lágrimas sucias, aún más se le enrojecían... y la mirada intentaba fugarse como la del pájaro muerto... y los labios, apuntalados con sonrisas, se afligían y amorataban igual que carne en putrefacción... Al volver la cara hacia el pretil que delimita la parte alta, donde están colocados los aparatos de musculación, sintió un aguijón de insecto gigante en el costado izquierdo que la obligó a conducirse hasta allí, renqueando... y, a duras penas, apoyarse en el salvamancebos... No obstante, desde otra parcela de su conciencia, se imaginaba tan rutilante como aquellas estrellas de cine de los cincuenta, capaces de desafiar una tempestad con la melena ondulada al viento, los hombros erguidos y turgentes, la mirada turbia, los labios ávidos y manchados de rojos sangre... Pero, viendo que su ansia no era reparada con el beso feroz del intrépido protagonista, desde la supuesta popa, condescendió dirigir la mirada a otro océano, siempre sereno, como de barniz... aunque por qué no dudosamente amenazado por lenguas opalinas e incluso temiéndolo o ¡quién sabe! si aun deseándolo repleto de sirenas dispuestas a bailar bajo la batuta de un musculoso neptuno arrabalero... Ebria de sí... hasta de su sombra, notó una opresión mayor en la garganta, una asfixia generalizada... tal, que tuvo que, apresuradamente, desanudarse el pañolito western al cuello. Entonces, una riada de insistentes despropósitos desfiló en hilera por su consciencia como si, impresos en celuloide, nadaran por el mar inventado... Luego los ahuyentó con el dorso de la mano zopa; rozándose el flequillo ala de cuervo con la uña lacada del pulgar izquierdo.
Aparentemente calmada, fue palpando con la vista cada objeto de la sala: los estrafalarios robots generadores de masa, aquellos que te estrechan y obligan a una danza sin melodía; las bicicletas, siempre ancladas para que nunca levanten el vuelo propulsadas por el ritmo endiablado de los mastodónticos atletas; y, por último, los esqueletos metálicos donde el Discóbolo de Mirón había engarzado, a través de siglos, sus chapas ya herrumbrosas. Aún más agotada, pero con la dulce sensación de haber ejecutado los ejercicios de forma perfecta, se tendió, sobre una alfombrilla de goma-espuma, en un lateral de la sala y de cara al resplandor que comenzaba a emanar del cristal dirigido al naciente. Tal vez acariciaba la esperanza de que el hálito dorado, que nimba los objetos al amanecer procurándoles vida, le inyectara a ella, al menos, unas gotas de angostura para saborear al fin manjares de difícil paladar... o un analgésico que le aliviase el ardiente dolor que recorría su brazo en oleadas.
La gimnasta, al otear desde la improvisada atalaya, descubrió una ciudad fantasmagórica, dañada por espesos abrojos, y cómo ésta se acaracolaba en torno a un jardín de diferentes aires. La escasa nitidez fue achacada al espeso tamiz tejido por brillantes alas de la plaga de libélulas que en ese preciso instante acosaba al lugar. O, tal vez, una luz tan ambarina más bien fuese la adecuada de aquellos países remotos... quizá de donde fueron arrancados estos palacetes, antes de ser trasladados por barco..., pieza a pieza. No obstante, la gimnasta pudo regocijarse de que aquí, al otro lado del charco, estos anacrónicos edificios al menos servían para que seres sin patria pudieran reproducir, ante el umbral de la muerte, sus sueños más anhelados.
Ahora, arrastrada por una irreprimible veleidad, condujo la imaginación hasta una plaza, aparentemente desmesurada; aunque, por otro lado, pujaba por adivinar qué aderezo prestaba al lugar aspecto tan sofocante. Los coloniales palacios de ostentosos colores, revelaban otras leyendas aún más novelescas si cabe: se apreciaba que, entre la maleza poblada de árboles artificiosos, sobresalían unas damas ligeramente mestizas y cómo éstas, en sus escotes concupiscentes, lucían, airosas, moñas de florecillas tan perfumadas y vistosas que hasta podrían hipnotizar a un conquistador furtivo y también, con su canturreo dulce mezclado con trinos de pájaro de plumaje chillón, ser capaces aun de dejarlo indemne.
En el ángulo opuesto a la mentada plaza __donde, por su peso, una higuera va sesgando el flanco izquierdo de un porche ornamentado de azulejos__, una pareja, apuntalada contra un limonar salvaje, pestañeaba recelosa y vigilante como si escuchara pasos. Después, esta misma pareja, firmemente pegada por el tronco, y desfogando su ansia, se ocultó tras la frondosa hiedra que cubre las columnas que sustentan al arco de entrada. Se presentía una quietud sin precedentes, como si el paisaje durmiera la siesta, como si más que vivo fuese un tapiz... Hasta que, y en tiempo indefinido, un céfiro comenzó a ondear los visillos de encaje tras los cuales se presentían, ahora, majestuosas matronas enjaezadas con volantes rizados y almidonados. Luego sobrevino una copiosa lluvia que hasta deslució las aristas de todos los objetos del jardín; tan sólo se apreciaba el reflejo de un farolillo sobre los brillantes asideros de la mecedora, la cual parecía enloquecer zarandeada por el viento.
Tras un quejido largo y espeso, la gimnasta intentó, inútilmente, componer otra postura que las aliviase de aquella incontrolable sensación de pasmo, de inmovilidad total. Pero sólo, y muy dificultosamente, pudo con la cabeza borrar el resuello adherido al cristal... y contemplar, así, un inerte lago verde: corazón de una colosal manzana de viviendas, ubicada en el centro de la ciudad, donde palacetes decadentes sirven de cobijo a viejos aristócratas..., ya inútiles e imposibilitados por sus herederos..., aunque con huellas de alcurnia prendidas en solapas, orejas, dedos... o, como ojos de animalitos, incrustadas en los mangos plateados de sus bastones.
Una de las aristócratas, diminuta y zangolotina, se acercó brincando sobre el césped y perseguida por una jauría de gatos romanos. Cuando alcanzaba la puerta del gimnasio, su mirada se remontó, infantil, hacia la copa de uno de los álamos que en cerco sombrean a los porches coloniales; los animales, en cambio, husmeaban buscando cigarras entre las briznas de hierba. Zozobrante, la vieja niña, cerró los ojos aguanosos y embozó un grito con la mano libre..., la otra, autónomamente, rastreaba el bolsillo de la bata turquesa a la búsqueda de su pata de conejo: quizá temiera __como en los más críticos momentos del día__ que las hojas, igual que monedas colgadas de las ramas del árbol, no se decantaran hoy por cara o cruz... y, por los siglos de los siglos, siguieran temblando.
La gimnasta, arriba en el ventanal, y contagiada de la superchería de la vieja, intentaba vencer la repentina parálisis que le impedía encontrar también su amuleto. Mientras tanto, los gatos, aterrados ante la nada como frente a un perro, erizaban al unísono el pelaje lustroso, abrían desmesuradamente las fauces e, igual que niños cantores, maullaban desconsolados.
Tuvo que esperar mucho tiempo la aristócrata, con las manos en jarras, hasta ver calmados a todos los mininos. Luego, sin dejar de asentir, ceremoniosamente, con rítmicos movimientos de cabeza..., entrelazó los dedos para suplicar:
__¡Dios mío! ...no consientas que mamá siga vagando por esos andurriales, con el alma rota.
A la vez que esto acontecía, en el palacete contiguo al gimnasio, al borde de uno de los dos plintos, casi derruidos __de los cuales surgen las columnas jónicas que flanquean la entrada__ se hallaba sentada una anciana obesa, aunque de piel amelocotonada y tersa, que dormitaba ajena a los gritos de la zangolotina. Esta peculiar mujer vestía negligé abierta de tul negro y ornamentada con encajes hermosos, mas ya deshilachados por el uso y el trasiego sobre el polvoriento suelo de guijarros. Bajo la lujosa prenda se apreciaba una cotilla de satén morado con un centímetro de brocado, en pedrería, por todo el contorno superior: como cóctel caribeño a los que azucaran el borde para que el buen catador no ingiera lo amargo, sin antes endulzarse los labios. También lucía al cuello, robusto y sudoroso, un relicario de orfebrería que el jadeo de su generosa pechera movía incesantemente... __se le antojaba a la gimnasta__, al compás del taconeo lejano de una enfermera, pulcramente ataviada con cofia y bandeja de naranjadas..., que ni a esta hora siquiera, a punto de servir el desayuno y posiblemente cuando pasaba ante las ancianas moribundas ¡maldita sea!, Era capaz entonces de ablandar el gesto duro, embigotado... Y para el cabello, la señora obesa siempre debió utilizar la misma artimaña: un pasador de brillantes __regalo de una sueca, aparcera en la jarana__ que le sujetase el moño a la nuca... con la picardía suficiente para que, y cuando un cliente lo deseara, cediera sin esfuerzo y, en cascada burdeos, cayese sobre sus hombros desnudos la codiciada melena; pero esta vez ningún mozo, enfundado en uniforme de húsares, se acercó con la espada desenvainada a desprender el alfiler: el uso había conseguido que, al mínimo movimiento, saltase solo... Y fue en ese momento, y al concluir también la vieja niña la plegaria, cuando una culebrilla de tormenta se deslizó raudamente por el cielo endiablado; al instante sobrevino un trueno seco, como si una montaña se desgajara en dos de un tajo certero.
Los gatos se desperdigaron veloces y tanto las plebeyas ricas como las aristócratas pobres, sujetas por los brazos y en volandas, cada una por un par de enfermeras, fueron arrastradas hacia el interior de sus moradas. Todo quedó vacío... quieto y en enigmático silencio; ahora el paisaje parecía el bronce maestro de un grabado sobre naturalezas muertas.
Paulatinamente, como si brotase de las entrañas del silencio o del musical goteo de lluvia sobre tejas árabes, fue surgiendo la voz cantarina de la secretaria de recepción: primero, apenas si se apreciaban sus eses musicales; luego comenzó la avalancha de reprimendas contra los instructores. ¿Cuándo entrarían? __se preguntó la gimnasta__ ¡Debió pasar mucho tiempo... tal vez una noche entera! Quiso gritar, pedir socorro... pero el chirrido de polea, en tanto iba rajando la efímera quietud, la fue tranquilizando, incluso adormeciendo... tanto que hasta pudo aún preguntarse: ¿Podría, en adelante, seguir gozando de la armonía de movimientos de Chema y Chemary? ¿Flirtear tanto con el rubio __pelo lacio, bigote trapezoidal, muslos desarrollados como culata de jaca y hombros estrechos, aunque robustos: de esos que, con la barbilla, conforman los tres ángulos de un triángulo perfecto... donde la base la toma de las clavículas y los lados de los flancos del cuello__... como con el otro: moreno agitanado, de ensortijada y abundante cabellera __tan sólo presa a los lados por una capa de apresto__, con la corpulencia, apostura y conjunto de ademanes... que, bien trajeado, hasta podría competir con el gangster latino de una vieja película...? ¿Y seguirían colgándose de las cuerdas de pasamanería, a uno y otro lado de la sala, como dos monaguillos repicando, para izar la majestuosa lámpara que cuelga del gran rosetón del techo?
...Como cada día, una vez concluida la ceremonia, el rubio, con armónico contoneo, pavoneándose de algún detalle sin importancia, se acercará al moreno que, con cierta melancolía en la mueca de la boca, ya observará el panorama vencido sobre el alféizar; desde donde ambos, amarrados por la cintura, aunque sin relentecer ninguno el bombeo de sus respectivos bíceps, indistintamente irán componiendo, con descollos de risa gutural, a cuál más banal, alguna frase jocosa que despierte en el otro la curiosidad.
__¡Fíjate... hasta en los animales la hembra siempre es más cabrona...! ¿Te das cuenta?... aquella gata es como la que me trajiné anoche: coqueta, insinuante, provocadora... ¡Cachi...! Pues, si el pobre gato quiere darla un toque..., ¡verás cómo tendrá que propinarle una galleta!
Éste paró en seco y los dos al unísono, el moreno con gesto aún más sombrío, dirigieron la vista hacia la balaustrada de donde parecían proceder unos estentóreos ronquidos; como si unas fieras estuviesen copulando. Pero, cuando comprendieron qué podría ocurrir, se miraron con complicidad.
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