lunes, 30 de marzo de 2009

Dos arañas en la misma tela

D O S A R A Ñ A S E N L A
M I S M A T E L A










De Antonio García Montes
Madrid,13 de junio 1.989


A cierta distancia de una gran ciudad, se halla una calle compuesta por unos edificios de ladrillo negruzco y erosionado: antiguas naves colosales y diáfanas, garajes de calesas donde aún en los pesebres perdura fosilisado el grano, almacenes de objetos ahora en museos... en definitiva, despojos de un progreso en decadencia. La mayoría de sus ventanas todavía reflejan opulencia en los restos de cristales color cereza, ámbar y verde mar; algunas también conservan rejas ostentosas, con imperfecciones de remotas fraguas; otras debieron ser arrancadas de cuajo, porque, a unos pasos, muestran sus patas igual que cucarachas muertas y mutiladas. En el centro de la calle __donde la calzada simula una balsa repleta de objetos mohosos__ y frente a frente, se encuentran dos chalés, encaramados en los tejados de los edificios más prósperos, uno asalmonado y el otro verdusco... monedas de oro entre la calderilla de un pordiosero... o yates fantasmas encayados en arrecifes artificiales.
Desde la buhardilla de estos chalés se puede degustar las inmensas explanadas de los alrededores y cómo el aire limpio acusa aún más su verdor. También, sobre la línea del horizonte, se aprecian los contornos neoclásicos del gran palacio real y cómo su base, compuesta de vicioso follaje, bulle acunando a éste, quizá, para que los huéspedes no despierten de sueños tan principescos. En el extremo opuesto, sin embargo, la niebla desdibuja al vetusto edificio de la perrera municipal, en otro tiempo recoleto monasterio de estilo románico.
Como soplo divino, del amanecer brotó un puñal de luz que, atravesando las aburujadas nubes, fue a clavarse en una de las ventanas del edificio asalmonado, donde aún se mantienen escamas de lluvia. Al otro lado del cristal, aunque turbio por el vaho del resuello, se adivina la silueta de Miguel sentado sobre el alféizar. Este joven, que su fisonomía recuerda a la de un zopilote siempre al acecho, está, desde antes del alba, tratando de descubrir el misterio del viento: cómo la brisa, preñada de aquello que toca, se esparce por llanuras, pueblos, ciudades... seminando el silencio. Y es más __aseveró Miguel__ cualquier miserable lanzador de dardos puede colaborar, sin remedio, a herir lo inmaculado.
Con cada pensamiento se entretenía paladeando su sabor agrio; hasta convertirlo en un estropajo amorfo. Luego escogía otro al azar de los muchos que nadaban en el río crecido de su mente, pero no sin antes barrer con la mirada todo el entorno. Y después otro... y otro; pues el sueño __anhelo poseído a intervalos cortos__ voló definitivamente, la pasada madrugada, perseguido por la desnaturalizada luz de la luna... o, tal vez, le picase la curiosidad de quién violaba cada madrugada a la chica del chalet de enfrente... o quién arañaba en la pared donde él apoya la nuca para leer... o, quizá, detectara alguna clave sobre ciertas sospechas que alberga de los discípulos aristotelianos... o ¡al fin! __en el segundo antes de dormirse__ diera con el quid de la acariciada teoría sobre composición literaria.
No obstante, desde otro nivel de la conciencia, aun contempla los contornos subyugantes de algo parecido a un etíope postrado en la acera: ágil, elegante y robusto; que lame, con ardor, sangrantes picos de botellas rotas. Pero esta estampa turbia, fuera del tiempo y del espacio __donde el poderoso animal persiste en su dulce destrucción__, le interrumpe a Miguel el aliento y casi le paraliza el fluir sanguíneo. Por tanto, no le queda otro remedio que alzar la vista desde el perro ansioso hasta prenderla en los zarcillos de lluvia manchados de aurora que aún cuelgan de las tejas. Y ahí, seguir en alerta, aunque preso en los graznidos desgarradores de la bestia negra.
Sin saber cómo, mientras se distraía con los tejados, comenzó a despojarse de pensamientos, de ideas... tan sólo persistieron atisbos de pesadillas __sellos que se van pegando caprichosamente al vacío para ser engullidos por la nada__ aunque tampoco olvidara los minutos de regocijo cuando, unas horas atrás, y en estado semiconsciente, rodaba, envuelto en la sábana, sobre una masa gelatinosa.
Al momento de volar la última abstracción que embargaba a su intelecto, Miguel fue atacado en la mejilla por el lancetazo de un mosquito madrugador. Al instante sospechó que sólo era la trampa de sus frustraciones segregada, siempre, al detectar cualquier enigma borroso. Entonces, con el índice acusador, quiso desmantelarla, detenerla..., pero ya se envalentonaba sin freno, cuello adelante... como una perla líquida.
Con ímpetu miró de nuevo al frente, tal vez con el propósito de retomar las riendas, pero le sobrevino un escalofrío: en el cuarto sin vida del otro chalet, y sobre una de las puertas de madera oscura que franquea la descascarillada pared, vio chorrear un anónimo albornoz amarillo. Con el alma en vilo, curvó los labios, arrugó su afilada nariz y se balanceó sobre las nalgas. Luego, muy sigilosamente, fue acercando las palmas de las manos hacia el cristal frío. ¡Al fin podría conocer al amante! ¡Los sorprendería arrullados, plácidamente, sobre la alfombra de latas vacías! ¡...Asistiría al final de la persecución; cuando el macho, con robustas zarpas, alcanzara a la vecina! De súbito, el recuerdo del mastín postrado se detuvo en el centro de su mente con tal aspaviento que a punto estuvo de mandar al traste hasta la mínima migaja de las últimas conjeturas. Y de suerte que pudo ahuyentarlo con un simple manotazo, como a las musarañas, porque de no ser así hubiese perdido el juicio. No obstante escapó __enajenado... con las manos magreándose el pecho a la par que rotaba la cabeza__ hacia la cocina por un oscuro y largo pasillo. Una vez allí encendió el fogón, situado bajo la ventana que mira a la simple línea del horizonte, y de él aspiró, con el pitillo en la boca, antes de posar una mugrienta cafetera.



En el chalet verdusco, una muchacha __destartalada, rubia y escuálida; de generosa osamenta revestida con piel de gallina recién desplumada y mirada de maniquí artificial__ intentaba descubrir, mientras se desperezaba, el enigma de cómo una gota adiamantada rayaba de cuando en cuando el cielo gris. Una vez de pie caminó, tambaleante, hacia una pared de espejos mohosos y rotos __reducto de la excentricidad de la querindonga del antiguo dueño__ que, por avatares del deterioro, descomponían cualquier imagen reflejada, de tal manera, que era imposible adivinar qué engendros mostraban. Ante tamaño espectáculo, Amelia sólo aspiraba a localizar en qué trozo se hallaban sus facciones; con el propósito de arrebañarse las legañas y, de las comisuras, la saliva pegada al carmín... Pero se desplomó antes, vuelta hacia la ventana ojival donde se divisa a lo lejos la perrera municipal. Al volver en sí disfrutó de cómo, confinada en la planicie inmensa y verde, se revelaba un reguero de piedrecitas amarillas que apuntaba, en forma de flecha, hacia la torre de la capilla de la perrera; quizá la antigua inquilina ordenase su construcción para no desviar jamás la mirada del buen camino. Algo repuesta, trató de enderezar el esqueleto gatuno y, a duras penas, adelantar una mano para asirse a la cama; antes de desfallecer sobre el suelo ajedrezado... como pieza tocada por el ímpetu del Gran Jugador. Pero nada más acomodarse ya expelía grandes bocanadas de humo, con ojos vidriosos y ausentes, y de nuevo absorta en las gotas que pendían de las tejas.



Miguel, con la taza de café humeante igual que si de un tallo de flor se tratase, vagaba entre las múltiples mesillas __coronadas todas ellas por pantallas variopintas y deterioradas__ donde, y bajo la luz tenue aún sin apagar, lucían sendos libros abiertos todos ellos junto a ceniceros repletos de colillas. De vez en cuando flexionaba las piernas y, en cuclillas, echaba un vistazo al entorno. De ahí se dirigía, de rodillas aún, hacia otra mesa; aunque ésta fuese la más lejana. Le hacía un desplante al texto que menos le impactara en la última ronda; aunque éste fuera también quien le procuraba mayor grado de reflexión en momentos de máximo sosiego. Por último __la lengua atrapada por los dientes de arriba__, se acariciaba con desdén el lóbulo de la oreja izquierda; seguramente, repudiando todos sus actos o, quizá, tramando argucias para otros nuevos. Y otra vez, majestuoso como hacia una ceremonia, de vuelta a la ventana. Allí, mientras sorbía de la taza y de cara a la luz, intentó retener frases concisas y brillantes; memorizar conceptos que, salpicados en una conversación, le aportaran el tono chic que tanto admiraba de la clase aristocrática. De súbito y como el que habla en sueños, la emprendió con el párrafo más significante del autor ahora para él en candelero: "Al reír siente uno cómo le crecen pequeñas alas. La risa y el aleteo son parientes. Se tiene la sensación de lo distinguido entre otras cosas porque se le antojan a uno... uno..." Contrariado, por la falta de memoria, dejó de murmurar, fue a la mesita donde se hallaba el libro citado, le chistó despreciativamente cual si de algo animado se tratase y con él, a modo de breviario, recitó en tono de sentencia, muy enrojecido y sudoroso: "...se le antoja a uno estar en el fondo entregándose a nada con hondura: estar moviéndose siempre, por hondo que se penetre, en un umbral. Especie de baile en puntas de la razón". Antes de que cayeran las letras desgranadas, sueltas, en forma de chorro..., dentro del pozo negro de la memoria, una pantera azabache se precipitó para bañarse en su torrente. Él, hipnotizado, la perseguía con la vista mientras ella, ajena, anduvo restregando el lomo por una alambrada de oro. Sin saber qué hacer absorbió el último café ya frío. Su cuerpo entero se estremeció, entonces soltó el vaso y lanzó un alarido, como si repentinamente se percatara de que, imprudentemente, había sostenido un alacrán. Enfrente, los cristales del chalet se manchaban con visos de luz y, a duras penas, resaltaba el caoba de las puertas, el technicolor de latas y revistas esparcidas por el suelo, el amarillo del albornoz... ahora se extendían colores y sus contornos de difuminaban: se acercaba el momento de soñar ante el cuadro vivo y recurrente... del que todos los días disfrutaba exhalando hondas caladas de un cigarrillo inglés.
Tras un tiempo de zozobra, mientras se apretaba las sienes con los puños... hasta conseguir constreñir de tal manera las venas que éstas pujaban por estallar, le acosó la incertidumbre de qué hacer: si fantasear sobre el diván o nadar por mares de sapiencia. Sin embargo, hizo caso omiso a las múltiples respuestas y se encaminó, beligerante, hacia el vértice más lejano del dormitorio... para seguir picando a ciegas, como cada mañana, donde sospechaba __no sin las debidas reticencias__ de una puerta tapiada que le conduciría a una inmensa biblioteca soñada... un quimérico proyecto, tal vez completamente demencial. Y no era gratuita la azarosa determinación, terapia, o huida, porque en el estado incierto en que se hallaba, de embriaguez y de sonambulismo, tenía que sostener el exceso de inspiración, con trabajos físicos y violentos, para que estos no se envalentonaran por desfiladeros precipitándose furtivamente hacia la enajenación.



En ese preciso instante, Amelia acariciaba la idea de levantar el vuelo. Apenas erguida, sobre cientos de recuerdos cosmopolitas en forma de cojín, se amansó el renovado corte a lo garçón con dedos ensalivados, volvió a empolvarse la cara __sin erradicar pentimentos__ y a retocarse labios, pómulos y contorno de ojos. Parecía repuesta, casi lozana en su estilo. Con aparente entereza descendió los pies hacia unas babuchas blandas, porosas, volátiles..., arrancó la falda y el suéter del respaldo de una silla y se encaminó al salón con todo el atuendo hecho un burujo contra el pecho. Al zarandear la puerta, el albornoz que le había regalado su marido __apiadado éste de su precaria situación y también para que no anduviera desnuda cuando los hijos de ambos la visitasen__ se deslizó, suavemente..., tras apartarlo con el pie; a trompicones se dirigió a la ventana dando por seguro, como pudo comprobar al instante, que los cristales de su vecino ya espejeaban a esta hora del día: "Otra mañana sin descubrir quién le regalaba al quimérico morador el tiempo libre... ¿quién era albacea de su supuesta fortuna; la que le mantenía apartado del mundo, sólo dedicado a quehaceres del espíritu?" Mientras en un murmullo repetía las persistentes sospechas, fue liando un cigarro con dedos temblorosos. Avida, absorbió profundamente del aromático tonificante; mas, como complemento, alcanzó una lata de cerveza del frigorífico enano que, y a modo de butaca, servía para desde allí contemplar, sentada, el escueto panorama que brindaba la calle. Aunque hoy parecía ensancharse con contornos brillantes: lenguas gélidas de fuego que vibraban azotadas por el aire. Sin embargo, y a su pesar, el silencio disminuía al ser manchado con estribillos de canciones conocidas. A Amelia se le antojaba que todo aquel torrente de desperdicios musicales __vertido por un desagüe imaginario allá en lo más alto de la acera__ era obra de un alma diabólica y sin escrúpulos. Para apartarse de tan negros pensamientos ingirió una pastilla que, previamente, extrajo de la cajita esmaltada que siempre llevaba en alguno de sus bolsillos. Seguido lio otro cigarro y, con la última bocanada de humo, construyó una voluta que al extenderse enmarcó la silueta del mastín negro; en este momento, intentando franquear el umbral del vecino. Entonces un torbellino de conjeturas le zumbó en torno a la boca, como una plaga de insectos. Al fin alcanzó unas cuantas, a cual más disparatada y contradictoria; las colocó a modo de retablo, sujeto al aire, para adorarlas extasiada.
Debió pasar un período de tiempo extremadamente largo, pues el viento ondeaba ahora con otro ritmo la bandera desgalichada de la cima del chalet de enfrente. Y, sin embargo, en el decorado apenas se apreciaba un cambio substancial, salvo la desaparición del perro negro y alguna que otra mancha fuliginosa distribuida caprichosamente por la acera. Amelia, temiendo que faltasen escasas horas para el anochecer, miró de soslayo a un sofisticado reloj: un cucurucho sujeto por una mano que sobresalía de la pared, al que una lengua suelta le marcaba las horas. Vuelta de nuevo al cristal, sufrió el impacto de una repentina lluvia metálica y gorda; maná sintético que caía sobre un decorado conceptual... o, más bien, un entramado diabólico impuesto por una maldición.
Entre el repiqueteo de pesadas gotas contra la uralita comenzó a filtrarse, desde la lejanía, el sonido exasperante de una sirena. Su incisiva melodía en oleadas __como tromba de agua deslizándose ladera abajo hacia allí__ llegaba a soliviantar a las golondrinas en su planear pacífico, a los mansos y huérfanos perros del monasterio, a los elegantes gatos en la cronometrada vuelta de reconocimiento... Luego, con una fragancia que saturara hasta el mínimo recoveco, dicho ruido desembocó en la calle precedido por un coche patrulla que, matraqueando, se detuvo justo entre los dos bloques, ocultando así la puerta del edificio de enfrente. Nada más agonizar la sirena, con un prolongado suspiro, el "Z" parió a dos mastodónticos policías ataviados de esposas, cadenas, porras, pitos y demás utensilios indispensables para una precisa detención.
La muchacha que había procurado ocultarse entre la cortina de encaje, plegada a un lado de la ventana, pudo observar; tras el tamiz, escudriñar cómo este dúo de hombres vagaba __con su común manera de andar, cual si ambos padeciesen una orquitis o, simplemente, fuesen portadores de un sexo tal que no les cupiese entre las piernas__ alrededor del vehículo, espiando los rizados canalones de los edificios; tal vez sospechasen que el asesino andaba encaramado en los caballetes de los tejados. Mas vio, por entre uno de los bodoques que cercaban a una cereza del tejido a ganchillo, que la pareja de policías, ahora inmóvil __aunque la lluvia seguía desplomándose con corazón de hierro__ y con ambas manos aviseradas a la frente, denotaban un ligero parecido entre ellos ¿o más bien una leve coincidencia? Los dos portaban, bajo el bigote, una sonrisa que tanto desvelaba ésta maldad, como la otra bondad, o al contrario.
Deshojando estas apreciaciones andaba ella cuando uno y otro policía saltaron rapaces... como hurones adiestrados, para desaparecer al instante tras el coche; y en vilo seguía esperando cuando el otro y éste __ya no sabría distinguirlos__ entraron con suma arrogancia en el coche blindado... después de prender ¡quizá! __pues, por encontrarse la puerta del patrulla en el lateral oculto, no pudo descubrir con certeza a quiénes__ ...al vecino y al mastín azabache ¿tal vez esposados juntos? ...Pero ¿acaso, simples ejecutores de la ley, iban a respetar con vehemencia algo que ni siquiera les rozaba de soslayo; que superara las lindes de lo típicamente convencional? ¡¡NO!! ...más bien, in situ, los habrían breado, humillados y ofendidos.
El alma de la joven quedó suspendida, asida al viento, mientras insensible veía morir el ocaso y cómo el recuerdo del vecino __a veces intuido y otras soñado; y ahora, pegado al cristal como una estampa__ restallaba a pesar de la niebla tupida. Pero, no del todo satisfecha con el ensueño, sopló insistentemente en el cristal... quizá, para que desapareciera la imagen y, más consciente y con premura, reconstruirla de nuevo:
Sobre un sudario a modo de bastidor fue bordando, con hilos preciosos, un rostro pálido ornamentado con bucles del color del oro alemán; le salpicó, en las mejillas enjutas, un leve rosado rayano con lo artificial; y conformó su frente... exageradamente fruncida por el continuo dudar hasta de la más insignificante nadería, y unos ojos del color de las aguas de riada, lo suficientemente escuetos para no descompensar la nariz que, si no sirviese de eje armonizador al resto de las facciones, sería demasiado grande, pero también, si no alcanzase tamaña dimensión, la barbilla prominente desbarataría su aire postinero.

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