de Antonio García Montes
3 de octubre de 1.991
Generalmente, los miembros de cada raza opinan que los de otras poseen rasgos físicos tan idénticos que apenas se los distinguiría en un bullicio; ningún jaenés sabría cómo pujar en la Bolsa de Tokio... Y, mal que pese, algo similar nos ocurre a las aves; yo, sin ir más lejos, defiendo que todas las tórtolas son gemelas. No obstante, si obrásemos con rigor científico __anhelo confesado por mi madre el día que dio con las entrañas en la musa de bronce del monumento a Gómez de la Serna, creyéndola un espejismo__ nuestras pesquisas alcanzarían cotas tangibles, universales, precisas... resumiendo, hilaríamos si no fino continuado. Y tras superar los típicos seguimientos a ratones blancos, por mil laberintos y vericuetos, al menos desentrañaríamos qué pretende la gente al encumbrarnos como símbolo de libertades, identificándonos con el Espíritu Santo; por qué nuestra palomina destruye catedrales como Notre Dame, la de plaza San Marcos de Venecia, la de Burgos... ¡Son tantas incógnitas a considerar, si dispusiésemos de un plan concreto! Pero, a bien o mal, nuestras diminutas cabezas cuentan sólo de espacio para un pico amarillo, dos ojillos como granos de pimienta y poco más. Tanto es así que, al verme por primera vez obligado a declarar mis señas de identidad, súbitamente advertí una carencia indeterminada: hueco en la cabeza, vacío en el alma; no atinaba siquiera responder a qué raza de paloma pertenecía, qué talla de espolón calzaba... hasta acentué la manera __yo afirmaría que extravagante__ de torcer el cuello. Según léxico arrabalero, perdí la chola.
Fuese por la turbación soportada, anhelos acatados en lecho mortuorio o de sufrir ínfulas propias de la pubertad, lo cierto es que, a partir de ahí, despertáronse en mí __contra natura__ mil ansias, disquisiciones, resquicios, mañas... tales que hube de soportar, en más de una ocasión, el ser tachado de alienígena por la mayoría de las aves, a excepción de búhos; y de un gallo, cresta enhiesta y oteando por encima del ala, el siguiente comentario: ¡Para aprender a Salamanca, pollo! Sin ánimos psicoanalíticos, no es de extrañar que parta de aquí mi odio exacerbado hacia animales de alma estéril, de evidente torpeza... sin más actitudes que las propias para la subsistencia; y tampoco entonces que, aun a riesgo de dañar una intachable integridad __nunca accedí a posar para Picaso__, declare injusto el hecho de que otros voladores, hasta con peor estilo en el planeo, disfruten de cierta seguridad, notoriedad y un tanto de oportunidades para exponer remembranzas, al menos en Reader's Digert... ¡Ay...! Expiada la culpa y liberado el espíritu debo confesar que tampoco es vil placer el zurearlas; sin otro objeto que ver después cómo se traban con el viento...
Nada más comenzar __originaría si no una confusión o amalgamiento nada favorable al propósito__ destacaré la genuina ambivalencia en nuestra clase: tanto nos sentimos interesados como al instante indiferentes; afables si una anciana platino y pintarrajeada nos obsequia migas, como perversos si nos sonríe un señor de barba cana... !No sabría desentrañar tal incoerencia! Sin embargo, aun prescindiendo olímpicamente del significado, osaría en afianzarme sobre el significante: no desdeñar jamás la correlación de nuestro mirar a saltos y la chocante manera de sentir...
De lo que se deriva aún otra particularidad que a la postre también otorgará luz al conjunto: según concienzudos estudios realizados en las antípodas, sobre especies equivalentes, lo irrisorio es a veces sinónimo de éxito: Entre los humanos, valga la comparación, los que lucen gafas de montura trasparente, perilla... fuman en pipa, ejercen de auxiliares de vuelo o de secretarias, son considerados en la sociedad vigente más y mejor que otros con distintivos igualmente evaluables. Con esto quiero impugnar nuestra tendencia a indentificarnos con las aves del paraíso; por unos simples reflejos metálicos fácilmente renegamos de nuestra raza creyéndonos algo más que vulgares palomas. Por cuanto adjuro públicamente que tales brillos y destellos en el buche son delusorios, ilusiones tornasoladas si nos asestan resplandores imprecisos... No hay que perder de vista ni tampoco menospreciar el sorprendente encanto que nos distingue, de ser capaces de embaucar al águila real..., porque de lo contrario al instante nos hallaríamos en el busilis de elegir entre el rapaz o una sublime ave lira que se posó al otro lado...
Desde tiempo inmemorial me ronda con insistencia el que fuera mi primer recuerdo: aunque en los días más largos del estío perdure la ilusión de resplandor toda la noche y nunca sepamos cuándo realmente brotará el nuevo amanecer, por el escaso tiempo, a cobijo sobre el volante de un lancia negro __señalo negro en honor a la fantasía, tanto que estaba recubierto completamente de palomina__, deberían ser las diez. Y como la dueña __diminuta, parlanchina, vivaracha en ademanes, piel oscura, nariz aquilina y de mirada escrutadora, aunque de prontos ausentes__ aun nos tenía acostumbrados a una última visita, allá por media noche, es por ello que no extrañé sus sempiternas alabanzas sobre el hermoso laurel situado frente a la casa: "...Creen que pondero si digo que mi laurel no es corriente, que sabe a canela... ¡Coño, dónde se halla el palomo! ...Mira, el otro día hice la prueba; al cocinar el sofrito del arroz cogí y no le puse laurel. En la mesa los hombres gritaron: ¡Éste arroz es una pócima! Entonces inquerí: ¿verdad que no desprende el aroma de siempre ni acusa saborcieto a canela...? Pues, simplemente es que no lleva laurel..." Yo, que andaba con un ojo abierto y otro cerrado, procurando pensar en las batuecas, comencé a zurear mientras urdía maneras para que la cantamañanas se marchase pronto; en éstas, descoyando sobre la retahíla, se escuchó otra voz que la instaba: "¡Déjeme tocar al palomo; parece que tuviese el cuello metálico!" ¡Qué tono tan extraño...! Advertí. Y, aludiendo al dejo, zaherí bajito: !Quién discutiría que esta voz no es de la capital! Pero, ya antes de concluir, hallábame preso entre unos deditos trémulos, tibios, delicados...; frente a los ojos del más puro turquesa, soñadores, trasparentes, cristalinos... de mayor inteligencia que observara jamás. Y tal encanto en la sonrisa que quedé extasiado. Ahora no podría precisar cuáles pensamientos cruzaron mi mente en el tiempo que anduvo el niño acariciándome dulcemente, pero nunca olvidaré el hecho excepcional acaecido instantes más tarde. Encarándose éste, con sonrisa maliciosa, preguntó: a cuál clase de paloma pertenecía, qué número de espolón calzaba..., y me arrojó al aire. Confuso detuve el vuelo para mirarle. Pero más perplejo y estático permanecí al descubrir reflejado en el cristal de sus ojos al pájaro de más bello plumaje y gracia de cuantos vuelan por selva alguna, ya sea la de Brasil.
Quizá mi deficiente forma de proceder, ya aludida, o que el cielo a esa hora restalla tan azul que duele al mirarlo el resultado fue que, en el trayecto hasta el volante del lancia, olvidé lo ocurrido; tan sólo __a esto de la aurora__ aquel ardor hiriente, por momentos insoportable... ¿será una sobredosis de laurel? Entonces caí en la cuenta: el laurel, el niño, una paloma de plumaje azul y coronada de lujosas rectrices... "Mas, ¿quién es esa princesa azul?" Me atreví a declamar. Sin embargo, al dar razón de cuantas conocía, ninguna aunaba tales características. ¿Quizá la azulona de las Antillas? Pero no; aunque también viste de azul, carece de corona.
Huelga aclarar qué estado de abulia embargó mi alma los días venideros; a punto estuve de quedarme calvo. Ahora, en la distancia y tras mucho cavilar, deduzco que todo cuanto me ocurrió fue lo denominado por Stendhal como "cristalización" y por los pichones del palomar vecino como "cuelgue"; paloma que veía, ipso facto se recamaba de turquesa. Y en este estado lamentable, pienso, transcurrió parte de mi vida... de aquí allá, por esos andurriales de Dios, obcecado buscando lo que nunca reconocería por mostrarse con atavíos distintos a los que tal vez soñé aquel día...
A consecuencia del inquietante acontecimiento también contraje un vicio peculiar: al atardecer, sobre todo en otoño, localizar el mejor rincón para, de manera directa, ser herido por los últimos rayos de sol. Y, como esos dementes adictos al rayo verde, tarde tras tarde esperar ver consumada la premonición o, al menos, contemplar de nuevo al niño de mirar tan intenso. Cierto también que nunca me conduje desprovisto de añagazas, por si de paso caía, aunque fuese una tórtola; y no menos verdad que empleaba siempre ardides que engendrasen riesgo, conflicto: Esta extravagancia debe su origen __recapacito ahora__ en el ulterior propósito; por qué conformarse con algo trivial, si el fin a conseguir se pinta tan ambicioso.
Muestra de ello es lo acontecido el día aquel de finales de septiembre del año que eligieron Papa a Vöigtila: estando en Ronda asido a la baranda del parque __lugar privilegiado, donde se celebran espectaculares puestas de sol__ llegó a posarse, a mi vera, una pareja de buchones. Debo reconocer que ella, algo petulante, no carecía de singular gracejo al inflar el buche. Él, sin embargo, era un perfecto imbécil; con los párpados entornados zureaba la última parte de la Divina Comedia de Dante. Hecho que aproveché para mis indiscriminados galanteos.
Aquella insistente manera de ella picotearse la pechuga y su acompañante limarse el pico con un venablo de la baranda... contribuyeron a acentuar mí propensión a la afrenta; tampoco entrañó dificultad alguna descubrir que bajo su apariencia intelectual se ocultaba un par de jóvenes pardillos... Arrogantemente me desperecé, extendí las alas con donaire y cual pluma descendí hacia el abismo; a la distancia apropiada gravité lo necesario, ni más ni menos. Después, impulsado por la admiración de ella, ascendía como un cohete a veces, como un milano otras... Pero no pudiéndome reprimir por más tiempo, de nuevo en la baranda opté por argüir:
__Lo que no cesa de murmurar es una falacia, si lo comparamos con el teorema de Boyle-Mariotte.
Él quedó estupefacto, fijo allende aquel mar brumoso, que naciera a los pies del tajo hasta el horizonte; ella, en cambio, sonreía aplicada en su pechuga. Sin otra reflexión, pero con la dosis de sadismo y superioridad que procura el bagaje cultural, decidí agraviarles:
__¡Ya era de suponer; siempre fueron los buchones especie poco versada, de recursos más bien trasnochados!
Me miró turbado, demudado y, aprovechando el inciso, contó un chiste: "Se levanta el telón y aparece un hombre corriente que se desabrocha la bragueta; saca una polla más o menos normal. Acto seguido aparece un marinero que también se desabrocha la bragueta; éste muestra un pollón enorme... ¿cómo se titula la película? (antes de responder él mismo, intercala grandes carcajadas) ...Pa_polla el Marino". A punto estuvo de atragantarse de risa. Después se disculpó con la excusa de ir a beber a la fuente. Ocasión que aproveché para mis fines:
__¿Conoce usted a Petrarca?
La buchona acortó distancia con varias cabriolas fuera de lugar, pero que..., al atardecer y sobre aquella inmensidad, tuve a bien en aplaudir:
__¡Volatinera magnífica; meramente un cisne bailando sobre un mar de lujo!
Sin pensarlo dos veces me dispuse a pisarla; para, como es habitual en nosotros, salir luego pitando sin más explicación que una buena palomina o cualquier otra excentricidad... parecido a cuando el macho de los humanos, tras el apareamiento, prende un cigarrillo y seguidamente escupe con desprecio; después, el pitillo humeante entre los labios, todavía se atreven a rezongar: ¡No creas por un momento que mañana volveré!
Mas ella, arrellanada en el suelo, aún tuvo tiempo de exclamar:
__¡Ay; no sea tan brusco, pichón!
Ya en vuelo oí la postrera explicación que del affaire daba ella a su pareja:
__No hay por qué negar que tenía un piquito de oro.
De allí me lancé a la aventura; un recorrido sin fin por renombradas capitales europeas: París, Roma, Amsterdam, Londres, Florencia, Venecia, Viena, Atenas... De las cuales recuerdo tan sólo el agua de cada lugar..., unos cuantos tropiezos y algunas peculiaridades: El gesto amargo de emigrantes andaluces ante las tiendas de comestibles, que los catalanes son aún más catalanes fuera de Cataluña, lo airosas que lucen las parisienses sus medias melenas, que muchas anglosajonas presentan aspecto gallináceo, la poca dignidad de los italianos ante sus conquistas, los grandes bigotes de los griegos y los vascos, delicados floreros tras las visillos de encaje de las putas holandesas, el hastío que embarga a la generalidad de los turistas en Venecia, chismorreo atronador en torno al David de Miguel Angel... Y en cada ciudad una conquista, por supuesto sin declinar la ilusión de hallar en cualquier esquina al pájaro azul... No obstante, tras el intento vano de epatar con las contradas seneses en la fiesta anual del Palio y descubrir que mi planear no era ya tan preciso ni mi buche se tornaba de mil colores al atardecer, decidí volver a mi tierra; quizá de donde nunca debí salir.
· Aquí, en el palomar de la torre del Antiguo Seminario de Madrid, impedido por la pedrada de un niño de ojos también azules, paseo expectante... Aún, de cuando en cuando, sufro veleidades; presiento la inminencia de aleteos armónicos... e imploro al viento que, antes del fin, confluyan precipitaciones atmosféricas óptimas para que de nuevo aparezca.
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