de Antonio García Montes
Madrid, 23 febrero 1.990.
En el centro de un gran parque y bajo las ruinas de un arco conopial, al que se aferraban por los flancos dos macizos de hiedra espesa, estaba sentada una dama, lujosamente emperifollada con visones, joyas y hasta un sombrero con apariencia de suspiro de merengue. Mientras tejía a calceta un diminuto jersey de perlé, típico para caniche, aún espiaba de soslayo el mecánico movimiento que, al picotear, la escuadra de palomas ejecutaba entre sus zapatos de última moda. De vez en cuando abandonaba la diminuta labor, junto a los ansiosos animales, para contemplar, arrobada, el panorama turbio: un entramado que la trasportaba...; como si el humo de chimeneas y coches, que va enroscándose en el aura matutina, tuviese idéntico color cobrizo y textura que el cuadro vanguardista que había colgado en su salón; también a este alambicado paisaje se sumaban grandes bancos de niebla efímera, prestándole a cada partícula... a cada detalle, la ilusión de estar envueltos en papel de seda.
Tras agachar la cabeza en reflexión __con tal ímpetu que hasta detuvo por un instante las murmuraciones propias del punto: tres al derecho, uno al revés...__ enderezó el cuello y, de inmediato, comenzó a torcerlo de izquierda a derecha igual que si ejecutara un ejercicio gimnástico. En una de las oscilaciones, cuando alcanzaba el frente, una fuerza extraña la obligó a presenciar cómo se levantaba, perezoso, el último velo de niebla y cómo un haz de sol, que comenzaba a brotar de las ramas peladas, vino a manchar el regazo de un muchacho de edad incierta.
Éste dormitaba sobre un banco con estrafalaria postura; sus zancudas patas abiertas dejaban entrever un sexo, en ebullición, oculto por unos leotardos con troneras de color caqui. Quizá, a consecuencia de ello, el pecho le palpitaba exageradamente bajo un suéter de lana burda y decolorada. Sin embargo, de su rostro exangüe, sin estigma vital, estallaba una mirada acrisolada, inocente, desnuda... que nadaba, con sigilo, en el mar azul de sus ojos almendrados.
La dama solitaria, aplicada en la labor, dudaba sobre qué ofrecía al cabello del muchacho aspecto tan marmóreo; si las manchas de sol, el corte... o más bien la roña. No obstante, al escudriñar sus rasgos, no tardó en descubrir qué tic le distorsionaba el gesto; como una descarga constante en el delicado ribete de sus labios agrietados... Y por demás, se preguntó, cómo nadie aún había extirpado la huella de cierta ternura en las comisuras..., ni la picardía en los hoyuelos de las mejillas, fiel reflejo a la que derrochan los galanes de postales antiguas. Le dio un vuelco el corazón; por un instante se creyó víctima de una trampa colocada por el Maligno: la mariposa que revoloteaba alrededor podría ser el disfraz de un abejorro venenoso... o la advertencia de un mal augurio. Quizá por ello puso __muy aplicada en la calceta__ tal embeleso salmodiando atributos del muchacho; tanto, que no se percató del nuevo visitante que se había interpuesto entre ellos dos: ...más membrudo y con cierto lustre y postín.
El nuevo, aprovechando la ocasión que le brindaba el recogimiento de la dama estrafalaria, se dejó vencer un instante __como para poner un huevo__ a horcajadas sobre las piernas lacias del otro; luego, tras comprobar el letargo que embargaba a éste y mientras le pellizcaba la yugular, se escurrió hacia el banco contiguo. Allí, en un lateral, se arrinconó con la mirada inquieta.
Ella, ajena a lo ocurrido, levantó el rostro con la sonrisa pegada a los dientes postizos; entonces pudo maravillarse de cómo surgía, de repente y sobre un nuevo banco, otro muchacho __también a éste lo envolvía la niebla, pero, por la hora del día, más etérea e inconsistente: como un hálito dorado junto al perímetro de su figura__, aunque a diferencia del primero, éste, debía sufrir los efectos de una intensa comezón; se deslizaba, de un extremo a otro, sin hallar sosiego y sin que jamás su gran flequillo lacio, a un lado de la cara, se quedase sujeto tras la oreja izquierda... En contraste con el zarrapastroso amigo, lucía traje vaquero completo de un color azul deslucido, aunque nuevo, unos burdos zapatos, primorosamente embetunados y cepillados, y unas gafas que en verdad aun le recordaban a ella aquellas que lucían ciertos astros de la pantalla cuando veraneaban en las exóticas islas del pacífico... También hacía gala de un corte de pelo muy artístico.
Para este muchacho __que percibió la mirada de la dama benefactora de palomas en el instante mismo en que su flequillo, por un impulso hacia atrás, se le adhería a la nuca pelada__ ésta dama, precisamente, podía pasar por una putita más que tendiera las redes a una nueva víctima: pues, sin justificación aparente, aunque con disimulo __las pieles a modo de estola__, ahora se entretenía cambiando la labor por el diestro manejo de las perlas: sopesándolas..., ahora al aire, aprovechando así las últimas gasas de niebla; más tarde sujetas estratégicamente sobre el puño..., adujadas..., como colmo de un helado de bolitas de nácar...
Pero lo que para uno de los muchachos era simple y llana chifladura para el otro __que en su renacer no alcanzaba a precisar contornos, ni magnitud, ni ritmo__ más bien todo surgía como en un reverbero dulce... sobre el cual flotaba, entre efluvios, la imagen etérea, rubia e incitadora de una virgen ofreciendo, sólo a él, un tesoro inconmensurable. Por otro lado, ella, en la más absoluta inopia __apenas salía de casa desde la muerte del marido, a no ser al concierto matinal en el REAL, a su asidua joyería con objeto de trocar esa o esta otra piedra o perla por aquella que a todas luces parece la adecuada para su broche... o de visita a la casa de cualquier amiga con tal que ésta le mandase al chófer__ tan sólo cumplía con la difícil tarea de procurarle a las perlas el baño de niebla que su amiga Cuca le prescribiera por teléfono desde París; en substitución a los de mar, aún más eficaces, más severos... No sin antes repetir __para infundirse ánimo, ya desde el amanecer__, la coletilla que subrayaba a esta prescripción telefónica: "Querida, no hay como un terapéutico baño para mantener las perlas vivas... porque, en definitiva, para una dama como Dios manda no existe nada más estrafalario que lucir un collar sin vida..."
Al dirigir de nuevo la vista al frente, la dama de las perlas comprobó que los dos jóvenes trapicheaban, a la limón, con unos artilugios extraños, aunque de cierto conocidos: el más escuálido de los dos sostenía entre los dedos una aguja a la que miraba enajenado; en tanto el otro trapisondeaba, con una jeringuilla, dentro de una cuchara sin mango que aprisionaba entre los muslos. A este último, mientras ejecutaba todo el ritual con esmero y parsimonia, su característica banda de cabello le cubría por entero la cara...
Tal vez por la corajina, contrariedad de no vislumbrar perfectamente los rasgo del aflequillado..., o simplemente no perder detalle, ella lanzó la labor contra las palomas; sin prever que dichas palomas __con el impacto sordo del ovillo, que por demás haría blanco en la líder__ perderían el norte, comenzarían a dar marisquetas, sin concierto alguno... como si a un grupo de expertas bailarinas, que anduviesen ejecutando EL LAGO DE LOS CISNES por telepatía, un brujo les hubiera substraído la razón. Aturdida, la dama de las joyas se restregó los párpados; luego, ayudándose de las manos como quien aparta visillos de gasa, llegó __entre el estruendo del batir de alas y el polvo espeso, que alzaba ya en oleadas como queriendo hermanar a la niebla__ a distinguir cómo un tornado de plumas, de distintas tonalidades grises, formaban ante los muchachos una cortina tupida, infranqueable... Entonces, de pie, tendió hacia ellos una mano ostentosamente ornamentada con brillantes... y aun temblorosa como la de una niña que ansiase alcanzar a una piara de milanos.
De entre la broza volátil surgieron de nuevo los dos muchachos, petrificados en el punto donde los cubrió la polvareda. La dama del punto, tras infundirse ánimo con el tono propio de quien habla a la fotografía de alguien muy querido y muerto, y apretando con fuerza la cruz del rosario que llevaba a modo de pulsera, intentó persuadir a "los chicos"; una y otra vez..., sin aliento, para que desistieran de la empresa que traían entre manos: "¡Alto ahí! ...lo que pretendéis va en contra del Espíritu Santo". Por su lado ellos no hicieron eco ni a sus palabras ni siquiera a su presencia, tal vez porque sólo pululaba, al menos en la mente del aflequillado, el recuerdo, a la postre difuminado, de la puta loca que, un instante atrás, estuvo en el banco; no obstante, por otra ventana de la conciencia, tanto uno como otro se sintieron observados y, como si recibieran de estas miradas ajenas la energía necesaria para proseguir, el que mantenía sujeta la aguja __el más joven y andrajoso__ muy primorosamente se fue arremangando los puños del suéter de la mano libre, se ciñó al bíceps el cinturón que, previamente, se había desatado con la misma mano que sostenía la aguja, y le mostró el brazo desnudo al otro de forma tal que a la dama viuda le pareció una obscenidad. Éste otro, satisfecho, sacó con destreza __aunque con lentitud de sueño__ la lengua empapada e, insistentemente le lamió la vena hinchada. Acto seguido, y entre las burbujas de saliva adheridas a la piel, hincó el arma en una faena maestra: la mano, que hasta el momento sostenía la jeringuilla, levantó el vuelo en valerosa pirueta, después se lanzó en picado __no sin antes insertar en el instrumento la aguja que el otro le brindaba__ para caer al fin sobre el lugar preciso... sobre la crisálida cárdena. También en ese instante cumbre, el que ejecutara la faena __el aflequillado__, con un limpio meneo de cabeza se retiró el pelo de la cara dejando al descubierto su frente perlada.
Transcurridos estos momentos de suma tensión, el escuálido se desplomó entre satisfecho y malherido, entre incómodo y feliz, entre soñando y despierto... y se arrellanó en el banco como sobre cojines de plumas. El amigo, brindándole su sonrisa más dulce, le extrajo la aguja a la vez que le desceñía el cinturón del brazo. Tras un período de reflexión, el del flequillo a la cara, mientras observaba cómo el émbolo comprimía la bomba repleta de sangre cárdena, dispuso, de la misma manera que para el amigo, los utensilios necesarios con qué ejecutar al menos una faena que no desmereciera a la anterior; sin embargo, ésta, llevaría anexo un aditivo más: la sangre del amigo. Por tanto, la preparación tuvo que ser ligeramente distinta; hubo que verter sobre el polvo blanco de la cuchara, en vez de agua, una gotas de sangre aún caliente. Y tras mezclar con urgencia, utilizando la misma aguja para remover, absolver la pócima __sirviéndose de la uña del pulgar para accionar el émbolo__ e inyectarla de inmediato en su propio brazo ávido y desnudo.
Concluida la maniobra, una vez que víctimas y verdugos hubieron caído __apañuscados y desmembrados como fardos__ la nube de plumas, que aún revoloteaba, se desplomó sobre sus cuerpos en lluvia pacífica. La dama de las pieles, que en toda la representación tan sólo llegó a postrarse de rodillas sin pestañear siquiera, muy digna se levantó y fue hasta el lugar de los hechos. Allí, en la actitud del que ha presenciado un enterramiento religioso, meditó un instante. Después se dispuso a retirarse, pero, viendo que del bolsillo de las víctimas sobresalían unos billetes, alargó las manos y sin más miramientos, aunque con mueca de asco, les substrajo hasta la calderilla. Mientras contaba el dinero caminó, más aliviada, de vuelta al banco. Allí, con cierto disimulo en la actitud, se agachó para coger la labor de entre la broza. De inmediato se dispuso a alejarse no sin antes aproximarse para clavarles, bajo el occipucio, a cada cual una aguja que substrajo al momento y con destreza del jersey diminuto... "Para que __convino__ al menos, y hasta no haber escapado yo de este maldito infierno, estos canallas no levanten cabeza".
Por el camino comenzó a escuchar, a su espalda, el ruido sordo de una bandada de palomas mezclado con el chillerío agudo de unos niños... que con seguridad se dirigirían, de la mano de sus madres, al mismo banco donde antes estuvo ella sentada... "Posiblemente __concluyó, no cabiendo en sí de gozo__, mientras éstas aprovechan el esporádico sol de invierno, los pobrecitos también podrán disponer de las jeringuillas... como de esos juguetes que tanto les gustan para salpicar agua".
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