miércoles, 20 de mayo de 2009

MALA REPUTACIÓN

M A L A R E P U T A C I O N
de Antonio García Montes
Madrid, 2 de julio 1.991



Repiten las cotorras que quien tuvo retuvo, pero exageran. Si conservase parte del arrojo y alguno de mis fuertes colmillos ya me habría zampado, al menos, uno de aquel par de pavos que no hacen sino cebarse para, orlados por frutas adulzoradas, lucir tersos y rosados en la cena de Noche Buena; ignorando los simples, que ni siquiera protagonizarán la mesa de quien distribuye cada día su ración, sino el aperitivo frío de una anciana artrítica que desconocen.
Sobre una esportilla repleta de virutas manidas, a dos pasos del terco cocear de un burro __a la sazón sin cesar de espantarse hipoboscos__ y frente a un gallito famélico de nombre Remualdo y de canto tan afectado que recuerda la milonga, llevo varios días cavilando, cavilando...: por qué se presentan indelebles los más caprichosos recuerdos..., ¿se acercarán ya las remembranzas a las que animales y unos cuantos humanos nos sentimos abocados? Aunque, cuando la energía se debilita y la experiencia degenera en costumbre, ¿qué otra cosa mejor que soñar o filosofar ahora que la impronta y trascendencia de nuestros afanes conviene un pimiento?
Siempre juzgué impertinente, y una falta grave de decoro, la humana ligereza de exponer públicamente reflexiones sobre la vida... y más, relativas a la esencia del tiempo. Pero, ya que estoy sarnosa, qué más da..., por qué no ejercer por una vez de filósofa.
Cuando los humanos pasan media vida tan sólo transformando el lenguaje de las teorías de pensadores antiguos, aún siento pudor al declarar que una perra sin importancia descubriera este enigma, así sin ton ni son: Por qué cuando se es joven transcurren los segundos tan despacio y sin embargo ahora, cuando te gustaría prolongarlos __claro está, siempre que no fastidie la artritis__, apenas los ves cruzar ante tus hocicos. Lo descubrí espontáneamente un tarde cuando ladroteaba tras la reja de la perrera municipal, donde acudía a menudo a visitar a un novio galgo. Con la lengua afuera dije: "¡Menos mal que, según pasa el tiempo, se me hace el camino más corto y, por tanto, menos penoso¡" Él replicó entre lengüetadas: "¡Qué tendrá que ver!" Aunque la respuesta fue contundente, retuve la copla y, a unos pasos de allí, paré a reflexionar: ¡Si el trasiego acorta el espacio..., el devenir de los días acortará también el tiempo...¡ Y engordé como una doga preñada.
Desde la apatía __esa dulce pereza__, me pregunto, ¿dónde irían aquellos enfurruñamientos míos cuando la perra de mi madre se empeñaba en atarme corto? Recuerdo que uno de tantos lo libré el fatídico día de mi primer trimestrario, cuando impuse criterios propios frente al más elemental principio de vida canina: Acatar sumiso los mandatos del protector, por sofisticados que parezcan; siempre, por supuesto, que éste lleve marcado el estigma que lo emparente con el mundo perruno: las miradas aviesas, por ejemplo, que cruzan las canicheras con dueños de perros más grandes que el suyo. No obstante yo defendía que, para mantener la dignidad, es absolutamente preciso carecer de arraigos y, en un momento dado, ejercer el oficio más antiguo del mundo: de perro callejero... ¿por qué no? Y en su defecto, dejarse proteger por aquellos humanos menos proclives al mundo animal. Sostuve la teoría argumentando que si cualquier perro fuera acogido por perreros extremistas __canallas que, excusándose en la domesticación, echan mano al látigo para desfogar periódicos arrebatos de autoridad...__ como mucho acabaría perdiendo la dignidad sujeto, una tarde a la semana, en un ridículo asiento de peluquería canina. Mi madre __descendiente directa del setter que fuera testigo ocular la noche que a Ana Bolena se le tornó níveo el pelo__, que defendía principios rayanos con la ortodoxia cristiana, sacudió sus largas y lánguidas orejas y, dando un lametón al hocico de mi hermano Adolfo, se alejó jardín adelante sin palabra de aliento siquiera... ¡tiempo ha, venía temiéndome respuestas así de irracionales!
Aquel mismo día, al contemplarme por primera vez en la luna espejeada de un escaparate, no sólo descubrí mi fisonomía, sino la respuesta a tamañas hostilidades e injusticias; sorprendentemente __puesto que jamás nadie antes lo comentara__ era la copia exacta de mi madre, pero más alta, más bonita, mucho más atractiva... Tal variedad y conjunción de formas prestaban a mi físico ese toque distinguido y cosmopolita que tan irresistible me hace frente a ojos de razas puras. Henchida de vanidad y radiante de júbilo eché a correr hacia el primer parque que se hallara a tiro. Pero nada más torcer la esquina, donde me detuve para hacer pipí, cuál no serías mi sorpresa al darme de hocicos con el rincón mejor surtido de razas que imaginarse pueda... y, además __advertí__, ¡todos ellos sujetos por collares lujosísimos, y estos a su vez enrollados en manos distinguidísimas! Yo, entonces, no detecté el motivo que provocó la unánime crispacíon; sin embargo, mientras paseaba garbosa, sí notaba una singular hostilidad en la manera de ser conducidos, casi arrastrados por sus distinguidos dueños hacía el abismo... Pero, como dije, me sentía pletórica, y tan llena de vida, que apenas me di por aludida, sólo sentí cierta irascibilidad contenida al ver que un mastín negro azabache pretendía expresar algo y no pudo porque el collar de soga de plata ceñido al cuello se lo impedía. Entonces, en un trozo de césped frondoso y fresquito, estuve revolcándome como una gata loca, sin tener en cuenta que ciertas posturas en público podrían ser indecorosas.
Comentan precisamente los gatos, orgullosos en su altivez de espeluzno, que la raza canina carece de sensibilidad suficiente para admirar una pictórica puesta de sol, y que sólo poseemos algo de instinto para gozar frente al calorcito de la chimenea y junto a las zapatilla de felpa de nuestro verdugo. Quizá los ampare la razón; no me atrevería a poner mi zarpa al fuego por nadie. Mas puedo aseverar que esa tarde __tal vez trastornada por aromas nuevos, por colores distintos, arquitecturas extrañas y topografías fuera de toda lógica... ¡no digo lo contrario!__ me subyugó un espectáculo nuevo para mí: tras una columnata en semicírculo y sobre las llameantes y trémulas copas de los chopos había suspendida una naranja brillante; sin ponderar, mucho más grande que una sandía Italiana... Desde ahora me atrevería a afirmar que fue uno de los momentos donde alcancé cotas más altas de felicidad.
Creo recordar que el chirrido en oleadas de esos bichejos paticortos que pueblan el oeste, cuando se ha dormido el sol, fue quien me condujo de nuevo a la vida. Al mirar en derredor descubrí también que el bullicioso y escalonado parque estaba desierto, adormecido... no obstante, algunos pinos se cimbreaban al ritmo del aire mientras los magnolios, más tímidos, meneaban sus cabezas floreadas. Quise bailar, abrazarme de puntillas a cualquier chucho aunque fuese mi madre, pero una comezón, que iba desplazando al vértigo, me retuvo; advirtióme que padecía hambre canina y que, tarde o temprano, necesitaba cazar algo para la cena. Mas, ¿cómo, si dos horas atrás era mi madre la encargada de nuestro sustento...?
Mi orgullo rechazó ciertas reflexiones y me empujó a husmear detrás de cada árbol, seto, banco, o fuentecilla; pero ni tan sólo hallé ese aséptico hueso de plástico que algunas mamás __humanas__ compran a sus bebés para que puedan compartirlo con sus guaguas. Cansada me arrellané junto a un laurel; tal vez con la ilusa idea de adormilarme creyendo estar ante una lata de escabeche. En cambio sufrí una extraña sensación, hasta entonces desconocida: mi cuerpo inerte fue incapaz de huir, ni siquiera de cerrar los sentidos ante los terribles acontecimientos que presentía.
Las hojas comenzaron a estremecerse y un manojo de hierbajos, que brotaba del suelo como disciplinas del puño de un sádico, me azotó el lomo. También se oía el crepitar ascendente de las hojas secas bajo las pisadas de una fiera gigante. Estaba perdida; las amenazas, relatadas por mi madre en los cuentos, se iban a cumplir; la fiera endiablada que escapa de la jaula del zoo siempre que una perrita es mala y desobediente, se acercaba sigilosa, sedienta de sangre. De súbito noté cómo su sombra, igual que gigantescas alas de murciélago o capa de vampiro extendida, arropaba el seto más próximo y se deslizaba hacia donde castañeteaban mis incisivos.
Con la sangre espesa, helada..., como granizado de cereza, y a la espera inminente de ser destrozada, noté un aliento cálido y acompasado en el cogote. Cerré los ojos. Pero algo en mi interior procuró que los abriese al instante. Frente a mí se hallaban, suspendidos en la noche, los ojos más refulgentes y azules que el destino haya colocado jamás frente a un ser perruno.
Nadie que haya sido presa del pánico, nunca podrá criticar que en ese instante echara por viva toda compostura, rodando ladera abajo... donde horas antes, tan romántica, contemplara la sublime despedida del sol. Y que, sin oponer resistencia __quizá vislumbrara unos destellos en torno a su cuello__, me dejase someter por el agresor. ¿Los humanos no le llaman a esto síndrome de Estocolmo? Después di gracias a mi suerte cuando ladera abajo sentía que quien me mordisqueaba no era otro que el bello animal del collar de plata que, locamente enamorado de mí, había despreciado al amo para seguirme. Tampoco fui capaz, en mi dilatado gozo, de distinguir cuál de tantos era el canto de la alondra que alerta a los amantes de peligros matutinos... Ni que el dueño y verdugo de mi novio, verga en mano, se precipitaba, ladera abajo, para desprender a éste de mis garras y darme después una soberana paliza.

Según me contó mi hermano Pinky, un día que coincidimos en el parque __sujeto él también


por un precioso collar plateado__, nuestra madre siempre tuvo la certeza de que fueron los

sucesos de aquella noche los causantes de mi perdición. Sin embargo yo sostengo que el perro

que es huevero, aunque le corten el rabo siempre seguirá siéndolo.

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