lunes, 4 de mayo de 2009

ZOÓTROPO


Z O ó T R O P O

de Antonio garcía Montes

Madrid, 12 de Julio 1.989

A mi amiga Begoña Quintana; una de mis pacientes lectoras.

Cuando rayaba el día y Laura, como cada amanecer, recorría el sendero que circunda la finca, ya se auguraba un clima bochornoso, denso y turbio. El cielo, a esta hora azul centelleante, lucía hoy a brochazos rosáceos. También las perras, dos lebreles apodados Charo y Susana, debían presentir algo, pues en todo el paseo no se escuchó el metal de sus ladridos: por separado e ignorándose mutuamente, inspeccionaban en extremo cada piedra, cada tallo, cada brizna... y cuando algún cigarrón galanteaba a un palmo de sus narices y después brincaba airosamente, tras arrobarse un instante por la caricia de alguno de los ocicos, entonces ellas alzaban la cabeza, arrogantes, y proseguían la marcha de regreso a casa.

En el rellano, junto al umbral de la puerta de madera labrada y sobre el empedrado de guijarros ornamentado con arabescos de chinas variopintas, una paloma agonizaba tras estrellarse deslumbrada en un cristal de la vidriera en arco que sostenía la puerta: una Anunciación en rubí y esmeralda. Las perras, repentinamente festivas, corrieron a cazarla, pero Laura, siempre atenta, se lanzó al desquite mientras les gritaba insultos cariñosos. Muy compungida levantó en vilo a la paloma para reconocerla y aliviarla con hálitos templados; pero, al darle la vuelta y descubrir que el sangrante cuello ya no sostenía la cabeza, cerró lo ojos con rabia y la desentrañó contra el suelo. Antes de presenciar cómo los perros cercenaban al pájaro contempló por un instante __quizá para que el reverbero del amanecer al fondo le iluminase las irreprimibles lágrimas__ la rosaleda que festoneaba el jardín, luego se precipitó adentro.... Aunque volvió al segundo; parecía faltarle el aire. Y, es más, sobre el empedrado recordaba a una demente. Anduvo saltando inquieta, entre las plumas, como una niña a rayuela: ...a la pata coja, de aquí a allá, de esta a aquella piedra, hasta introducirse en la tierra removida. Una vez allí, sin dejar de escudriñar el pulgón de los rosales, aun hurgaba las superficies rizadas de los setos con las yemas de los dedos, igual que una ciega.

Milagrosamente en casa, entre el trinar de las decenas de canarios que revoloteaban por el inmenso salón __repleto de recuerdos de viajes a países exóticos que, en un pasado no muy lejano, disfrutó con su padre, ya viudo, en el período anterior a caer éste en la redes de una enfermedad incurable__ pudo expeler con deleite el alubión de quejidos que el dramático suceso había retenido en su garganta. Después, tras repetidos intentos de poner en marcha a un corazón calado, tuvo una crisis de sollozos tal, que al borde estuvo de padecer uno de sus ataques, pero la terapéutica manera de estrujarse el pecho con un pañolito de encaje fue una vez más mano santa.

Anduvo por el salón igual que un fantasma perdido observando, como una extraña, la superficie en forma decagonal de la planta baja, amplia y diáfana, aunque manchada en el centro por el estilizado esqueleto de una escalera de caracol; también sus paredes amostazadas repletas de obsesiones; las ocho ventanas de dos cuerpos, una en cada lado, menos en el norte y sur donde se hallaban un gigantesco cuadro y la puerta de entrada, respectivamente; su suelo de tarima a nudos de distintas tonalidades, que tanto recuerda a la cola del pavo real extendida... Ahora le sorprendían tantas mesitas, sillones, jaulas y tanto ramo de flores secas. Como hipnotizada se detuvo ante el nombrado cuadro que había sobre la consola modernista ___repleta de portarretratos de plata con las ramitas del árbol genealógico dentro__ y que representaba el busto al óleo de un joven de exquisitas manos, portadoras de un pincel con el cual pretendía autorretratarse mientras escrutaba, con ojos de halcón romántico, el espejo ovalado que se hallaba a su derecha. La morenez de este caballerito, pulcramente peinada hacia atrás, subrayaba esa gallardía que solamente se obtiene cuando rasgos generosos son armonizados con el equilibrio preciso. No obstante este rostro limpio tenía velada una mueca, quizá algo pretenciosa, pero que sugería la esencia misma de lo varonil; por supuesto, sin despreciar, al menos en la línea de los labios, esa feminidad que caracteriza a los personajes legendarios. También los estudiados tonos cálidos, utilizados en su día por el artista, y el marco, también modernista, le daban al retrato el toque de calidad que ostentan las obras clásicas.

Aquí, eclipsada frente al cuadro del padre, podía pasar las horas muertas repitiendo una y otra vez su nombre: ¡Andrés Carpio Saavedra! ¡Andrés Carpio Saavedra...! Siempre a la manera de los coros griegos, monocorde... o más bien con soniquete de plegaria. Algunos días, en este reiterado ceremonial, se desplomaba sobre el sillón de orejas estratégicamente colocado frente a la imagen del padre. Sujeta fuertemente la espalda contra el respaldo, a la vez que cerraba paulatinamente los ojos, comenzaba a murmurar hasta que al fin gritaba desvaríos ya encenagada en lágrimas. Luego, extenuada, desbrozaba recuerdos remotos, cada vez más insulsos, más irreales... entonces, el trinar de pájaros, el maullido del siamés desde la parte alta de la casa y el ladrido de la perra más altiva, pues la otra rezongaba postrada tras la puerta, llegaba a ser para ella tan adormedecedor como canto de ángeles para el sueño de los justos. Pero hoy no podía amodorrarse, su voz enronquecida por el llanto surgía rebelde entre la barahúnda como el saxofón de una orquestina en el viciado salón de un bar. Con estudiado aplomo, y tras varios carraspeos para aclararse la voz, se aventuró a relatar despojos del último sueño; desprenderse así las garras, firmemente asidas al corazón, mientras el padre la exculpaba:

"Creo que todo comenzó con una panorámica, a vista de pájaro, de un caserón destartalado que pretendía ser mansión campestre de unos nobles italianos. En la fachada principal se alzaban, para entorpecer más aún el único acceso al interior, unas estrechas escaleras __el pretil estaba confeccionado a base de juncos y flores amarillas de múltiples tonalidades y familias__ que se juntaban a modo de balconada en el rellano de entrada. No recuerdo si, en el lateral donde calentaba el sol, la hiedra curtía la pared entera... o tan sólo un triángulo, dejando así al descubierto un balcón con tornavoz, que recordaba a los púlpitos de las grandes catedrales y donde aparecía de cuando en cuando un personaje de rasgos parecidos a los tuyos... ¡papá! __Tras esta llamada su gesto arrogante se desvaneció y sus ojos quedaron por un instante fijos en una ventana, luego erraron de nuevo tras el galanteo de una pareja de canarios__ ...con una fusta sujeta en los extremos por los índices de cada mano, como si esperases la bajada inminente de un papagallo amaestrado que se hubiese escapado a la copa más alta del chopo milenario, allí frente a tí. En el interior no cesaba el fluir continuo, por múltiples pasillos imbricados en empinadas escaleras, de una masa uniforme de gente; parecían zánganos sin quehacer alguno, pero a quienes aún no les amputaron la glándula que les provocaba la avidez de trabajo. Vestían uniforme alemán completo, portaban fusta que manejaban gratuitamente y con resuelto dominio, y todos impartían órdenes fuesen de la graduación que fuese; aunque sólo los altos cargos, luciendo su perenne sonrisa, dictaban sosfisticadas estrategias contra el supuesto enemigo. También parecía existir cierta confusión de lenguas, y no menos de razas. Dentro de este maremágnum se encontraba la mujer que conocí la otra noche en un bar, rondando de aquí para allá sin aparente destino, como exenta de cualquier menester. ¡Fíjate qué capricho! sólo los rasgos de ella correspondían a la realidad, no mostraban las clásicas distorsiones del sueño; mantenía su cara afilada, nariz aguileña y boca dura. Por separado, y al margen de ella, estaba yo, la única mensajera, una especie de tábano que zumbaba alrededor de cada miembro, desnortada... aunque para ellos desapercibida: podría estar compuesta por esas partículas que conforman el ambiente y que sólo son detectadas cuando las atraviesa un rayo de sol. Sin saber cómo, intuí que la discusión repentina que mantenía la mujer era contigo. Y que tú, de antemano condescendiente, asumías órdenes con una inmutable mueca de espía profesional, tras la que ocultabas algo tremendamente dañino. Al instante se armó un gran revuelo de gritos y aspavientos en torno a vosotros dos, que parecía provocado por una fuerza invisible; aunque yo albergaba la convicción irrevocable, quizá desde momentos antes, de que todo era una escaramuza para huir solos tú y ella. Poseída por un arrebato __algo parecido a un anzuelo gigante, enganchado a mi estómago y que poderosamente tiraba de mí__ emprendí la persecución. Al salir tras vosotros vi en el cielo, a la distancia a que los helicópteros se detienen antes de aterrizar, una atmófera verdosa e ingrávida donde dificultosamente nadaban varios racimos de soldados, aferrados unos a otros por las muñecas para que el propio contacto les mantuviese en vilo... con la magia y desmesura de aquellos números musicales del cine de los cuarenta. Estos volátiles imploraban, vociferando con ahínco, la orden para soltarse y caer como rapaces a devorar a la otra masa espectante, de la que formábamos parte todos los demás. Mientras tanto, y al parecer sin que nadie lo advirtiese, me había crecido un ala en el ojo izquierdo con la musculatura tan desarrollada que recordaba a las de enormes aves selváticas... o también a una gigantesca planta, de la familia de las liliáceas, donde el bulbo fuese el ojo y las raicillas el nervio óptico. Este apéndice campeaba al margen por completo de los mandatos que mi cerebro imponía a los demás miembros; de tal manera se autoelegía independiente que yo apreciaba en su raíz hasta el más leve movimiento: el batir de alas lo ejecutaba de forma tan desenfrenada, que temía alzase sola el vuelo arrastrando consigo parte de mi cerebro... como cuando desprendes la pata del centollo y con ella levantas un cacho de cuerpo. Miles de imágenes afloraban a mi mente, sin esfuerzo, pero siempre con la angustia intrínseca de la inevitable pérdida de la mujer; de su irrevocable partida con algún elemento del batallón, aunque no fueses tú. En estas cavilaciones me hallaba cuando el ala, autónoma, al fin levantó el vuelo dejándome el cráneo completamente hueco. Desperté estrechándome a mí misma y con sabor a hiel en la boca; entonces fui a la cocina y me serví un melabón con un gran vaso de leche".

Acabó debilitada, sin brillo en los ojos, sólo un hilo de energía parecía hostigarle la línea de los labios porque, intermitentemente, se hinchaban y se sumían para besar. De repente, como por un presentimiento, cambió el gesto y, como por un resorte, se puso de pie y miró al exterior. Los animales, inquietos, comenzaron a graznar y a revolotear junto a ella hasta que el timbre cantarino del cartero, cada vez más cerca, descolló de entre todos los componentes de la orquestina haciéndoles callar; sólo el ladrido más atiplado de la perra más femenina le dio la correspondiente réplica y bienvenida.

Laura, oculta tras los tallos frondosos de un tronco de Brasil, esperó mientras observaba, ventana a ventana hasta recorrer las ocho, cómo el cuerpo uniformado del funcionario, que sobresalía por encima de las rosas amarillas de arriate, era arrastrado como un cometa hasta el cajetín del correo. Luego, una vez que éste reemprendió la huida, de nuevo repeinando con el borde de la chaqueta la cenefa de flores, se precipitó hacia el buzón, sin antes impedir, con voz de mando, la espantada de los pajarillos. Allí, frente al monolito, donde resaltaba un cartel azul rotulado de amarillo, y tras rasgar la buena nueva, dijo adiós con el sobre blanco, sin tener en cuenta que un rayo había alcanzado al cartero y que ahora ardía, a lo lejos, como una lamparilla de las que se ofrecen para expiar culpas. Sufría desconcierto, aturdimiento y miedo a la vez. Al fin desdobló la carta, con temblor y un ligero sudor frío en las manos, y la leyó al compás de las primera gotas que, como repique de tambor, caían sobre las letras:

"¿Qué embrujo pudo infiltrarse en mis entrañas la otra noche para advertir __entre tantos despojos, macerando__ los pétalos de una flor de cactus rociada de néctar de infancia: ese higo temprano que el gorrión, con su afilado pico, revienta para saborear el dulzor de la pulpa del color de la balaústra? Y después, infectada de adición y repleta de alcohol, seguir planeando sobre el laberinto que se arracima en torno a manjares prohibidos. Una vez localizado el filón en un quicio derruido, adivinar, entre el cruzado de sombras, reflejos, vahos y humo __como si, a duras penas, unos rayos de sol hubiesen franqueado las mazmorras umbrías del último anillo infernal__ si lo deseado es ley... si tus propósitos encajan con mis anhelos. Pero, aunque fuera satisfactorio, cómo apreciarlo bajo las manchas flotantes, fruto de la escasa iluminación. Por eso pedí otro combinado, para vencer las mil trabas y colocarme, recuperada, en el puesto más estratégico; como el cazador de perdices en la guarida que construye con hinojo, tomillo, troncos de laurel y el jirel por encima. Y como él implorar, agazapada, para que se brinde la máxima oportunidad y poder así arremeter primero contra la maleza y después, con elegante porte, azorar a la víctima hasta que atolondrada se rinda. ¡Qué embeleso padecería el cazador si, bajo el perfume que desprende el herbolario, que compone la choza, contemplara además la agonía del pájaro, en un atardecer pacífico... cuando sólo perduran míseros destellos una vez acostado el sol! Admirar el vuelo del animal, ya alcanzado por la bala, hasta que arremeta ciego contra el polvo dorado ...Entonces, soñar que sus dedos prensiles, aún tibios, se retuercen con el pataleo y que de su lengua brotan soplos lívidos: lenguas azuladas de brasas moribundas que como pecios flotan sobre la melancolía del cansancio. Y, al fin, en el umbral del sueño, a punto del éxtasis..., ¿por qué no amañar el reparto de personajes para saborear ahora el papel de víctima? ...y disfrutar en carne cómo las garras afiladas del pájaro van desgarrando tu ropa, tu piel...; ir intuyendo cuándo traspasarán la bóveda craneal y reventarán las meninges... y cuándo tu vida, una vez rota y desperdiciada, dará con el jibión que él escoja para limarse el pico".

Muy lentamente, gozando de la lluvia ahora a raudales, y con la carta empapada aún entre las manos, Laura se dirigió hacia la puerta. En el umbral se percató de cómo el papel, sin remedio, se desprendía de sus dedos para caer sobre los guijarros igual que una paloma alcanzada por impacto de bala. Impávida, también ajena a cómo las perras desgarraban al animal con el refinamiento aristócrata que les da su pedigrí, se detuvo para, y antes de encerrarse en casa, contemplar un atardecer prematuro y gris marengo... o un amanecer tardío: a lo lejos comenzaban a resaltar, entre la bruma, ciertas pinceladas de luz, ciertos trazos de rascacielos... De súbito, sobre la ciudad allá en la lontananza, nació un parhelio que vino a resplandecer su cara de mármol y que provocó una chispa en el iris azul de sus desmesurados ojos... y que aún salpicó un destello en su cabello de oro cortado a cepillo, y en sus labios duros y rojizos como el coral...

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